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8 de febrero de 1975. Sin clase lo que resta de curso por decreto ministerial, alumnos y docentes de la UVA comparten apuntes y hacen exámenes de forma clandestina para «no perder un año por una decisión injusta». En Burgos, una «inédita» manifestación plantó cara al régimen

Santiago Herrera, José Herrero y Fernando Santamaría, estudiantes burgaleses cuando Franco cerró la Universidad de Valladolid.
Con Franco moribundo, el régimen se tambaleaba. El miedo, aunque persistente, había cambiado de bando sin que nadie pudiera -o quisiese- evitarlo. Las luchas obreras, imparables desde finales de la década de los 60, arreciaban la tormenta y los estudiantes, la gran mayoría con hambre voraz de democracia, no dudaron en mojarse. En Valladolid, residencia académica de cientos de burgaleses, el ambiente se caldeó hasta tal punto que las autoridades decretaron el cierre de la Universidad lo que restaba de curso. Dos detonantes motivaron la polémica decisión, oficializada el 8 de febrero de 1975, de una dictadura en horas bajas que trataba de quemar sus últimos cartuchos mediante una incomprensible «demostración de fuerza» que afectaría a 8.000 jóvenes.
Ocurrió hace 50 años, pero Santiago Herrera, José Herrero y Fernando Santamaría lo recuerdan como si fuese ayer. Oriundos los tres de Burgos, no llegaron a estar en el recital de la cantautora Elisa Serna programado en Filosofía y Letras. Aun así, conocen de primera mano la historia de aquel fatídico 16 de enero. «Hubo cargas de los grises y estudiantes heridos. Era un contexto de muchas protestas», rememora Santamaría, por aquel entonces en 2º de Derecho, mientras precisa que «la entrada de la Policía sin permiso de la máxima autoridad académica motivó el malestar de muchos decanos».
He aquí el primer detonante. Poco después llegaría el segundo, el definitivo, a finales de enero. El rector de la UVA, José Ramón del Sol, se encontró de buena mañana con el aula vacía cuando iba a impartir una clase en Medicina. Impertérrito, dejó que la hora transcurriese como si nada. Más tarde, de camino al Hospital Provincial, sería abordado en plena calle por un grupo de estudiantes que exigieron su dimisión con una lluvia de huevos. El cierre, probablemente ya decidido de antemano, no tardaría en hacerse efectivo por obra y gracia del propio Del Sol y, en última instancia, del otrora ministro de Educación y Ciencia, Cruz Martínez.
Ajeno al decreto ministerial de aquel aciago 8 de febrero, José Herrero se percató de que «no podíamos salir» al acabar unas prácticas de Anatomía. Para su sorpresa, y la del resto de compañeros, no tardó en enterarse de que el régimen franquista había cerrado a cal y canto las facultades de Medicina, Filosofía y Letras, Ciencias y Derecho en respuesta a las algaradas estudiantiles. En ese momento, «cundió la desolación entre todos y la impotencia era tremenda». Y aunque «había cauces para denunciar aquello, sabíamos que no nos iba a llevar a ningún lado».
«No había motivo», esgrime Santiago Herrera, matriculado en Derecho, convencido de que la «decrepitud» de la dictadura generaba «unas luchas intestinas dentro del propio franquismo para preparar la sucesión». En su caso, no le quedó más remedio que mudarse a Madrid para proseguir sus estudios. Así se lo ordenó su padre, al que llamó por teléfono desde la residencia de la novia de un hermano suyo, tras una bronca de aúpa. «¿Tú te crees que te estoy pagando la carrera para que hagáis esto? Vente inmediatamente para Burgos», le espetó al otro lado de la línea.
No había vuelta de hoja. Al final, pagó el pato «la Universidad más débil». En un contexto «hostil y represivo», Fernando Santamaría cita de carrerilla episodios trascendentes que dejan a entrever las ansias de cambio que subyacían en la sociedad española, desde el proceso 1001, que condenó a prisión a toda la dirección de Comisiones Obreras, hasta la 'caída' del estudiante antifranquista José Luis Cancho desde un tercer piso de la Jefatura de Policía de Valladolid.
Universidad paralela
Nadie, salvo los afectos al régimen más conocidos como «los del búnker», se quedó de brazos cruzados. Las clases medias, habituadas al silencio pese a los desmanes del franquismo, empezaron a alzar la voz. Los padres de los alumnos protestaron enérgicamente aunque no sirviese de nada. Entretanto, estudiantes y profesores se las ingeniaron para organizar una Universidad paralela con el fin de aprovechar ese tiempo que les estaba siendo arrebatado.
Jugándose su empleo y la libertad, muchos docentes empezaron a dar clases de forma clandestina. Las aulas de la UVA se trasladaron a colegios y comedores universitarios. «A las 2 y media de la tarde, íbamos a 'comer'. Estaban los platos puestos y, en un momento dado, aparecía un profesor no numerario. Entonces, retirábamos los platos, hacíamos los exámenes y recogíamos». Santamaría, que estudiaba por su cuenta desde Burgos y era asiduo a las asambleas secretas como las que se celebraban en el María Mediadora, siempre acudía a cada cita a sabiendas de que «había vigilancia policial».
¿Hacían los grises la vista gorda? Herrera no lo puede asegurar a ciencia cierta, pero tiene el «convencimiento absoluto» de que miraban hacia otro lado porque «lo sabía todo el mundo». Además, «era complicado detener o procesar a unos chavales porque van a clase a formarse». A fin de cuentas, «no hacían nada malo».
«Muchos profesores y catedráticos, entre ellos Pedro Gómez Bosque, nos pasaron apuntes y esquemas e incluso se preocuparon en hacer alguna práctica». A diferencia de los de Derecho, que finalmente lograron convalidar las notas de la Universidad paralela, Herrero y el resto de alumnos de Medicina perdieron el año al tratarse de una carrera «eminentemente práctica». Según reconoce, «pasamos momentos de mucha ansiedad, aunque con 18 años te echas encima lo que sea».
Con el mundo por montera, los estudiantes no se amedrentaron. Correr delante de los grises se había convertido en el pan de cada día. Los golpes dolían, desde luego, y el temor a pisar los calabozos siempre estaba ahí. «Poca broma», apunta Herrero, porque «había gente que no salía».
Carreras y palos
El miedo, como decíamos al principio, empezaba a cambiar de bando y las manifestaciones eran cada vez más frecuentes. De hecho, llegó a producirse una manifestación «inédita», en el casco histórico de Burgos, promovida por 80 chavales que reclamaban la reapertura de la Universidad. «No hubo palos porque fue una sorpresa», detalla Santamaría, presente en aquella histórica convocatoria, mientras seguía de cerca los pasos de los compañeros en Valladolid con sus protestas silenciosas, en las que también estuvo junto a Herrero, consistentes en «dar vueltas a la Plaza Mayor».
«Hubo un momento en el que no podías ir acompañado de nadie. Y cuando nos decían 'disuélvanse' porque lo consideraban una manifestación, nos entraba la risa», cuenta Herrero antes de revivir una surrealista anécdota. En concreto, la protagonizada por un compañero guipuzcoano en la plaza de Santa Cruz que, ni corto ni perezoso, pidió a los grises que «trajesen un vaso de agua y una cucharilla para disolvernos».
Tampoco olvidará jamás Herrero el concierto de Oskorri en la Facultad de Medicina y el desalojo, a base de golpes, después de que la Policía formase un pasillo para repartir a diestro y siniestro tras el «tercer toque de corneta». Santamaría, por su parte, agradece la providencial actuación de unos padres que le salvaron de una monumental paliza cuando se refugió en un colegio después de una manifestación en Santa Cruz. Lo bueno, eso sí, es que con tanta carrera «teníamos una forma física excelente».
El principio del fin
«Los grises estaban metidos en las furgonetas desde las 9 de la mañana hasta última hora de la tarde. Diez o doce tíos dentro sin poder salir. Y claro, después salían histéricos y como bestias», apunta Herrera al evocar ese sentimiento de «solidaridad y compañerismo» que imperaba en aquella España que luchaba por salir del blanco y negro mientras el dictador agonizaba. A tenor de lo vivido, no le duelen prendas al afirmar que «era una situación que hoy sería imposible de entender» porque «la juventud ahora es mucho más individualista».
Con la muerte de Franco, llegó la Transición que tanto esperaban aquellos estudiantes que plantaron cara a la dictadura a pie de calle y estudiando a escondidas. «No fue nada sencillo», subraya Santamaría plenamente convencido de que «la Ley de Reforma Política de Torcuato Fernández-Miranda fue clave para la caída del régimen». No en vano, la Constitución del 78 hizo que «todo lo que habíamos estudiado en la carrera ya no sirviese para nada».
Medio siglo más tarde de aquel abrupto y desnortado cierre, la Universidad de Valladolid conmemorará la efeméride el 14 de febrero con una serie de mesas redondas en el Salón de Grados de la Facultad de Derecho. Entre los ponentes, se encuentran sindicalistas como Antonio Gutiérrez; estudiantes represaliados como María Jesús Díez-Astrain o Luis Arroyo; políticos que también lo vivieron de cerca como Jesús Quijano; docentes 'rebeldes' como María Isabel del Val o religiosos comprometidos con la democracia y ligados a movimientos de base como José Manuel González.
«Aparte de ser un cierre injusto, suponía un disgusto para las economías familiares. Era un drama perder un año por una decisión política injusta», concluye Fernando Santamaría, expresidente del Consejo Regional de Procuradores de Castilla y León y exdecano en Burgos. También lo ve así José Herrero, vicepresidente del Colegio de Médicos de Burgos (Combu), porque «en casa no te podías permitir un año sabático» y «solo tenías una oportunidad». En la misma línea, a modo de conclusión, Santiago Herrera (exvicedecano del Colegio de Abogados de Burgos) considera sumamente «didáctico» que «se explique a la gente joven en qué situación estábamos entonces y en cuál se está ahora». Más que nada, para evitar nostalgias tan terroríficas como innecesarias.
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