dijous, 19 de novembre del 2015

20 de noviembre: Una colección de mentiras del franquismo y sus propagandistas (2)


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  1. Fue Hitler, y no Franco, quien mantuvo a España apartada de la Segunda Guerra Mundial. Franco no mantuvo a España alejada del conflicto bélico internacional por voluntad propia, por sagacidad política, por humanitarismo hacia sus compatriotas (lo que resulta un chiste, teniendo en cuenta que, entre otras cosas, él sólo decidió en 1938 prolongar la caída de Cataluña dirigiendo las tropas hacia Valencia, alargando la agonía de la República. La resistencia republicana pudo reconstruirse y durar un año más, y al general le importaba muy poco que en ese año, con la Batalla del Ebro de por medio, murieran unas cuantas decenas de españoles más, soldados de la República y también de su ejército) o porque supiera que Hitler no iba a ganar (en 1940 con Europa dominada por el ejército nazi había que tener una bola de cristal para adivinar el desenlace fatal de la guerra para la Alemania hitleriana). Fue el dictador alemán, por contra, quien rechazó la participación española en la guerra porque el régimen y el ejército franquistas representaban para las potencias del Eje una rémora más que un aliado. En la guerra de España, Hitler ya vio las escasas capacidades militares de Franco (de quien decía que no hubiera llegado a sargento en el imperial ejército prusiano) y de sus fuerzas armadas, que sin la ayuda militar germano-italiana no hubieran podido derrotar al Ejército Popular republicano, para lo que, además, necesitaron tres años. Como, además, Hitler ya tenía que resolver la situación peliaguda de su otro gran aliado en Europa, Mussolini, en Grecia y en el norte de África, donde el ejército heleno y las tropas británicas respectivamente habían expulsado a las fuerzas del Duce, y Franco y su gabinete habían llegado a la reunión de Hendaya con unas reivindicaciones exageradas con respecto a la capacidad militar que podían ofrecer -unas reivindicaciones presentes en el libro “Reivindicaciones de España”, de los entonces jóvenes Fernando María Castiella y José María de Areílza, que se resumían en la soberanía española sobre todo Marruecos, Gibraltar, eventualmente Portugal y la tutela sobre los estados iberoamericanos, todo en consonancia con el ideal imperial falangista-, los alemanes dejaron a la delegación española poco más o menos con un palmo de narices. El protocolo que se firma en Hendaya explicita que la entrada de España en la guerra al lado de las potencias del Eje se realizará “cuando la situación general lo exija, la de España lo permitiera y se diera cumplimiento a las exigencias” del régimen franquista. Es decir, quien tiene la sartén por el mango para decidir la entrada española es Hitler y su aliado Mussolini, que con negarse a cumplir las exigencias españolas o considerar que las circunstancias de la situación bélica no hacen necesario esa entrada de España impedirán cumplir los sueños imperiales del franquismo. Hendaya quiso transformarse en un éxito  -“a toro pasado”, naturalmente, cuando la guerra ya estaba camino de ser ganada por los aliados y el germanófilo Serrano Suñer, ministro de Exteriores franquista, quedaba como el malo de la película- cuando no fue más que un fracaso sonado. Mussolini, escribe Vázquez Montalbán, “acabó aconsejando a Hitler que se centrara en la campaña de la URSS y en cubrir la precaria situación de las tropas italianas en toda Europa y le dejara a[Franco] en aquella esquina famélica del mundo, con sus presos y sus hambrientos…”Este parecer mussoliniano es corroborado por un estudioso, Antonio Marquina, que a finales de los setenta mantuvo con Serrano Suñer una polémica sobre el tema en las páginas de el diario El País en la que el ex ministro franquista tuvo que replegar velas (no en vano, fue el propio Serrano el que hizo desaparecer de los archivos ministeriales la documentación relativa a la posibilidad de la participación española en la SGM al lado de las potencias fascistas, cuando comenzaron a soplar vientos de derrota para éstas). Según Marquina, ya antes de Hendaya Hitler y Mussolini habían decidido dejar aparte a Franco y considerar, en el mismo año 1940 -año de la entrevista en la ciudad fronteriza francesa- la no entrada de España en la guerra. A pesar de ello, inasequible al desaliento, Franco quiso de nuevo meter la cabeza en el conflicto en mayo de 1941, “ante el avance aparentemente incontenible de Rommel[el mariscal alemán al mando de las tropas africanas de Hitler, el “Afrika Korps”]hacia el canal de Suez, pues, con su control, él podría ya atacar tranquilamente Gibraltar” (Alberto Reig-Tapia). Pero Hitler y Mussolini, la resistencia británica (también en África) y la entrada de estadounidenses y soviéticos en la guerra en ese mismo año 1941 frustran definitivamente cualquier posibilidad en ese sentido. Así pues, el régimen franquista acaba sacándose de la chistera un recurso bastante rocambolesco, como es el de la “no-beligerancia” y el de la división del conflicto mundial en tres, según sus intereses: la neutralidad en Europa, el apoyo a Alemania en su invasión a la URSS y a EE.UU. en su lucha contra los japoneses. Sin embargo, esta entelequia que significa dividir el conflicto en compartimentos estancos -la lucha en el Pacífico la llevan a cabo también ingleses, que luchan contra Alemania e Italia en Europa, quienes a su vez luchan contra la URSS- no esconde que el régimen de Franco sí estaba siendo beligerante, aunque a escondidas, a favor de las potencias del Eje. El envío del ejército expedicionario de la División Azul al mando del general y posterior presidente del gobierno, Agustín Muñoz Grandes en apoyo de Alemania en la guerra contra la URSS -un fracaso militar rotundo, que llevó a que varios de sus componentes fueran encontrados desperdigados posteriormente por Suecia, Noruega o Suiza-, las ventas de wolframio español para la industria alemana de guerra o el envío de pilotos de submarinos y aeronaves, como denunciaron Segundo Blanco, Vicente Uribe, Tomás Bilbao o Pablo de Azcárate, miembros del gobierno republicano español en el exilio. Lamentablemente, estas pruebas no fueron suficientes para que el régimen franquista, al igual que sus homólogos fascistas europeos -salvo el portugués, y por los mismos motivos- fuera derribado por los aliados tras su victoria. La lógica de la “guerra fría” jugó a favor de Franco.
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    Franco y Hitler en la famosa entrevista de Hendaya, en la zona de ocupación alemana de Francia.
  1. El régimen franquista nunca fue un régimen constitucional. Suena a broma, pero algunos jerarcas de la dictadura, incluyendo a un Manuel Fraga que despreciaba a los intelectuales exhibiendo los muchos codos que él había desgastado por el estudio, calificaban así al régimen surgido de la victoria de 1939. El sistema de leyes que los franquistas consideraban como constitucionales -Ley Orgánica del Estado, Fuero de los Españoles, Ley de Sucesión, etc.- y que podían compararse, por tratarse de leyes vinculadas a un todo común, a las Leyes Constitucionales de la III República francesa (1871-1940), no podía ser en ningún caso constitucional como las del caso de Francia. No habían surgido de unas Cortes (no ya unas Cortes Constituyentes, sino ni siquiera Ordinarias) que estuvieran formadas por representantes del pueblo español. Las Cortes franquistas no eran representativas: los procuradores no habían sido elegidos por sufragio popular, no había partidos o tendencias políticas claras más allá de las “familias” que constituían el régimen, no existía debate público sobre el contenido de dichas leyes (por no hablar acerca del respeto mínimo a los derechos y libertades básicas)… Ni siquiera el referéndum popular, cuando hubo un referéndum en el caso de alguna determinada ley -una práctica que se fue extendiendo, para la aprobación de la Carta Magna, con posterioridad a la SGM, lo que explica que las Constituciones de Weimar o de la Segunda República fueran promulgadas sólo con la ratificación por parte de las Cortes Constituyentes, como tras la guerra mundial lo serían también la de la República Italiana (1946) o la Ley Fundamental de la RFA (1949)- podía ser tomado como un ejemplo de limpieza. No sólo por las mismas razones de ausencia de debate, falta de respeto a los derechos y libertades o ausencia de prensa libre, sino porque además la manipulación del escrutinio y la amenaza sobre los electores (una amenaza que, afirman algunos críticos, siguió al menos de forma latente, por los mecanismos usados durante el régimen, a la hora de aprobar la Constitución de 1978: la presencia de antiguos miembros del régimen en el poder a través del partido gobernante y el recuerdo de las antiguas presiones sociales, laborales o económicas para votar la opción conveniente al poder o socialmente aceptada) hacían del referéndum franquista un instrumento de muy poca validez más allá de las fronteras españolas o de la psicología o la ideología del franquismo. Por ello, no es aceptable decir que el franquismo era un régimen constitucional. Más aún cuando, de haber existido esa fantasmagórica “constitución”, la propia dictadura era la primera en saltársela, haciendo caso omiso de sus propias leyes en su propio beneficio.
  2. Es un lugar común entre los apologistas del régimen, además de una falsedad, que la dictadura franquista no fuera un régimen corrupto, o que bajo el franquismo hubiera menos corrupción que bajo los regímenes democráticos, anterior y posterior a él, existentes en España. El franquismo comenzó su andadura con una gran rapiña, un gigantesco saqueo legalizado bien por las leyes o por la fuerza que da el que los perpetradores pertenezcan al grupo de los vencedores. Miles de personas -que todavía no han recibido devoluciones o compensaciones por ello- fueron privadas de sus bienes, sus empleos y/o sometidas a fuertes multas por haber defendido al gobierno legal de la República, haber desempeñado labores en la administración “roja” o en los gobiernos municipales o provinciales, estar afiliadas a organizaciones políticas absolutamente legales según la Constitución vigente de 1931 o ser simpatizantes de la izquierda o del Frente Popular. Casas, tierras, aperos, muebles, animales de granja o de uncir, medios de subsistencia fueron arramblados a aquellas gentes por el simple hecho de que lo que había sido legal hasta 1939 dejaba de serlo, a través de leyes que sancionaban a posteriori esos hechos, y se convertían en adscritos a la rebelión por parte de los mismos rebeldes. En los trabajos en la función pública, las universidades o las empresas, centenares de individuos sin mérito ni capacidad para ello fueron admitidos en los puestos que aquellos “rojos” habían dejado vacantes por razones tan poco coherentes como haber hecho más méritos en la “defensa de la causa nacional”, o haber estado más cerca de quienes podían “enchufarles” en esos puestos. Los años de la posguerra fueron los del famoso “estraperlo” -nombre con el que se conoció el escándalo de tráfico de influencias por el que dos avispados holandeses, Strauss y Perl, recibieron autorización por parte del gobierno radical-cedista de Lerroux para montar una ruleta trucada de su invención en el casino de Palma de Mallorca, y que, si en aquellos tiempos (junto con el del “expediente Nombela”) le costó el puesto de primer ministro a Lerroux, no deja de ser el robo de una gallina comparado con lo que vendría posteriormente-, el nombre que recibía el mercado negro de los productos racionados. Pero quienes realmente más practicaban el estraperlismo eran miembros del propio régimen franquista y sus amigos industriales y empresarios, a gran escala, haciéndose ricos de la noche a la mañana, jugando con las licencias de importación de una economía autárquica por la gracia del Caudillo y sus genios económicos, que creían en su sabiduría económica de baratillo que España era autosuficiente, y permitiéndose el lujo de ostentar vehículos que la sabiduría popular bautizó como “haigas”, en referencia al escaso nivel cultural de sus propietarios. “La raíz rota”, novela de Arturo Barea, tiene pasajes memorables describiendo la raíz de la fortuna de estos millonarios y sus conexiones en el interior del “Nuevo Estado”. Era, asimismo, la época en que los empresarios privados también podían contratar y abusar de los presos inscritos en el programa de Redención de Penas por el Trabajo, un buen sistema por el que los prisioneros de guerra -que el italiano y fascista conde Ciano, cuñado del Duce, llegó a afirmar que eran tratados literalmente de esclavos de guerra- eran el eslabón más débil de una cadena que permitía al sistema y los contratistas sacar un buen beneficio -un salario más bajo que el de los trabajadores libres y que, además, no llegaba jamás íntegro a sus destinatarios (se les descontaba la manutención, tenían que pagarse ropas y mantas…)-. Nadie se atreve hoy a denunciar no ya a los jerarcas que fabricaron ese sistema, sino a empresas como Hermanos Banús (los de la constructora del famoso puerto marbellí) o la minero-metalúrgica Duro Felguera, que hicieron de la mano de obra esclava republicana un medio para salir adelante de su crisis posbélica. Viendo que el abuso rentaba, la apertura económica que hubo de realizarse a partir de 1959 con el Plan de Estabilización y el fin del aislamiento internacional, que iniciaron la etapa del “desarrollismo”, no es de extrañar que el “boom” inmobiliario e industrial vivido por España en esas décadas hiciera también aumentar, y diversificar, las posibilidades de corrupción. Matesa, el caso más conocido, fue destapado no porque al régimen le interesara demasiado penarla, sino porque se trataba de una revancha política entre familias del propio régimen (tecnócratas del Opus frente a falangistas) que Franco autorizó se realizara como escarmiento a los tecnócratas. Pero también estuvieron presentes Calzados Segarra, Manufacturas Metálicas Madrileñas, Reace, las estafas inmobiliarias, la malversación de fondos del Instituto Nacional de Industria, la especulación con terrenos costeros y de los fracasados “polos de desarrollo”, la evasión fiscal, el tráfico de influencias… El quid de la cuestión no es que bajo el franquismo no hubiera corrupción, ¡es que no había prensa libre que informara de ello, con la censura vigente y las amenazas a los periodistas que se atrevieran a hacerlo! Y los efectos de aquella época llegan hasta hoy, cuando la garantía de la impunidad y el modo de hacer (mal) las cosas de aquellos años parecen seguir vigentes en clases sociales y herederos políticos e ideológicos que siguen pensando -y por desgracia, parecen acertar- que el “¡Usted no sabe con quién está hablando!” es suficiente aval para las prácticas ilegales. Un antiguo y, como él mismo se define, engañado combatiente de los franquistas, el editor Francisco Mateu, se refirió a las cacerías y los antepalcos donde estaba presente el dictador y su camarillo como auténticos centros donde comprar y vender favores. Así se refiere a los primeros tiempos de la andadura del régimen, cuando las cuotas y las licencias de importación eran una “pecata minuta” de corrupción en cuanto al volumen que podría alcanzar en una economía más dinámica: “En realidad los negocios sucios eran completamente legales y ahí está la más trágica de las corrupciones franquistas: a que estaba y está en las fuentes y que toda ilegalidad de la misma ha sido legal […] Toda la martingala de los cupos, de los premios, de los permisos especiales de importación, de las desgravaciones, de las condecoraciones han sido fuentes de corrupción, para obligar a vestir la librea del régimen […] En la cúspide de todas las actividades de la nación -al estilo de los sindicatos verticales- ya sea en el campo, las industrias, el comercio, la navegación, los servicios, la prensa…, hay un grupo oligárquico que controla todas las actuaciones y dicta despóticamente la ley. El pan. La leche. El pescado. El aceite. La almendra o la avellana. La fruta. El vino. Los medicamentos… Todo periódicamente produce algún escándalo, pero ¿qué importa?, ¿quién le pone el cascabel al gato?” Manuel Vázquez Montalbán nos ha dejado este fragmento de esas prácticas en su diálogo particular con el general, “Autobiografía del general Franco”, unas prácticas que llegaban hasta la propia familia de un supuestamente austero Franco, lo que no le impidió apropiarse mediante coacciones del Pazo de Meirás o que su mujer, Carmen Polo, fuera conocida como “la Collares” por su afición a la joyería: “Martínez Fuset, el gran depurador, en uno de sus viajes a la corte desde su riquísimo retiro en las Canarias, se mostró escandalizado ante su primo [Francisco Franco Salgado-Araújo, secretario del dictador] por la cantidad de corrupción reinante que llegaba a la práctica sistemática del contrabando por parte de cargos oficiales y que se lo había contado a usted, a su caudillo, al centinela que nunca duerme y recibe todos los malos telegramas y que usted no le había hecho ni caso […] ¿A dónde se iba el dinero de la corrupción? A Suiza a partir de la consolidación del neocapitalismo europeo y la tranquilidad que aportaba como dique ante los avances del comunismo. Pero en los años cuarenta y cincuenta, cuando Europa parecía un frágil territorio devastado frente al bolchevismo, el dinero español se iba a Cuba, bajo la protección de Batista y la mafia norteamericana, o a Santo Domingo, donde el benefactor Trujillo parecía disponer de un crédito político sin límites a cargo de los americanos. En las empresas del INI, dirigido por su compañero de infancia y padre de la economía autárquica Juan Antonio Suanzes, los consejos de administración llenaban de sobresueldos los bolsillos más leales del movimiento y la especulación del suelo mediante recalificaciones de terrenos condicionados por el turismo pobló de millonarios exfalangistas exauténticos, nostálgicos de la “revolución pendiente” nacional sindicalista, todas las costas del litoral español, en uno de los esfuerzos más miserables y mezquinos de destrucción de un paisaje”. Como suele decirse, de aquellos polvos vinieron estos lodos.
  3. El desarrollo económico español no le debe nada al franquismo: es cierto que bajo el franquismo se produjo desarrollo económico, pero no fue el régimen el que lo propició, sino más bien el que lo retardó al provocar la guerra y al someter al país al desastre de sus políticas económicas. El desarrollo fue algo inevitable en medio de una corriente de bonanza económica general en la que el franquismo hubo de participar si no quería hundirse en la bancarrota y en convulsiones internas. Si queremos establecer todavía mayor contraste entre las políticas económicas de la democracia precedente y la de la dictadura, partamos de los tiempos previos a la guerra, los años de la Segunda República. Entonces, habían llegado a España -una economía eminentemente agraria que disfrutaba, por ese retraso relativo, de su relativo aislamiento frente a las crisis capitalistas- los efectos del “crack” bursátil de 1929 y la Gran Depresión. Los años del primer bienio republicano fueron muy difíciles en ese sentido, ya que la relativa prosperidad vivida con Primo de Rivera, que permitió una política muy expansiva del gasto público (especialmente en obras públicas y la fundación de empresas de propiedad estatal como CAMPSA), había finalizado en el momento en que se proclamaba el nuevo régimen republicano. En paralelo, el flujo migratorio se invirtió y muchos españoles que habían marchado a trabajar a las economías desarrolladas de Europa regresaron cuando el cierre de fábricas hizo prescindible mucha mano de obra, nacional y foránea. Para los ministros de Hacienda y Economía de la nueva República, miembros de un gabinete que había asumido el pago de las deudas contraídas por los últimos gobiernos monárquicos y de Primo de Rivera, y que estaba además comprometido con un programa modernizador y de amplio contenido social, no resultaba fácil cuadrar las cuentas y se encontraban, además, sometidos todavía a una ortodoxia doctrinal en la materia -las políticas keynesianas, por ejemplo, no comenzaron a desarrollarse en EE.UU. hasta el inicio del segundo mandato del demócrata Franklin Roosevelt, cuando proclamó el New Deal en 1936, y las políticas intervencionistas y nacionalizadotas eran observadas con lupa, pues los únicos países que entonces las seguían eran la URSS de Stalin y los fuertemente nacionalistas regímenes fascistas de Mussolini, primero, o Hitler, más adelante-. En consecuencia, como escribe Francisco Comín en su artículo “La Gran Depresión y la II República”, el socialista Indalecio Prieto (quien al poco asumió la cartera de Obras Públicas) y los republicanos Jaume Carner y Agustín Viñuales, aplicaron políticas de corte socialdemócrata -que, aún así, fueron muy discutidas por la derecha- centradas en la inversión pública (escuelas, hospitales y centros de salud, carreteras, embalses y obras de regadío, urbanismo…), implantaron una reforma tributaria que incluyó, por primera vez en la historia de España, un impuesto sobre la renta y desarrollaron políticas redistributivas. El objetivo de estas políticas fue el de aliviar el problema del desempleo, modernizar la estructura productiva y la integración del territorio y conseguir la redistribución de la renta. Al mismo tiempo, aunque el déficit era en 1934 de una cantidad irrisoria en comparación con las cifras que se manejan actualmente (1,6% del PIB)-las circunstancias son, asimismo, distintas-, el ministro conservador Chapaprieta intentó introducir, para reducirlo, una reforma fiscal en el presupuesto de 1935 que no fue aceptada por la CEDA pues suponía aumentar la contribución de las grandes rentas. El resultado de estas políticas moderadamente expansivas de los gobiernos republicanos, así como a su política social fue, según Gabriel Jackson, el siguiente: “Durante los años que van de 1931 a 1935, los salarios aumentaron en general mientras que el costo de la vida permanecía estable […] Las industrias eléctricas, el comercio de pescado y las industrias de la alimentación se expandieron. Hubo un alto nivel continuo de actividad en el ramo de la construcción, debido en primer lugar a la construcción de escuelas y los trabajos de obras públicas, y luego a un boom en la edificación de viviendas […] Los ingresos del estado aumentaron con los nuevos impuestos industriales y sobre los bienes raíces, así como con el aumento de los del alcohol, la gasolina y el tabaco.” negrin-juan-1936Juan Negrín no sólo destacó como médico -era doble doctor en medicina y fisiología- sino que poseía grandes conocimientos en materia económica, lo que le valió ser nombrado por Largo Caballero ministro de Hacienda y Economía.
    Al final de la guerra española, había muerto Jaume Carner (en 1934, tras una larga enfermedad) y partieron hacia el exilio Agustín Viñuales, Francisco Méndez Aspe y el propio doctor Juan Negrín, que antes de ser presidente del gobierno y compatibilizándola con éste se hizo cargo de la cartera de Hacienda, demostrando grandes conocimientos. La economía española del primer franquismo quedó en manos de gente que no llegó a la altura de los anteriores. De ahí datos tan catastróficos como los que siguen: la producción industrial española era en 1949 (diez años después de la guerra) similar al de 1935, la renta per cápita en 1950 era un 17% inferior a la de 1930, y las cartillas de racionamiento estuvieron vigentes hasta bien entrados los cincuenta, mucho más tiempo que en Gran Bretaña o Francia, cuando la guerra española había terminado antes y durado menos tiempo que la SGM. El franquismo buscó excusas para su fracaso en la destrucción causada por la guerra en España o el saqueo del oro por parte de los republicanos enviado a Moscú. Pero son excusas de mal pagador. La mayor parte de los países europeos envueltos en el conflicto mundial se recuperaron, pese a haber acabado más tarde de una contienda mucho más destructiva -también en lo que respecta a su capacidad industrial- mucho antes que la España franquista. En 1950 su producción industrial era un 20% superior a la de 1938. Tampoco la excusa de la ayuda del Plan Marshall sirve de mucho consuelo: países como Alemania Federal o Italia, receptores de un porcentaje de ayuda menor que Gran Bretaña entre 1948 y 1952, alcanzaron tasas de crecimiento más elevadas que los británicos (9,1 y 6,3 por ciento frente a un 2,9, con la mitad de ayuda recibida). Además, eso no explica que el régimen hubiera perdido los seis años de guerra y de “no-beligerancia” para emprender una recuperación del mismo modo que la monarquía alfonsina aprovechó su neutralidad en la PGM para crecer a través del “boom” de las exportaciones. En segundo lugar, la excusa del oro es una estupidez: todos los gobiernos europeos llevaron a cabo movilizaciones similares a lugares seguros de sus reservas de oro y divisas, como la realizada por el gobierno de la República, durante la SGM para evitar que cayera en manos enemigas y al mismo tiempo poder movilizar esos recursos mejor para su uso de cara a las necesidades bélicas. Lo hicieron franceses y británicos enviándolo a Ultramar o a Estados Unidos, y lo hizo la República enviándolo a Moscú porque -aunque parezca contradictorio para una economía socialista- la URSS contaba con una buena red bancaria propia en Occidente y porque, temiendo que a los recursos financieros le sucediera lo mismo que a los bélicos sujetos a la No-Intervención, era más seguro enviarlos a Rusia que a Londres o a París (donde fueron unas primeras remesas, por cierto). Las reservas españolas en oro eran grandes, efectivamente, pero en las cámaras acorazadas del Banco de España no había minas como las de América Latina o África. Si el del oro hubiera sido un problema económico español, lo tendría que haber sido también para Francia, Gran Bretaña o Alemania. Y no tenía que haberlo sido para la URSS, que teniendo el oro español, ¿para qué preocuparse de la reconstrucción de las fábricas de Stalingrado o los yacimientos petrolíferos del Caucaso, la hambruna de Ucrania o los veinte millones de pérdidas humanas que sufrió? Lo que se trata de ocultar con tan peregrinos argumentos es que Franco y Suanzes, su cerebro económico y jefe del Instituto Nacional de Industria, estaban tan desesperados por conseguir hacer de España un imperio económico -ya que no podía ser territorial- autosuficiente a través de la autarquía que los pasillos ministeriales fueron pasto de la corrupción, el tráfico de influencias y los engaños más burdos, bien fueran ajenos -como el de ese estafador profesional austriaco que convenció a Franco de poder desarrollar una gasolina sintética a base de la mezcla de agua y hierbas mágicas, y que aún así consiguió recibir una buena cantidad de dinero antes de que el general se diera cuenta y el estafador acabara con sus huesos en la cárcel- o bien autoinducidos, como los del discurso de Nochevieja de 1939 del Caudillo que anunciaba que España tenía en su suelo oro y pizarras bituminosas de las que se podía sacar petróleo en cantidades tales que convertirían a nuestro país en una nueva Jauja. Nada de eso se cumplió, y en 1959, tuvo que ponerse en marcha el Plan de Estabilización, con supervisión de funcionarios del FMI y el Banco Mundial -con lo que España abandonaba la autarquía y pasaba a integrarse en el sistema capitalista de Bretton Woods-, para evitar que la gravedad de la situación económica y el malestar social acabara, veinte años después, con los “logros” de la Victoria. Pero el desarrollo español no pudo hacerse sin un gran coste humano. El Plan de Estabilización, que abría las puertas de la economía española -a cambio, además, de una cierta apertura política, que había sido uno de los factores por los que Franco y su delfín Carrero Blanco se habían opuesto hasta que no les quedó más remedio- causó el éxodo masivo de millones de españoles, desde el campo a la ciudad (enterrada con la República cualquier esperanza de reforma agraria y de desarrollo rural autóctono, gestionado por los campesinos a través de cooperativas) o a los países industrializados de Europa Occidental o incluso a los más desarrollados de América Latina. Los nuevos habitantes de las ciudades, acogidos de forma rápida en los cinturones industriales, los barrios periféricos y municipios limítrofes que se convirtieron en ciudades dormitorio con prontitud, lo fueron en condiciones de insalubridad, sin planificación urbana adecuada y convirtiéndose en presas fáciles de la especulación urbanística, la enfermedad y la marginación. Por si fuera poco, los Planes de Desarrollo que se implementaron con posterioridad generaron una contradicción: no desarrollaron nada, sino que entorpecieron la apertura económica y el “boom” industrializador que se había iniciado en 1959: el profesor Fuentes Quintana se refiere a ello estableciendo que el desarrollo fue posible gracias a un Plan de Estabilización, mientras que el estancamiento se produjo, paradójicamente, gracias a los Planes de Desarrrollo. La inercia en la que se había entrado -inversiones extranjeras, remesas de emigrantes, divisas del turismo- posibilitaron por fortuna el que los efectos fallidos de los planes no fueran fatales. “Desde el inicio de la planificación en España se ofreció por parte de los responsables de la misma una visión irreal de lo que se podía esperar de la planificación indicativa; se formó una especie de aureola casi mística alrededor de los planes, que convertía esta técnica en la solución a todos los problemas que padecía la economía española […] Si aceptamos que desarrollo no significa sólo crecimiento, sino crecimiento más transformaciones estructurales, se puede afirmar que los planes de desarrollo no aportaron ninguna modificación básica de estructuras ni ningún cambio institucional”(Fabián Estapé y Mercè Amado)Más duro aún es Francisco Mateu, que exhibe un tono de crítica sin piedad a una política económica en la que las cifras -útiles para lucirlas en las campañas propagandísticas- se supeditaron a otras consideraciones de interés para el público y el país. Las consecuencias para el largo plazo se acabarían viviendo décadas después, posiblemente porque la política de los nuevos gobiernos democráticos estuvo basada en muchas de aquellas directrices seguidas durante el franquismo: “Nuestras industrias están en manos del capital extranjero. Todos nuestros coches fabricados en España son concesiones de marcas extranjeras. Los medicamentos, los electrodomésticos, la maquinaria, la mayor parte de las cosas que se fabrican en España pagan derechos de concesión al extranjero. Ellos ponen la idea, a veces hasta el dinero, y nosotros la mano de obra barata y sin complicaciones. Nadie paga más royalties que nosotros. Y cuanto más petróleo se encuentra en nuestra tierra o en nuestros mares más cara pagamos la gasolina, porque tampoco las explotaciones petrolíferas son españolas. Cuando Willy Brandt fue a pasar las vacaciones a Canarias pudo pasearse por las islas sin salirse de territorio alemán. Y los «tours operators» europeos son los que rigen los destinos de nuestro turismo. Un día pagaremos con inflaciones desbordadas y devoluciones humillantes, este alegre enriquecimiento de los bancos y las multinacionales.” Quizá ese día ha llegado ya y nos ha explotado en la cara.
  4. El franquismo se publicitó a sí mismo como un régimen hacedor de obras públicas, al estilo de los regímenes fascistas de su entorno (el salazarismo portugués, la Italia de Mussolini o la Alemania nazi) y como si hubiera sido el responsable de los pantanos, las carreteras o las centrales hidroeléctricas. Nada más lejos: bajo el franquismo, la política de obras públicas sufrió un retroceso respecto a la de la República o la de Primo de Rivera, copiando -y mal- los proyectos desarrollados en los años veinte y treinta. La política de Primo de Rivera, seguidor de los planes de Obras Públicas que tanto éxito de popularidad estaban reportando a Benito Mussolini, recién llegado al poder en Italia, supuso una merma para el tesoro público de la cual tuvo que hacerse cargo el régimen republicano posterior, pero al menos significaron el inicio de una época de modernización de las infraestructuras españolas: el Plan de Firmes Especiales fue la base de las carreteras nacionales modernas, entre ellas las radiales (de la N-I a la N-VI); se construyeron muchas nuevas líneas ferroviarias y se realizaron también obras de embalses y presas hidroeléctricas que posteriormente fueron continuadas por el gobierno republicano. Además, al finalizar la dictadura, se elaboró el proyecto -aunque quedó estancado- de la Ciudad Universitaria de Madrid, como también quedó en el olvido el proyecto ganador del concurso para la ampliación de Madrid por el norte, el Plan Zuazo-Hansen, que la República rescataría y daría pie a la ampliación de la Castellana.
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    Plano de los Nuevos Ministerios de Secundino Zuazo (1933).
    El ministro de Obras Públicas del primer bienio republicano, el socialista Indalecio Prieto, tuvo a bien contar con dos expertos de la anterior etapa de gobierno. Uno, el ya mencionado Secundino Zuazo, con quien, en colaboración con el ayuntamiento de Madrid, desarrolló el plan de ampliación de la capital, los enlaces ferroviarios, el “túnel de la risa” subterráneo entre Atocha y Nuevos Ministerios y el proyecto arquitectónico de los nuevos departamentos ministeriales, que hoy se ubican entre la Plaza de San Juan de la Cruz y la calle Raimundo Fernández Villaverde, en la Castellana. Incluso, entre los muchos debates y proyectos en torno a la capital -que tuvieron lugar en toda España, especialmente en Cataluña, donde la Generalitat autónoma impulsó institucionalmente a los entusiastas y creativos arquitectos vernáculos del grupo GATEPAC: Josep Lluís Sert, Sixte Yllescas, Fernando García Mercadal…- figuraba la construcción de no uno, sino dos cinturones viarios de circunvalación de la ciudad. El primero -el que correspondería a la actual M-30- se ubicaba más o menos en los terrenos donde hoy está la M-40, lo que hubiera evitado, cuando en los 1970 el ayuntamiento franquista decidió poner en marcha la primera autopista de circunvalación capitalina, muchos problemas y disgustos a los vecinos de zonas ya entonces densamente pobladas. No será el único caso en que el franquismo copió, y mal, proyectos de esa nefanda República.
    Nuevos Ministerios Axonometrioa
    Vista axonométrica del proyecto de Nuevos Ministerios.
    El segundo de los colaboradores de Obras Públicas primorriveristas reclutado por Prieto fue Manuel Lorenzo-Pardo, un ingeniero cántabro que había participado en el planeamiento de las obras hidráulicas de la etapa de Primo. De él surgieron, entre otros trabajos y proyectos de aquella época, las obras del río Cíjara, en la Confederación Hidrográfica del Guadiana, entre Badajoz, Cáceres y Ciudad Real y cuyas obras estaban desarrollándose hasta el estallido mismo de la sublevación militar de 1936. Tras la guerra, el “Nuevo Estado” franquista se las apropió como suyas bajo un nuevo nombre, el Plan Badajoz. Otra de las cosas que fue obra de Lorenzo-Pardo en su etapa de colaboración en el ministerio de Prieto fue el primer plan hidrológico nacional con todas las letras de la historia de España, el Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1933. Un plan que, en su presentación a las Cortes, fue elogiado incluso por rivales políticos de los republicanos y socialistas como José María Gil Robles. Este plan, que fue nuevamente copiado malamente por los franquistas con posterioridad, recogía estudios concienzudos sobre recursos hídricos, necesidades presentes y futuras, integración y planeamiento del territorio, alternativas a las obras tradicionales… Este punto es esencial, porque los franquistas, en una de las pocas veces en que hicieron referencia a la etapa republicana -para defenderse, en este caso, de una mala obra suya- argumentaron, respecto al trasvase Tajo-Segura, que levantó ampollas ya en su día en la entonces Castilla-La Nueva y Extremadura, que el trasvase ya aparecía en el Plan de 1933. En realidad, como explicó Manuel Díaz-Marta (ingeniero y ayudante de Lorenzo-Pardo en las obras del Cíjara), en el  Plan de 1933 el trasvase se enumeraba como una posibilidad y no como la única alternativa posible, y que a la hora de hacerlo en los años sesenta las autoridades no vieron más allá que la posibilidad de hacer una obra faraónica con la que pasar a la historia (una suerte de “Valle de los Caídos” en el terreno de la hidrología). Para más inri, según las cifras que nos proporciona el propio Díaz-Marta, la capacidad de los embalses españoles en los primeros años del franquismo (1940-1952) no sólo crece a mucho menor ritmo (3,7%) que en los años de la República (entre 1931 y 1935, lo hizo a un extraordinario 23,8%, gracias al empeño del Ministerio de Obras Públicas en la construcción, y no en la propaganda que luego haría la dictadura de sí misma, de fomentar el desarrollo de las tierras agrícolas a través de canales y obras de riego y la capacidad industrial mediante la construcción de presas y centrales hidroeléctricas), sino que también lo hizo a menor ritmo que en los años de la dictadura de Primo (1923-1930), en que creció a un nada despreciable 6,1%. Lo que se hizo después en la materia, por muchas inauguraciones televisadas en el NO-DO con “Paco Rana” saltando de pantano en pantano, no pueden compensar el retraso fatal que significó aquella distancia entre la propaganda y la realidad, y entre un régimen y otro, en la materia de producción de energía y de adecuación de terrenos yermos para su cultivo.
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    Cartel de propaganda de guerra de la República en el que se hace referencia a la construcción del pantano de Alarcón (Cuenca).
    Pero el caso de los pantanos, la gran campaña publicitaria del régimen, no es el único en que el retraso o la mala praxis tendrían efectos muy negativos. El turismo, que era casi marginal o muy incipiente, y más el caso del turismo de los propios ciudadanos del país (hasta la llegada de Largo Caballero al ministerio de Trabajo, no se establecieron por primera vez por ley las vacaciones pagadas), sufriría un serio revés cuando dos proyectos muy importantes, impulsados por instituciones republicanas, quedaron marginados y fueron reemplazados a la larga por la especulación con el suelo, la destrucción del paisaje y la degradación del litoral. El primero, desarrollado por arquitectos del grupo regional catalán del GATEPAC y apoyado por la Generalitat, es la Ciutat del Repòs (la Ciudad del Descanso) en la zona de Gavà-Casteldefells (Barcelona), un proyecto de pequeñas casas de veraneo y descanso dominical ubicadas en estas dos poblaciones cercanas a la capital catalana, con especial atención a los veraneantes de las clases trabajadoras. El segundo, más ambicioso, fue un proyecto conjunto del alcalde republicano Lorenzo Carbonell y el ministro Prieto para hacer en Alicante una ciudad de vacaciones que no fuera coto exclusivo de gente pudiente, sino donde también pudieran disfrutar del mar y el descanso los obreros. Era el proyecto de la Playa de San Juan. En la ciudad hay quien se lamenta de que aquel lejano proyecto haya quedado en el olvido y enterrado entre tanto hormigón y asfalto llegado en los “desarrollistas” años sesenta.
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    Proyecto de la “Ciutat del Repós” en las proximidades de Barcelona en un folleto publicitario. Es curioso observar que ya entonces se exhibía una preocupación por la conservación del ambiente y el paisaje que posteriormente brillaría por su ausencia.
En los años de la República también se le prestó atención, aunque de forma distinta a como se había desarrollado en la época de Primo, a los ferrocarriles. Prieto dejó de lado la expansión de las líneas y se preocupó de desarrollar obras de electrificación, túneles y construcción de estaciones que, como la de Nuevos Ministerios en Madrid y Plaça Catalunya en Barcelona, resolvieran el problema del tráfico ferroviario en el interior de las ciudades. Asimismo, se realizaron obras de construcción de nuevas carreteras que complementaran el Plan de Firmes Especiales primorriverista -entre ellas, son de destacar la carretera de Castilla (Madrid-Ávila) o la de Granada a Sierra Nevada-. Fueron años también de construcción de escuelas, hospitales, mercados de abastos… Algunos de aquellos restos de arquitectura civil fueron objeto de bombardeos y combates, y reconstruidos con un espíritu arquitectónico diferente al que tenían, con un (mal) gusto monumental que reflejaran la grandeza de la nueva España vencedora. La Ciudad Universitaria madrileña (cuya Junta de Construcción estaba dirigida por un famoso, pero no tanto como sería luego, científico y médico canario llamado Juan Negrín) estaba casi acabada cuando en 1936 se convirtió en frente de guerra, así como el Hospital Clínico adjunto, y a pocos kilómetros los obreros se afanaban en los Nuevos Ministerios, obras que formaban parte de lo que Azaña definía como la conversión de Madrid en una capital digna para la República.
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Indalecio Prieto ante el proyecto de enlaces ferroviarios de Madrid (1932)
Quizá el problema de que muchas de las obras públicas republicanas hayan pasado al olvido, o hayan sido apropiadas por los vencedores de la guerra como propias, fue que los republicanos no anunciaron a bombo y platillo sus logros en esta y otras materias como hicieron posteriormente los franquistas en prensa, radio o cine (y, a partir de los cincuenta, en TV) o los gobiernos de hoy hacen para ganar votos de cara a los comicios. Los especialistas curiosos en la materia han tenido que ocupar, retroactivamente, el papel que hoy tienen para los partidos las agencias publicitarias.
15. España no debe a Franco la sanidad pública porque ésta no fue una creación franquista: ya en la etapa republicana se estaban dando los primeros pasos para crear un sistema sanitario público. Fue la Segunda República la que instauró por primera vez el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social -en la guerra civil, se dividió en dos y posteriormente Asistencia Social se unió al de Trabajo y el de Sanidad se reagrupó con el de Instrucción Pública, periodo en que estuvieron al frente, además, ministros de la CNT (Federica Montseny y Segundo Blanco)-. Ya antes, el doctor Marcelino Pascua (médico epidemiólogo vallisoletano y posterior embajador de la República en Moscú y París) como Director General de Sanidad llevó a cabo una intensa labor en muy diversos ámbitos (técnicos, administrativos, de formación, legislativos) con objeto de mejorar la calidad asistencial, dar más medios y formación a los profesionales, llevar la asistencia, la higiene y la prevención al medio rural y al trabajo y aumentar la calidad de la asistencia médica en el caso de enfermedades como la tuberculosis (planeando y construyendo nuevos sanatorios antituberculosos) o las enfermedades mentales (renovando los establecimientos y llevando a cabo una reforma de la legislación para profesionalizar el personal y dignificar el trato a los pacientes). El presupuesto de su departamento aumentó considerablemente durante el primer bienio, se fueron creando dispensarios móviles, servicios de higiene infantil y también sanatorios de lucha antivenérea, y en 1934 se promulgó la Ley de Coordinación Sanitaria, y durante la guerra el Frente Popular elaborará un documento especificando que “al pasar a ser función del Estado la misión de velar por el mantenimiento de la Salud Pública, y la asistencia de enfermedades de cualquier naturaleza, ya no se trata de que cada ciudadano tenga sólo una protección contra aquellos cuyo estado de enfermedad pueda constituir un peligro para la sociedad, sino que el Estado cuidará de que cada hombre o mujer del pueblo permanezcan sanos y sean debidamente tratados si caen enfermos.” En ese camino a la universalización, se están realizando, además, los primeros estudios y debates- desde fechas anteriores a la guerra- sobre la coordinación entre la sanidad nacional y el sistema de seguros, implementados en España desde la época de la Restauración, y universalizados y unificados por el Instituto Nacional de Previsión (actual INSS) republicano. El esfuerzo realizado durante la guerra, en unas condiciones cada vez más difíciles, por las autoridades republicanas, es enorme: no sólo se instituye la primera legislación sobre el aborto en España (primero, a finales de 1936, la Generalitat catalana, y posteriormente, ya en 1937, la Ley de Interrupción Artificial del Embarazo de Federica Montseny), sino que se instituye la vacunación obligatoria contra malaria, difteria y tifus en 1937; en ese año hay sólo en zona republicana tantas plazas de atención infantil como en toda España antes del conflicto y existen mil camas más para enfermos de tuberculosis. Para ello resultó fundamental la ayuda de los Comités Internacionales, pero es significativo que la ayuda no sólo fuera destinada al frente, sino que (como un todo orgánico) también en la retaguardia sirviera para que la sanidad republicana emprendiera un camino novedoso y prometedor. Como escribe el especialista doctor Huertas, “el gobierno republicano intentó poner en marcha unos servicios sanitarios que, al menos en su concepción teórica, llegaron a un nivel de concreción y desarrollo suficiente como para propiciar la incorporación de elementos -como la promoción de la salud, la gratuidad y la universalización- que sugieren una posible formulación de Servicio Nacional de Salud [… ] Es de notar que esta concepción -integral y universalizada- de la Sanidad Pública tan solo se había implantado, hasta el momento, en la Unión Soviética, con un Servicio Nacional de Salud desde 1919. Cierto es que en España no se produjeron más que modestas y confusas propuestas que no pasaron del plano teórico; cierto es que, incluso a ese nivel, se está muy lejos aún de planteamientos próximos a un Servicio Nacional de Salud, y que conceptos como el de la universalización de la cobertura eran impensables para nuestros teóricos de la Sanidad Pública de los años treinta, es preciso valorar el empeño de hacer “público”, con todas sus consecuencias, un ejercicio profesional que hasta entonces se había desarrollado exclusivamente desde principios liberales.” El franquismo no hizo sino retrasar -como en muchas otras cosas- la llegada a España de una sanidad universal cuyos primeros y notables pasos se estaban dando en los años de esa “malhadada” República.
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Cartel de propaganda republicano con estadísticas sobre los Servicios de Higiene Infantil.
  1. Relacionado con lo anterior, es falso asimismo que el franquismo “inventara” la Seguridad Social en lo referente a los seguros del trabajo. Cualquiera puede echar un vistazo a un interesante libro del ya fallecido historiador Julio Aróstegui, “La República de los trabajadores. La Segunda República y el mundo del trabajo”, donde se repasa la labor del Ministerio de Trabajo y Previsión Social desde que se hizo cargo de él Francisco Largo Caballero, así como el Instituto Nacional de Previsión (a cuyo frente estaba también otro sindicalista de la UGT, Antonio Fabra Rivas, que luego fue nombrado embajador de la República en Suiza durante la guerra). La República fue una extraordinaria continuadora de una labor que había comenzado en España en los tiempos de la Restauración, cuando el general Marvá, a comienzos del siglo XX, implantó el primer seguro laboral en el país. Lo que hizo el ministerio de Trabajo republicano fue una labor de modernización del sistema a través de la unificación del sistema de seguros sociales -enfermedad, accidente, retiro obrero (jubilación), invalidez- y su extensión a trabajadores que hasta entonces no se encontraban cubiertos por los mismos, como los campesinos o los trabajadores del servicio doméstico (de hecho, resulta curioso que una de las justificaciones que encontrara el falangista y primer ministro de Educación franquista para el alzamiento militar de julio de 1936 fuera que la República “protegiera al trabajador agrícola tanto como al de la industria”, así como que “se obligara a los hospitales a depender directamente del Estado”, por lo que él sólo derriba las buenas intenciones de la dictadura franquista para la creación de la Seguridad Social y la sanidad pública). La República siguió las recomendaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en la materia e incluso se adelantó a algunas de ellas, como en la instauración del seguro de maternidad, algo que ha sido calificado muy positivamente y en términos muy elogiosos por historiadores del extranjero como Mary Nash. Y, además, adelantándose en muchos años a la posterior instauración por parte del franquismo del seguro de desempleo, el Ministerio de Trabajo caballerista instauró un primer sistema de subsidios contra el desempleo, la Caja Nacional contra el Paro Forzoso, -se introdujo esa opción debido a que las limitaciones presupuestarias impedían, como afirmaba Azaña en su obra “Los españoles en guerra”, la instauración de un seguro general- siguiendo el llamado “modelo de Gante”, por ser esta ciudad belga la primera en que se aplicó. El sistema, aunque tuvo efectos bastante limitados, era una novedad en aquellos momentos (hay que tener en cuenta que sólo Gran Bretaña había instaurado por aquella época un seguro de desempleo) y se basaba en la participación tripartita de organizaciones patronales, sindicales y el propio Estado para dar cobertura de desempleo a aquellos parados que se hubieran adscrito a alguna de las entidades gestoras participantes de la Caja Nacional. No hay, pues, ninguna novedad en lo hecho por el franquismo, sino un retardamiento (un reproche que no por típico es menos cierto sobre lo que significó el régimen para España) en la vuelta a aplicar medidas que ya entonces estaban en marcha.
  2. Hasta en la hora de la muerte se miente: Franco no falleció el 20 de noviembre, sino el 19. Bien es cierto que poco importa un día más o menos para los que tuvieron que soportar, desde su primero hasta su último día, las arbitrariedades de la dictadura. Pero para la historia de un régimen en la que su relato se unió intrínsecamente a la mística y la leyenda (la guerra como una “Cruzada”, las atrocidades cometidas por los “rojos” contra los “mártires”, los “héroes” del Alcázar de Toledo”…) que el Caudillo de España (“por la Gracia de Dios”, como rezaba en el lema de las monedas acuñadas en la época) falleciera el 20 de noviembre, el mismo día que tuvo lugar en 1936 el fusilamiento del líder de Falange José Antonio Primo de Rivera, es una señal de la misma Providencia, la unión del destino de dos personajes esenciales en la Historia de España hasta en la hora de la muerte -y así lo hacen todavía hoy, enterrados ambos uno al lado del otro en el mausoleo franquista del Valle de los Caídos-. La perfidia con la que Franco levantó su liderazgo en la zona “nacional”, aprovechando el fallecimiento de José Antonio para sus propios planes políticos -en ése y en los casos de las muertes en accidente aéreo de José Sanjurjo y Emilio Mola sí que puede verse una “mano de la Providencia”, o una suerte brutal para el Generalísimo– y sometió a su jefatura y control la nueva -tras la unificación- Falange Española Tradicionalista (FET) y de las JONS, tenía un buen remate con aquel epílogo de hacer del 20-N una doble fecha para la nostalgia. Pero el 20 de noviembre de 1975 Franco ya estaba muerto. La agonía del dictador en La Paz (agonía proporcionada en gran medida por un doctor Martínez-Bordiu, marqués de Villaverde, el bautizado como “yernísimo” por el humor popular, que está empeñado en la labor imposible de mantener con vida a un Franco convertido en un anciano moribundo más por su prestigio personal que porque realmente hubiera posibilidad de salvar al dictador) termina entre tubos y hemorragias el día 19. Se le quiere alargar la vida inútilmente, hacer que llegue al 20 para que coincida con la efeméride del fallecimiento de Primo de Rivera, o bien porque se espera aún un milagro médico que le resucite, como un nuevo Cid. Nada de eso ocurre, y el momento oficial -que hasta la propia hermana del dictador, Pilar Franco, sospecha no es el verdadero- del óbito pasa a ser la madrugada del 19 al 20 de noviembre. Hoy se sigue manteniendo el 20-N como la fecha de la muerte de Franco, aunque habrá que tomarlo más como una convención que como otra cosa. En muchos aspectos, sin embargo, la del franquismo parece que todavía no ha llegado.descarga

FUENTES (también de la parte 1 de este artículo):
DE CARÁCTER GENERAL:
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SOBRE TEMAS ESPECÍFICOS:
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