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AZUL OSCURO
…si quiero rescatarme,
si quiero iluminar esta tristeza
si quiero no doblarme de rencor
ni pudrirme de resentimiento
tengo que excavar hondo
hasta mis huesos
tengo que excavar hondo en el pasado
y hallar por fin la verdad maltrecha
con mis manos que ya no son las mismas.
Mario Benedetti
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A todas las mujeres porque a pesar del dolor
guardaron en su memoria y en su corazón
trozos de nuestra historia.
A mi madre, por amor.
Paqui Maqueda Fernández.
Juan 1936
En la madrugada del 22 de Agosto de 1936 una larga
fila de hombres sube a un camión. Como viene sucediendo en los días pasados,
salen de la Plaza Arriba ,
la plaza principal del pueblo y las pocas personas que presencian la escena, no
tienen dudas sobre cuál será el destino
de este destartalado camión ni de los hombres que se amontonan en él.
Parecen jornaleros, gente pobre, aunque hay
algunos que por su aspecto no deben de serlo. Son de todas las edades, jóvenes
y viejos, mujeres y hombres. Algunos callan, otros lloran. Todos están
cansados, llevan semanas encerrados en “la casilla”, el nombre que la gente le
ha puesto a la cárcel del pueblo, cansados de ver llorar a sus mujeres, de ver
la cara de sus hijos tras las rejas y no poder acariciarlos, cansados de
esperar el favor que sus familiares han ido a pedir a Sevilla, a la casa grande
del señorito de la calle Abades para el que
trabajaron en la recogida de la aceituna de la campaña pasada. En la
soledad de las paredes de “la casilla” han quedado impregnadas para siempre las
palabras de los familiares: “¡Seguro, hermano, seguro que te saca de aquí,
seguro que el señorito se acuerda de ti!”. Cansados de las visitas de los
carceleros que se han ensañado con los considerados más peligrosos y con los
que ocupaban cargos públicos en el Ayuntamiento, los de Unión Republicana, los
que ganaron en las elecciones celebradas apenas unos meses antes, en Febrero.
Desde esa fecha hasta este Agosto sólo han pasado unos meses y parece que hayan
transcurrido siglos.
Entre ellos se encuentra Juan “el cubero”. Es ya
anciano y algunos hombres le ayudan a subir al camión. El rumbo que toma,
camino de Lora del Río, tiene un significado especial para él. Como si la vida
le hiciera un guiño y le diera la oportunidad de despedirse de los suyos el
camión pasa por la casa que hasta ahora ha sido suya, donde descansa su
familia, su mujer Dolores y dos de sus
cinco hijos: Antonio y José. Cierra fuertemente los ojos e intentando
imaginar el sueño que sueñan, se despide de ellos.
Su pensamiento vuelve al día en que, apenas hace
un mes, las tropas sublevadas del General Franco entraron en Carmona. Recuerda
los gritos llamando a la defensa del pueblo, a la defensa de la República,
recuerda a sus hijos mayores, Enrique y Pascual en las barricadas de la Calle Sevilla , junto
con los compañeros de la CNT ,
dispuestos al combate. El no saber nada de ellos desde entonces le provoca un
pellizco en el corazón, sabe que formaron parte del grupo de jóvenes que se
escaparon cuando la carnicería final, cuando el pueblo fue tomado, y dicen que
les vieron coger el mismo camino por el que ahora se dirige el camión que lo
lleva a él. Que huyeron y están por algún pueblo cercano, empuñando un arma
para defender sus ideas. Juan desea que allá donde quiera el destino que se
encuentren estén seguros, y tengan la fuerza y la valentía para seguir en la
lucha. Quizás por eso se lo llevaron a él aquella mañana... porque no encontraron
a sus hijos. Los fascistas castigan así, golpeando donde pueden, donde duele.
Saben que para sus hijos la suerte de su padre será un duro golpe.
Momentos después su espalda nota ya la fría tapia del cementerio. Entre los gritos del
pelotón de fusilamiento escucha la agitada
respiración del joven al que han puesto a su lado. Es Frasco, el hijo
del “pelao”, amigo de uno de sus hijos. Sus miradas se cruzan, manteniéndose
juntas hasta que oyen cargar las armas. Juan cierra los ojos después de ver como
Frasco alza el puño cerrado y grita con
rabia un ¡¡Viva la República!!. Sus ojos se llenan de lágrimas.
El sol ilumina perezosamente el pueblo y la vega
de Carmona parece encenderse poco a poco. El silencio vuelve al pueblo. El día
de hoy será largo. Por la mañana, a la hora de las visitas en “la casilla”, a
Dolores le entregan un reloj y una gastada taleguilla vacía. Le han pedido que
se vaya, que no monte escándalo llorando y preguntando por su marido... y que
tenga cuidado, que en cuanto atrapen al grupo de canallas anarquistas con los
que se pasean sus hijos les van a ajustar las mismas cuentas que le han
ajustado a su padre. Así que carretera y manta, señora.
A los pocos días del asesinato de Juan, Dolores
recibe una carta del Ayuntamiento. Quieren hablar con ella sobre un asunto de
justicia, así que dos “falanges” la escoltan hasta la
Plaza Arriba. En el Ayuntamiento un señor muy estirado
le dice que, para que ella lo entendiera, se lo iba a decir muy clarito: las
propiedades del ajusticiado Juan “el cubero” deben ser incautadas, y que
inmediatamente ella y sus hijos deben abandonar la casa donde viven.
Dolores recoge sus cosas. Es posible que vuelva al
pueblo de sus padres, allí al menos los recuerdos serán más llevaderos y su
hijo Antonio podrá criarse con algunos de los suyos. Antes de irse deja recado en casa de una
vecina, alguien tendrá que avisar a los mayores de lo que ha pasado. Subiendo
la cuesta con su hijo en brazos, sintiendo el peso de la soledad, piensa que
quizás esta guerra la ganen los nuestros y entonces podamos recuperar la casa y
el nombre del padre…
Juan Rodríguez Tirado tenía 72 años cuando fue
fusilado...era mi bisabuelo.
Enrique el cojo
Enrique tiene 30 años cuando participa junto con
muchos otros en la defensa de Carmona frente al ejército franquista. El general
Queipo de Llano sabe que debe tomar Carmona para impedir así la entrada del
ejército republicano que vendría en auxilio de los que defienden Sevilla, en
las barricadas del barrio de San Marcos y la Macarena. Cojo
desde pequeño, Enrique corretea las calles del pueblo detrás de las muchachas
que salen los domingos de misa, mejor que ninguno de sus amigos.
Últimamente no se le ve en las reuniones de la
pandilla porque anda metido en política, frecuentando la taberna de un tal
“Nono”, en la calle San Felipe. Por las noches los obreros, los jornaleros y
algún maestro se reúnen para hablar de la situación del país. Tienen una
pequeña biblioteca donde los pocos libros que adornan las estanterías son
releídos una y otra vez. El maestro del grupo llevó una vez un ejemplar de la Constitución que el
gobierno de la República repartió por las escuelas y a todos les emocionó aquel
empezar: “España es una República democrática de trabajadores de toda clase,
que se organizan en régimen de libertad y de justicia. Los poderes de todos sus
órganos emanan del pueblo”. Esa noche las luces de la taberna del Nono no se
apagaron hasta muy entrada la madrugada. Y dicen que hubo vino y fiesta…
La madrugada del 18 de Julio de 1936 nadie duerme
en su cama, todos discuten sobre los rumores que habían llegado: el General
Franco, el muy traidor, se había sublevado. Había que organizarse y rápido,
había que poner guardia en las salidas y entradas del pueblo, había que salir a
Sevilla por la mañana, muy temprano, para informarse sobre lo que en realidad
estaba pasando, había que pedir armas para defender el pueblo.
Apenas cuatro días después Carmona es tomada. El
“glorioso” ejército de Franco invade las calles y las plazas, entrando en las
casas que la gente de orden señala,
sacando a golpes a hombres y mujeres acusándolos de haber participado en
lucha de los días pasados, acusándolos de comunistas, de anarquistas, de rojos…
todos son llevados a culatazos de fusil a “la casilla”. En los días y meses
siguientes muchos saldrían de allí para ser cruelmente asesinados frente a un
pelotón de fusilamiento en la aplicación del temido “bando de guerra”.
Enrique logra huir. El “cojo” corre asustado por
los caminos que conoce bien con su hermano Pascual (los hermanos son
inseparables) y un grupo de amigos. Se dirigen a Lora del Río con intención de
organizarse y seguir luchando contra las tropas de Franco. En el silencio de la
noche, caminando en la oscuridad para no ser vistos, Enrique presiente que esta
guerra será larga. Mira hacia atrás para comprobar que su hermano le sigue y
aprieta el paso olvidando los días que lleva sin llevarse un bocado a la boca. Luchan
sin tregua en Brenes, en Cantillana, en Villanueva del Río y Minas, en el
Pedroso y en Constantina. Cuando una columna de voluntarios sale para Madrid a
defender la ciudad, Enrique y Pascual se
alistan a ella, formando parte de la
Brigada 77, comandada por un tal “Savín”, compañero de lucha
desde que salieron juntos de Carmona. Luchan también en el frente del Jarama, y
con la Brigada
50 marchan a Guadalajara. En Madrid, Enrique es hecho prisionero y conducido al
campo de concentración de Vallecas. Poco después es puesto en libertad, de vuelta
a Sevilla debe ponerse a disposición de
la autoridad militar. De noche, cuando todos duermen, piensa en su hermano
Pascual. Nada sabe de él desde que le perdió de vista en Madrid durante aquel fatídico
bombardeo.
En la primavera de 1939 Carmona es un pueblo
muerto. El miedo asoma por cada esquina, y la tristeza se pasea por la gran
Alameda, vacía y sola. La rabia es el único bocado que día tras día la gente
del pueblo mastica con resignación. La guerra está acabada y el bando
Republicano es el gran perdedor. En la fosa común del cementerio aparecen ramos
de flores a pesar de la prohibición de las nuevas autoridades franquistas: en
ella hay muchos del pueblo enterrados, hombres, mujeres y hasta niños se
agolpan unos sobre otros. Pero hay que callar y tirar p´alante, hay que buscar
fórmulas para dar de comer a los que quedan con vida todavía... y apenas quedan
fuerzas para nada más.
Enrique ha vuelto al pueblo y antes de presentarse
a la Comandancia
Militar de Carmona bebe vino barato en la taberna de “la
cochera”. Todos lo miran temerosos, saben que tarde o temprano estallarán la
rabia y el dolor contenidos estos pasados años. En el pueblo saben que hace
días que pregunta constantemente por el
“zapatillas”, acusándolo de no tener cojones de enfrentársele y de matar
en cambio a viejos indefensos. Le manda aviso: el hijo de Juan “el cubero” ha
vuelto al pueblo a saldar cuentas, y el que avisa no es traidor. Más vale que
no salga en los próximos días de la casa señorial en la que vive escondido como
una rata desde que sabe que Enrique ha vuelto. De pronto el vaso de vino se estrella contra el suelo y
Enrique el cojo comienza a gritar maldiciendo una y otra vez al asesino de su padre,
y jurando que tarde o temprano lo matará. Pero la borrachera puede con él y
unos conocidos avisan a su hermana Frasca para que se lo lleven. Su cuñado
Luís, un carpintero de gran corazón, se lo lleva a rastras. Enrique sigue
gritando que se las van a pagar…
A la mañana siguiente, apenas amaneciendo, una
pareja de Guardias Civiles llama a la puerta de la casa donde duerme la familia
de Enrique. A la fuerza se lo llevan, ha sido denunciado por inferir amenazas
de muerte a gente de bien. Meses después es condenado por un consejo de guerra a
treinta años de prisión por el delito de adhesión a la rebelión. El asesino de
su padre, un personaje de Carmona muy influyente, no permitirá que vuelva a
amenazarle de muerte por las calles del pueblo asegurándose de que “el cojo” no
le moleste por un largo tiempo. Enrique
pasa siete años en la cárcel, de donde sale en Abril de 1.946 gracias a un
indulto. Una vez en libertad le aplican la pena de destierro, de forma que no
puede volver a Carmona. Él incumple continuamente su condena acercándose al
pueblo de noche y a escondidas. Una sobrina pequeña y menuda, hija de su
hermana Frasca, le lleva la comida a una taberna donde se refugia todo aquel
que tiene problemas con la justicia, o bien bajo un olivo, donde espera todo el
día hasta que la noche llega. Vuelve de nuevo a prisión en 1.951 condenado a
trabajar en condiciones de esclavo en la construcción del Canal del Bajo
Guadalquivir, hoy conocido como “El Canal de los Presos”. En su historial de
preso aparecen continuas entradas y salidas de éste campo de concentración.
Enrique muere en Carmona, en 1993, acogido por las
monjas de la Caridad.
Nunca formó una familia. Murió solo, pero no vencido. Por
defender sus ideas sufrió prisión, fue obligado a trabajar abriendo zanjas,
acarreando piedras, pasando frío y calor, humillado por su condición de preso
político, condenado a callar y a tirar hacia delante. Hombre de ideales
fuertemente arraigados, en las postrimerías de su muerte sintió que nada ni
nadie le arrebatarían jamás el honor de haber sido un miliciano que luchó por
la libertad.
Enrique Rodríguez Rodríguez, el “cojo”, era mi
tío-abuelo.
Pascual, el pastelero
Los mejores pasteles, los que más gustan a los
niños, son los de Pascual el pastelero. Mucho tiempo después, esos niños
convertidos ya en hombres y mujeres, habrían de recordar, con la boca hecha
agua, el sabor de aquellos pastelitos.
El 22 de Julio de 1.936, cuando Carmona es tomada
por las tropas de Franco, Pascual escapa con Enrique, su hermano, y un grupo de
camaradas del pueblo. Marchan a Madrid, a la capital, juran defender con uñas y
dientes, con la rabia que aún les queda, la República y el progreso social que
había traído. Sus ideales políticos, la creencia profunda en una sociedad más
justa e igualitaria, habían creado entre los dos hermanos una complicidad
hermosa e imbatible. Entre los camaradas de la Brigada son conocidos por
“los cuberos”, el apodo que traían del pueblo. En las largas noches de
barricadas en la casa de Campo hablan de volver al pueblo para hacerse cargo de
los asuntos pendientes. Uno de los dos tiene que sobrevivir a esta guerra y
vengar el asesinato del padre. Pascual presiente que será su hermano mayor el
que vuelva a Carmona. Enrique siempre fue más fuerte y decidido. Después
bromean y ríen imaginando la cara que pondría el asesino de su padre cuando
volviera a tener a un “cubero” enfrente.
En uno de tantos bombardeos que Madrid sufre antes
de su caída, Pascual y Enrique se pierden. Corren juntos buscando un refugio y
en la refriega los hermanos se separan. Nunca más volverían a verse. Pascual
está perdido sin su hermano. La ciudad ha caído y la gente huye por las pocas
carreteras que aún quedan abiertas. Intentará volver a casa, quizás entre las
personas que escapan de la ratonera en que se ha convertido Madrid encuentre a su hermano. Decide tomarse
el regreso con precaución y deambula durante meses de un sitio a otro, ayudado
por compañeros huidos como él. Durmiendo mal, comiendo poco, oliendo a perros
muertos. Cerca de La Carolina ,
en Jaén, después de descansar un rato bajo un olivo, se queda dormido.
Lo despiertan los violentos zarandeos de unos
hombres con camisa azul. Con la luz del sol molestándole en los ojos no los
reconoce. Una patada en los riñones hace que vuelva a cerrar los ojos doblándose
de dolor. Uno de aquellos hombres le tira de los pelos, levantándole del suelo,
sin tiempo apenas para recuperarse de la patada anterior. Ahora los reconoce,
sus golpes llevan la firma de los mayores asesinos que haya parido madre. Son
falangistas. Su suerte está echada.
Una madrugada después de varias semanas encerrado
lo sacan de la prisión que la autoridad del pueblo ha habilitado para el gran
número de detenidos. Desde que terminó la guerra la mitad de España se ha
convertido en un gran cementerio... la
otra mitad en una prisión. No duerme, teme que lo torturen de nuevo. Piensa en
su madre, los recuerdos cálidos de sus manos y el color de sus ojos azules,
como el azul intenso del cielo de su pueblo, lo han acompañado siempre. Piensa
también en la suerte de su hermano Enrique, deseando con todo su corazón que él
sí llegue a Carmona para saldar las cuentas pendientes. Es la una y media de la
mañana del 22 de Agosto de 1939. El mismo día, tres años antes, un pelotón de
fusilamiento había segado para siempre la vida de su padre tras las tapias del
cementerio de su pueblo.
Pascual es conducido al cuartel de policía del
Servicio de Información Militar, en la calle Francisco Franco. Hace apenas unos
meses que acabó la guerra y este país está lleno del nombre del Caudillo, de
ese cazador sin alma de hombres libres. Un sargento y varios falangistas lo
aguardan, ya les ha llegado la información que esperaban sobre él desde Carmona. Dice en la documentación
que participó junto a un hermano de su misma calaña en la resistencia que se
organizó desde la CNT
para impedir que el ejército de Franco liberara su pueblo. Con una ostia que a
Pascual le hace tambalear la cabeza le preguntan que si eso es verdad. Dice
también la información de las autoridades del pueblo que si es verdad que él y
su hermano (siempre su hermano) violaran a la señorita tal, hija de gente de
orden de su pueblo. Una patada en el estómago acompaña la pregunta. El sargento
que lo interroga quiere saber si una vez huido cobardemente de Carmona asesinó
en la localidad de Lora del Río a un influyente y honrado hijo de la villa, y
que le interesa sobre todo si con él iba un tal “Savín”, un anarquista igual de
peligroso que él a quien le van a cortar los huevos cuando lo cojan. Como te
los vamos a cortar a ti si no nos dices la verdad, “cubero”.
En ese momento, y ante la sorpresa de sus
guardianes, sacando fuerzas de quién sabe dónde, Pascual reacciona y sale
huyendo, corriendo por las calles desconocidas de La Carolina. Los
falangistas detrás de él le dan el alto, gritando que mejor que se entregue,
que de nada le servirá intentar huir.
Pascual corre. Un disparo lo alcanza y cae abatido
al suelo. Saca de nuevo fuerzas para levantarse y seguir, pero herido y
sabiéndose acorralado se refugia en un portal. Pide ayuda a gritos, ¡ayúdenme,
por favor se lo pido!. Las luces de algunas casas se han encendido. Los
vecinos han escuchado jaleo y un disparo, han escuchado pasos de hombres
corriendo, y asustados esperan lo que va a pasar detrás de la puerta que por nada del mundo van a abrir. Más disparos. La señora que después
prestará declaración de los hechos, la que no abre la puerta al huido, cuenta
un total de siete. También dice la señora que el chico aquel, ya moribundo,
llamaba a gritos a su madre. Dice que sus últimas palabras fueron ¡Ay, madre mía!.
La auptosia que se le practicó después a Pascual
para esclarecer las circunstancias de su muerte revela que “era moreno, con
barba descuidada y enjuto de carnes”. Dice que “vestía pantalón negro, camisa
caqui y alpargatas negras”. Que presentaba “orificio de bala en la parte media
de la región frontal, orificio de bala al nivel de la sexta costilla, orificio
de bala en la región anterior del cuello, orificio de bala en la región lateral
derecha del tórax, orificio de bala en el ojo derecho, orificio de bala en la
cara anterior de ambos muslos, orificio de bala en el tercio inferior de la
cara anterior de la pierna derecha, con fractura de tibia y peroné. Erosiones
múltiples en cara, pecho, muslos y piernas”.
Lo que la auptosia no dice es lo que a Pascual le
dolió morir. No habla que antes de alcanzarle las siete balas, le alcanzó la
rabia y el miedo. La rabia por morir de esa manera, cazado como un conejo en
una cacería. El miedo de morir solo en medio de la noche, tan lejos de su casa
y de los suyos. Por eso llamó a su madre. Con su recuerdo todo sería menos
duro.
Alguien dijo a su hermano Enrique que a Pascual lo
habían matado en La
Carolina. Años después las autoridades franquistas
absolvieron en una farsa de juicio al falangista que lo mató: cumplió con su
deber al acabar con la vida de un “peligroso elemento subversivo” que pretendía
huir de la justicia.
Pascual Rodríguez Rodríguez apenas tenía 27 años
cuando fue asesinado... era mi tío-abuelo.
José, el jardinero
Mientras Dolores prepara la pequeña maleta sin
apenas pensar en las cosas que recoge, José la observaba callado desde un
rincón. Desde que padre y los hermanos mayores faltan una tristeza seca y
pesada se ha adueñado de la casa, anda pegada a las paredes, como el sofocante
calor de aquel mes de agosto del 36.Ya no se escucha en la casa la risa de
Enrique contando, con aquel tono de voz que los Rodríguez tienen, cómo antes de
ayer se las ingenió para mandarle un beso a una guapa muchacha que paseaba con
su madre por el Real. Ya no se oye la voz de Pascual antes de salir los
domingos a vender pasteles a la
Alameda , seguro de que esa tarde vendería más que nunca. Ni
siquiera se ve revolotear por la casa al pequeño Antonio, escaleras arriba,
escaleras abajo, buscando los besos y los abrazos, la alegría de sus hermanos
mayores. Ahora lleva días agarrado fuertemente al vestido color azul oscuro que
su madre se ha puesto.
Azul, Francisco, véndeme un vestido lo más azul
oscuro que tengas. Azul, porque no dejan que vista de luto por mi Juan, y este
color, azul oscuro, como mi pena, dirá que me voy muriendo yo también por
dentro desde que me falta. Francisco, el de la mercería, le entrega el vestido
y baja la mirada.
Un
vestido azul oscuro, muy oscuro.
José mira a su madrastra. Piensa que desde que
mataron a padre ya no es la misma mujer.
Sus ojos hinchados de tanto llorar y las noches en vela sin apenas dormir han
hecho de ella casi un fantasma. Ese vestido azul oscuro que se empeña en llevar
y no quitarse día tras día le echa diez años. En su negra cabellera, que ahora
lleva recogida en moño, José cree ver unas cuantas canas.
Azul oscuro, canas...y miedo.
Alguien golpea con fuerza la puerta de la casa.
Dolores mira a José cogiendo en brazos rápidamente al pequeño Antonio y con una
señal le dice que se suban a la planta de arriba. Temblando abre la puerta. Dos
falangistas buscan a José. Pero... ¿para qué? pregunta Dolores. Para qué va a
ser, mujer, para que se venga con nosotros, a las filas de los nuestros, para
luchar en el bando nacional, para que limpie el deshonor de ser familia de
anarquistas, para combatir por Dios y por la patria. Dolores dice que es apenas
un niño, que lo dejen con ella, que por favor otra pena más no. Uno de ellos,
conocido de la familia y vecino, se le acerca con actitud amenazante y le dice
que quién sabe, quizás una bala de ese niño mate a uno de sus hermanos, a uno
de esos que lograron huir pero que matarán como a conejos algún día. Y que ya
vale de hablar, que el niño pa’fuera, que lo están esperando. Que no se
preocupe, porque en las filas del ejército de Franco los niños se hacen hombres
matando a rojos. No hay besos de despedida entre José y Dolores. Eso no es de
hombres, chaval, ya me encargaré yo de ti en el frente, le va diciendo uno de
los de falange a José. Empina la cuesta y dale tu nombre al sargento, dile que
eres el hijo del “matao”, el que fuimos a buscar, verás qué bien te va a
recibir el ejército de los que de aquí para adelante serán los tuyos.
Dolores cree no poder con más dolor. Cierra la
puerta tras de ella y limpia sus lágrimas con el azul oscuro de su nuevo
vestido.
José tiene 17 años y hace meses que los fascistas
le obligan a disparar su fusil contra las tropas republicanas. Eso les parece a
ellos, porque José los engaña cuando aprieta el gatillo, disparando al aire las
balas que no conseguirán acabar con la vida de uno de los suyos, que bien
podría ser uno de sus hermanos. En la
trinchera, con el fusil apretado en el pecho, piensa que en este mes de
noviembre ya deben andar recogiendo la aceituna en su pueblo, y una imagen
lejana y luminosa le asalta de pronto... el recuerdo de él y sus hermanos
vareando con fuerza los olivos de su querido pueblo. Durante el verdeo se lo
llevaban al olivar con ellos, y sus pequeñas manos recogían las aceitunas del
suelo (siempre venía bien en la casa el dinero que el señorito les daba por la
labor del pequeño). Desde que madre murió el cariño de sus hermanos mayores lo
arropaba y al lado de ellos la añoranza de la mujer que apenas conoció se hacía
más llevadera. Ya amaneciendo, cuando sus hermanos volvían de fiesta, él
esperaba el beso que los dos le plantaban en la cara.
Hoy por fin hará lo que hace tiempo viene pensando
hacer. Por ellos y por padre debe reunir el valor suficiente, el coraje para
hacerlo. Tiene que ser hoy, en la noche, cuando cansados de la batalla todos
duerman, cuando los centinelas cierren los ojos. Entonces se pasará al otro
bando, al de los suyos, allí donde quiere estar con toda la fuerza de su
corazón. En la noche, cuando todos duerman. En la oscuridad, el silencio campa.
Unos gritos alertan a los centinelas de las filas republicanas que vigilan los
movimientos del enemigo.
¡Mi sargento!, un loco, apenas un niño, que dice
que no le disparemos, que a pesar de que haya cruzado las líneas y venga de las
filas de los nacionales es de los nuestros, que viva la República, y que viva
su padre y sus hermanos... que qué ganas tenía de abrazar a uno de los nuestros... y se ha ido pa “el
habichuela” y lo ha abrazao, y mi sargento, todos nos hemos quedao paraos, nos
hemos mirao con la boca abierta, sin poder hablar, eso sí apuntándolo sin bajar
el fusil. Pero a él no le ha importao que lo apuntemos, mi sargento, ha seguío
hablando y llorando, se ha caído al suelo y entre sollozos ha preguntao si
conocemos a “los cuberos”, unos que dice que son sus hermanos, de Carmona, de
un pueblo que no me acuerdo donde carajo está. Mi sargento, que yo creo que lo
mejor es que usted venga conmigo y lo vea con sus propios ojos. Ya verá, mi
sargento, si es sólo un niño...
José lucha en el bando republicano hasta que llega
la derrota. Siente que ha recuperado el honor de los suyos y piensa que a pesar de haber perdido la guerra, a pesar del
campo de concentración y del frío de la cárcel en la que ahora se encuentra,
cuando salga de aquí podrá contar a sus hermanos su historia, podrá contarles
lo valiente que fue aquel día que cruzó las líneas enemigas, aquel día que
sintió, camino de las trincheras de los suyos, la presencia y el aliento de su
padre cerca de él, señalándole el lugar donde una bandera roja, amarilla y
morada le aguardaba.
Pero José
nunca pudo contar esta historia a los suyos. Cuando volvió a Carmona y le
contaron lo ocurrido con su familia decidió marcharse del pueblo para nunca más
volver. Ahora vive en Barcelona, donde lo conocí hace dos años, para tener la
suerte de que sus palabras y sus recuerdos me ayudaran a recomponer la cadena
familiar rota hace 70 años.
José Rodríguez Rodríguez tiene 87 años, es jardinero y es mi
tío-abuelo.
Manuela “la seca”
Su cuerpo delgado y
pequeño corretea por las calles del pueblo. Los niños de la plazoleta la
saludan al pasar: ¡Eh, seca, ven a jugar! Ella los mira con envidia, pero sabe
que hoy no podrá jugar con ellos. Tampoco podrá controlar al revoltoso de su
hermano pequeño, así que posiblemente se vuelva a meter en otro lío. Pero eso
ahora no importa. Continúa con su trote infantil, subiendo las cuestas,
enredándose en callejuelas estrechas y oscuras, dando vueltas y vueltas a los
mismos lugares. De vez en cuando se para en seco y vuelve lentamente la cabeza
hacia atrás. Las calles están vacías, nadie la sigue. Lleva fuertemente
agarrada de su mano una vieja lechera. No parece que tenga apenas nueve años, y
sus pisadas, firmes y seguras, la conducen a un lugar que sólo conocen unos
pocos, a un lugar del que nunca puede hablar. Ella continúa firme y altiva,
aunque aquel Guardia Civil apostado en la esquina la mire de reojo al pasar, y
diga para sí: esa niña es de los “cuberos”, familia de rojos…
Hoy, recién levantada, su
madre le hizo una señal desde la cocina y ella le siguió como siempre en
silencio. Como en otras ocasiones, el mismo sigilo de su madre al moverse, la
misma mirada de miedo y de complicidad a la vez, la misma lechera en el mismo
lugar. Enrique, “el cojo”, hermano de su madre, había vuelto a Carmona, a pesar
del destierro al que los jueces franquistas le han condenado esta vez, a pesar
de jugarse el pellejo, a pesar de la Guardia Civil que volverá a buscarlo de madrugada
en la casa de su hermana, creyendo que ésta lo oculta, y con rabia tiren al
suelo los colchones en los que todos duermen. A pesar de todo.
Y es que ese Enrique tiene
un par de huevos. Todo el pueblo lo sabe.
Deja la lechera en una de
las mesas de la taberna del “Nono”, donde las pocas personas que frecuentan
este lugar fingen no ver... no preguntan nada. Tampoco ella dice nada, yéndose
como llegó, por las mismas calles. Como tantas otras veces no verá a su tío,
pero va contenta sabiendo que gracias a ella, tan sólo una niña, Enrique “el
cojo” volverá a comer caliente la comida
que con amor, y a pesar de las necesidades y el hambre, en casa de su hermana
le han preparado.
Y sonríe cuando pasa al
lado del Guardia Civil que sigue apostado en la esquina, esperando como un
perro de presa en quien poner sus sucias
manos de asesino a sueldo.
Su madre le tiene dicho
que cuando vuelva de la taberna lo primero que tiene que hacer es ir a verla,
decirle que ya está de vuelta. Ella espera entonces contemplar el milagro que
siempre se opera en el rostro duro de su madre: una tímida sonrisa que se
escapa de sus labios, acariciándole el pelo y
mandándole a jugar un rato. Luego tendrá que recoger la colada y preparar
la comida para su padre, cansado del
trabajo en la carpintería. Ahora, sintiendo aún la mano de su madre acariciando
su pelo, corre en busca de los amigos a los que antes dejó en la plazoleta.
Corría el año 1946.
Siempre ha guardado en su
memoria y en su corazón estos recuerdos, y después de 60 años se los cuenta a
su hija como una chiquillada de la niñez. Su hija la mira y advierte en los
inmensos ojos azules de su madre un atisbo de tristeza, no debe ser fácil
ahora, después de 60 años, recordar aquello, no debe ser fácil responder a su
hija que no para de preguntar cosas del pasado y escarbar en el pozo de los recuerdos. Su hija lo sabe y
de alguna manera difícil de explicar a ella también le duelen los recuerdos de
su madre. Pero junto a ese dolor aparece algo que a la hija la llena de
satisfacción: el orgullo de sentirse parte de esa familia, el orgullo de tener como madre a una mujer tan valiente.
Manuela Fernández
Rodríguez, “la seca”, es mi madre.
El hueco en la cadena
La organización del curso en el que participé en
Agosto de 2003 había previsto visitar el Archivo Militar de Sevilla. Siempre
estuve interesada en todos los acontecimientos relativos a la Guerra Civil
española, aquella lucha terrible de dos bandos que había generado tanto dolor
primero y tanto silencio después. Tanta represión, tanta injusticia, tanto
engaño y falsedad por parte del bando vencedor hizo que me cuestionara la
historia oficial, la que nos habían enseñado en la escuela, preguntándome por la
otra historia, la oculta y silenciada... la de los perdedores.
El Archivo Militar de Sevilla es uno de los
lugares en los que se encuentran los expedientes de las personas condenadas por
el régimen franquista. Yo sabía que uno de los tíos de mi madre, Enrique, fue
enjuiciado y condenado por defender la República y que su vida había sido un
calvario apenas conocido por mí. Una vez en el Archivo nos advirtieron que no tocáramos nada, ya que el lamentable
estado de conservación en el que se encuentran los ficheros y la forma de su
clasificación hacían difícil localizar las fichas con los nombres de los
condenados y sus expedientes. Decidí a pesar de ello abrir el cajón que
contenía el apellido de mi familiar, la R de Rodríguez. No tuve que buscar, la ficha
del expediente de mi tío-abuelo Enrique vino a mis manos. Mi dedo separó un
montón de fichas y detrás de éstas estaba la suya. Emocionada, enseñé la ficha
a los que participaban conmigo en la visita. Los historiadores no se lo podían
creer, ya que la búsqueda de un nombre en estos ficheros les lleva a ellos
meses de trabajo. ¿Pero cómo lo has hecho?, me preguntaban. Tuve clara la
respuesta: yo no había encontrado a mi tío-abuelo Enrique, él me había
encontrado a mí.
Se me abría así el camino.
En él iba a volcar todas mis energías para lograr el reconocimiento de mis
familiares y la dignificación de su memoria. Lo que para mí es la llamada de la
sangre me hizo entender que las generaciones familiares están atadas unas a
otras como los eslabones de una cadena, y aunque ésta se rompa trágicamente,
causando un hueco, los eslabones están condenados a unirse.
Surge ahora una generación
formada por los nietos y bisnietos de los que perdieron la guerra que por
encima de todo están interesados en saber y que les resulta difícil entender
las causas de los silencios familiares. Silencios atravesados por el dolor y el
miedo. Silencios que han formado una barrera que asombrosamente ha logrado
protegerlos de todo aquello que cada cual temía.
Otras han esperado este
momento durante toda su vida y hablar es una manera de conjurar el pasado y de
hacer presente a los suyos. A los nuestros.
Paqui Maqueda Fernández.
Sevilla, Febrero 2007.
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