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En el verano de 1940 el Reich preguntó a España si quería repatriar a los republicanos exiliados capturados tras la invasión de Francia. No obtuvo respuesta por escrito. Tras la visita de Serrano Suñer a Berlín, sin embargo, al menos 7.000 de ellos fueron enviados a campos de aniquilación por el trabajo
Entre el 15 y el 25 de septiembre de 1940, Ramón Serrano Suñer visitó Berlín. En el Estadio Olímpico de la capital alemana, un grupo de prisioneros españoles formaba mientras la mano derecha de Franco (además de su cuñado) pasaba revista junto a sus anfitriones de las SS. Muchos de los presos se negaron a realizar el saludo nazi, ante lo cual el propio Serrano levantó su bastón y, al tiempo que les llamaba «rojos cobardes», golpeó a Enrique Ruiz, que con apenas 16 años había formado parte de la escolta del jefe del Estado Mayor republicano, haciéndole sangrar por la nariz.
El mismo día 25, cuando Serrano abandonaba Alemania, la Dirección General de Seguridad del Reich (RSHA), dirigida por uno de los artífices de las políticas de aniquilación de población, Reinhard Heydrich, emitía una orden efectiva para todos los territorios ocupados en relación a «los combatientes rojos de la guerra de España» que especificaba: «Procede su traslado a un campo de concentración del Reich».
La anécdota, que ilustra el indudable talante fascista del entonces ministro de Gobernación de la Nueva España franquista, está publicada en 1980 en Hispania, el boletín interno de la Federación Española de Deportados, y la recoge David Wingeate Pike en Españoles en el Holocausto (DeBolsillo).
No existe ninguna documentación que permita concluir que la decisión de Alemania esté relacionada directamente con el viaje de Estado de Serrano a Berlín, pero los historiadores creen que el Gobierno de Franco fue cómplice en la deportación de 7.186 españoles al campo de concentración de Mauthausen, según las cifras más fiables y contrastadas. De ellos, 4.427 murieron entre 1940 y 1945, pero sus nombres, apellidos, lugares de nacimiento y fechas de defunción no se conocieron hasta el 10 de agosto pasado, cuando fueron publicados en el Boletín Oficial del Estado.
REUNIÓN CON HIMMLER
Benito Bermejo, uno de los historiadores que más ha estudiado la reclusión de los españoles en los campos nazis -autor junto a Sandra Checa de Libro memorial. Españoles deportados a los campos nazis. 1940-1945 (Ministerio de Cultura)- explica a Carlos Hernández en Los últimos españoles de Mauthausen (Ediciones B) que «se trata de algo más que una casualidad. La víspera, el ministro español se había visto con Himmler y con Heydrich. En la orden (...) se dice que a los españoles (...) se les debe retirara la condición de prisioneros de guerra y ser internados en un campo de concentración».
Respetuoso formalmente con la legalidad internacional, el régimen nacional socialista se cuidó siempre de no dejar constancia escrita de sus proyectos de exterminio. Por supuesto del que perpetraron contra los judíos. Pero tampoco contra el de ciudadanos de otras nacionalidades. En eso, la dictadura de Franco siguió los mismos procedimientos secretos. Esa prudencia, junto con la apropiación por parte de Serrano de los archivos ministeriales, impide afirmar que fue el propio franquismo quien dio la orden de enviar a los refugiados españoles en Francia a los campos de la muerte. Pero no, que en todo momento supo del destino que les había asignado el Reich. Y que no hizo nada para evitar su muerte segura.
Los exiliados españoles refugiados en Francia desde el final de la Guerra Civil fueron tratados como meros extranjeros sobre los que pendía la amenaza de la extradición y se encontraron siempre en una suerte de limbo jurídico, como ha señalado Jonay Pérez Rodríguez en A vida o muerte (FCE), el libro colectivo coordinado por Gutmaro Gómez Bravo y Aurelio Martín Nájera, sobre la persecución interior y exterior de los vencidos en la Guerra Civil.
Encerrados en improvisados campos de concentración del sur de Francia, cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial fueron obligados a trabajar para la economía de guerra francesa, integrados en las compañías de trabajadores extranjeros e instados a alistarse en la Legión Extranjera. Con la invasión nazi de Francia en la primavera de 1940, que provocó la división del país, muchos de esos españoles pasaron a ser prisioneros de guerra de la Wehrmacht e internados en un Stalag, o campo de prisioneros.
En virtud del pacto de colaboración e intercambio de información policial sellado en Burgos el 31 de julio de 1938 entre la Dirección General de Seguridad y la Gestapo, escenificado más de dos años después con la visita del mismísimo Himmler a una España ya enteramente franquista, el cónsul en Hendaya consultó el 9 de julio de 1940 al Ministerio de Gobernación sobre «los numerosos rojos españoles» capturados en Francia y su posible traslado a un campo en Bidart.
La respuesta de uno de los subsecretarios al cargo de Serrano Suñer la reproducen Montse Armengou y Ricard Belis en El convoy de los 927 (Plaza y Janés): «De momento es procedente la concentración en Campo Bidart, para enviar enseguida listas de personas que se desea vengan a España, y que cuando, en plazo breve, tengamos la certeza de que han sido repatriados todos aquellos que convengan, nos desinteresaríamos de los restantes».
Con la expresión «aquellos que convengan» se refería el funcionario ministerial a cualquiera de «los principales responsables de los crímenes cometidos durante la dominación roja», que conformaban las listas negras elaboradas por el régimen y entregadas a la Gestapo, fruto de las cuáles fueron repatriados y fusilados Lluís Companys, el periodista Francisco Cruz Salido, o los ex ministros republicanos Joan Peiró y Julián Zugazagoitia.
"LOS RESTANTES"
Armengou y Belis, en su libro (a partir del cual se realizó un documental homónimo) demuestran también cómo la Dirección de Seguridad alemana preguntó hasta en cuatro ocasiones qué hacer con los exiliados españoles que se encontraban en el campo de concentración de Les Alliers, cerca de Angulema. Pero no recibieron respuesta. Así, en agosto del 40, los primeros 490 de ellos llegaron a Mauthausen. Eran los «restantes», a los que se les retiró la condición de presos de guerra y, como «apátridas», fueron convertidos en esclavos en un campo que, explica Nikolaus Wachsmann en KL (Crítica), estaba catalogado en el nivel III: aquellos en los que se recluía a los presos sin posibilidad de redención y cuyo destino era la aniquilación por el trabajo, en este caso en las canteras de granito de Gusen, uno de los recintos satélite de Mauthausen.
Pike, en su obra, recoge la circular que el responsable del partido en la Alta Austria, August Eigruber, envió a los oficiales SS de otro de los campos satélite, Ebensee, en junio de 1941: «Cuando el año pasado ocupamos Francia, herr Pétain nos entregó a seis mil rojos españoles diciendo: 'No los necesito y no los quiero'. Ofrecimos esos seis mil rojos al jefe de Estado fascista Franco, el caudillo español. Los rechazó, diciendo que nunca repatriaría a quienes habían combatido por una España soviética. Entonces se los ofrecimos a Stalin, proponiéndole transportarlos. Herr Stalin y su Comintern se negaron a aceptarlos. Así que los rojos españoles terminaron sus días en Mauthausen».
De todos aquellos «rojos cobardes» que Serrano y el régimen abandonaron a su suerte, al menos 4.427 no sobrevivieron a los campos de la muerte nazis.
LA MISIÓN IMPOSIBLE DE ANALIZAR NUESTRO PASADO
Cuando en 1952 llegaron a España los libros de registro de fallecidos de la Oficina Notarial del Estado Francés para la Deportados, es lógico que nadie les hiciera caso. Lo extraño es que no los hubiesen destruido, dada la complicidad del régimen franquista el terrible asesinato de miles de españoles en los campos nazis. Pero lo realmente sorprendente es que hayan tenido que pasar más de 40 años desde la vuelta de la democracia para que los libros, conservados en la Dirección del Registro Civil, hayan podido ser consultados por un equipo de investigadores de la Universidad Complutense de Madrid dirigidos por Gutmaro Gómez Bravo, profesor de Historia Moderna y Contemporánea y autor de una amplia bibliografía sobre la represión franquista.
A Gómez Bravo y sus colaboradores se les permitió, sin embargo, una consulta apresurada, con limitaciones de tiempo (apenas un mes) y sin posibilidad de obtener reproducciones fotográficas o digitales de los documentos. Tras la finalización del trabajo, gracias al cual se ha determinado que al menos 4.427 españoles exiliados en Francia fueron deportados a campos de concentración nazis y no volvieron, los libros han retomado el sueño de los justos, por lo que otros historiadores que deseen estudiarlos tendrán que a 'pelearse' de nuevo con una administración que se resiste a facilitar el trabajo de quienes tienen la responsabilidad académica de hacer un relato lo más objetivo posible de nuestra Historia a partir de los documentos escritos, visuales y sonoros que conforman el corpus archivístico y documental de las distintas instituciones del Estado.
Y ésta es quizá la prueba más evidente de que los gobiernos que se han sucedido desde la aprobación de la Ley de la Memoria Histórica en diciembre de 2007 han estado más interesados en politizar arteramente la memoria de algunas víctimas para seguir ocultando la Historia. No se entiende que se sigan alegando razones de seguridad del Estado para poder acceder a documentos de principios del siglo XX, a los archivos del Estado Mayor o a los registros que custodian los ministerios de Exteriores o, sobre todo, del Interior, para poder hacer una historia comparada y conocer al detalle, por ejemplo, hasta dónde llegaron las relaciones de la Alemania nazi y del Vaticano con la dictadura franquista; tampoco, que a una Fundación privada, la Francisco Franco, se le permita custodiar (y ocultar) documentación que debería ser pública; o, en fin, que se abuse hasta el ridículo del derecho al honor para no facilitar documentos o que se pretenda, como le ha ocurrido recientemente al catedrático de la U. de Alicante Juan Antonio Ríos Carratalá, que se deba eliminar de un trabajo académico el nombre del secretario del juicio en el que fue condenado a muerte Miguel Hernández.
El Estado no puede seguir con su política de archivos restringidos y debe regular de manera clara y sin ambigüedades el acceso a los documentos para que los historiadores no queden al albur de la voluntad de los que custodian los archivos.
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