Con el riesgo de simplificación que conlleva toda tarea clasificatoria, la poesía de Angelina Gatell puede fácilmente adscribirse a dos ciclos creativos diferentes, marcados por circunstancias vitales radicalmente distintas y cuya comparación permite sacar a la luz los cambios operados en su poética desde su primer libro (Poema del soldado, 1954) hasta el que cierra su segunda época, o por lo menos el más central de la misma (Cenizas en los labios, 2011). El primer ciclo dura algo más de tres lustros y acaba con la publicación de Las claudicaciones en 1969, dando paso a un largo silencio creativo que sólo se reanudará ya entrados los años ochenta, y a un todavía más dilatado silencio editorial que no se romperá hasta el año 2001. La segunda etapa a la que nos referimos arrancaría con la obra poética escrita a partir de los años ochenta, a partir de su libro Los espacios vacíos, y se extendería hasta el ya citado Cenizas en los labios. No estoy tan seguro de que su obra posterior (La veu perduda, La oscura voz del cisne, El tiempo y las campanas), aunque sean indudables las concomitancias, la temática y, muchas veces, las formas líricas, debería corresponder a este segundo ciclo creativo o, tal vez, son ya los primeros pasos hacia un tercera época de corte más intimista y confesional, en la que ella se habría encontrado trabajando hasta el final de su vida.
En cualquier caso, hay que decir que nos encontramos ante una obra poética de sonora unidad, en la que no cabe esperar cambios abruptos en la temática de los poemas o planteamientos estéticos radicalmente diferentes, ni siquiera cuando contrastamos las dos etapas. Los asuntos poéticos se dejan atribuir con bastante comodidad a los predominantes en su generación literaria, tanto en obras de juventud como de madurez. Si podemos advertir resonancias comunes en Ancia, de Blas de Otero, y en el primer periodo poético de Angelina, no es menos cierto que las hay entre Entreguerras, de Caballero-Bonald y Cenizas en los labios. La poesía de posguerra y, de manera más central, la generación del 50 es una síntesis entre la difícil herencia de la generación del 27 y la recuperación de los valores modernos previos a la vanguardia. Este complicado equilibrio se manifiesta en una tensión entre lo individual y lo colectivo, entre el individuo fragmentado por una realidad externa y adversa (la de la posguerra) y el individuo fragmentario como sujeto artístico, herencia directa del romanticismo y que determina este aspecto de la modernidad. Si esta tensión es, en mayor o menor grado, observable en la mayoría de los poetas de esta generación, todavía se hace más marcada en la poesía escrita por mujeres de esos mismos años. Con frecuencia, el conflicto se resuelve en renuncia o claudicación, resultado que abre la puerta a desarrollos poéticos más intimistas.
El que hemos dado en llamar primer periodo creativo comienza en la Valencia de los años cincuenta, con la publicación de Poema del soldado (1954) que había obtenido el Premio Alfons el Magnànim –conocido como Premio Valencia de Poesía— ese mismo año. El libro entronca en temas y en estilo con la corriente rehumanizadora de la época, dentro de ese primer vagido existencial que tuvo la poesía española después de acabada la guerra, antes de seguir derroteros de carácter más social o vitalista. El tono es decididamente neorromántico –esta es, por otro lado, una característica unitaria de su poesía, aunque se irá modulando con el tiempo— y creemos advertir cierto acento modernista no solamente en la proliferación de alejandrinos sino también en la textura de las imágenes:
Y seguirá la guerra presidiendo los días.
Y en las mesas del mundo, a la hora del rito,
entre el pan amasado por las manos del hombre
levantará la guerra su lívido fantasma.
Y rozando la aurora,
junto a lechos nupciales
donde el hombre edifica día a día el futuro
que su instinto reclama,
allí estará la guerra, enturbiando los ojos
de los niños que un día brotarán sobre el tiempo.
Con Esa oscura palabra (1963), se afianza esta tendencia existencial pero da paso a una encrucijada en la que se encuentra con la poesía social y el tema de la mujer como sujeto de la historia, encrucijada que acusa resonancias noventayochistas –tanto en los temas como en la estética—. Por otro lado, ya vemos una clara sintonía con otras poéticas de escritoras del momento (Ángela Figuera, Carmen Conde). El tono modernista persiste en algunos casos pero se ha debilitado en favor de un lenguaje poético más asertivo, más depurado, y más directo. Hay un avance notable en el dominio del endecasílabo, y un tono que se va haciendo más personal y que reconoceremos en su obra futura:
Tú que fuiste desierta, despoblada
de tiernas alegrías, tú que fuiste
inhabitada selva sin dulzura
de mínimos rumores. Tú que fuiste
estatua profanada en el amargo
camino del deseo, cuando el hombre
pasaba indiferente por tu carne
cumpliendo sólo su mandato oscuro,
bebiendo tu hermosura como un vino
que le doliera, áspero, en la lengua,
dime mujer: ¿la tierra que te ciñe
es igual para ti que para el leve
perfil de las muchachas que murieron
sin sabor de varón entre los labios?
Estamos ya en el principio de la madurez poética y en la irrupción de elementos que encontraremos desarrollados en su último libro de este ciclo, y en su corpus literario posterior. Su obra Las claudicaciones (1969) no sólo cierra la etapa cronológicamente, sino que sintetiza lo que Eduardo Moga (Lecturas nómadas, 2007) llama "dos corrientes". Síntesis, en efecto, de lo existencial y de lo social en su poesía, este libro representa, o mejor será decir, culmina esa tensión entre esos dos mundos a los que hemos aludido antes: lo personal y lo colectivo como expresión de una unidad escindida sin solución de continuidad, que aboca a la renuncia y a la claudicación para encontrar su lugar en el mundo ("Llorar sobre las piedras, / sobre la tierra condenada, / sobre el rumor delgado de la hierba, / sobre la carne helada de los sueños. / Llorar hasta apagarnos / definitivamente, / hasta integrarnos en la sombra, / hasta sumirnos / en el silencio mineral que busca / el espacio del hombre"). El tono de derrota de la obra se compensa con metros más ágiles: empleo abundante del eneasílabo –usado "con musicalidad y fortuna", en palabras de Gerardo Diego—, además del uso frecuente de versos de siete y ocho sílabas, que alternan con otros poemas en verso libre. Poemas de un acendrado lirismo, con imágenes poderosas y seguras, hacen que ese tono de claudicación se traduzca en un lenguaje poético decidido, unificador de todo el libro. Nos cuesta ya reconocer el eco modernista que aparecía en los dos poemarios anteriores, en favor de una textura poética más realista que será claramente definitoria de la poética de su segundo periodo creativo.
Este desplazamiento formal tiene más consecuencias. No sólo está contribuyendo a afianzar la voz poética de la autora, sino que está operando un cambio en la crítica de la tradición noventayochista, desde la visión trágico-existencial de Unamuno (más presente en Esa oscura palabra) a una aproximación más social e histórica como algo vivido, lo que la acerca mucho más a Machado. Si en aquel libro, en el poema encabezado por una cita de Unamuno, se habla de "un pueblo triste, mutilado, absorto", en el poema expresamente dedicado al autor vasco, que forma parte de Las claudicaciones, se habla de el país devastado por la afrenta. Los motivos del 98 aún son frecuentes, pero hay una modulación en el punto de vista, en la crítica de la tradición, que opera en el mismo sentido que la síntesis de las dos corrientes antes mencionadas; no como elementos excluyentes sino complementarios: lo social se incorpora a lo existencial –o, como señala Moga, ambos ejes se atraviesan—. La presencia de Machado es notable en algunos poemas ("Los sueños", "Castilla", "Como los ríos"), en fondo y forma, en línea con ese giro hacia el realismo al que hemos aludido. Y esta elección, si se quiere, estética será de alguna manera el punto de partida de su etapa posterior. Porque Las claudicaciones no deja de ser, no obstante su tono afirmativo y escasamente nihilista, un libro de renuncia como su propio nombre indica. No en vano, su publicación precederá a un largo periodo de silencio.
Durante la década de los setenta, hay una producción esporádica que se recogerá en la antología retrospectiva de su obra poética (1950-2000), titulada Desde el olvido y elaborada por ella misma. Fue publicada en 2001 en un volumen conjunto que incluye el poemario Los espacios vacíos. Este fue escrito hacia mediados de los años ochenta, obteniendo una ayuda para la creación literaria que otorgaba el Ministerio de Cultura. Aquí empieza su segundo ciclo creativo, no sólo por razones cronológicas, sino por la consistencia de una poética que, sin dejar de ser el resultado de su evolución previa, se afirma en la conciencia del tiempo como solución a esa tensión entre lo personal y lo colectivo arrastrada desde el comienzo de su obra literaria. Si Machado está presente en Las claudicaciones en ciertos temas, en el intimismo del paisaje, en los sueños y en el tiempo detenido, a partir de Los espacios vacíos lo está también en la temporalidad, en el tiempo acumulado. Por así decirlo, su poesía gana una dimensión que antes era menos prominente. Pero vayamos sobre esto con más detenimiento.
La idea de tiempo como duración en la poesía de Machado hunde sus raíces en el concepto de durée de la filosofía de Henri Bergson –como ha señalado con frecuencia la crítica—, que entiende la temporalidad como una suerte de idealismo subjetivo inherente al ser humano y, sustancialmente, como tiempo vivido, acumulado. Las cosas lo son en el tiempo, y por lo tanto en la memoria. Esto lleva asimismo a conclusiones de carácter teórico sobre el propio concepto de modernidad. La conciencia del tiempo es precisamente lo que permite a la modernidad tener evidencia de sí misma, y por lo tanto la dota de un fuerte dinamismo crítico hacia la tradición. ¿Es plausible que esta visión del mundo llegue, más o menos modulada, a la poesía de Angelina Gatell en este segundo periodo creativo? Pienso que sí, no de manera directa pero ciertamente a través del concepto de tiempo machadiano, autor en el que ella ve –como hemos apuntado antes— una referencia crítica más cercana a la poesía de testimonio, mayor capacitada para esa difícil síntesis de lo existencial y lo social, que a duras penas encontrara en Unamuno. Antonio Machado era para Angelina un autor de obligada referencia, no solamente literaria sino también ética, como manifestó a lo largo de su vida y de su obra y atestiguan frecuentes citas del poeta.
Vivir es, pues, una lucha diaria contra el olvido. Ya en el primer poema de Los espacios vacíos leemos:
Tiendo mis manos ávidas
-diariamente las tiendo
hacia los huecos
que perpetuó la ausencia, o el olvido
, y siento
Súbitamente
un resplandor muy tenue
subiendo hasta mis dedos
desde el fondo del tiempo.
Y queda así la muerte
de pronto desmentida.
En otro poema de este mismo libro dice:
Y he mirado las piedras
que recogen los días y los guardan
en su rugosidad tan amorosa,
porque en ellos se encierra la razón de los actos
que son médula y canto con que el pueblo
renueva su desdicha.
Los espacios vacíos son precisamente los huecos que el tiempo, a través del ejercicio de la memoria, llena con ese concepto de duración; en otras palabras, lo que revela su razón más esencial, en tanto testimonio vivido. Esto naturalmente entronca con la temática de la generación del 50, en lo que tiene de poesía de testimonio (no por casualidad, la capacidad de testimonio es uno de los cinco criterios que utiliza De Luis en su antología Poesía social de 1965 para caracterizar el género como tal). Y afianza la palabra en el tiempo como garantía de la existencia, lo cual es otro concepto netamente machadiano.
En su prólogo al libro que sigue, Manuel Rico ha señalado el entronque de la poesía de madurez de la autora con Antonio Machado, subrayando asimismo la naturaleza de ese "tiempo convertido en lenguaje". La presencia del poeta sevillano se hace manifiesta en Noticia del tiempo (2004), una colección de cien sonetos escritos en un largo espacio que se remonta hasta 1948, en su mayoría evocaciones y recuerdos, cuyos poemas más modernos insisten en el concepto de durée y donde los sueños y la soledad son asimismo lugares comunes. En uno de los sonetos, parafraseando a Cernuda —otro gran poeta de la memoria—, dice:
¿Quién dice que se olvida? No hay olvido.
Una carga de sueños y dolores
gozos y llantos dan y restan vida,
nos hacen sabios y nos dan sentido.
Memoria somos. Caja de rumores
donde resuena lo que no se olvida.
El soneto a la Pietà de Miguel Ángel es también una muestra diáfana de este concepto de tiempo. El mármol de la estatua no es piedra, es "materia viva, temblor que fluye hora tras hora hacia la eternidad de su accidente". Y en otro soneto en alejandrinos, dedicado a las fosas del franquismo, habla de los caídos como guardianes de la memoria de otro tiempo, amenazada tanto por el olvido como por el silencio. La conciencia del tiempo es a la vez claridad y refugio, afirmación individual y tribuna para ejercer esa crítica de la tradición inherente a lo moderno: en otro soneto dedicado precisamente a Antonio Machado le dice: "Al pie del olmo seco te convoco / fría de Soria y fría de tristeza". El diálogo entre endecasílabos –los de Gatell y los del poeta, en su soneto de referencia— viene forzosamente a nuestra memoria cuando se leen los versos de este poema.
El gran libro de esta etapa llega en 2011, y de alguna manera la culmina. Cenizas en los labios (el título es un verso, por cierto, de Machado) es un libro de amor, una elegía en cinco tiempos –como reza el subtítulo— a cinco amores que de una u otra manera se estrellan en el dique de las circunstancias. Pero sobre todo es un ejercicio de memoria, de tiempo vivido. Y en este sentido es una obra profundamente machadiana. Lo temporal deja de ser tema (hay menos referencias al tiempo que en libros anteriores) para convertirse en motor absoluto. Tanto es así que se produce una traslación sinestésica de lo temporal a lo espacial –recordemos lo dicho acerca del significado de los espacios vacíos—: ("Desde un distante / lugar de la memoria"); ("Yo te esperaba en una esquina / de los años cincuenta"); ("Un espacio de mí que nunca / se llamaría olvido"); ("El tiempo aquel donde nos alojamos")… La voz poética habla desde la duración, rememorando las historias de amor que se frustraron o que no encontraron su desarrollo pleno ("Ni siquiera el amor pudo salvarse") en el contexto adverso de una juventud malograda "en la ciudad que se llamó posguerra" (otro ejemplo de lugar ocupado por un concepto temporal). El tiempo es un lugar de la memoria, y como tal lo vamos descubriendo en la particular geografía amorosa por la que la autora nos conduce. La temporalidad machadiana se asume como una premisa:
cuando tú, triste, oscuro, te alejabas
de mi calle de En Bany, entre las sombras,
quedándote en mis ojos cuando el alba
me sorprendió detrás de los cristales
donde iba escribiendo lentamente
que nada es más durable que lo efímero
ni hay más verdad que lo que nunca ha sido.
Si lo esencial es el tiempo vivido, las cosas en cuanto tiempo, lo verdadero no es tanto lo sucedido sino lo que pudo alguna vez suceder; es decir, viene dado por lo que la memoria es capaz de asumir, sea en términos positivos o negativos, como lugar del recuerdo. El libro termina con un verso que hace aún más radical esta espacialidad del tiempo, cuando se dirige al amor que sí fue, una vez ausente: "Adiós, amor, adiós. / Espérame en la muerte".
Cenizas en los labios es un libro absolutamente central en la caracterización de la poesía de Angelina Gatell. Corona una evolución poética que incorpora lo social a lo existencial en su primer ciclo, y que transita a una creciente conciencia del tiempo durante el segundo, o podríamos decir se refugia en una duración que sólo descifra la llave de la memoria, que será el gurú absoluto del proceso a través del cual se poetiza la realidad. ¿Resuelve con ello Angelina Gatell esa tensión entre lo individual y lo colectivo que caracteriza la poesía de posguerra? Probablemente no. Pero ese ejercicio de idealismo protege su obra de una caída en el nihilismo, tentación que no vemos apuntada ni siquiera en Las claudicaciones. Como síntesis, no resuelve la contradicción, pero como actitud vital, se revela afirmadora, profundamente testimonial y luminosa. La poética de Machado, aunque desde otros presupuestos y desde una mayor complejidad filosófica, afronta problemas similares.
Respondamos también a otro aspecto apuntado al comienzo de estas líneas. La poesía de posguerra, ¿cómo resuelve la cuestión de la tradición? A mi modo de ver, lo hace de una manera radicalmente moderna, que responde a esa doble articulación del artista como sujeto de la historia y, a la vez, como individuo que busca recomponer su unidad fragmentada. Si la poesía del conocimiento (Valente, Bousoño, Gamoneda) indaga en la conciencia del sujeto, la poesía testimonial lo hace en la conciencia del tiempo. Del tiempo como memoria y por lo tanto como espacio del individuo, cuya expresión es también duración: la machadiana máxima de poesía como palabra en el tiempo.
La noción radical de la poesía como ejercicio de memoria permanecerá como una constante en el resto de sus libros, sean atribuibles o no a esta etapa central que culmina con Cenizas en los labios. Si esta línea de interpretación es o no específica de la poesía de Angelina Gatell –y, desde luego, no pretende ser la única posible—, es algo que esta crítica no trata de dilucidar. Para ello será necesario hacer un análisis comparativo con otros autores y autoras de su generación, con los que comparte las mismas preocupaciones poéticas y abundantes rasgos formales y estilísticos. Baste decir que las claves aquí apuntadas permiten una lectura diacrónica de su obra que explica su evolución de modo coherente, y por otro lado desentraña algunos aspectos de la relación que establece su poesía con la tradición.
*Miguel Sánchez Gatell es poeta e hijo de Angelina Gatell. Ha cuidado la edición de La veu perduda/La voz perdida (Visor, 2018).
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