“¿Quién protestó y se levantó en Zaragoza cuando la guerra de Cuba más que las mujeres? ¿Quién nutrió la manifestación pro responsabilidad del Ateneo, con motivo del desastre de Annual, más que las mujeres, que iban en mayor número que los hombres? ¡Las mujeres! ¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se les concederá como premio el derecho a votar? ¿Es que no han luchado las mujeres por la República?”
Clara Campoamor.
Discurso ante las Cortes Constituyentes con motivo del debate sobre el sufragio femenino,
1 de octubre de 1931.
La máxima “los vencedores son los que escriben la Historia” recibió un corolario del profesor Josep Fontana que he querido incorporar como guía para escribir los artículos que aquí aparecen. Afirma el historiador catalán que “es forzoso, por tanto, que exista otra Historia”. Y dentro de esa otra Historia, como hace poco y acertadamente me hizo notar una muchacha con la que intercambié impresiones, es necesario hablar de esa inmensa mitad de la población mundial cuyos ejemplos de lucha, no sólo por sí mismas, su propia dignidad y sus derechos, sino por la de sus naciones y sus semejantes, ha caído muchas veces en saco roto o se ha desterrado al cajón del olvido, donde quedan acumulando polvo, como fotografías y viejos recuerdos antiguos a los que no se les presta nunca atención.
No debemos dejarnos engañar por el hecho de que, en el mundo de hoy, existan mujeres que hayan roto el denominado “techo de cristal” y se hayan incorporado a puestos de dirección económica o política que hasta su arribada han sido de competencia exclusiva de los varones. En muchos casos, la presencia de las Golda Meir, Margaret Thatcher, Isabel II, Ángela Merkel, Christinne Lagarde o Ana Patricia Botín en los primeros puestos de los estados o las grandes corporaciones u organismos económicos internacionales no ha venido acompañado de un cambio generalizado en la situación de las mujeres en un mundo dominado aún por actitudes misóginas o patriarcales, incluso en el interior de sociedad modernas y occidentales, que incluso ha acabado afectando a ellas mismas, pues todavía hoy se es más proclive a criticar a una mujer implicada en asuntos de gobierno por su vestuario y otras cuestiones de su aspecto externo -actitud todavía hoy presente entre el propio género femenino, por su aspecto exterior-, cosa que no se hace o se disimula más cuando el gobernante es un hombre. Además, en muchas ocasiones la llegada al poder o a esferas del mismo de estas mujeres no ha traído consigo cambios sustanciales en la estructura social, política y económica que causa la discriminación y las desigualdades, tanto de hombres como de mujeres, en sus respectivos países y a nivel global. Así, los viajes de personalidades como la duquesa de Cambridge, Kate Middleton, la princesa Magdalena de Suecia, la reina Letizia o la ex secretaria de Estado de EE.UU. Hillary Clinton a países del Tercer Mundo o encaminados a proyectos de cooperación internacional y relacionados con causas solidarias han tenido más de componente propagandístico de estas figuras que de un compromiso real con los desfavorecidos, los “parias de la Tierra”, entre los que la mujer ocupa desgraciadamente un lugar preponderante.
Por ello, me he propuesto escribir una serie de artículos, comenzando por éste, con ánimo de rescatar ejemplos de la lucha de las mujeres, quienes en unos momentos excepcionalmente convulsos unieron dos luchas esenciales: la suya propia, alzando su voz para mostrar su capacidad y reclamar sus derechos, y la de sus propias naciones y pueblos en unas circunstancias en que los ciudadanos y posiblemente la Humanidad entera se jugaban su porvenir o, cuando menos, la posibilidad de que el porvenir se basara en unos cimientos más justos, libres e igualitarios. Siguiendo el conocido lema “la revolución será feminista o no será”, estas mujeres -pero también algunos hombres honestos y preclaros- comprendieron que el porvenir del cambio estaba ligado a la suerte de que el cincuenta por ciento de la población pudiera disfrutar de los logros de ese cambio. Esta transformación revistió especial importancia en sociedades fuertemente tradicionales, en las que los roles masculino y femenino se hallaban claramente separados y la prevalencia del varón, en asuntos tanto de la esfera pública y política como privada y familiar, era aplastante. Con esto se quiere mostrar también que en países del Tercer Mundo -denominación que muchas veces, desprovista de su significación original con la que se definía a las naciones recién independizadas del dominio colonial europeo, trata de denominar a países no sólo económica sino también cultural y socialmente atrasadas, sin hacer esfuerzo intelectual alguno por comprender las razones de tal atraso, supuesto o real- y sociedades consideradas de un modo u otro “inferiores”, la lucha de las mujeres por su emancipación fue -y aún hoy es- un rasgo esencial de sus luchas de la liberación nacional, fuera contra el invasor o la dictadura, el colonialista o los peores efectos de la moderna globalización.
LA REPÚBLICA: ANTES DEL 18 DE JULIO
A diferencia de otros contextos en los que la lucha femenina iba a estar ligada a cambios sociales y políticos profundos, la Segunda República Española no iba a suponer, en puridad, un régimen revolucionario, pese a que en muchas ocasiones la propaganda del “Nuevo Estado” franquista y publicistas e historiadores afines lo calificara de esa forma, apoyándose de un modo u otro en la tergiversación de las palabras e intenciones de lo que, para los republicanos, suponía la “revolución democrática” plasmada con el triunfo electoral del 12 de abril de 1931. En este sentido, la República proclamada pacíficamente el siguiente día 14 respondía a los cánones de un régimen democrático-liberal, similar a los que se habían proclamado en la Europa posterior a la PGM y que habían despertado las mismas esperanzas y corrido la misma desgraciada suerte que la democracia republicana, como la Primera República Checoslovaca, la de Weimar (Alemania) o la Austriaca. Si bien es cierto que las reformas acometidas por la República -para algunos, demasiado audaces o cuando menos, como se afirma, “queriendo hacer muchas cosas muy deprisa”; para otros, demasiado pacatas y tímidas-, tras muchos años de conflictividad latente y de graves desequilibrios sociales, económicos y políticos en el país que demandaban urgente solución sí suponían, de hecho, una revolución con respecto a la situación política previa del régimen de la Restauración.
Entre otros campos, como los del laicismo del Estado, la reforma agraria, la militar, la autonomía regional o la modificación de las relaciones laborales, la situación política y jurídica de la mujer formaba parte de esa “revolución” que suponía el nuevo régimen republicano. Aunque la ley, de por sí, no podía erradicar una mentalidad machista y conservadora de la sociedad española, para lo que se requerirían décadas -y que quedó patente en los debates constitucionales sobre el voto femenino, donde la “cuestión de oportunidad” por la proclividad supuesta o real de la mujer a votar de acuerdo a los deseos de los enemigos de la República -léase la Iglesia- se entremezcló con argumentos misóginos procedentes incluso de la minoría radical, el grupo de la propia Clara Campoamor; o en el conservadurismo social acerca del divorcio que, aprobado en la carta magna de 1931 y en la ley sobre la materia de 1932, produjo sin embargo escasas disoluciones de matrimonios, menos incluso de las que, por circunstancias objetivas, podrían haberse efectuado-, la legislación aprobada suponía un primer paso que en algunos casos fue pionero respecto a algunos estados del entorno de España (el sufragio femenino, por ejemplo, se adelantó a los de Francia o Italia -posteriores a la SGM- y muchos años a los de Portugal y Suiza -ambos de los años 1970-). Al voto y al divorcio había que sumarles otras medidas muy caras al movimiento femenino de entonces, como la prevalencia del matrimonio civil -propia de un estado laico-, la igualdad jurídica de ambos cónyuges, el fin de la discriminación femenina en ámbitos como el del trabajo, la disponibilidad de cuentas corrientes o la herencia, la igualdad de derechos de los hijos nacidos fuera del matrimonio con respecto a los “legítimos” y, en el medio laboral, la extensión de los seguros sociales (accidente y enfermedad, vejez, retiro obrero), la implementación del seguro de maternidad y la protección por parte de las autoridades de los ámbitos laborales más típicamente femeninos por entonces, como el servicio doméstico, a través de la Ley del Contrato de Trabajo. Además, para las elecciones de febrero de 1936, los grupos obreros aglutinados en el Frente Popular hicieron propaganda enarbolando la bandera de la igualdad salarial entre hombres y mujeres.
En los años republicanos previos a la guerra, y al hilo de la movilización política de la sociedad española, fue aumentándose la presencia de las mujeres en partidos y sindicatos, quienes crearon en muchos casos organizaciones específicamente femeninas (como la famosa Sección Femenina de Falange, la Comissió Femenina del PSUC o las Mujeres de Izquierda Republicana), así como fue frecuente la participación de mujeres en otros ámbitos como los de la cultura -el Lyceum Club o la organización anarquista Mujeres Libres- y el deporte, en ocasiones vinculados al activo movimiento asociativo de índole política, como el caso del Círculo Aída Lafuente, al que la joven Julia Conesa, una de las trágicamente conocidas “Trece Rosas”, pertenecía porque en él podía dar rienda suelte a su afición al deporte. Estos movimientos, puramente femeninos o mixtos, aunque su membresía quedara reducida a pioneras o jóvenes que trataban de romper con los roles tradicionales, eran reflejo del cambio de mentalidad (de “relajación de costumbres”, como también se diría) que los años de la República habían traído consigo. La movilización y presencia femenina en la vida pública devino también en su participación en la política de primer nivel. A las tres primeras diputadas de la legislatura constituyente de 1931-1933 (Victoria Kent, la recordada primera mujer en acceder al cargo de la Dirección General de Prisiones; Clara Campoamor, la indomable sufragista; y Margarita Nelken, incombustible defensora de los campesinos extremeños) habría que sumar, en los años venideros, los nombres de Matilde de la Torre, Belén Sárrega, María de la O Lejárraga, Francisca Bohígas (única mujer diputada de la derecha católica de la CEDA) o la mítica Dolores Ibárruri, Pasionaria (impulsora en 1933 de la Agrupación de Mujeres Antifascistas y a la que también pertenecerán Kent, Nelken, Constancia de la Mora o Isabel Oyarzábal, a las que me referiré en próximos párrafos), entre otros. La rotura de este “techo de cristal” que es la entrada en el Parlamento, que por simbólico o minoritario no deja de ser signiticativo, tendrá su continuidad en el contexto de la guerra.
MILICIANAS: MUJERES DE MONO AZUL
Al tener lugar la guerra civil, consecuencia de la sublevación militar del 18 de julio de 1936 contra la República y el gobierno del Frente Popular, tanto los sublevados como las fuerzas leales a la República van a hacer uso de sentimientos nacionales para definir su lucha. Los primeros -autoproclamados como “nacionales”- elaborarán la teoría de la presencia de un “ejército rojo” (igual a la denominación de la época del ejército de la Unión Soviética, de modo que pueda anatomizarse así a comunistas y demás fuerzas defensoras de la República, amalgamadas todas ellas bajo el mismo epíteto de rojos) y se proclamarán como la “España auténtica”, en una línea de continuidad histórica que la enlazaría con la España de la Reconquista, de los Reyes Católicos y los dos primeros Austrias, dentro de una línea de pensamiento reaccionaria y ultracatólica que fija estas épocas como las de un esplendor que recuperar, descartando -eliminando, y esto incluye la eliminación física- a quienes vienen defendiendo otra tradición histórica, cultural, social y de pensamiento y que son, como la propia República, calificados como la anti-España, por extranjerizante y ajena a la tradición nacional. Por su parte, las fuerzas republicanas, constatada la ayuda extranjera recibida por los rebeldes de la Alemania nazi, la Italia fascista y el Portugal corporativo del “Estado Novo” salazarista y abandonada a su suerte por las democracias occidentales, quienes incumplieron sus compromisos internacionales y son incapaces de hacer cumplir a aquellas el pacto de No Intervención, dentro de una a la postre ineficaz política de contención, harán de la “lucha contra el invasor”
(afirmación hecha a la vista de los enormes contingentes humanos enviados por Hitler y Mussolini en auxilio de los rebeldes) y de la “independencia nacional”, temiendo que el triunfo de Franco derive en una colonización italo-alemana de España o en pactos secretos que comprometan la enajenación de riquezas del país, una de las razones de su lucha. De este modo, a pesar de la presencia en las filas republicanas de las Brigadas Internacionales o del auxilio recibido por la URSS, bien es cierto que en cifras muy inferiores y con supremas dificultades para su recepción en España respecto a las recibidas por los “nacionales”, la guerra civil cobrará para la República el aspecto de una lucha de liberación nacional, una segunda “Guerra de Independencia” (lo que motivará en la propaganda muchas similitudes con 1808 y el levantamiento contra la invasión napoleónica), y facilitará su entroncamiento con la resistencia al fascismo y a la invasión italogermana que se dará en los estados europeos invadidos durante la SGM.
Hay que referir aquí que, en lo que respecta a las mujeres, tanto en la zona rebelde como en la republicana la represión también se dirigirá hacia ellas en una dimensión común, no sólo entre ellas, sino también común a otros conflictos bélicos. La “cosificación” de las féminas, tan frecuente en situaciones de violencia y de afirmación de poder y del terror, llevó a que se repitieran pautas comunes de fusilamientos, torturas y abusos sexuales contra aquellas mujeres tenidas por enemigos políticos o por su condición de familiares de los mismos. Sin embargo, en la zona republicana los esfuerzos para hacer frente a los llamados “incontrolados” y restituir el poder de una administración (funcionarial, policial y militar, de justicia) que había quedado muy maltrecha por la doble dinámica de la sublevación militar y por la revolución en las zonas controladas al inicio tan sólo nominalmente llevaron a que el control de la represión, pasándose a ejercerse de forma legal, llevara aparejado también un descenso en el número de víctimas producidas por la represión, tanto en lo que respecta a los hombres como en lo referido a las mujeres, incluyendo aquellas que pertenecían al campo del enemigo por antonomasia, las pertenecientes al clero femenino, cuyas cifras de víctimas se mantuvieron muy bajas a pesar de que el número total de víctimas del clero no dejó de ser desdeñable (entre 6500-8000), limitándose en ocasiones la represión al desempeño de labores asistenciales con ropa civil, como por ejemplo a los enfermos y los heridos del frente. En la zona “nacional”, sin embargo, este control “legal” de la represión no detuvo el número de víctimas, como muestra lo acontecido en lugares como Málaga o la ejercida tras el final de la contienda y el triunfo del ejército sublevado. Los abusos a mujeres perpetrados por los rebeldes durante y después de la guerra fueron muy variados, desde la prisión o los métodos antes mencionados por pertenencia a organizaciones políticas ajenas al “espíritu del Movimiento Nacional” o en represalia a las actividades de sus cónyuges u otros familiares a formas más sibilinas o elaboradas de represión: la humillación pública (el rapado al cero del cabello y la ingesta de purgantes, siendo exhibidas por las calles de su pueblo o ciudad) o el secuestro de los hijos y su entrega a familias bien consideradas por el régimen, de acuerdo con las teorías de Antonio Vallejo Nájera, jefe de los servicios psiquiátricos del ejército rebelde, quien calificaba a los rojos como incapaces de criar hijos mentalmente sanos y a las mujeres rojas como seres movidos por desórdenes mentales y pulsiones sexuales que las motivaban hacia la militancia política -campo ajeno a la mujer, según las teorías del “Nuevo Estado”- y la violencia sectaria. Este episodio inaugurado en la posguerra abrió la lata de la infame práctica, primero como práctica de ingeniería racial y social y luego como lucrativo negocio hasta incluso los años 1990, de los “hijos robados”.
Y es que, regresando al tema que nos ocupa, la guerra en la zona republicana abrió nuevas oportunidades de participación y visibilización pública de la mujer, aunque en ocasiones se vieran con posterioridad limitados, lo que no dejaba de preocupar a los “nacionales” en caso de que triunfara el nuevo modelo de sociedad que había ido creciendo durante los años treinta al abrigo de la nueva legislación y las nuevas libertades. La dimensión más icónica y más rupturista de la nueva etapa abierta por el conflicto fue, sin duda, la incorporación de la mujer a la lucha armada durante los primeros tiempos de la guerra, insertadas en las milicias partidarias y sindicales. La formación de las milicias fue una medida extraordinaria e imperiosa tomada por el gobierno presidido por José Giral, ante las numerosas peticiones venidas de las organizaciones obreras y de las propias masas populares, de armar al pueblo para hacer frente a la sublevación y ante la desconfianza sobre la lealtad que despertaban los propios mandos militares al frente de las guarniciones -no en vano, hubo ocasiones en las que, como la del coronel Aranda en Oviedo o la del capitán Cortés en el santuario de la Vírgen de la Cabeza (Andújar, Jaén), acabaron pasándose a las filas rebeldes en cuanto vieron la primera oportunidad-. Y será en las milicias donde podrán verse a las mujeres en armas, aunque fuera durante un período efímero, como un modo de afirmar y reivindicar su identidad y sumarse a una lucha común.
Sin embargo, la formación de las milicias arroja resultados dispares. Gracias a las mismas se ha impedido el triunfo del golpe en ciudades importantes, como Madrid, Barcelona o Valencia, o han conseguido detener el avance de las tropas rebeldes por la sierra de Guadarrama, pero a pesar de la valentía y arrojo de los milicianos (y milicianas), su falta de formación y disciplina militar las hace ineficaces en el combate a campo abierto, como demuestra el avance sublevado por la zona centro-sur (donde se concentra la aristocracia militar rebelde, el ejército de África) o el fracaso en la toma del peligroso saliente de Teruel. Además, la fragmentación y descoordinación del poder en organismos autónomos o directamente desobedientes a la autoridad gubernamental complican -con hechos enormemente luctuosos, como las ejecuciones extrajudiciales a los “enemigos de la revolución”- la marcha de la guerra, asunto entendido incluso por organizaciones que plantean programas revolucionarios como la CNT o la UGT. El gobierno pasará a reorganizarse, conformándose uno con las diferentes fuerzas que conforman o apoyan al Frente Popular, y a restituir, aun lenta y dificultosamente, su administración y autoridad, y la guerra pasará a realizarse con un nuevo ejército, el Ejército Popular de la República, de un tipo más tradicional aunque surgido de las propias milicias. En este tipo tradicional de nuevo ejército republicano, las mujeres pasarán a desempeñar roles más tradicionales, con lo que dejarán de portar y manejar armas, dedicándose a labores clásicas como la cocina o la enfermería, aunque también hay espacio para oficios nuevos, como chóferes, traductoras o correos.
Nunca será suficiente -y más en este período donde la “superación del pasado cainita de los españoles” nos ha hecho el regalo envenenado de unos políticos sin memoria que nadan sobre una equidistancia que no hace justicia alguna a quienes lucharon por una democracia que parece que sólo ellos parecen haber inventado- el recuerdo y homenaje a esas mujeres (y no sólo a ellas) con mono azul y fusil al hombro: la socialista madrileña (vecina del barrio obrero de Prosperidad) Josefa Vara o las anarquistas guipuzcoanas Casilda Méndez Hernáez y Matilde Saiz Alonso, que junto a sus compañeros unieron el amor a la lucha por la libertad; la joven Paulina (Lina) Odena, fusilada en Granada tras un error de su chófer que llevó a ambos a penetrar en las líneas enemigas; las todavía más jóvenes Rosita Sánchez o Rosario Sánchez Mora (Rosario Dinamitera), que perdió la mano derecha intentando encender un cartucho mojado de dinamita y que inspiró a Miguel Hernández a escribir uno de sus más bellos poemas de la guerra; Concha Perez Collado o María Martínez Sorroche… Así, advertía María Zambrano, aun con los anteojos puestos en una cierta visión tradicional de la mujer propia de la época, siguiendo a la feminidad clásica -la mujer como madre, doliente por el destino de sus hijos-, un “mentís” claro y rotundo a la visión de todos los Vallejo Nájera del bando nacional y de este mundo que clasificaban a la mujer roja como incapaz de sentimientos y de humanidad. Algo que la propia trayectoria vital de tantas mujeres republicanas, en el frente y la retaguardia y en la derrota, desmiente rotundamente:
“La mujer que lucha heroicamente y resiste los terribles bombardeos de alemanes e italianos y bárbaros militares significa esta maravillosa unión de la antigua mujer española, madre ante todo, con toda su fuerza poética y alentadora, con una mujer consciente de la causa que su hijo defiende, que siente el dolor, sí, pero no se detiene ahí, sabe que su dolor es necesario y que es fecundo, se siente madre de la historia, madre del mundo nuevo que nace, al mismo tiempo que madre de sus hijos”.
EN LA RETAGUARDIA
Y al mismo tiempo que ese dolor “no se detiene ahí”-por desgracia, durará tres años de agonía y de heroica aunque insuficiente resistencia-, los horizontes abiertos a y por la mujer en la coyuntura de la guerra se dan también en la retaguardia, donde la movilización por parte de las organizaciones políticas y la propia concienciación de las féminas hará que sean parte integrante de un esfuerzo común, y al mismo tiempo de visibilización, afirmando de un lado su utilidad en la lucha y de otro su reivindicación de que ellas también son parte de la resistencia, del eventual triunfo y de que el futuro que se abra tras éste también les pertenece. Así, esta contribución al esfuerzo común incluye actividades tanto ya clásicas de asistencia (acogida de refugiados, enfermería, atención a ancianos y niños) como otras nuevas, algunas de ellas ya conocidas de otros contextos bélicos como la Gran Guerra -la sustitución de los hombres que acuden al frente en sus puestos de trabajo en el campo, la industria o los servicios- y otras como el periodismo, la propaganda y movilización o la acción política y el desempeño de nuevas tareas en el gobierno, desde el nivel local o nacional, posibilitando la quiebra de otros “techos de cristal”. La arribada de las mujeres a estas responsabilidades hubiera podido suponer un trampolín -como lo supondría tras la SGM en las naciones europeas- para la consecución de nuevos campos de acción laboral y política y un nuevo paso en la “larga marcha por la igualdad” de las mujeres en España. Por ello, su desempeño y ejemplo no debe quedar olvidado.
Sin embargo, por falta de espacio y por la imposibilidad de poder contar la biografía de todas estas mujeres, no ha sido posible sino contar con algunos ejemplos, aún así espero que representativos, de esta “lucha de retaguardia”. Contamos, por ejemplo, con Rosa Chacel. La famosa autora de “Barrio de Maravillas” desempeñó tanto su labor literaria, como una de las jóvenes promesas de la escritura, desde las páginas de la que es considerada la mejor publicación de entre las muchas que se editaron en la España republicana en la etapa de la guerra civil, por la calidad de su edición y los colaboradores que pasaron por sus páginas, Hora de España. Al mismo tiempo, Chacel desempeñó, nos cuenta María Zambrano, trabajos de enfermera en el Hospital de Sangre en que se reconvirtió el Instituto Oftalmológico de Madrid.
Teniendo en cuenta la intensa vida cultural, a la que se incorporaron muchas mujeres de gran valía, de los años del primer tercio de siglo en España -la llamada “Edad de Plata” de la cultura española- y el compromiso político adquirido por muchos hombres y mujeres hacia la causa republicana y antifascista, el caso de Rosa Chacel no fue único. La propia Zambrano, poeta y filósofa, tanto desde Hora de España como a través de conferencias dadas en Hispanoamérica -era esposa de un diplomático republicano asignado a la embajada de Chile, país con un gobierno de Frente Popular como el español- defendió la justicia de la causa republicana y animó a las naciones latinoamericanas a apoyar al gobierno de Madrid/Valencia. Asimismo, Margarita Nelken -que abandonó las filas del PSOE para pasar al PCE al principio de la contienda y desarrolló una labor similar en un país amigo de la causa republicana como México-, Dolores Ibárruri -que con su enorme capacidad oratoria y su vestimenta enlutada y austera era capaz de conmover a sus auditorios de soldados en las trincheras- o María Teresa León, poeta y esposa del también poeta Rafael Alberti, quien destacó tanto en la animación cultural de los combatientes como en la organización de la efímera reconquista por las milicias catalanas y valencianas de Ibiza -lugar donde la sublevación sorprendió a la pareja, de vacaciones en la isla- fueron destacadas embajadoras, dentro y fuera de las fronteras españolas, de la lucha republicana. También debemos contar con los casos de Catalina Salmerón, hija del que fuera presidente del ejecutivo de la Primera República, Nicolás Salmerón, y Dolores de Rivas Cherif, la esposa del presidente Manuel Azaña, quienes estuvieron encargadas de la dirección de la Asociación de Mujeres contra la Guerra y el Fascismo.
Pero a estos casos conocidos debemos sumar los de otras mujeres cuyo protagonismo comenzó a fraguarse, sin quererlo, en esos años. Ahí están los ejemplos de Matilde Landa y Marina Ginestà. Matilde Landa había nacido en Badajoz en el seno de una familia liberal y no había sido bautizada, hecho que luego acarreará su tragedia personal acabada la contienda. Afiliada al PCE, contaba con treinta y dos años al comenzar la guerra civil y su labor consistió en recorrer los frentes de guerra informando y levantando la moral de los combatientes, incluidos los brigadistas internacionales, a través de charlas y conferencias, como miembro del subsecretariado de Propaganda de la República. Acabada la guerra y condenada a muerte, su pena fue conmutada y se le trasladó de la ominosa cárcel de Ventas -la cárcel donde acabaron las “Trece Rosas”- a Mallorca. En la isla, las autoridades religiosas la sometieron a un implacable acoso para que se bautizara, sometiéndola finalmente al chantaje psicológico para que aceptara el bautismo a cambio de que así los niños de las presas republicanas pudieran recibir una alimentación adecuada -una de las reivindicaciones defendidas por Landa-. “El mismo día que iba a ser bautizada a la fuerza, se arrojó desde la terraza de la prisión, dejando una nota de suicidio para su hija Carmen. Finalmente, su voluntad no fue oída y la bautizaron in articulo mortis.” (https://elsilencioguerracivilespanola.wordpress.com/2014/04/30/milicianas/).
Por su parte, Marina Ginestà es conocida por ser la muchacha de la icónica foto de la miliciana con fusil al hombro y la melena al viento en la terraza del Hotel Colón de Barcelona, tras el fracaso de la rebelión en la capital catalana. Sin embargo, la propia Ginestà -perteneciente a las Juventudes Socialistas Unificadas, resultado de la fusión de las Juventudes del PSOE y del PCE, que entonces contaba con diecisiete años y se encontraba, como militante de las organizaciones obreras, colaborando en la preparación de la frustrada olimpiada alternativa a los juegos “nazis” de Berlín, la Olimpiada Popular de Barcelona- afirma que esa fue la primera y única vez que portó un fusil en toda su vida. Su labor fue de periodista y traductora (hablaba fluidamente francés).“Ginestà vivió la guerra desde una retaguardia militante, esforzándose por mantener alto el ánimo de su bando” (afirma el artículo del diario Público con motivo de su fallecimiento).Como traductora para el enviado especial del diario moscovita Pravda, el controvertido Mijaíl Koltsov, estuvo presente en la histórica entrevista que éste mantuvo con el líder de las milicias anarquistas Buenaventura Durruti, en agosto de 1936, pocos meses antes de que Durruti perdiera la vida en el frente de Madrid. “De su trabajo en la retaguardia también conservaba recuerdos duros, como la visita a un hospital barcelonés para identificar cadáveres. “Es el recuerdo más terrible que guardo de la guerra. Por primera vez tuve una idea de la muerte. Vi a una mujer muerta con su hijo en brazos… Todavía hoy me viene a la mente ese recuerdo”. Exiliada primero en Francia y después en la República Dominicana -de donde tuvo también que escapar de las persecuciones anticomunistas del dictador Trujillo-, Ginestà se casó con un diplomático belga y regresó a España en los años sesenta, viviendo a caballo entre Cataluña y Francia hasta su muerte en París en 2014.
Entre las mujeres que desempeñaron labores asistenciales y sociosanitarias, he podido conocer, a través de la obra “La sanidad en las Brigadas Internacionales”, de Manuel Requena y Mª Rosa Sepúlveda, los casos de doctoras, enfermeras y auxiliares que trabajaron para hospitales de guerra de la retaguardia republicana, tanto españolas como voluntarias extranjeras, quienes acudieron integradas en el Servicio Sanitario Internacional (la servicio de ayuda y atención sanitaria de las BI) y cuyas historias sufrieron en ocasiones una doble tragedia de persecución, olvido e incluso muerte, primero por parte del nazifascismo en España y en Europa durante la SGM y, al acabar ésta, a causa de la sospecha que la militancia del lado de la República activó en los dos contendientes de la “guerra fría”, ya que tanto los norteamericanos, por su anticomunismo, como Stalin, por su campaña contra el cosmopolitismo y las “vías nacionales”, iniciaron una campaña de acoso contra antiguos brigadistas que derivó en ostracismo, cárcel o, en Europa Oriental, en sangrientas purgas. Este fue el caso de la doctora Dobra Klein, que poseía doble nacionalidad checa y polaca, y que tras trabajar en los hospitales de guerra de Benicàssim, Mataró y Vic, pasó un auténtico calvario primero en los campos de concentración de Alemania (tras ser arrestada por la Gestapo en Francia, donde formaba parte de los FTP, Francotiradores Partisanos) y, tras la liberación, víctima de las purgas estalinistas desatadas a raíz del Proceso de Praga, por el que muchos comunistas checos fueron encarcelados, ejecutados o desposeídos de sus cargos por supuesta traición a la ortodoxia moscovita. Tras su paso por la cárcel en Checoslovaquia, Klein fue rehabilitada en un lento proceso y murió en Varsovia, capital de su país natal, en 1965, siendo enterrada con honores militares y la insignia de los excombatientes de las Brigadas Internacionales. Padecimientos menos graves, pero también dolorosos, sufrieron enfermeras españolas como Rosita Díaz -cuyo esposo, agente del SIM, servicio de inteligencia republicano, fue encarcelado y después fusilado por los vencedores a pesar de sus intentos por salvarlo- o Pepita Sicilia, que atravesó la frontera francocatalana con su marido hacia un futuro incierto y con los nubarrones de la guerra europea y la invasión alemana en el horizonte.
A otras mujeres, sin embargo, la fortuna les fue más propicia y, en el caso de las interbrigadistas, su paso por España les reportó la posibilidad de poner en práctica sus conocimientos o de instruirse de cara a llevar a cabo una posterior carrera médica en sus países de origen tras el doble paréntesis bélico de España y la guerra mundial. Estos fueron los casos de la judía polaca Margarita Kutin, que se doctoró en Medicina en París debido a que el régimen dictatorial de Pilsudski impedía el acceso a los judíos a la universidad en Polonia. También la enfermera británica Angela Haden Guest cursó, tras su paso por España, la carrera de Medicina en EE.UU. El hospital de Benicàssim, el centro hospitalario de retaguardia más emblemático de la red sanitaria de las Brigadas Internacionales, vio pasar por sus instalaciones (levantadas sobre villas y chalés de vacaciones de la burguesía valenciana) a mujeres especialistas en diversos campos que aportaron sus conocimientos y preparación en un aspecto tan esencial de la guerra como la salud de los combatientes. A los casos mencionados cabe sumar la doctora austriaco-francesa Fritzi Brauner, la farmacéutica gala Jacqueline Gayman, la dentista polaca Rachel Ravaut, la enfermera australiana Mary Lowson, entre otros.
DESDE LOS DESPACHOS: LA PRIMERA MUJER MINISTRA Y OTRAS PIONERAS
La guerra, desde el lado republicano, introdujo nuevas variables que no hubieran podido sospecharse en los años e incluso los meses previos de vida política y parlamentaria normal. El prestigio e influencia del Partido Comunista, que antes de la guerra no alcanzaba a duras penas los tres mil afiliados, fruto de su capacidad de organización y disciplina, su defensa a ultranza del Frente Popular y la dependencia de la República, abandonada por sus aliados naturales (Francia y Gran Bretaña), de la ayuda de la URSS, lo que trajo no pocas polémicas y conflictos durante y después de la contienda, fue uno de ellos. Otro fue la participación del anarquismo en la vida política e incluso en el Ejército Popular de la República, organización a la que los libertarios, por sus principios de jerarquía y obediencia, eran en principio refractarios (Cipriano Mera, salido de las milicias, se convirtió en el principal jefe militar anarquista en el ejército republicano, y el Cuerpo de Comisarios contó con anarquistas en sus filas, entre ellos el ex dirigente cenetista y fundador del Partido Sindicalista Ángel Pestaña como uno de los comisarios principales). La CNT y la FAI contaron con cinco ministros en total a lo largo de la guerra, cuatro con el líder sindical socialista Francisco Largo Caballero como primer ministro y uno, Segundo Blanco -que asumió la cartera conjunta de Instrucción Pública (Educación) y Sanidad- con el médico socialista Juan Negrín como jefe del ejecutivo tras su primera remodelación ministerial, en la que volvió a dar entrada en el gobierno tanto a la CNT como a la UGT.
La primera entrada de la CNT-FAI en el gobierno central (ya formaba parte del ejecutivo de la Generalitat de Cataluña) se produjo en noviembre de 1936, en una época crítica para la República, cuando se produjo la salida del gobierno de Madrid hacia Valencia ante la perspectiva de que los “nacionales” entraran en la capital. Así, al gabinete llegaron dos miembros del sector moderado, Joan Peiró y Juan López, y dos “faístas”, Juan García Oliver y Federica Montseny, la primera mujer en la historia de España que accedió a una cartera ministerial. Se hizo cargo de un ministerio de nueva creación, el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, cuyas competencias hasta entonces habían pertenecido a los departamentos de Gobernación (Interior) y Trabajo.
La República había venido realizando una intensa labor en el campo de la sanidad con vistas a mejorar la atención desplegada a los ciudadanos, con el objetivo de implantar, en años venideros, un sistema sanitario público y universal. La labor de doctores como Marcelino Pascua (director general de Sanidad entre 1931 y 1933), Gregorio Marañón, Sadí de Buen o Gustavo Pittaluga fue muy positiva, enfocándose hacia la mejora de la atención primaria, especialmente en el ámbito rural; la capacitación del personal; la puesta en marcha de nuevos establecimientos para tratar enfermedades poco menos que endémicas como la tuberculosis; la mejora de los centros psiquiátricos; la atención a la infancia y la maternidad; la prevención y las normas de higiene en el trabajo o en la alimentación… este trabajo no se paralizó con la guerra, sino que continuó hasta tal punto que en la zona republicana en 1937, y a pesar de la demanda que suponían los heridos del frente y los padecimientos generales de la población, se pudieron instalar más camas para enfermos tuberculosos o más centros de atención infantil que los existentes en toda España antes de la sublevación, e instituir la vacunación obligatoria para el tifus, la viruela y la difteria. La labor de los ministros de Sanidad anarcosindicalistas (y del comunista Jesús Hernández) constituye un hito olvidado en la historia de la sanidad española.
Federica Montseny, acompañada en su labor, como directora de Asistencia Social por la especialista en salud y sexualidad Amparo Poch -también anarquista y perteneciente a la organización feminista libertariaMujeres Libres, que editaba una revista homónima, pionera en muchas reivindicaciones y temática feminista presentes aún hoy- es recordada sobre todo por la introducción, a nivel estatal, del Decreto sobre Interrupción Artificial del Embarazo que ya había sido de aplicación en Cataluña desde diciembre de 1936. La propia Montseny, en una ponencia en 1986, explica el motivo por el que el gobierno de la República y su ministerio no aprobaron un decreto propio sobre el tema: “Consciente de la necesidad de encontrar solución al caso, sin ser partidaria, ni mucho menos, de la práctica del aborto, decidimos de común acuerdo la doctora Mercedes Maestre[perteneciente a la UGT, fue subsecretaria del Ministerio] y yo preparar un decreto que permitiera la interrupción artificial y voluntaria del embarazo. Decreto que quedó en suspenso en la cartera del presidente a causa de la oposición de la mayoría de miembros del Gobierno. Esta fue la causa por la cual tuve que recurrir al subterfugio de extender al resto de la España republicana los beneficios del decreto sobre el derecho a la interrupción artificial del embarazo adoptado por la Generalidad de Cataluña en agosto de 1936”. Y es que buena parte de los escrúpulos y objeciones que el resto de sus compañeros varones de gabinete, incluidos los ministros anarquistas, tenían sobre sus medidas estuvieron presentes durante el semestre que estuvo al frente de la cartera de Sanidad.
A decir verdad, para la época muchas de sus medidas fueron de una audacia innovadora que chocaba con lo que ella misma refería, sobre el tema del aborto, como “escrúpulo religioso o de otra índole”. Sin embargo, es de destacar que en algunos casos se adelantaron a propuestas puestas hoy día en marcha por ONG’s o sobre la mesa de los debates políticos. La creación de los Liberatorios de Prostitución, idea de Amparo Poch, partía de la esencia de que las eufemísticamente llamadas “mujeres de vida alegre” encontraran un oficio y una vida alternativa, pudiendo alejarse de su entorno y aprender otras habilidades sociolaborales. “Había allí talleres donde aprendían oficios y un servicio mediante el cual se les iba colocando en otras actividades remuneradas. Debo decir que algunas mujeres reincidieron en su antigua profesión, que juzgaban menos penosa que aquella que se les enseñaba. Pero, en honor a la verdad, hubo una gran mayoría que se reintegraron a lo que, por llamarlo de alguna manera, llamaremos vida honrada…”comenta la propia Montseny. Otras medidas de su etapa fueron la creación de la Oficina Central de Evacuación y Asistencia a los Refugiados, destinada a coordinar la labor de acogida de los miles de refugiados que llegaban a la zona aún controlada por la República procedentes de las ciudades tomadas por los rebeldes, y la mejora del funcionamiento de la asistencia social, de acuerdo con el decreto del gobierno de creación del Consejo Nacional de Asistencia Social (25 de noviembre de 1936), erradicando su anterior carácter de semicaridad y sustituyéndolo por un verdadero proyecto asistencial público moderno, atendiendo a ancianos, discapacitados, huérfanos, mujeres embarazadas y lactantes, etc. Sus reflexiones finales, cincuenta años después de su etapa ministerial, reflejan su deseo de haber podido hacer más “y sobre todo, consolidar lo hecho”. No en vano, la impresión que quedó ante los avances experimentados por la sanidad republicana antes y durante la guerra, vista la tardía constitución y evolución del sistema sanitario público durante la dictadura, es la de que la derrota frustró una gran oportunidad.
No obstante, el de Federica Montseny no fue el único caso en que una mujer accedía por primera vez a un puesto antes vedado a las mujeres durante la guerra. El de Isabel Oyarzábal es otro caso, producido como consecuencia de una de las múltiples deserciones simultáneas a las de los militares: la de los miembros del cuerpo diplomático. Al igual que en otros cuerpos de funcionarios -la judicatura o algunos catedráticos universitarios, donde el conservadurismo político de sus miembros, de su clase social o el espíritu corporativo llevó, como en el caso de los oficiales del ejército, a decantarse por los rebeldes en lugar de seguir fieles al gobierno de la República-, hubo muchos diplomáticos que abandonaron sus puestos o pusieron las legaciones, cosa más sencilla sobre todo en el caso de hallarse éstas en países más proclives, por su régimen político, al servicio de los sublevados. Así, la República tuvo que recurrir en muchas ocasiones a unos diplomáticos -cónsules o embajadores- de nuevo cuño, figuras de prestigio intelectual pero que sin embargo no tenían conocimientos en la materia y tuvieron que adquirirlos sobre la marcha o con el asesoramiento del personal que había permanecido afecto a la legitimidad republicana, dando pie en muchos casos a errores, sustituciones y rotaciones de representantes que en circunstancias normales no se habrían producido. Estos fueron los casos de Luis Jiménez de Asúa (que, habiendo sido destinado antes de la guerra como embajador en Checoslovaquia, improvisó desde la legación en Praga un servicio de información internacional para la República, el SIDE); Mariano Ruiz Funes (Bruselas), Felipe Sánchez Román (La Haya), Marcelino Pascua (Moscú), Francisco Barnés (Belgrado), Félix Gordón Ordás (Ciudad de México), Fernando de los Ríos (Washington) o la mencionada Isabel Oyarzábal, que se encargaría de la legación de España en Suecia.
Oyarzábal, natural de Málaga, nació en el seno de una familia acomodada y liberal. Su padre era un próspero comerciante de ascendencia vasca y su madre una escocesa protestante que fue un gran apoyo para su hija frente a una sociedad, la de la España provinciana de los primeros años del siglo XX, marcada por la intolerancia religiosa o el patriarcado. Caracterizada por una enorme avidez intelectual, Isabel Oyarzábal se dedicará a numerosos campos de la cultura, desde la escritura -en el exilio publicó sus memorias bajo el título “En mi hambre mando yo”, haciendo referencia a una anécdota relatada por el político y también embajador Fernando de los Ríos- y el periodismo -trabajará como corresponsal de varias publicaciones en el extranjero, por su conocimiento del inglés- a la interpretación. “Isabel entró a formar parte de los grupos de teatro que comenzaron a funcionar con el fin de obtener recursos económicos para hacer frente a las necesidades de estos soldados [de la guerra de Cuba]”, cuenta la historiadora Matilde Eiroa. “Fue su primera toma de contacto con el mundo del Teatro”. Una afición que se afianzará cuando tomé contacto con la la compañía de la familia Palencia-Tubau, en la que conocerá a su marido, Ceferino Palencia Álvarez-Tubau.
Con la llegada de la República, Isabel Oyarzábal, sufragista decidida en los años precedentes, se integrará en el Partido Socialista y en la UGT y desempeñará labores de vocal en varios patronatos, como los del Museo del Traje Regional, del Instituto de Reeducación Profesional o el Patronato para la Protección de Animales y Plantas. Miembro del Lyceum Club Femenino y la Agrupación de Mujeres Antifascistas, su labor al frente de la embajada estuvo lastrada por el hecho de que el gobierno de Suecia mantuvo, como en la SGM, una estricta neutralidad en la guerra de España, adhiriéndose como otros muchos estados democráticos al pacto de No Intervención promovido por Gran Bretaña y Francia, aunque no así su sociedad civil y sus grupos de izquierda, que mostraron una intensa labor solidaria con la España republicana, plasmada -junto con grupos afines de la vecina Noruega- en la ayuda médica y humanitaria enviada a España (cuyo mayor ejemplo es el Hospital Sueco-Noruego abierto en la localidad de Alcoy) o en los interbrigadistas escandinavos desplazados para luchar del lado republicano. Victoria Kent, nombrada por el ministro de Justicia del gobierno provisional republicano, el socialista rondeño Fernando de los Ríos Urruti (su maestro en la facultad de Derecho de Madrid) directora general de Prisiones -y que, a pesar de su poco tiempo en el cargo, dejó su impronta basada en la humanización de la vida carcelaria española y en la adecuación de las instalaciones a unas condiciones mínimas de habitabilidad e higiene, así como a los fines de reinserción en que debía basarse la política penitenciaria del nuevo régimen- y diputada por Izquierda Republicana en 1936, fue destinada también al cuerpo diplomático como secretaria de primera clase en la embajada de París.
Otras mujeres llegaron a alcanzar el nivel de directora general que alcanzó la propia Kent en los años previos al conflicto. Una de ellas fue Matilde de la Torre. Nacida en Cabezón de la Sal (Cantabria, entonces provincia de Santander), y también polifacética -escritora, periodista, pedagoga (fundó una academia en la que se aplicaban los principios renovadores de la Institución Libre de Enseñanza), folclorista- se afilió al PSOE en 1931 y desempeñó, tras su elección como diputada para las legislaturas de 1933 y 1936, puestos de vocal en diversas comisiones parlamentarias, como Marina, Hacienda, Defensa o Instrucción Pública (en éstas como suplente). Tras la revolución de octubre de 1934, tuvo un activo papel en la defensa de los represaliados.
Con la formación del gobierno de Francisco Largo Caballero, Matilde de la Torre asumió la Dirección General de Comercio y Aranceles, dependiente del ministerio de Hacienda y Economía, cartera asumida por el sucesor de Caballero al frente del ejecutivo, el doctor Juan Negrín. De la Torre estuvo al frente de esta dirección hasta la asunción del gobierno por el propio Negrín, aunque mantuvo su fidelidad a la línea política mantenida por el nuevo presidente, hecho que le llevaría a ser una de las treinta y cinco personalidades socialistas que, junto con el médico canario, fueron expulsadas del PSOE en 1946 por filocomunismo y seguir los intereses de la URSS. En 2008, aunque a título póstumo, el partido les reintegraría en la militancia.
Otra fue Constancia de la Mora. Al contrario que Isabel Oyarzábal o Matilde de la Torre, que procedían de familias acomodadas pero de tradición liberal -o, al menos, con una línea familiar que les motivaba hacia nuevos horizontes-, De la Mora venía de una familia cuasiaristocrática y conservadora (era nieta de Antonio Maura, jefe del Partido Conservador en los primeros años del reinado de Alfonso XIII, e hija de Germán de la Mora, director de una de las compañías eléctricas más importantes de Madrid, Cooperativa Eléctrica). “Criada, de todos modos, en un medio privilegiado, con criados, mayordomos, chóferes e institutrices, extranjeras, por supuesto, para el aprendizaje de idiomas, su existencia transcurría en medio de todo tipo de lujos y comodidades. Educada en este medio, su mentalidad correspondía a lo que podríamos calificar de “niña bien” de la época” escribe María Rosa de Madariaga.
Sin embargo, a “Connie” -producto de anglosajonizar su nombre, como consecuencia de su estancia de estudios en Inglaterra- no le terminaba de cuadrar el mundo al que estaba destinada y la educación religiosa y prototípica de la “niña bien” (destinada al matrimonio, al hogar y las apariencias) que recibía en su colegio de monjas. Sus inquietudes sociales (y políticas) pronto empiezan a surgir en su carácter de joven, observando la terrible contradicción entre la realidad popular y la pompa y boato de la monarquía, las clases altas y el clero, como muestra en sus memorias refiriéndose a la Semana Santa sevillana o a la consagración de España al Sagrado Corazón por Alfonso XIII.
Casada con Manuel Bolín, hermano del corresponsal de ABC en Londres, Luis Bolín (pieza clave en la conspiración del 18 de julio y la llegada del avión Dragon Rapide para el traslado de Franco de Canarias a Marruecos) por “llevar la contraria a su familia”, al poco de proclamarse la República protagoniza las portadas de la “prensa rosa”, al ser una de las primeras mujeres -y de las más notorias, pues a lo anterior se sumaba el ser la sobrina del católico ex ministro de Gobernación republicano y diputado Miguel Maura- que hace uso de la nueva ley de divorcio. Su matrimonio había sido infeliz y había iniciado una nueva relación con el aviador militar Ignacio Hidalgo de Cisneros, con el que se casaría en enero de 1933. Ambos tenían en común el hecho de proceder de familias conservadoras -en el caso de Hidalgo de Cisneros, fuertemente reaccionaria, ya que eran carlistas-, lo que no les había impedido, antes al contrario, haber evolucionado ellos mismos hasta el republicanismo progresista, hasta el punto de que Hidalgo de Cisneros, nombrado durante la guerra jefe de las FARE (Fuerzas Aéreas de la República Española) se afiliaría al PCE y se exiliaría, ya separado de Constancia -que marcharía a Estados Unidos-, en la URSS y la Rumanía socialista, donde fallecería.
Durante la guerra, deseando ser útil como fuera, según expresa ella misma, Constancia trabajó en la Junta de Protección de Menores, ayudó en la evacuación de niños de Madrid hacia las costas levantinas o hizo labores de intérprete para las Brigadas Internacionales -conocía, por sus viajes y estancias en el extranjero, los idiomas inglés, alemán, italiano y francés-. Esto, unido a su compromiso, hará que sea nombrada directora de la Oficina de Prensa Extranjera, dependiente del Ministerio de Estado, en sustitución de Rubio Hidalgo, cuya labor dejaba bastante que desear.
En “Idealistas bajo las balas” el historiador británico Paul Preston explica que la labor de los periodistas extranjeros en ambas zonas -la “nacional” y la gubernamental- tuvo en común el constreñimiento de la censura y la vigilancia de los contenidos informativos que mandaban a sus medios, para que no se filtraran informaciones militares o susceptibles de ser usadas por el enemigo. Sin embargo, los periodistas extranjeros acreditados en la zona republicana tuvieron en general una serie de libertades, como la de viajar a los frentes, y de atenciones por parte de las autoridades de Madrid/Valencia que no recibieron sus colegas de la zona “nacional”, que con frecuencia se enfrentaron a la expulsión de su territorio, mientras sólo hubo un reportero acreditado en territorio republicano al que se le hizo lo mismo. La labor de Constancia de la Mora en este sentido fue elogiada por varios de los periodistas acreditados ante la Oficina de Prensa de la República, como Jay Allen, Henry Buckley, Ernst Hemingway o Lawrence Fernsworth.“Esta tarea de “relaciones públicas” se le daba muy bien a Constancia. Se trataba de dar a conocer a los periodistas la lucha del pueblo español contra la invasión extranjera y rebatir el cúmulo de falsedades que circulaban en muchos países occidentales sobre la República. Constancia trataba de atenderlos lo mejor posible, poniendo a su disposición, cuando era posible, automóviles para facilitar su misión. Era una verdadera lucha para exponer al mundo la verdad frente a la propaganda hostil contra la República. Constancia se encargaba también de hacer que los periodistas pudieran visitar los frentes de guerra, como hizo con Richard Mowrer, corresponsal del Chicago Daily News, a quien facilitó visitar el frente sur y ver el sector de Pozoblanco, donde se acababa de rechazar una nueva ofensiva de los italianos”, escribe Madariaga.
Hubo un punto oscuro, sin embargo, en su biografía, relacionado con el asesinato de Andreu Nin, el líder del POUM, por agentes del NKVD soviético, auxiliados por comunistas españoles. La pertenencia de Hidalgo de Cisneros al PCE y las simpatías de De la Mora por los comunistas llevaron a pensar que la casa de Alcalá de Henares donde Nin fue torturado y asesinado era propiedad del matrimonio. Inmaculada de la Fuente, autora de “La roja y la falangista” sobre las dos hermanas De la Mora -la hermana de Constancia, Marichu, por su matrimonio y también por sus afinidades, se decantó por los rebeldes- en un artículo para Heraldo de Madrid, desmiente que el matrimonio estuviera involucrado en lo que significó uno de los peores baldones para la unidad e imagen de la República y la izquierda, debido a que no existen pruebas que les señalen como agentes soviéticos -su primo, el escritor y antiguo militante del PCE Jorge Semprún Maura, descarta este extremo respecto de “Connie”- ni a que la vivienda utilizada sea realmente la que ambos usaban como segunda residencia (y que había sido cedida por el gobierno republicano).
EPÍLOGO
El final de la guerra y la derrota de la República supusieron el abrupto final de las reformas que, en los años precedentes, habían dado lugar a que las mujeres hubieran conquistado el estatus de ciudadana y diera comienzo un intenso proceso de debates, reivindicaciones y participación pública de las mujeres, acorde con la nueva situación democrática, pero también -proceso paralelo al de otras muchas reivindicaciones, políticas, sindicales, regionales- con un pasado en el que tales debates y reivindicaciones habían sido veladas y permanecido fuera de la mesa y con las expectativas despertadas por el nuevo régimen. La aparición de mujeres en la política, con proyectos que se identificaban con los ideales más avanzados y progresistas; la ley del divorcio, la igualdad jurídica de la mujer, la coeducación o el sufragio universal femenino supusieron algunos hitos que, en los sectores más tradicionalistas y reaccionarios de la sociedad, pronto dispuestos a presentar batalla y a destruir la República y lo que significaba, identificaron aquellos avances, y en buena medida a sus beneficiarias y a las mujeres que se identificaban con la causa republicana o las izquierdas, como elementos a los que había que devolver “al redil”, a la fuerza si era necesario.
De este modo, el triunfante “Nuevo Estado” nacional-católico fue una catástrofe -como en muchos otros sentidos- para las mujeres, que quedaron durante mucho tiempo recluidas por la educación, la moral social y las nuevas estructuras jurídicas, que retrotraían a los tiempo anteriores al 14 de abril de 1931, si no antes, a los espacios tradicionales del matrimonio y el hogar. La liberalización económica y hasta cierto punto política, forzosa para la supervivencia del régimen de Franco en unas nuevas circunstancias tras la SGM, la derrota de sus aliados nazi-fascistas y la necesidad de que el “centinela de Occidente” mostrara una cara más amable para poder tener una cierta credibilidad como aliado de EE.UU. en la lucha anticomunista, comportó un cierto relax en los comportamientos sociales, pero a todas luces insuficientes para contrarrestar lo perdido. Hasta tal punto que se ha llegado a dar la paradoja de que muchas mujeres crecidas en los años sesenta podían llegar a ser más conservadoras que sus madres u otras parientes femeninas que habían vivido la época de la República. Así, España pasó de adelantarse a Francia, Italia o Suiza en la cuestión del voto femenino, ser pionero en la implementación del seguro de maternidad o ser el tercer país del mundo, tras Suiza y la URSS -aunque la norma soviética quedó derogada en los años de la dictadura de Stalin-, en tener una legislación sobre el aborto a poseer una de las legislaciones, usos y costumbres más restrictivas sobre el papel de la mujer en la familia y la sociedad, Iglesia Católica y Sección Femenina mediante. Incluso, cuando estas cuestiones se volvieron a retomar tras el retorno de un régimen democrático, quedaron muy por detrás de las aprobadas en los años treinta. Un ejemplo lo tenemos en la ley del aborto aprobada por el gobierno de Felipe González, que quedó establecida como una norma de supuestos, en vez de una ley de plazos como la aprobada por Federica Montseny cincuenta años atrás, teniendo que esperar a 2008 -y con una furibunda polémica y amenazas de derogación por el Partido Popular- para que se avanzara en la dirección marcada por la dirigente cenetista.
Todo esto sin olvidar el enorme sufrimiento y sacrificio personal acontecido por aquellas mujeres que se levantaron, parafraseando el lema de las Brigadas Internacionales, por nuestra libertad (la de los hombres) y la suya propia. La cárcel, el exilio, la muerte, la pérdida de derechos, el secuestro de sus hijos, la ejecución de sus esposos y compañeros… Y aún así tener fuerzas para seguir, en muchos casos, ejerciendo de enlaces para los “maquis” o vinculadas a los movimientos de resistencia europeos durante la SGM, con un coraje asombroso. Y al final del camino, el silencio en virtud de una “transición” que olvidó su papel en nombre del consenso y de no “reabrir viejas heridas” que ochenta años después siguen supurando, con el agravante de que las nuevas generaciones, en muchos casos denominadas a sí mismas -y sin credencial alguna- como democráticas, se atribuyeran los méritos y las luchas de aquellos hombres -y mujeres- del pasado.
Así, este recuerdo particular a las mujeres republicanas y antifascistas, en un país en el que el ejercicio de la memoria, al menos desde las instancias oficiales, resulta muy selectivo -un ejemplo muy claro es la pompa y el boato con que se recuerda la Constitución de Cádiz, haciendo malabares para mostrar paralelismos con la de 1978, y lo mucho que se margina en ese recuerdo a Espoz y Mina, Díaz Porlier, Rafael de Riego, Mariana Pineda y todos aquellos que, en nombre de esa misma constitución, se opusieron a la dictadura absolutista y absolutamente cruel de Fernando VII- no puede interpretarse como un ejercicio de trasnochada nostalgia. Creo que es una obligación moral que como sociedad nos corresponde. Como demócratas, como feministas, como antifascistas. Como ciudadanos.
FUENTES
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María Rosa de Madariaga, “El Doble Esplendor de Constancia de la Mora”, 18/05/2015. Enhttp://www.cronicapopular.es/2015/05/el-doble-esplendor-de-constancia-de-la-mora/
Inmaculada de la Fuente, “La “temible” Constancia de la Mora y el asesinato de Andreu Nin”, 29/01/2015. En https://heraldodemadrid.net/2015/01/29/constancia-de-la-mora-y-el-crimen-de-andreu-nin/
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