Recuerdo una cubierta abarrotada, con el cielo oscuro sobre nuestras
cabezas. Llovió esa noche, no demasiado, pero hacía frío. Papá me dijo que
cuidara de mi hermanita”. Helia González tiene 79 años y una memoria
formidable. Ella es uno de los pocos testimonios vivos de un episodio épico
ocurrido en el último aliento de la Guerra Civil española. Una
aventura única, temeraria, que condicionó para siempre la vida de aquellas
personas que la protagonizaron. Que lograron huir, a la desesperada, en el
buque carbonero 'Stanbrook', atracado en Alicante, de la amenaza de las
tropas franquistas que sitiaban la ciudad, por tierra, mar y aire. Una historia
en la que hubo héroes, como el capitán del barco, Archibald Dickson,
que arriesgó la nave y su vida para salvar a casi 3.000 republicanos derrotados
y amenazados. Y también con perdedores, porque llegados a Orán, Argelia, esas
personas iniciarían un largo, duro y poco estudiado exilio que ahora, con
diversas iniciativas, vuelve a recordarse.
Tiene razón Helia González, que era la pasajera 2.227: hacía
frío. Era el 28 de marzo de 1939. Lo describe muy bien Rafa Torres en su obra
'Los náufragos del Stanbrook'. Alicante era un caos alimentado por el miedo. El
“ejército nacional” ansiaba resolver con rapidez la conquista de uno de los
últimos bastiones de territorio republicano y uno de los últimos puntos de
huida. Artillería y aviación se empleaban a fondo. Se disparaba sin piedad, en
tierra y en el mar. Buques franquistas (también italianos y alemanes), además,
jugaban a cazar a cuanto barco grande o pequeño intentaba huir de Alicante.
“Llegamos al puerto en tren desde Elx; una vez allí, una cola larguísima
nos separaba de un barco que me pareció enorme con un nombre extraño y mucha
gente. Nosotros, como todos los demás, temíamos no poder alcanzar la pasarela
que nos permitiría llegar a él”, recuerda Helia González. Su padre había
fundado en Elx el partido de Jóvenes de Izquierda Republicana y era un líder
sindicalista; su vida corría grave peligro. “Al fin llegamos al barco. Unos
brazos vigorosos me levantaron. Vi una cara sonriente, una gorra de marino y me
dio un beso en la mejilla. No dijo una sola palabra, pero ese abrazo, esa
mirada, prometían algo bueno… era él, era Dickson y ya no había peligro”. Helia
tenía cuatro años y tres meses.
Rafa Torres relata que en el puerto de Alicante
“quedó cuanto habían sido, sus oficios, la esperanza, el conjunto de sus
afectos, el hogar, y todo ya inservible y revuelto en los muelles donde los que
no habían conseguido huir de la venganza franquista, el grueso de los atrapados
en aquella ratonera, lo perdieron todo igualmente. Los del 'Stanbrook' viajaron
hacinados a bordo de un viejo carbonero inglés, pero ya, y para siempre, en la
condición de náufragos”.
A partir de ahí, no existe mejor relato de lo ocurrido en aquellos primeros
momentos que el del capitán Dickson. En una carta al director del 'Sunday
Dispatch' divulgada el 4 de abril de 1939 señala que entre los refugiados había
un gran número de mujeres, chicas jóvenes y niños de todas las edades que
incluso llevaban en brazos. “Debido al gran número de refugiados me encontraba
en un dilema sobre mi propia postura, ya que mis instrucciones eran que no
debía tomar refugiados a menos de que estuviesen realmente necesitados. No
obstante, después de ver la condición en que se hallaban, decidí desde un punto
de vista humanitario aceptarlos a bordo, ya que anticipaba que pronto
desembarcarían en Orán”, escribió.
El testimonio es estremecedor: “Entre los refugiados había todo tipo de
clases de gente, algunos aparentaban ser extremadamente pobres y parecían
consumidos por el hambre y mal vestidos, con una variedad de atuendos que iban
desde monos hasta viejas y desgastadas piezas de uniformes e incluso mantas y otros
peculiares trozos de tela”. Su relato parece propio de un corresponsal de
guerra: “Había también algunas personas, mujeres y hombres, con una buena
apariencia y que asumí eran mujeres y parientes de funcionarios. Algunos de los
refugiados parecían llevar consigo todas sus posesiones terrenales cargadas en
maletas; bolsas de todas las descripciones, algunas atadas en grandes pañuelos
y unos pocos con maletas”.
Al inicio, como describía el capitán, la gente comenzó a subir de manera
ordenada. Llegaban no sólo desde diferentes puntos de la provincia de Alicante,
sino desde Valencia o Madrid; algunos, superando o burlando ya las zonas
consolidadas por el ejército rebelde. Pero, poco a poco, aquel 28 de
marzo el pánico comenzó a cundir entre los refugiados, que corrieron a
subir desesperados. “Viendo esta súbita avalancha de gente estuve casi
inclinado a dejar caer la pasarela y alejar mi nave del muelle, pero dándome
cuenta de que si hacía esto por lo menos 100 personas o más caerían al agua
decidí, desde un punto de vista humanitario, dejarlos subir a todos a bordo”.
Dickson ofrece en su relato una clara fotografía de lo que ocurría en el buque,
pues señala que el número de refugiados embarcados hacía casi imposible que
nadie pudiese moverse en la cubierta, ya que las escotillas de las bodegas se
habían abierto para introducir el cargamento y los refugiados sólo podían estar
a su alrededor en cubierta. “Era casi imposible dar una descripción adecuada de
la escena que mi buque presentaba, y la semejanza más cercana que puedo dar es
decir que parecía unos de esos vapores vacacionales del río Támesis en un día
festivo, sólo que muchas veces peor”. Cinco minutos después de zarpar el
'Stanbrook', una bomba lanzada por un avión estallaba justo en el lugar donde
había estado atracado este buque.
Aquellas primeras horas fueron una pesadilla. El 'Stanbrook' se sirvió de
la oscuridad de la noche para maniobrar con inteligencia y evitar los buques
franquistas. “Llovió esa noche –recuerda Helia–. Mamá compartió con una familia
malagueña, un matrimonio y un niño de mi edad una tortilla de un huevo y dos
patatas con un poco de grasa”. Dickson, que hasta abrió su camarote a los más
necesitados, escribía: “Pude suministrar a los refugiados más débiles un poco
de café y un poco de comida. La gran mayoría tenía pan suficiente para que les
alcanzase hasta Orán; la noche era clara pero fría, y pienso que el sufrimiento
de estas personas de pie en la cubierta toda la noche debió de ser muy malo”.
Lo asombroso de esa carta de Dickson es que en ningún momento pareció
inquietarle su destino o el de su tripulación si eran apresados por un barco
franquista. Le costaba horrores, además, al capitán mantener la quilla
equilibrada debido al gran número de personas a bordo y al peso. Los hombres se
acodaban en la barandilla del barco mirando hacia todos los lados. Algunos
dijeron que si les asaltaba un buque estaban dispuestos a pelear (algunos aún
llevaban armas). Tuvieron suerte y no fue necesario. Y a pesar de las
dificultades, el 'Stanbrook' alcanzó Orán, 20 horas después.
Argelia no les dejó bajar en un primer momento. Tuvo que ir a tierra el
capitán y negociar un primer acuerdo para que, al menos, las mujeres y los
niños pudieran desembarcar. Tras seis días, los hombres seguían a bordo del 'Stanbrook'.
Eran unos 1.500 y según Dickson su apariencia era “patética,
especialmente porque no han tenido oportunidad de lavarse ni de afeitarse.
Algunos de ellos se han despojado de sus ropas”. Finalmente, bajaron todos.
A partir de ahí se iniciaba otra historia, otra vida. Un exilio
que, como apunta Victoria Fernández, autora del libro 'El exilio de
los marinos republicanos', está poco estudiado. “Hasta hace unos años era
desconocido”, añade. Vale la pena ver el documental 'Desde el silencio, exilio
republicano en el Norte de África', de Sonia Subirats y Aida Albert,
para entenderlo. Porque lejos de la imagen casi idílica que ofrecía el exilio a
México o del muy documentado exilio a Francia, se descubre, a través de
testimonios, fotografías y archivos sacados ahora a la luz, que el del Norte de
África fue un exilio de una extrema dureza.
Victoria Fernández recuerda que desde el 5 de marzo de 1939 miles de
republicanos salieron desde España hacia África de una manera improvisada “y
precaria”. Las cifras oscilan entre las 10.000 y las 12.000 personas. “Desde
Almería, Alicante o Cartagena fueron llegando a las costas de Argelia en
guardacostas, barcos, veleros o pequeñas embarcaciones de toda clase”, apunta.
Tras las dificultades para que les dieran permiso para desembarcar, los
refugiados del 'Stanbrook', como los de otros barcos, fueron acogidos con mucho
recelo en Argelia, también en Túnez. “Nos trasladaron a un lugar para ducharnos
y desinfectarnos; no fue un buen recuerdo, era un lugar oscuro, húmedo y frío,
y unos hombres negros nos vigilaban incluso a las jóvenes desnudas”. Helia
sigue relatando aquellos momentos con la mirada de una niña. Victoria Fernández
señala que tras la acogida en el Norte de África, los exiliados iban destinados
a campos de concentración, como en Francia. Fue, además, una experiencia de
larga duración, porque incluso tras el desembarco de los aliados en la Segunda
Guerra Mundial “los españoles no fueron liberados de los campos de trabajo,
donde eran tratados como mano de obra gratuita para construir el Transahariano
hasta casi el final de la contienda; a nadie le interesaba, ni a los franceses
y a los aliados, dejar libres a aquellos indeseables españoles”.
El documental de Subirats y Albert ha reunido numerosas imágenes de aquel cautiverio
al aire libre, a temperaturas insoportables, en condiciones de vida
infrahumanas y bajo la presión de unos guardianes feroces con los españoles.
Muchos vivieron años en tiendas de campaña de tela, comiendo lo que podían,
trabajando sin descanso. Hubo algunos que intentaron fugarse y lo pagaron con
su vida. Un infierno.
Roberto Gil es hijo de uno de los tantos
matrimonios que se exiliaron al Norte de África y confirma que su recuerdo más
intenso de ese tiempo “era la esperanza que mantenían mis padres de regresar a
una España libre y republicana”. Corrobora que los primeros años para sus
padres fueron terribles: “Mi padre describía los campos de concentración, las
evasiones y las detenciones; y también los tres años que vivieron mi madre y mi
abuela y mis tíos en la prisión civil de Orán, donde fueron humillados”. Con
los años, estos exiliados lograron encontrar un sentido a su existencia.
Salieron de los campos, se integraron, encontraron oficios, se organizaron,
funcionó la solidaridad del exilio, el activismo político fue intenso y, lo más
importante, su vida comenzó a ser digna, porque, y principalmente, vivieron en
una libertad que no podían encontrar en España. Una España a la que, además, no
podían volver.
La familia de Helia González se ganaba la vida “fabricando jabón y
vendiéndolo a escondidas, fabricando clavos, trabajando en las cocinas de los
americanos hasta que finalmente instalamos una tienda de alpargatas, conocíamos
el oficio porque muchos refugiados llegaban de Elx o Crevillent”. Victoria
Fernández narra: “Se tuvieron que adaptar a trabajar donde pudieron, y cuando
Túnez (1956) y Argelia (1962) se independizaron, la mayoría marcharon a
Francia”. Y añade que, una vez fuera de los campos de concentración, “se
diluyeron en la masa de españoles que ya vivían allí a raíz de otras
migraciones”. Roberto Gil recuerda que su padre lo mandó a España en 1969 “para
hacer de emisario”. “El retorno final de mi padre se produciría en 1977, tras
un exilio de 38 años”, añade.
Recordar la aventura del 'Stanbrook' es también un buen ejercicio para
comprender que la historia no ha hecho justicia con aquellos exiliados. Rafa
Torres comenta que el mero hecho del exilio, de la expulsión masiva,
“constituye una injusticia radical, para las víctimas directas, despojadas de
su lugar en el mundo, y para la propia nación a la que se le amputan esos
miembros”. Pero este escritor e investigador destaca la peculiaridad del exilio
en el Norte de África: “Si los republicanos fugitivos tras la caída de
Catalunya fueron maltratados en los campos de concentración de Francia, qué
decir de los que arribaron a sus colonias del Norte de África”.
Helia González, protagonista de aquel viaje del 'Stanbrook', no guarda
rencor. Pero reconoce la labor de muchas personas por recuperar la memoria de
los exiliados y también agradece, pasadas ya muchas décadas, que a pesar de
todo Argelia la acogiera, a ella y a su familia, y a todos los españoles que
escaparon; que les dejara vivir alejados de un país que ya estaba sometido a la
dictadura y que pudieran, al fin, tener una oportunidad. Y dice que muchas
veces piensa en aquel capitán de porte alto llamado Archibald Dickson, que la
levantó en brazos y la puso sobre cubierta cuando la metralla enemiga pisaba
sus talones: “Fue capaz de salvarnos contra todo viento político y marea de la
infamia de nuestro país”, concluye.