dimarts, 25 de setembre del 2018

El caso Dos Passos.



https://www.lavanguardia.com/opinion/20160603/402237637536/el-caso-dos-passos.html




Desde ayer jueves hasta mañana sábado, una treintena de especialistas de diferentes países se reúnen en la madrileña Universidad Alfonso X el Sabio para hablar de la vida y la obra del norteamericano John Dos Passos. Que yo sepa, es la primera vez que una institución española acoge un congreso sobre un autor como él, que tuvo una estrechísima relación con España. De todos sus libros, mi favorito es el último que publicó en vida, unas memorias tituladas Años inolvidables en las que precisamente se extiende sobre sus experiencias en España. El título original ( The best times) es aún más elocuente que su traducción: el escritor se había propuesto hablar de los buenos tiempos, de los mejores años de su vida, y en esa evocación de su juventud viajera sólo podía haber sitio para la celebración. Dos Passos, un hombre feliz que dejó de serlo, no quería despedirse del mundo sin recordar toda esa felicidad pasada.
Además de su relación con España, otro de los ejes del libro es la larga amistad que unió al novelista con Ernest Hemingway. Si la narración de Años inolvidables se detiene justo antes de la Guerra Civil, es porque esta motivó la abrupta ruptura de Dos Passos con ambos: con Hemingway y con España. Hace años escribí un libro sobre este asunto. En él contaba la historia de José Robles, un republi-cano asesinado a principios de 1937 por orden de los
servicios de inteligencia soviéticos. Robles, profesor de la John Hopkins University, era buen amigo de Dos Passos y traductor al castellano de alguno de sus libros. Cuando Dos Passos llegó a España para colaborar con Hemingway en un documental de propaganda republicana, la investigación sobre lo sucedido con Robles acabó enfrentándolos.

(Josep Pulido)
Mientras Dos Passos estaba decidido a descubrir la verdad al precio que fuera, Hemingway era partidario de silenciar el asunto para no perjudicar a la causa republicana. Allí acabó su amistad. Tres décadas después, cuando el anciano Dos Passos quiera rendir homenaje a su antigua camaradería, tendrá que retroceder a los años de la Segunda República, en los que Hemingway y él, en sus viajes a Madrid, se juntaban para almorzar en Casa Botín. “Fue durante aquellas comidas cuando Hem y yo discutimos por última vez sobre España sin enfadarnos”, recordará John Dos Passos en Años inolvidables.
He dicho que Dos Passos, al mismo tiempo que con Hemingway, rompió también con España, un país que durante veinte años le había fascinado. Lo visitó por primera vez siendo poco más que un adolescente, lo recorrió de un extremo a otro y le dedicó bastantes de sus mejores páginas. Pero todo esto fue antes de la Guerra Civil. Derrotados los republicanos, no había nada que le gustara de la España de Franco. Tampoco el bando de los vencidos le merecía una adhesión completa e incondicional. El asesinato de José Robles había alimentado en él un anticomunismo extremo que no tardaría en distanciarle de una parte del exilio español. Y digo “una parte” del exilio porque sus recelos hacia los ­comunistas no le impedirían colaborar activamente en el establecimiento de refugiados españoles en países de Latinoamérica. Eso sí, la mayoría de los refugiados a los que ayudó no eran comunistas sino anarquistas, por los que sentía gran simpatía. En Ecuador, en una de las colonias de exiliados que Dos Passos se desvivió por fundar, estuvo por ejemplo Josep Peirats, que acabaría siendo secretario general de la CNT y que evocaría esa temporada en un librito titulado Estampas del exilio en América.
Su ayuda a los refugiados republicanos a través de esas modestas colonias constituye uno de los últimos episodios de su relación con España, a la que tardó mucho en volver. Es verdad que España siguió presente en su obra hasta el último día: en sus memorias, publicadas sólo cuatro años antes de su muerte, y en Century’s ebb, la novela en la que estuvo trabajando hasta el final (y en la que volvió a recrear la historia de José Robles). También es verdad que, gracias a la traducción de Manhattan transfer publicada por Robles en 1929 y recuperada tras la Guerra Civil, siguió ejerciendo un incuestionable magisterio sobre las nuevas generaciones de novelistas españoles, por encima de otros clásicos de la época, como Proust o Joyce (el propio Camilo José Cela, de cuyo nacimiento se cumple ahora el primer centenario, reconocía esa obra como modelo para La colmena). Pero no es menos cierto que, durante bastante tiempo, sus libros perdieron el favor de críticos y editores y prácticamente desaparecieron de los anaqueles de las librerías. En el 2005, cuando publiqué mi investigación sobre el caso Robles, Dos Passos era un ­clásico olvidado. Las recientes reediciones de sus principales obras, congresos como el de estos días en Madrid y películas como la excelente Robles, duelo al sol, de Sonia Tercero, indican que las cosas han cambiado y su presencia se ha normalizado. Me enorgullece pensar que, aunque sea modestamente, he contribuido a ello.

D. Ignacio Martínez de Pisón

Escritor

En Bilbao, a 28 de enero de 2008
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Ignacio Martínez de Pisón

La verdad es que cuando oigo que me presentan y empiezan a decir tantos títulos de libros me asusto un poco por la cantidad de libros que he escrito en estos veintitantos años que llevo publicando, pues exactamente desde el año 84, veinticuatro años, y eso que yo lo que quería ser era justo lo contrario, un escritor como Juan Rulfo. Uno de esos que escriben un libro y con ese libro pasan a la historia y ya nunca más vuelven a escribir. Pero, claro, para eso hace falta escribir un libro que sea redondo y definitivo y que sea insuperable. Y, por desgracia, ninguno de mis libros es insuperable, y eso me obliga a seguir escribiendo, a ver si el siguiente es un poquito mejor, hasta que por fin llegue a aquel que al menos yo no pueda mejorar, ya no pueda superar por mí mismo.
Hablo de los libros escritos hace 24 años, y me recuerdo a mí mismo como un joven al que la historia de España no le interesaba especialmente, no tenía particular curiosidad por lo que había ocurrido a las generaciones precedentes, sino que, más bien, pretendía escribir de España como si España fuera, ya entonces, un país normalizado históricamente, un país que no hubiera pasado por la experiencia anómala de esa larga dictadura franquista. Sólo con el paso del tiempo fui, poco a poco, sintiendo curiosidad por las circunstancias que podían rodear a los personajes, por los antecedentes históricos que podían provocar que las historias fueran de una manera o de otra. Y la Historia iba incorporándose lentamente a mis novela. Ya mis novelas no hablan solamente de personajes, sino de personajes en unas circunstancias determinadas, personajes que estaban situados en un momento determinado de la historia y en una época determinada y en una sociedad también concreta.
Yo creo que a partir de Carreteras secundarias, que es la novela con la que me convierto de verdad en un escritor, es decir, con la que empiezo a ser el escritor que todavía soy, pues ahí ya aparece como trasfondo histórico la agonía del franquismo. Es una historia que transcurre en el año 74 y ya se percibe a través de la historia de ese padre y de ese hijo que viajan por la España de finales del franquismo en un Citroen tiburón. Se percibe un poco esa atmósfera de fin de régimen, y en otra novela que también ha mencionado Enrique, que se llama El tiempo a la mujeres, aparece el golpe de estado del 23 de febrero del 81, que fue un acontecimiento histórico que a mí particularmente me marcó. Yo, en aquel momento, año 81, todavía no había cumplido 21 años y creo que fue entonces cuando la democracia me empezó a parecer valiosa, cuando de repente vi que estaba amenazada por unos militares y unos guardias civiles. Me pareció que eso que no me había merecido especial atención, o especial interés, o especial cariño. Entonces, empecé a pensar que debía ser protegido y, en fin, que uno debía implicarse en su defensa.
Creo que poco a poco se fue haciendo inevitable que la historia, esa Historia, llegara a ocupar un lugar predominante dentro de mis intereses o de mis objetos de curiosidad y que, pues, se hizo también inevitable que en algún momento escribiera un libro de historia, Enterrar a los muertos, que es el libro anterior a este. Es, efectivamente, un libro de un historiador, aunque sea de un historiador amateur. Es la investigación del caso trágico de José Robles Pazos que era el traductor de John Dos Passos al español. Si ustedes han leído Manhattan transfer, la novela más famosa o más conocida de John dos Passos, la habrán leído seguramente en la traducción de José Robles. porque es la única que existe, la única traducción al español que existe. A mí, por el simple hecho de investigar un poco la relación de John dos Passos y España, me acabó interesando la historia de Robles y empecé a investigar un poco qué había sido ese hombre del que lo único que sabía era que era un republicano que había sido asesinado por republicanos al comienzo de la Guerra, a los pocos meses de estallar la Guerra. Y la guerra, que no era precisamente uno de los temas a los que yo había dedicado mayor atención, empezó a convertirse entonces en un objeto de estudio y de investigación para mí. La historia de José Robles que es uno de esos personajes, digamos, anónimos o semianónimos que uno puede encontrar en las notas a pie de página de los libros de los historiadores, me pareció fascinante en cuanto a empecé a descubrir datos o más datos de los que le conocían.

Es curioso, que en estos casi 60 y tantos; en los casi 70 años que pasaron desde la muerte de José Robles hasta que publiqué el libro, nadie se hubiera esforzado o nadie se hubiera interesado por investigar de verdad lo ocurrido con él Y yo me preguntaba por qué era así, por qué la muerte de Robles, siendo como era, pues, un caso que en su momento tuvo cierta resonancia -la tuvo en Estados Unidos, al fin y al cabo José Robles era profesor en la universidad Jorge Jopkins en la Universidad de Baltimore; la tuvo para la literatura porque en su tragedia están implicados nombres tan importantes como John Dos Passos, o como Hemingway, o incluso George Orwell, que aparece lateralmente vinculado a esta historia-, yo me preguntaba por qué su muerte había pasado inadvertida para los historiadores de la Guerra Civil, o para los investigadores de la Guerra Civil. Y me pareció que la respuesta era que era un muerto incómodo, o un muerto cuya tragedia no podía ser aprovechada por nadie. El hecho de que fuera republicano hacía que, digamos, la historiografía de derechas no sintiera ningún interés especial por reivindicar su nombres; y el hecho de que hubiera sido asesinados por republicanos hacia que tampoco la historiografía de izquierdas tuviera especial interés en recuperar este caso.
A mi, precisamente, lo que me interesaba era que este era un mártir de nada y de nadie, un mártir que no representaba particularmente a ningún bando, a ninguna ideología, a ningún partido, a ninguna creencia. Bueno, la historia de Robles, la contaré brevemente, es la de un señor un joven que en un tren de Madrid a Toledo en el año 1916 conoce a un norteamericano del que se hace amigo inmediatamente. Ese americano es John Dos Passos, que entonces todavía no es novelista; no es el novelista que poco después llegará a ser un novelista muy conocido en los Estados Unidos y, rápidamente, traducido a todas las lenguas. Pero esa amistad va a ir creciendo y va a ir consolidándose con el paso del tiempo, hasta el punto de que Robles va a mudarse, va a trasladarse a los Estados Unidos a principios de años 20 para trabajar como profesor en Baltimore. Ahí va a instalarse con su familia, su mujer y su hijo recién nacido en España, y ahí va a tener su segunda hija, su hija Miggie, Margarita y él tiene desde aquel año, desde que se instala en los Estados Unidos tiene la costumbre de viajar todos los veranos a España a pasar las largas vacaciones universitarias.
También el año 36 viaja a España a pasar las vacaciones, pero esas vacaciones van a ser muy distintas. De hecho, esas vacaciones van a acabar como una tremenda tragedia. Cuando termine ese episodio, para entonces José Robles habrá sido asesinado, su cadáver no aparecerá nunca; para entonces su mujer y su hija habrán tenido que salir de España, en el 39, huyendo a pie desde Barcelona hasta la frontera francesa y, finalmente, escapando de Francia a México, donde se instalarían más tarde; y su hijo Coco Robles, Francisco Robles, entre tanto, acabaría la guerra condenado a muerte, internado en un campo de concentración al lado de Zaragoza y condenado a muerte por las autoridades franquistas. Esa es, en realidad, la historia que a mí me interesaba, la historia de una familia normal, de clase media, que viene a veranear a España y que acaba destrozada por la guerra. Porque, al fin y al cabo, el tema de muchas de mis novelas, y yo creo que de muchos escritores de tendencia realista, es esa colisión entre el destino colectivo y los destinos individuales. Evidentemente, los destinos individuales de estos cuatro personajes habrían sido muy distintos si ese verano hubieran ido a pasar las vacaciones a otro lado, pero el destino colectivo, el destino de ese país al que pertenecen, que es España, acaba interfiriendo y acaba convirtiéndolos en víctimas.
José Robles, que era republicano ferviente, cuando estalla la guerra civil está en Madrid y se pone al servicio del gobierno republicano, y al cabo del tiempo le encargan, luego, lo destinan a hacer de traductor de los primeros militares soviéticos que vienen a España a defender, a colaborar en la defensa de la República. Trabajará junto a un general, que se llama Loret, hasta que en noviembre del 36 el gobierno se traslada a Valencia y con el gobierno se traslada también José Robles. Un mes después, unos señores llaman a la puerta de su casa y con esas frases habituales, unas preguntas rutinarias "tiene que acompañarnos", se lo llevan y ya prácticamente nunca más se vuelve a saber de él. La mujer llega a verle en dos ocasiones en una cárcel, en una prisión para extranjeros, en la que es ingresado José Robles y de la que desaparece muy poco tiempo después con destino desconocido.

Ignacio Martínez de Pisón
A partir de ese momento todos son rumores, todos son especulaciones sobre lo ocurrido con Robles y para cuando en abril del 37 llega Dos Passos a Valencia con la intención de colaborar en el rodaje de un documental de propaganda republicana, se encuentra con el hijo Coco Robles que está trabajando en la oficina de prensa extranjera, es decir, en el despacho oficial, o en el negociado oficial, en el que se dan autorizaciones a los corresponsales, se les conciertan entrevistas, se les dan salvoconductos, y se encuentra con Coco el hijo de Robles que se echa a sus abrazos llorando y consternado. Le cuenta que su padre ha desaparecido, casi seguro que ha muerto y que, además, su posible muerte se ha producido en unas circunstancias extrañas, dado que se ha hablado de su desaparición y de su asesinato por motivos, de supuesta traición.

Que Robles fuera traidor a la República es absolutamente improbable; seguro que no traicionó a la república. El era un republicano ferviente, siempre lo había sido y su único peligro, o su único delito, pudo ser el estar en posesión de algunos secretos que, por su condición de traductor de los militares soviéticos, habían llegado a sus oídos. El hecho a lo mejor de que no comulgara con el stalinismo de la embajada soviética o de los militares soviéticos, entonces destinados en España, pues, lo puso un poco en el disparadero y, quizá, fue eso simplemente lo que le convirtió en sospechoso y lo que acabó conduciéndole al trágico final que finalmente le esperaba.

La historia de John Dos Passos me parece particularmente entrañable o conmovedora, porque es la historia de un amigo que pierde a su amigo español y que, por ese motivo, su vida va a quedar marcada para siempre. A partir de ese momento John Dos Passos va a romper con España. En primer lugar, al país al que había viajada tan joven, el país al que había dedicado tantos libros, tantos escritos suyos, el país que tanto quería. Va a romper con Hemmingway, que era su amigo, el otro escritor, el escritor amigo suyo que cuando se produjo lo de Robles estaba en España y que reaccionó de una manera a juicio de Dos Passos muy inhumana; la muerte de Robles no le conmovió en absoluto, sino más bien vino a decir Hemmingway que, en fin, en las guerras la gente muere y que Robles ha muerto como tantos otros; no hay que darle tanta importancia y, sobre todo, no se te ocurra ir aireando por ahí, esta tragedia que podía ser utilizada por la propaganda franquista. Finalmente, se produce una ruptura de Jonh Dos Passos con la izquierda, al menos, con la izquierda ortodoxa, con el comunismo. No obstante, lo cierto es que John Dos Passos siguió apoyando la República hasta el final de la Guerra, incluso años después. A veces, incluso, los biógrafos de John Dos Passos han ocultado ese dato, quizás simplemente por desconocimiento.

Uno se pone a investigar -por eso hablaba de las pequeñas historias de la historia, las que van tejiendo la Historia con mayúsculas-, uno se pone a investigar esos pequeños capítulos de las vidas de los escritores, o de esos personajes que intervienen en estas historias, y descubre cosas y, entonces, resulta que por mucho que desde el principio, desde que John Dos Passos fue tachado de anticomunista y antirrepublicano, y prácticamente estigmatizado por la izquierda ortodoxa norteamericana, a pesar de eso, no me fue difícil localizar la documentación que demostraba que John Dos Passos siguió trabajando a favor de la república hasta finales del año 41. Es decir, casi dos años después del final de la guerra -hasta entonces-, él estuvo presidiendo una fundación norteamericana que tenía por objetivo instalar amplios cupos de exiliados republicanos españoles en colonias de trabajadores, en colonias, en Ecuador y en Bolivia y en países así, donde montaban una especie de granjas en las que los republicanos españoles tenían la opción de salir adelante por su propio medios, de aprender unos oficios agrícolas que desconocían muchos de ellos y que les servirían pues para en el futuro autofinanciarse. John Dos Passos trabajó para este objetivo hasta finales del año 41 y su conservadurismo, que fue real, fue mucho más tardió, es decir, su conversión al conservadurismo se va produciendo ya en los años 50 y, sobre todo, en los 60 cuando, incluso, llega a apoyar la intervención norteamericana en Vietnam.

La verdad es que la historia de John Dos Passos a mí me conmovió porque era la historia de un muy amigo al que han asesinado a su amigo español. Cuando me puse a investigar la historia de Robles se me ocurrió, aunque yo no soy muy avezado en esto de Internet, se me ocurrió empezar a buscar a ver que había de Robles y de Dos Passos en Internet y descubrí el archivo de Robles, que estaba todo custodiado precisamente por la universidad John Hopkins de Baltimore -es decir, la misma universidad en la que el había trabajado como profesor- y, rápidamente, escribí pidiendo fotocopias y gracias a esas cartas y a esos documentos, empecé a reconstruir la historia, la historia de Robles, la historia de John Dos Passos.
Hubo un detalle que me pareció muy conmovedor -y creo que muy humano- que es la historia del seguro de vida que tenía contratado Robles en los Estados Unidos. Era un seguro de vida que sólo podía hacerse efectivo en el caso de que muriera Robles y su muerte fuera certificada. Pero, claro, Robles murió en esas circunstancias oscuras, su muerte resultó muy incómoda para la República, hasta el punto de que ninguna autoridad republicana quiso certificar la muerte de Robles. ¿Qué consecuencias tenía esto? Pues que la viuda, la hija y el hijo de Robles no tenían dinero para salir de España y para instalarse en otro sitio. Hubo entre tanto una persona que se ocupó de ir pagando las cuotas de Robles para que el seguro de vida se mantuviera en vigor y, esa persona fue John Dos Passos; hasta que, finalmente, ese seguro pudo hacerse efectivo, John Dos Passos fue pagando todas las cuotas -y eso que entonces no iba precisamente muy sobrado de dinero- pero fue pagando para que la familia tuviera al menos una expectativa de un ingreso importante al cabo de un tiempo. La viuda entretanto, la viuda de Robles, había intentado por todos los medios que la muerte de su marido se certificara, pero como esa muerte podía ser utilizada por la propaganda antirrepublicana, sobre todo en los Estados Unidos donde Robles era un profesor muy conocido, la administración republicana se negó en todo momento.
Y lo que hizo la pobre mujer era hacerse amiga de las mujeres de altos políticos republicanos y, cuando unos meses más tarde, el gobierno se traslada a Barcelona, ella iba todas las tardes a tomar el té con la mujer de Negrín y la mujer de Álvarez del Vayo y por las cartas y por los testimonios que he conseguido reunir, la escena me parece, la verdad, entre patética y enternecedora. La pobre mujer, ahí, recordando todas las tardes su tragedia y continuamente sugiriendo a esas mujeres que se acordaran por la noche de decirle a sus maridos, "bueno, lo de Robles, ese papelito que tenéis que firmar, ¿os acordáis? La pobre Margara que está esperando a ver cuándo firmáis eso". Pero la guerra acabó y en ningún momento se le firmó ese papel. Sólo al cabo de unos meses, ya en París, un día Margara, la viuda, acude a ver a Negrín, y le dice: "Bueno, ahora ya la guerra ha terminado, ahora ya no te importará firmarme un papel". Y es entonces cuando Negrín le firma el papel; y con ese papel puede cobrar esa póliza de seguro que la aseguradora norteamericana no quería pagar mientras no se certificara esa muerte.
A mí me parece que en estas historias lo interesante siempre es el elemento humano. Me parece que lo que hace que estos relatos tengan vida y fuerza está, sobre todo, en esas pequeñas peripecias personales, en ese elemento, digamos, emocional y humano, que nos implica como personas y que nos hace sentirnos cercanos a las desgracias de los personajes.

No me puse a escribir la historia de Robles hasta que conocí a su hija. Una serie de casualidades fue la que me permitió localizar a la hija, a Miqui Robles, a la que yo daba por sentado que vivía en el exilio. Sí, todavía estaba viva. Pero los últimos datos de la familia Robles me conducían a México, donde la familia se había instalado, y ahí fue donde la busqué, la busqué a ella, le busqué al hermano, pensando que quizás alguno de los dos todavía podía estar vivo, pero sin saber con precisión si las cosas eran así, si vivían o no. Vivían y la casualidad quiso que finalmente fuera a localizarla; y, para entonces, ya vivía en Sevilla; Sevilla un sitio mucho más cercano y un sitio al que pude acercarme tan pronto como tuve la dirección. Conseguí el teléfono de la hija, Miqui Robles, llamé -era un domingo por la tarde-, y le dije: "Margarita Robles, soy escritor y, en fin, hacía tiempo que venía buscándola; la he localizado y me gustaría preguntarle una serie de cosas sobre su padre. En aquel momento ella se quedó completamente en silencio -hacía sesenta y tantos años que nadie le había preguntado sobre su padre, hacía muchísimo tiempo que nadie se había interesado por aquella vieja historia de la Guerra Civil- y le sorprendió que alguien, tanto tiempo después, mostrara curiosidad por aquello. Al principio le sorprendió mucho, pero muy poco después, creo que ella se quedó entusiasmada ante la posibilidad de rehabilitar la figura de su padre; porque su padre no solamente había sido asesinado, sino que, además, su memoria había sido manchada, su memoria había sido calumniada. Al mismo tiempo que lo habían asesinada, habían hecho correr calumnias sobre supuestas traiciones, calumnias -algunas tan contradictorias o tan inverosímiles como hacer creer que en la Valencia de finales del 36, Robles había sido atrapado mientras hacia señales luminosas al enemigo, cuando el frente enemigo estaba a ciento cuarenta y tantos kilómetros de Valencia; y calumnias todas así de inverosímiles, pero que, a pesar de todo, fueron recibidos con credulidad por las personas a las que interesaba que esas calumnias no lo fueran, sino que fueran verdades.
Yo creo que mi encuentro con Miqui supuso la última satisfacción de su vida, que fue ver cómo se restituía la dignidad a su padre, un señor cuyo nombre había tenido cierta presencia pública cuando ocurrió lo de su muerte, pero que finalmente había sido olvidado por el alubión de los acontecimientos de la historia y había quedado ya relegado a eso, a ser una nota a pie de página, casi siempre mal, puesta en los libros de historia sobre la Guerra Civil. Yo creo que hice una cosa buena, por lo menos con este libro, que fue dar esa última satisfacción a Migui, que para entonces ya estaba muy enferma -tenía un enfisema- y murió, pues, como un año después de que mi libro apareciera; al menos pudo morir, bueno, con la tranquilidad de ver que el buen nombre de su padre se había restituido.
Creo que sólo eso ya valía pena, sólo eso ya justificaba pues que alguien hubiera escrito un libro como el que yo escribí. Fue en aquel momento, digamos, con la investigación del caso Robles, cuando le cogí gusto a investigar, a investigar esa etapa de la historia y cuando, digamos, me acostumbré a investigar archivos, a recabar testimonios de historias curiosas y a, en fin, a ir reuniendo historias que pudieran servirme para comprender mejor el presente a la luz del pasado, casualmente la misma semana que aparecía el libro Enterrar a los muertos, fue cuando me encargaron el guión de Trece rosas. A mí me pareció una ocasión de demostrar que yo no siempre soy anticomunista, es decir, yo puedo escribir una obra, o un libro, en el que los comunistas matan, pero también puedo escribir un guión en el que los comunistas son víctimas. Y que, en realidad, es la historia, es, digamos, el resumen de la historia de las Trece rosas. Las Trece rosas que muchos de ustedes conocerán, supongo, no sé si por la película, o porque se ha contado en muchos suplementos dominicales.
Pues es la historia de trece chicas, la mayoría de ellas menores de edad, que fueron fusiladas en agosto del 39 por el único delito de haber militado durante la guerra en una organización comunista, las Juventudes Socialistas Unificadas; ese fue prácticamente su único delito, porque sus actividades durante la guerra se limitaron a cuidar enfermos, a atender guarderías de hijos de soldados y, en algún caso, a acudir al frente a animar a los soldados. No hicieron nada más. Desde luego, no tenían delitos de sangre. Pero mientras estaban en la cárcel se produjo un atentado, seguramente obra de miembros de las Juventudes Socialistas Unificadas, un atentado en el que murió un oficial de la guardia civil, su hija y el chofer, que fueron salvajemente asesinados, y como una represalia del régimen, pues se cogió a esas 13 chicas, que estaban en ese momento en la cárcel y a cuarenta y tantos chicos también de las Juventudes Socialistas Unificadas y se les sometió a consejo de guerra, se les condenó e inmediatamente se les fusiló.
Aquellos primeros años de la postguerra fueron durísimos para los vencidos, y el caso de las Trece rosas es sólo, pues, uno grano de arena en una playa inmensa; y hay detalles que yo creo que te ponen el pelo de punta. Por ejemplo, investigando aquella historia me enteré de que en realidad las 13 chicas iban a ser 14 chicas, pero cuando llegaron a la cárcel de Ventas con la orden de sacar a las chicas para llevarlas a fusilar, uno de los nombres estaba mal puesto, había confundido el nombre y, entonces, a esa chica no la fusilaron esa noche. La dejaron allí, se llevaron a las 13 las fusilaron. A los pocos días alguien corrigió la errata y, entonces, ya volvieron a por la chica número 14 y la llevaron al paredón y la fusilaron.



Mi interés por la Guerra Civil y por la postguerra fue lo que me condujo también a investigar el mundillo, el ambiente de los fascistas italianos en España, de lo que luego ha salido esta novela. Sólo contaré un detalle que creo que fue el foco de inspiración del que surgió Dientes de leche. Soy de Zaragoza, es la ciudad en que nací, en la ciudad en la que me formé, y es una ciudad a la que vuelvo con mucho frecuencia aunque vivo en Barcelona. Siempre me había llamado la atención que en Zaragoza hay un edificio a la que llaman la Torre de San Antón, la torre de los italianos, un edificio extraño, de un estilo que no sabía muy bien definir, pero que luego he sabido que era estilo pues puramente fascista, mussoliniano. No sabía qué era ese edificio y resulta que es un mausoleo en el que están enterrados la mayoría de los 3.500 fascistas italianos caídos en la Guerra Civil española, que vinieron a pelear en España en el bando nacional. Vinieron 80.000 italianos. Eran voluntarios, al menos teóricamente; en la práctica muchos de ellos eran campesinos pobres que venían aquí huyendo del hambre y que se aseguraban una soldada que enviar a sus familias en Italia; y muchos de ellos no sentían la ideología fascista con particular entusiasmo, pero el caso es que peleaban. Vinieron aquí a pelear como voluntarios de Mussolini y de esos 80.000 murieron 3.500.
Al acabar la guerra Mussolini se fija en Zaragoza por ser una ciudad fundada por César Augusto, también una ciudad que ya durante la guerra había acogido algún edificio de especial significación fascista -por ejemplo el hospital legionario italiano más importante, el hospital italiano fascista más importante de la España Nacional estaba en Zaragoza, en un colegio, que es el colegio de los Agustinos- y el regimen de Mussolini llega a un acuerdo con el régimen de Franco. El Ayuntamiento le cede un terreno para que se construya ahí ese mausoleo, y ese va a ser un edificio en el que se van a reunir los restos de los 3.500 fascistas caídos en España durante la Guerra Civil y a va servir para conmemorarlos a perpetuidad como héroes. Pero, entre tanto, esa torre lo cierto es que tarda en construirse, esa torre que se empieza a construir, empieza a planearse al poco de acabar la guerra pues se construye, empieza a construirse con cierta tardanza, y mientras se está construyendo, en Italia están ocurriendo cosas como por ejemplo que Mussolini es depuesto, que al cabo de un tiempo acaba la Guerra Mundial y para entonces Italia cambia de régimen.
Entre tanto, la torre acaba teniendo problemas presupuestarios lógicos. El nuevo régimen italiano decide "hombre, es que aquí, la verdad un edificio de estilo fascista... que el nuevo régimen italiano esté financiado un edificio de tan claro estilo mussoliniano, pues no es lo correcto". Entonces deciden que en vez de mantener el presupuesto para seguir levantando ese edificio hasta los 80 metros previstos, pues lo dejan en 42, es decir, en la mitad. Y al reducir altura que debía alcanzar la torre -dejarla en la mitad-, pues también el espacio dedicado a los nichos o a los ataúdes queda reducido a la mitad. Con lo cual, ya no se van a poder poner los ataúdes de tamaño natural, digamos, de tamaño del ser humano, sino que ya los restos se van metiendo en unas cajitas, que son más o menos la mitad de un ataúd, y ahí los huesecillos se dejan pues un poco machacados y apretados unos sobre otros para que quepan. Además, como tampoco hay dinero para traer mármol italiano, como en el proyecto original estaba previsto, se acaba revistiendo las paredes de la torre con piedra de Calatorao que es un pueblo que hay al lado de Zaragoza y, evidentemente, piedra mucho más económica que el mármol de Carrara.
Pero lo que más dolió a los fascistas que estaban entonces construyendo ese edificio es que, al haberse producido el cambio de régimen, ese edificio no iba albergar solamente los restos de fascistas italianos, sino que iba a coger restos de italianos caídos en España, pero defendiendo la República. Y, aunque hay una desproporción total, porque hay casi 3.500 fascistas y sólo unas decenas de comunistas italianos enterrados en ese mausoleo, lo cierto es que, al menos la nueva administración italiana en el año 45-46, pues al menos consigue hacer que ese mausoleo acoja restos de ambos bandos, lo cual me parece loable.
En general, toda la historia de los italianos en España tiene algo pues de chapuza; es como de las películas de Alberto Sordi y de Victorio Gassman, que siempre estaban intentando escaquearse y que intentaban cómo escapar del frente y que no les pasaran los tiros cerca. Y hay muchísimos expedientes en los que se investigan casos sospechosos de autolesiones. Hay algunos que hasta se inyectaban gasolina en la pierna y entonces la pierna se le hinchaba y se le ponía azul y así conseguía o creían conseguir ser repatriados y acabar con la guerra. No eran unos jóvenes ardorosos que venían aquí a luchar por los ideales del fascio, sino que eran señores ya de treinta y tantos años, la mayoría que tenían mujer e hijos en Italia y que venían aquí solamente por ganar un poco de dinero. Así se explica que la principal victoria republicana fue de la Guadalajara, en la que los italianos salieron corriendo y, desde luego, si yo fuera un soldado de treinta y tantos años con una mujer y unos hijos en Nápoles y que he venido una guerra solamente para cobrar un sueldo, pues, yo, en cuanto viera tiros me echaría a correr. Yo haría lo mismo que ellos. Y a mí, pues, esa historia de los italianos en España me recuerda bastante a esas películas, a esas comedias de Alberto Sordi.
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