"Yo..., que no me pienso morir"
Rafael Alberti recibió ayer la medalla de oro de la Universidad Complutense. Estuvieron presentes en el acto académico especialistas internacionales en su obra y, entre otros poetas, su compañero de generación Gerardo Diego. Anoche, en el Instituto de Cooperación Iberoamericana, poetas de distintas generaciones leyeron versos del autor de Marinero en tierra y suyos propios. Hoy, en el Pabellón de Deportes del Real Madrid, se le entregará la medalla de oro de Madrid y actores y cantantes actuarán en su honor, a partir de las diez de la noche. Todos estos actos coincidieron ayer con el 80 cumpleaños del escritor gaditano, que había comenzado a celebrarse la noche anterior con una cena en la que Alberti leyó, emocionado, el texto autobiográfico que reproducimos aquí en su integridad.
El mar. La mar. El mar. / Sólo la mar. / ¿Por qué me trajiste, padre, / a la ciudad?/ ¿Por qué me desenterraste / del mar? / En sueños, la marejada / me tira del corazón. Se lo quisiera llevar. / Padre. ¿Por qué me trajiste acá?Yo siempre me he considerado, yo siempre fui, yo siempre sigo siendo un hijo de la mar de Cádiz de su bahía, de sus espumas y sus médanos, de su cal vibradora, de sus verdes y musicales balcones Yo, desde aquel mayo de 1917 mes de mi dolorosa arrancadura de aquel Puerto de Santa María, donde nací, me traje conmigo a Madrid toda aquella alma azul y blanca, toda aquella destelladora y espejeante luz gaditana, que habría de inundar no sólo la primera poesía rítmica y cantable de mi Marinero en tierra, sino toda la que arrastré a mi largo destierro de casi cuarenta años. Yo debo al mar de Cádiz -lo he repetido muchas veces- toda la sustancia de mi poesía, es decir, todo mi ser: el de los ángeles más luminosos, o el de los más terribles y aborrasca dos. 1917.
1917 / Mi adolescencia, la locura / por una caja de pintura, / un lienzo en blanco, un caballete.
Porque yo llegaba a Madrid para ser pintor. En este último mes de mayo se han cumplido ya 63 años.
Y las estatuas. En mi sueño / de adolescente se enarbola / una Afrodita de escayola, / desnuda al ala del diseño.
En el casón, ese precioso palacete del rey Felipe IV, en donde ahora, bien amarrado con transparente camisa de fuerza, se halla el Guernica, de Picasso, me instalé para aprender a dibujar -por lo menos la línea clásica de las estatuas-, alternando en seguida este aprendizaje con el del color, que descubro asombrado por las salas e inmensas galerías del Museo del Prado, mi casa, por lo menos a lo largo del tiempo que he podido permanecer en España.
¡El Museo del Prado! ¡Dios mío! Yo tenía / pinares en los ojos y alta mar todavía, / con un dolor de playas de amor en un costado, / cuando entré al cielo abierto del Museo del Prado.
Pero en 1921, después de una muy vanguardista exposición de mis obras en el Ateneo de Madrid, la pintura se me fue alejando, escondiéndose, instalándose en mí la poesía, con avasalladora fuerza, con imperioso mando. Habían pasado ya poco más de seis años desde mi llegada a Madrid, cuando por los jardines de la residencia de estudiantes conocí a Federico García Lorca, y junto a él, a Salvador Dalí, a Luis Buñuel, al poeta malagueño José Moreno Villa... Yo había publicado ya algunos breves poemas en la Revista Horizonte, que dirigía Pedro Garfias. Aún no había recibido el Premio Nacional de Poesía, que me otorgaría un jurado en el que figuraban, entre otros, Ramón Menéndez Padla, Gabriel Miró y Antonio Machado. Escribir un soneto entonces, después del movimiento ultraísta, era considerado casi un crimen. Pues yo, valientemente, dediqué tres a Federico, que comencé a admirar, poeta de Andalucía la alta, dramática y recóndita, yo poeta de Andalucía la baja, Guadalquivir abajo, hacia la mar de Cádiz.
Sal tú, bebiendo campos y ciudades, / en largo ciervo de agua convertido, / hacia el mar de las albas claridades / del martín-pescador mecido nido. / Que yo saldré a esperarte, amortecido, / hecho junco a las altas soledades, / herido por el aire y requerido / por tu voz, sola entre las tempestades. / Deja que escriba, débil junco frío, / mi nombre en esas aguas corredoras, / que el viento llama, solitario, río. / Disuelto ya en tu nirve el nombre mío, / vuélvete a tus montañas trepadora, / ciervo de espuma, rey del monterío.
¡Ah! Luego, Juan Ramón Jiménez, maravilloso y genial malasangre andaluza, en su azotea del barrio de Salamanca, mirando al Guadarrama. Y la aparición también por aquellos jardines de la residencia de Pedro Salinas y JorgeGuillén. Y la inauguración de mi amistad, permanente, nunca interrumpida, con el diablesco, enigmático, burlesco, gran viejo verde y garabático José Bergamín. Y mi primer encuentro con Gerardo Diego, en el momento en que yo iba a retirar de una ventanilla, en el Ministerio de Instrucción Pública, el importe del primer Premio Nacional de Poesía, y él el del segundo, que le había sido concedido al declararse desierto el de teatro. ¿Y cómo olvidar a Dámaso Alonso, que me inició en el culto a Gil Vicente, desafiándonos, pocos años más tarde, en el decir de memoria y sin equivocarnos, las Soledades y Lafábula de Polifemo y Galatea, de Góngora?
¡Ay, que entonces era del / año la estación florida! / Tu vida andaba y mi vida / dentro en el vergel. / Y era en campo de alba pluma/ nuestro joven batallar / por la hija de la espuma, / lejos de la mar. / Nadar contra la corriente / nunca fue grano de anís. / ¿Dónde está ya Gil Vicente, / dónde don Luis?
Entrever a Aleixandre
A Vicente Aleixandre, más que verlo con frecuencia, lo entreví, ya que muy pronto su salud lo llevó a esconderse en su retiro de Miraflores. Poco antes de 1927, fecha del centenario de Góngora, apareció, de la mano de José María de Cossío, Ignacio Sánchez Mejías, aquel inteligentísimo y bravo matador de toros -tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura- que nos arrastró a todos a Sevilla para el gran homenaje gongorino. Y allí, tímido y secreto, perfil del aire, apareció Luis Cernuda, y en el número extraordinario que los poetas malagueños Emilio Prados y Manuel Altolaguirre dedicarían a la celebración del centenario de Góngora, los pintores Pablo Picasso y Juan Gris, junto a los más jóvenes ya instalados en París, Manuel Angeles Ortiz, Francisco Cossío, Hernando Viñes, Bores. Mientras, en España y una de mis amistades era Gregorio Prieto y también Santiago Ontañón. Y luego, Benjamín Palencia, Alberto Sánchez, el genial panadero y escultor toledano; Maruja Mallo, Díaz Caneja, aquella llamada escuela de Vallecas, que nacía frente a las largas perspectivas de la llanura madrileña. Pero yo estaba, después del rigorismo formal de Cal y canto, poseído por todos los demonios de los ángeles, en dolorosa convulsión y tenebrosas agonías, buscando tal vez una luz que todavía tardaría algún tiempo en aparecer.
Es cuando golfos y bahías de sangre, / coagulados de astros difuntos y vengativos, / inundan los sueños. / Cuando golfos y bahías de sangre / atropellan la navegación de los lechos / y a la diestra del mundo muere olvidado una ángel. / Cuando saben a azufre los vientos / y las bocas nocturnas, a hueso, vidrio y alambre. / Yo no sabía que las puertas cambiaban de sitio, / que las almas podían ruborizarse / de sus cuerpos, / ni que al final de un túnel la luz traía la muerte. / Oidme.
Yo no podía dormir. No sabía bien qué me pasaba, hacia dónde ir, tironeando por algo que cada vez me hundía más como en un túnel sin salida... Pero en la calle había disparos. La universidad estaba convulsionada. Los estudiantes, sobre todo, se batían y levantaban barricadas en la calle de Atocha, por la facultad de Medicina, por el paseo de la Castellana. Hacia allí me fui, sin comprender aún del todo por qué iba. Y comencé a escribir, todavía con ecos de Sobre los Angeles y Sermones y moradas, versos largos, inmensos, llenos de ira, de protesta, de furia, que pegaba por los muros de las calles, contra la dictadura del general Primo de Rivera. ¡Ah! Ya la feliz década del veinte al treinta estaba tocando a su fin. Y yo tenía veintiocho años. Y comencé a soñar en morir en la calle como el héroe de la copla jondaandaluza.
Con los zapatos puestos / tengo que morir, / que si muriera como los valientes / hablarían de mí.
Y después, la llegada de la República, y mi intento de teatro popular, político -Fermín Galán, el héroe de Jaca, fusilado por el general Berenguer-, obra estrenada con gran escándalo por Margarita Xirgu. Luego, pronto, me fui a París con mi compañera, María Teresa León, pensionado por la junta de ampliación de estudios para estudiar el teatro. Pasé un tiempo en Berlín, en donde coincidí con Rosa Chacel, gran amiga y gran escritora, con la que luego compartí algunos años de exilio en Argentina. Después de haber visitado un Moscú sorprendente, en el que aún resonaban los disparos del suicidio de Maiakovski, volví a Madrid, ya con el alma cambiada por la fuerte conmoción que me produjo la estancia en la Alemania de Hitler. En Madrid ya había aparecido Pablo Neruda. Y se comenzaba a hablar de Miguel Hernández, "aquel sorprendente muchacho de Orihuela", como lo llamó Juan Ramón Jiménez. Con María Teresa y otros escritores, algo distintos de los de mi generación de poetas, fundamos la revista Octubre, en la que colaboraron Antonio Machado y Luis Cernuda. Mis simpatías por el partido comunista ya eran claras. Un día, en Madrid, en la barriada de Toledo, en un pequeño mitin en el que me presenté para recitar, conocí a una bellísima mujer, con aire de obrera, a la que cantaría algo más tarde. ¿Quién no la ha visto? Es de la entraña / del pueblo cántabro y minera. / Tan hermosa como sí fuera / tierra y cielo de toda España. / ¿Quién no la escucha? De los llanos / sube su voz hasta las cumbres, / y son los hombres más hermanos / y más altas las muchedumbres.
Aquella hermosa mujer era Dolores Ibárruri, conocida popularmente por La Pasionaria.
Cuando fue derribada y ahogada en sangre la República yo tenía ya 37 años. Yo fui todo el tiempo defensor de Madrid, a quien llamé en un libro de poemasCapital de la gloria. Al final tuve la suerte milagrosa de llegar a Orán y luego a París, en donde me gané la vida trabajando como locutor en la radio París-Mondial, hasta que los alemanes rompieron la línea Maginot y pude emigrar como exiliado a Argentina. Y allí, en el Río de la Plata, entre Montevideo y Buenos Aires, permanecí veinticuatro años, con tantos buenos amigos artistas y escritores, muchos de los cuales tienen ahora que vivir exiliados entre nosotros, a quienes debemos por todos los medios ayudar a vivir clara y abiertamente y sin dificultades, como si se encontrasen en su patria.
Mientras sentía crecer a Aitana la hija que nació entre los ríos argentinos, yo veía siempre a través de los paisajes pampeanos y fluviales de aquel enorme país, como por transparencia, a la patria perdida y torturada durante tanto tiempo. Y allí, en las soledades vecinas al río Paraná escribía mis baladas y canciones.
Hoy las nubes me trajeron, / volando, el mapa de España. / Qué pequeño sobre el río / y qué grande sobre el pasto / la sombra que proyectaba. / Se le llenó de caballos la sombra que proyectaba. / Yo, a caballo, por su sombra / busqué mi pueblo y mi casa. / Entré en el patio que un día / fuera una fuente con agua. / Aunque no estaba la fuente, / la fuente siempre sonaba, / y el agua que no corría / volvió para darme agua.
Y luego, cuando después del régimen del general Perón, tuve que dejar con gran dolor aquella segunda patria, elegí como nueva vivienda Italia, Roma, en la que permanecí gustosamente, quince años.
El fusilamiento de García Lorca
Amigas y amigos: muchísimos son los escalones que he tenido que subir en mi vida para llegar a alcanzar, de nuevo, el estar aquí entre vosotros, después de casi cuarenta años de no querida ausencia. Federico García Lorca fue fusilado cuando tenía 38. Yo no sólo he doblado esa edad, sino que tengo cuatro años más todavía: ochenta, mañana exactamente, y bajo el signo galopeador de Sagitario. Aquella guerra se inauguró con la muerte del poeta de Granada y terminó con la de Antonio Machado en un pueblo de Francia. Luego vino la de Miguel Hernández, tirado en el camastro de una cárcel alicantina. Y lejanos, en el destierro, fueron muriendo Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, José Moreno Villa, León Felipe, Emilio Prados, Luis Cernuda, Pedro Garfias, Juan Rejano, Arturo Serrano Plaja, José Herrera Petere y, últimamente, Juan Larrea. Aún quedamos aquí de aquel ejemplar grupo ogeneración del 27 Jorge Guillén, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, José Bergamín... y yo. Yo... que no me pienso morir. A Federico, por todo lo que faltó de vida, le dedico este final.
Me veréis un cometa enloquecido, / Matusalén de pelo enmarañado, / con más siglos que el mar aborrascado, / sabiendo bien a dónde va encendido. / ¡A ese! ¡A ese! ¡A pedradas! ¿Quién ha sido / ¿Quién es? ¿Qué cosas dice ha predicado? / Los pueblos de la cal no lo han borrado / ni sus playas del sur desconocido. / Raudo toro de fuego, no desciende, / no baja el testuz nunca hacia la arena, / pues en su sangre no pastó buey manso. / Cuanto más lo fustigan, más se enciende, / y aunque tal vez arda con su melena, / arderá en pie sin fin y sin descanso.
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