divendres, 28 d’octubre del 2022

La antropóloga argentina que analiza los huesos de las fosas de la represión franquista en Paterna: “Cuando llegué a España casi no se hablaba del tema”

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La antropóloga Marisol Schwab en el laboratorio de la excavación de las fosas de Paterna (València).

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Marta Sanz escribió un poema, incluido en Vintage (Bartleby Editores, 2013), que dice así: “Es verano. A lo lejos se escuchan el chapoteo y los gritos de la piscina municipal. Huele a cochiquera y a cloro. Una mujer baja de un coche. Viene a desenterrar huesos”. La antropóloga argentina Marisol Schwab, de 35 años, bien podría ser esa mujer aunque en el cementerio de Paterna (València), donde el equipo de Arqueoantro excava la fosa 111 de la represión franquista, no hay piscinas ni mucho menos chapoteos. El equipo ya ha exhumado 89 cuerpos de la fosa en poco más de dos meses de trabajo bajo un sol de justicia. “València no es de los lugares más felices para excavar porque el calor y la humedad es lo que más afecta y deteriora las condiciones de los huesos”, cuenta Schwab por teléfono a elDiario.es desde su laboratorio instalado en el cementerio.

Marisol Schwab es licenciada en antropología física y biológica por la Universidad Nacional de La Plata y doctora en genética humana. Schwab quedó muy impresionada cuando vio por primera vez una fosa con “un cuerpo amontonado encima del otro”, pero aún más asombro sintió cuando observó por primera vez el objeto personal que acompañaba a uno de los fusilados: un lápiz. “Da mucha impresión ver todo lo que se tienen que movilizar los familiares siendo el Estado quien tiene que ser reparador del daño que causó”, dice la responsable del laboratorio de Arqueoantro. “Al no ser considerados crímenes, el Estado no responde por si solo, son los familiares los que están en lucha constante”, agrega.

El trabajo del laboratorio postexhumación, tal como resume Schwab en uno de los videos que explican semana tras semana la evolución de la excavación, se sitúa a medio camino entre las labores a pie de fosa y el análisis final del ADN en un laboratorio de Madrid. La antropóloga extiende los huesos que conforman el esqueleto humano de quien hace ocho décadas fue fusilado por el régimen franquista durante la brutal represión de la posguerra, los deja secar y los limpia. Una vez secos y limpios, almacena en bolsas de plástico las partes anatómicas sin mezclarlas y se guardan en una caja que corresponde a cada uno de los cuerpos exhumados.

Antes de “encajar y embolsar”, Schwab toma algunas piezas, generalmente muelas o el fémur, que servirán para realizar el análisis posterior del ADN y cruzar los resultados con las tomas de muestras de los descendientes. “Principalmente son muelas o premolares porque tienen el esmalte que protege el ADN, o el hueso largo por excelencia que es el fémur”, explica desde el cementerio de Paterna. Siempre buscan huesos o dientes que no estén rotos para asegurarse de que el ADN esté bien “encapsulado” y no haya contaminación. “En antropología forense es importantísima la genética”, recuerda la investigadora.

En el laboratorio se aseguran de que los huesos pertenecen al individuo en cuestión y no se confunden con los restos de otro cuerpo porque, aunque parezca mentira, los fusilados se mueven bajo tierra aun después de muertos, como si se tratara de la última novela de Marta Sanz —pequeñas mujeres rojas (Anagrama, 2020)— en la que los personajes enterrados en una fosa dialogan entre sí. “En realidad existe un movimiento porque, en principio, hay una pérdida de las partes blandas y en el momento en que se pierde líquido corporal, grasa o músculo, eso genera un desplazamiento. Tal vez un cuerpo de costado se gira hacia abajo y eso afecta a todo lo que está alrededor”, declara la antropóloga. Los “procesos tafonómicos” (todo lo que ocurre en el momento del enterramiento, como la putrefacción o la temperatura, entre otros) afectan a los huesos.

A veces se encuentran “huesitos” perdidos que hay que adjudicar a un cuerpo u otro. “Si el individuo está boca abajo, los huesitos van cayendo al fondo de la fosa y se articulan entre si”. “Por suerte los seres humanos somos diversos en tamaños, estatura, edad, y eso es una gran ayuda para poder separar”, cuenta Schwab, quien trabaja permanentemente en coordinación con el resto del equipo que excava la fosa a pocos metros del laboratorio (“es un trabajo de ida y vuelta”). “Mis compañeros hacen un plano de la fosa de modo que se puede saber quién estuvo encima de otra persona, o mano con mano, o pie con pie. Ahí se ven los posibles candidatos cuando hay un hueso perdido”, agrega. 

El equipo de Arqueoantro, al que se presentó voluntaria hace dos años y del que ha acabado siendo responsable de laboratorio, cuenta con una amplia experiencia en la excavación de fosas de la represión franquista. Los trabajos en el cementerio de Paterna están financiados por el área de Memoria Histórica de la Diputación de València, un interés de las administraciones públicas más que reciente visto en perspectiva. En el cementerio civil de Castelló, la Generalitat Valenciana financia los trabajos de exhumación de una fosa en la que yacía, entre muchos otros, el cuerpo del alcalde de Llucena, fusilado en 1939.

“Cuando llegué a España me asombró que era de los países con más personas fusiladas por crímenes cometidos por el Estado y casi no se hablaba del tema, fue lo más chocante al principio”, recuerda Marisol Schwab. En Argentina, mal que bien, ha habido importantes procesos penales contra los responsables de los crímenes de la dictadura militar. “Yo vivia en La Plata”, cuenta la antropóloga, “donde se hacían los juicios a los represores, y eran orales y públicos”. “A pesar de que siguen teniendo bastante poder, muchos pudieron terminar sus días en la cárcel mientras que aquí murieron con todos los honores. Los asesinos, los represores, los que acusaron injustamente. Eso da mucha impotencia”.

Cuando acabe la excavación en Paterna (aún les queda la fosa 120), el equipo de Arqueoantro partirá con sus bártulos a exhumar cuerpos de otra fosas desperdigadas por el territorio valenciano. “Los huesos claro que impacta verlos pero terminan siendo el objeto de trabajo de uno. Lamentablemente uno se acostumbra a ver las fracturas y los disparos de proyectil que se encuentran en los cráneos”, dice Schwab.

Retratos de mujeres en lucha contra el olvido del terror franquista: “La desmemoria es impresionante”

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Descendientes de víctimas de la represión franquista en la fosa 113 del cementerio de Paterna.

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La fotoperiodista Eva Máñez (Valencia, 1971) ha retratado desde hace más de 15 años las exhumaciones de víctimas del franquismo en las fosas del cementerio de Paterna. Máñez, que ha trabajado para medios valencianos e internacionales, ha presentado Paterna, la memoria del horror, una antología de su trabajo editada con la colaboración de la Conselleria de Participación, Transparencia, Cooperación y Calidad Democrática que agrupa los retratos de las mujeres que han logrado exhumar a sus seres queridos de las fosas comunes del campo santo. “Son procesos muy lentos, complicados y dolorosos pero sumamente importantes y necesarios no sólo para esas familias sino para la sociedad”, explica la fotógrafa a elDiario.es.

Máñez ha entrevistado y retratado a lo largo de los últimos años a un centenar de mujeres descendientes de víctimas de la represión franquista enterradas en las fosas comunes del cementerio de Paterna, que alberga los restos de más de 2000 fusilados. Su libro sigue la estela de los trabajos que, desde disciplinas como la antropología o la ciencia forense, han seguido el complejo proceso de exhumación de una fosa común. “Es interesante cómo muchos artistas, gente del cine, del teatro o de las artes plásticas se está acercando a esto”, apunta la fotógrafa. 

Eva Máñez, de familia republicana represaliada por la dictadura, nació en Valencia pero se crió en Paterna, a tiro de piedra del cementerio. “Nuestra generación ni siquiera hemos llegado a la Guerra Civil en el colegio, el nivel de desmemoria en este país es impresionante”, lamenta. De su trabajo nació la propuesta del festival Imaginaria de Castelló de montar una exposición con retratos de mujeres vinculadas a las asociaciones de familiares. “En retrospectiva veo que tengo fotos chulas pero que eran muy de prensa y que había que mostrar algo más personal”, explica.

La fotoperiodista se había topado con “mujeres muy valientes” y desde una perspectiva de género y feminista decidió centrar el objetivo de su cámara y de sus “gafas violetas” en la experiencia de las que han batallado para que las víctimas del franquismo pudieran ser exhumadas y enterradas dignamente. Se centró en Paterna, epicentro de la represión franquista de posguerra en el País Valenciano: “A veces mirar un punto nos hace darnos cuenta de la magnitud de un problema”, señala.

Durante los últimos años, y especialmente desde el empujón a las exhumaciones con la inyección de ayudas públicas, Máñez se ha metido de lleno en un fenómeno con complejo que ha requerido sumergirse en las experiencias de las asociaciones de familiares de las fosas. “Leer mucho, formarme mucho y conocer a mucha gente”, son las tres claves con las que explica su trabajo.

Del centenar de historias que ha trazado, el libro recoge 60 entrevistadas. “Hay gente que no sale en el libro porque siguen teniendo miedo, han sido muy valientes y generosas a la hora de compartir la historia conmigo y con todo el mundo”, afirma la autora de Paterna, la memoria del horror.

Eva Máñez ha seguido el largo y complicado proceso de exhumación de varias fosas desde el prolegómeno hasta la entrega de los huesos. “Hay que dejar claro”, remarca, “que el Estado a pesar de tener una ley que nos ha costado Dios y ayuda, no exhuma de oficio. Aquí las familias se tiene que organizar en una asociación, cada uno de su padre y de su madre y con sus limitaciones y conciliaciones, algo muy complicado”.

Las mujeres, especialmente de la segunda y tercera generación de las familias han tenido un papel fundamental. De hecho, la mayoría de las asociaciones de las fosas de Paterna están presididas por un mujer. “Se tiene que organizar legalmente una asociación, convertirse prácticamente en investigadores para buscar a más familiares en Facebook o en los registros y solicitar subvenciones”, enumera. “Pueden pasar años hasta que se hace la exhumación y después las familias se hacen las pruebas de ADN, son procesos larguísimos y complicadísimos con personas que son octogenarias”, lamenta Máñez.

La fotógrafa también incide en lo doloroso que resulta para los familiares tener que volver a enterrar los huesos de las víctimas no identificadas ante la falta de un memorial u osario en el cementerio de Paterna, una reivindicación que las asociaciones llevan años batallando ante las administraciones públicas. “Es tan importante que haya osarios porque la genética es una ciencia que avanza a ritmo vertiginoso”, destaca Máñez, quien también incide en la importancia de un banco de ADN público “para que se tenga el rastro para que cuando avance la ciencia”.

La exposición ha itinerario al extranjero (este verano en La Habana). “Me han entrevistado en Dinamarca y no se entiende fuera de este país por qué hemos tardado tanto”, señala la fotoperiodista, que abunda en el papel de las mujeres retratadas como el de “guardianas o herederas de la memoria”. “En un futuro en el que tenemos las amenazas del fascismo y de la guerra, cerrar bien el pasado y tener memoria sólo puede beneficiarnos para tener una sociedad más democrática, libre e igualitaria”, concluye Eva Máñez.

El tríptico del embajador masón que la Justicia franquista entregó a la familia March

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El tríptico del embajador

La joven de 26 años inventó una personalidad para robar las propiedades que los 'rojos' dejaron en su huida y durante dos años María Teresa Álvarez Herreros de Tejada se llevó pianos de cola, cubertería, porcelanas y 30 pinturas, entre los casi 400 bienes requisados a los represaliados por el franquismo. Lo hizo sin problemas porque era la marquesa de Arnuossa, título que se había creado y que le abrió las puertas del expolio de las piezas que se exponían como “arte recuperado” en la posguerra. Con esta tarjeta de visita, desvalijó y se dedicó a venderlo por los anticuarios de Madrid. Parecía el plan perfecto hasta que una de las víctimas, el diplomático republicano Ricardo Baeza Durán, denunció en 1941 a la mujer por apropiarse de un cuadro que le pertenecía.

Una de las mayores colecciones robadas por el franquismo decora el Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid

Una de las mayores colecciones robadas por el franquismo decora el Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid

El 5 de junio de 1957 la Audiencia Provincial de Madrid declaró a María Teresa Álvarez autora de un delito de falsedad de documento oficial y otro de malversación. La Justicia franquista condenó a la falsa marquesa a un año de prisión menor y a 10.000 pesetas de multa por el primer delito, con arresto sustitutorio de seis meses si no pudiera pagar. Por la malversación, otro año de prisión menor con iguales condiciones. Además, debía indemnizar a Ricardo Baeza Durán con el pago de 35.000 pesetas por el único robo por el que fue denunciada, el de un tríptico con la Sagrada familia, atribuido a Bernard van Orley, en agosto de 1941. El tribunal declaraba en el mismo fallo la insolvencia de la procesada, liberándola de cualquier pago.

Lo más llamativo de la sentencia es que los tres magistrados de la Audiencia Provincial entregaron “definitivamente” el objeto de litigio “a su actual y legítimo propietario”: Bartolomé March (1917-1998). El menor de los dos hijos del banquero que sufragó el golpe de Estado de Francisco Franco contra la República había comprado la obra del pintor flamenco al anticuario e intermediario, Apolinar Sánchez Villalba, por 25.000 pesetas. Y el cheque lo extendió a nombre de su padre, Juan March. Eran 5.000 pesetas más de lo que el anticuario había pagado a la falsa marquesa por la preciada pieza, que había sido evacuada a Ginebra como parte del tesoro artístico español.

Más clemencia que castigo

Los jueces reconocían que el delito contemplaba la restitución del objeto ilícitamente sustraído, pero no ordenarían esta solución porque el tríptico había pasado “legalmente” al patrimonio del pequeño de los March. A su entender la compra fraudulenta era irrevocable porque cuando la adquirió en el comercio de Apolinar Sánchez frente al Congreso de los Diputados, el pequeño de los March no era consciente del delito. Esta justificación no sirve, por ejemplo, ante la justicia internacional que dirime los casos de expolio nazi.

María Teresa había sido declarada en rebeldía por no presentarse en el Juzgado de Primera Instancia nº 6 de Madrid para ingresar en prisión provisional, ante los indicios del delito de estafa. Finalmente, la localizaron en Barcelona y perdió la libertad entre el 1 de agosto y el 7 de septiembre de 1952, en la cárcel de mujeres de la ciudad condal. El Arxiu Nacional de Catalunya conserva la inscripción interna en el libro de altas y bajas, pero no su expediente porque “a diferencia de la cárcel Modelo, apenas se conservan registros de la cárcel de mujeres”, explican a este diario.

Así que llegó al juicio en libertad provisional y los magistrados de la Audiencia Provincial —que definieron a la Guerra Civil como “guerra de liberación”— rebajaron la pena de la condenada al máximo “en atención a la buena conducta de la reo, a su carencia de antecedentes penales, a su carácter de viuda madre de familia [aseguraba que tenía dos, uno enfermo de epilepsia] y naturaleza de los delitos”. Decidieron que separarían los castigos de ambos delitos “a fin de eludir el evidente perjuicio” de aplicarse en grado máximo. ¿Por qué eran tan clementes?

Víctima sin reparar

El Ministerio Fiscal había reclamado una condena triple por delitos de estafa, malversación y falsedad documental. Pedía imputarla seis años de prisión, multarla con 10.000 pesetas, indemnizar a Baeza con 35.000 pesetas (precio de la tasación de los peritos) y entregar el cuadro a Bartolomé March. El abogado de la familia propietaria reclamaba lo mismo y la devolución del cuadro a sus legítimos dueños. Además, aseguraba que el mercado habría pagado hasta 300.000 pesetas por la pintura. El letrado acusó a María Teresa Álvarez Herreros de Tejada de presentarse en el Museo del Prado “atribuyéndose indebidamente el título de marquesa de Arnuossa, que ni existe ni por tanto podría usar”.

El peor parado con la sentencia —que conserva el Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares— fue el propietario legítimo del tríptico, Ricardo Baeza, escritor, masón y embajador de la República en Chile (1931-1935). Se quedó sin el cuadro que había adquirido en 1932, en la subasta de los bienes del fallecido Víctor Echaurren Valero, cónsul de Chile en España. La puja enfrentó aquel sábado a Baeza contra el embajador español en Roma, José Antonio Sangróniz. La obra estuvo en España, al menos, en los años veinte, cuando José Aleminos Aleminos, pintor restaurador de 63 años, la restauró en el número 1 de la calle San Pedro, hogar del cónsul chileno que regresó a su país, donde falleció. El tríptico volvió a España en 1933, con el matrimonio Baeza. En su chalé de la colonia del Viso, en Madrid, montaron una vitrina para conservar la pieza.

Las tres tablas ya no forman parte de la colección de la Fundación Bartolomé March y desde la institución tampoco saben cuándo dejó de pertenecer a la misma. Es probable que ni siquiera sea un Van Orley, señala Ana Dieguez, del Instituto Moll, un centro de investigación de pintura flamenca. Al recibir la imagen que tenemos de la obra, Dieguez lo cataloga de inmediato como de un seguidor de Pieter Coeck van Aelst (1502-1550), y advierte de que podría haber salido a la venta en el mercado internacional. El año pasado la casa de subastas Durán vendió un tríptico similar por 160.000 euros.

Los hechos

Aleminos recibió de María Martos, esposa de Ricardo Baeza, el encargo de pasar por la exposición del Museo del Prado a buscar el tríptico al que habían perdido el rastro desde su exilio a Argentina. El matrimonio había entregado la obra atribuida a Bernard van Orley a la Junta del Tesoro Artístico republicana, para su custodia, en Valencia, en 1936. El funcionario del Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional (SDPAN) del Prado contó a Aleminos que la pieza se la habían entregado a María Teresa Álvarez Herreros de Tejada, que había jurado por Dios y por su honor que era de su “absoluta” propiedad.

El restaurador se puso en contacto con la falsa marquesa, a la que cogió por sorpresa. Debió de contestarle lo que pudo para salir del paso “de forma incoherente”.

María Teresa le contó que el tríptico no le pertenecía a ella. Que como tenía muchos cuadros, más de 140, “no tenía mucha certeza” de si ese era o no suyo. Así se recoge en el extenso sumario 491 realizado por el Juzgado de Primera Instancia, en el que aparecen las declaraciones de hasta 15 testigos, que descubren con sus testimonios la verdadera personalidad de la marquesa de mentira. Solo dos de ellos declararon a favor de los intereses de esta mujer que durante más de dos años se dedicó al expolio y venta de bienes de los represaliados por el franquismo.

Robar a los 'rojos'

Desde Chile María Martos pidió al restaurador Aleminos que se enterara de si había vendido ya el cuadro y a quién. Para no levantar sospechas el restaurador escribió a María Teresa con la excusa de que había gente interesada en adquirir el tríptico. Esta contestó que para dar informes antes tendrían que abonarle 1.300 pesetas. Lo repartirían: 1.000 para ella y 300 para el restaurador. Él no aceptó el trato y le inquirió entonces que le dijera si lo había vendido y la comisión se la llevaría ella. María Teresa no fue clara y entonces los Baeza pusieron la denuncia contra Álvarez Herreros de Tejada.

Mariano Robles Romero fue el abogado que defendió la causa de la familia republicana expoliada y quiso citarse con la marquesa, pero le contestó con evasivas. Hasta que un día mandó al despacho del letrado a un tal doctor Romero Espínola al que le contó el caso y le indicó que deseaba recuperar el cuadro. Le mostró hasta la foto que apareció en la prensa chilena anunciando la subasta, con el tríptico en primer plano. El tal Espínola se asustó y dijo no saber nada, pero prometió hablar con María Teresa para aclarar lo ocurrido, porque él era “un hombre honorable y recto y no podía amparar esta situación”.

A los pocos días, Espínola entró en contacto de nuevo con Robles para informarle de que se retiraba del asunto. Y se despachó sin filtros: la marquesa de Arnuossa le había contado que había retirado ese cuadro con la firma de otros amigos [mandó a un septuagenario llamado Federico Ferrándiz] al saber que era de un “rojo”, “en compensación por los perjuicios que los rojos le habían hecho a ella”. Por si le quedaba alguna duda, Espínola aclaró que no era su administrador, sino su “habilitado”. Entonces pasó a confesar al letrado que había tenido muchos otros disgustos con ella “por asuntos similares al del cuadro en cuestión”. Ya no quería saber nada más de María Teresa, entonces de 26 años.

En esta historia cada línea se vuelve más inverosímil que la anterior. Rafael Romero Espínola tenía 63 años y conoció a la marquesa tres años antes, cuando se presentó en su casa “con el propósito de que su esposa le educase la voz”. Una vez dejó de ir por el domicilio regresó otro día con una tabla que ella atribuía a Goya, acreditada con un documento del SDPAN. María Teresa le pidió que lo guardara por un día. A la mañana siguiente se presentó en la puerta un restaurador interesado que determinó que no había Goya por ninguna parte. “Especulando con su título de marquesa se dedica a la compra-venta de porcelanas y cuadros, siendo de lo que vive”, le dijo Espínola a Robles.

Un negocio redondo

Sacaba para vivir robando los bienes “huérfanos” de los republicanos, que vendía en los anticuarios donde los privilegiados encontraron en esos años una fuente de enriquecimiento a buen precio. Maria Teresa mantenía su tinglado gracias a la complicidad de muchas personas en la cadena expoliadora que había montado. Al abogado Robles le había quedado claro que el cuadro ya estaría liquidado.

Y así había sido. Apolinar Sánchez, uno de los anticuarios de confianza de María Teresa, recibió una llamada de la marquesa para hablarle del tríptico. Cuando estuvo delante de la obra le pareció buena compra, pero al parecer ella no quiso vendérselo en ese momento. Aunque antes de salir del apartamento, le pidió 8.000 pesetas, que Apolinar le concedió. No explicó por qué tenía tanta confianza en ella pero sí recordó que pasado el tiempo volvió a llamarle. Había decidido vender el tríptico por 20.000 pesetas (a descontar las 8.000). “Y efectuó la compra con la vehemente sospecha o seguridad de su ilegítima procedencia”, aseguró el abogado de los Baeza sobre la transacción.

El cuadro no era de su propiedad y nunca sabremos si el anticuario lo sabía o lo sospechaba, pero Apolinar aseguró en los juzgados que “no tuvo la menor duda de legitimidad de la propiedad puesto que se trataba de una marquesa”. El comerciante llamó de inmediato a Bartolomé March, a quien la Sagrada Familia le gustó. Y le pagó las 25.000 a nombre de su padre.

Un ciclón de mentiras

La falsa marquesa tuvo que declarar el 7 y el 23 de enero de 1948. Tenía 34 años, vivía en la calle de Santiago, 34, en Alcalá de Henares, y demostró no temer al falso testimonio. El relato que improvisó ante el juez fue un delirio sin freno. Contó que el cuadro llegó a su poder por una herencia de su tía Yecla Herreros de Tejada, antes de la guerra. No pudo precisar el año, pero sí fue “después de la República”. Primera contradicción. Ese día se presentó en su casa una supuesta familiar que nunca antes había visto. “Una señora que según se enteró era su tía y que se llamaba Yecla, de la cual no supo nada porque sus padres le prohibieron estar presente en las conversaciones que sostuvieron, y la cual dejó en casa un gran baúl y dijo que todo lo que había en su interior era para la niña”, puede leerse en el sumario.

Ni siquiera fue capaz de recordar el parentesco con Yecla, que debía ser prima hermana de su madre, indicó. Sí recordó lo primero que dijo su padre cuando Yecla entró por la puerta de´su casa: “Ya está aquí el ciclón, la vergüenza de la familia”. María Teresa suponía que por el acento y el habla de la señora, debía ser de Cuba... En la instrucción del caso no pudieron contactar con la tía Yecla porque desde ese día no volvió a verla nunca más y desconocía su paradero.

La cuestión es que la tía Yecla traía un baúl en el que, al parecer, contenía objetos valiosos y raros. Y el dichoso tríptico. Sus padres colocaron el cuadro en su casa, cuando vivían en Alfonso XII, 56. En esta casa se encontraba la pieza “cuando se inició el alzamiento y donde apareció todo lo demás”. En todo este proceso, María Teresa, que se hizo tarjetas sin datos de localización, llegó a dar hasta cinco direcciones diferentes. El cuadro, como ya se sabe, se encontraba evacuado en Ginebra. Era imposible que estuviera en la casa de sus padres. Volvió a cruzarse con el cuadro, dijo, visitando la exposición del Museo del Prado e hizo la papeleta de la reclamación.

En 1942, como se vio necesitada de dinero, trató de venderlo pero quienes lo vieron le dijeron que no valía gran cosa. Entonces hace acto de presencia otra aparición inesperada: el pintor Ignacio Zuloaga (1870-1945), de quien dijo que les unía una gran amistad. El artista, al contemplar el tríptico, le aseguró que se trataba de “una copia muy mala y que no le interesaba”, sostuvo la marquesa ante el secretario del juez.

Entonces le preguntaron por su marido. Ella respondió que no tenía parientes próximos y que su marido había sido asesinado en Barcelona “por los rojos”. Pero no hizo nada para que se inscribiera su defunción. Contó a los funcionarios que se llamaba Fernando Díaz Trenor, que se casaron en la parroquia de Los Jerónimos, el 16 de julio de 1936 y que, según había oído decir, se dedicaba con sus hermanos a vender barcos de fruta, en Valencia. María Teresa también sostuvo que se enteró del fusilamiento de su marido a los pocos días de ser detenido, cuando residían en Barcelona, pero no hizo nada para denunciar su asesinato, ni le dio entierro.

La última bala

María Teresa estaba acorralada y decidió usar el comodín de la dictadura: una delación sin pruebas. Mandó al juez un extenso escrito con el único propósito de denunciar a “la esposa del embajador rojo”, para desviar la atención de sus latrocinios. Su relato incriminatorio arranca por el “embajador comunista” en Chile, “hombre de pocos o ningún escrúpulo, según referencias de personas honorables de aquel país”, que se dedicó a “toda clase de ideas avanzadas y de una absoluta falta de religión, predicó en mítines y conferencias el amor libre y otras cosas que llevó a la práctica”.

La acusación contra María Martos, a la que llama “la Baeza”, y su marido continuó: “Al estallar el glorioso alzamiento, se encontraba en su casa de Madrid y desde el primero momento colaboraron con el gobierno rojo durante los tres años de guerra, donde el señor Baeza obtuvo pingües beneficios y cargos”. A María Martos le señaló también por cooperar con Margarita Nelken (1894-1968), escritora, crítica de arte y política feminista del PSOE y del PCE, exiliada en México.

El ventilador delator que encendió la falsa marquesa tuvo un efecto favorable en los jueces de la Audiencia Provincial, que apreciaron en la ladrona de los bienes de los represaliados por el franquismo una evidente “buena conducta”. María Teresa fue una ciudadana ejemplar del régimen a ojos de la Justicia franquista.

Y ofreció al juez una nueva justificación para sus actos usando a uno de sus supuestos hijos. El que padecía epilepsia también sufrió una “bronconeumonía doble”. Así justificó la venta del cuadro: no fue con ánimo de lucro, sino para pagar el tratamiento de su criatura. “Yo sabía que solo la consulta con Jiménez Díaz eran 2.000 pesetas. El señor Zuloaga, con quien desde antaño nos unía gran amistad, me dijo que, por desgracia, lo que quedaba de mi casa era de escasísimo valor. Entonces yo le hablé del tríptico y él contestó que era el peor de todos, pues a su entender era una copia”, relató María Teresa. También acusó al anticuario de pagarle por partes una cantidad insuficiente para el tratamiento.

Antes de acabar su acusación, pidió al magistrado que localizara el tríptico, porque estaba, dijo, en poder de los Baeza. Y una vez se encontrara propuso entregarlo al orfelinato de San José de la Montaña. En el alegato final de su desvarío aseguró que Bartolomé March era un invento creado entre todos para quedarse con el cuadro y abusar de ella. Así lo recordaba la falsa marquesa de Arnuossa: “Por lo que salí llorando de la tienda y diciéndoles que eran una cuadrilla de sinvergüenzas”.