Alberto de Frutos, coautor de «30 paisajes de la Guerra Civil», se adentra en las falacias más extendidas sobre la contienda fratricida: «La Adelantada se sublevó el 17 de julio, pero la conmemoración es el 18»
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No, nunca es un buen día para iniciar una ofensiva. Más allá de dificultades varias como las meteorológicas (batirse bajo la lluvia no es aconsejable por mucho que lo aconseje Arthur Freed), sentir en la nuca el gélido aliento de la Parca es incómodo para soldados y oficiales. Pero aquel invierno de 1939 no quedaba sino luchar para intentar dar un poco de aire a la desgastada Segunda República. El 5 de enero, en la que fue la última gran acometida de la lid por parte de las tropas gubernamentales, más de 90.000 soldados se lanzaron de bruces hacia Mérida en la llamada ofensiva de Peñarroya.
Todo terminó en una terrible debacle: 6.000 bajas para la Segunda República y otras 2.000 para los sublevados. Y para nada, pues no se cumplieron los objetivos que anhelaba el general Vicente Rojo; a saber, cortar las comunicaciones entre Madrid y Extremadura y distraer a un Francisco Franco que llamaba ya a las puertas de Cataluña. Peñarroya fue, en definitiva, la última gran ofensiva de la Guerra Civil. Pero también una contienda que ha sido desplazada de este puesto por la del Ebro; aquella que todo el mundo cree conocer como el avance final del Ejército Popular antes de su descalabro total.
Este error histórico es uno de otros tantos que el periodista y escritor Alberto de Frutos y el doctor en Historia Eladio Romero han desvelado a lo largo de una obra que, como su propio nombre indica ( «30 paisajes de la Guerra Civil», Larousse, 2020), se zambulle en los recovecos más inexplorados de nuestra contienda más dolorosa a través de las instantáneas, los mapas y las infografías. Todo ello, sin olvidarse de pilares básicos para todo buen ensayo histórico como los testimonios de supervivientes, los personajes clave y la narración más cruda de los hechos. Batallas desconocidas, unidades olvidadas o eventos desterrados de la memoria son solo algunos de los aspectos que abordan.
De Frutos, en declaraciones a ABC, sostiene que existen una ingente cantidad de mitos muy extendidos sobre la Guerra Civil. Falacias que, a golpe de ser repetidas una y otra vez, se han acomodado en el ideario colectivo y que, ya, resulta casi imposible desterrar. Aunque, de todas ellas, quizá la más aceptada es la idea errónea de que la revuelta militar empezó el 18 de julio. «En realidad, la guarnición de Melilla -la Adelantada- se sublevó el 17», señala el autor. Lo mismo ocurre con la falsa idea de que solo hubo guerrillas republicanas o, entre otras tantas, el papel preponderante que se le atribuye tanto a las Brigadas Internacionales como a las milicianas.
1-¿Empezó la sublevación el 18 de julio?
La guarnición de Melilla –la Adelantada– se subleva el 17 de julio y, sin embargo, la conmemoración del llamado Alzamiento se fija el día 18. Así fue desde el decreto nº 323, firmado por Franco el 16 de julio de 1937 y en cuyo primer artículo leemos: “Se declara día de Fiesta Nacional el dieciocho de julio, fecha en que España se alzó unánimemente en defensa de su fe, contra la tiranía comunista y contra la encubierta desmembración de su solar”.
No es que el decreto pretendiera invisibilizar el arranque del “glorioso alzamiento”, pero antepuso el hecho de que su “unánime explosión” hubiera tenido lugar a la mañana siguiente. De este modo, la memoria del 17 de julio quedó circunscrita al Día de África, en homenaje a las Plazas de soberanía y Marruecos, en tanto que en el 18 se volcó toda la parafernalia del régimen (fue Fiesta Nacional hasta 1977, vinculada, además, a la paga extra de verano y a la Fiesta de Exaltación del Trabajo).
Hay que recordar que Melilla se anticipó unas horas porque trascendió el ruido de sables y las fuerzas leales a la República trataron de neutralizar a los rebeldes. Como sabemos, no fue posible, y el plan siguió su curso. Al día siguiente, Franco, comandante general de Canarias, puso rumbo a Tetuán, vía Casablanca, y tomó el mando del ejército del Protectorado. Simbólicamente, el día 18 recalcaba, pues, el relato del paso decisivo del irresoluto Franco, que apenas unas semanas antes había advertido al Gobierno del malestar de los oficiales por las medidas que se estaban tomando.
2-¿Solo hubo guerrillas republicanas?
Hay bastantes trabajos sobre las guerrillas en el Ejército Popular, sus acciones en Extremadura, Aragón, Jaén, Málaga o el Norte, la labor del coronel Ksanti –un agente del NKVD llamado Jadzhi-Umar Mámsurov– o de las andanzas del XIV Cuerpo de Ejército Guerrillero.
Pero pocos conocen, en efecto, que el bando nacional se apoyó también en la acción guerrillera, si bien su ejército, mucho más jerarquizado, minimizó su influencia y el propio Franco fue siempre reacio a sus maniobras. En 30 paisajes de la Guerra Civil, nosotros viajamos al “frente vacío” del Alto Tajo, entre Guadalajara, Cuenca y Teruel. Allí se conformó el cuerpo de los Guerrilleros del Alto Tajo, con base en Molina de Aragón, compuesto por unos 400 hombres que respondían al Tercio requeté María de Molina-Marco de Bello. Esencialmente, llevaron a cabo acciones de sabotaje o abastecimiento, como la ocupación del puente de San Pedro, cerca de Zaorejas, en Guadalajara, o una “razzia” para robar ganado en el pueblo de Griegos, Teruel. Lo más llamativo de ese Tercio era la presencia de rusos blancos, cuya huella encontramos hoy en la cruz ortodoxa de Sierra Molina, que les rinde homenaje.
Además, en el curso de la contienda, el coronel José Ungría Jiménez, jefe del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM), constituyó los llamados Grupos C, integrados por falangistas que ejecutaban sabotajes en zona republicana. Eran pocos hombres, unos ciento cincuenta. Sus acciones fueron escasas, aunque lo bastante alarmantes para levantar las suspicacias del enemigo, que en un informe fechado el 13 de septiembre de 1938 denunciaba la reciente organización “de unas patrullas copia de nuestros ‘guerrilleros’ que se internan en la zona cubierta por el Ejército de Extremadura”.
3-¿La Guardia Civil era un cuerpo que actuó de una única forma en la contienda?
La Guardia Civil no era un cuerpo monolítico: entre sus efectivos, hubo quien apoyó la sublevación y quien se opuso a ella. Lo cierto es que la legalidad resistió en aquellas localidades que se beneficiaron de su apoyo. Si en julio de 1936 la Guardia Civil no hubiese secundado a los milicianos de San Sebastián, es posible que la ciudad hubiese caído a las primeras de cambio.
En nuestro libro hablamos también de la figura del coronel de la Guardia Civil Antonio Escobar (general en 1938), que contribuyó a frenar el golpe en Barcelona. El general Sebastián Pozas Perea, Director General de la Benemérita, fue fiel a la República, y sus hombres recibieron la consigna de obedecer con “absoluta lealtad el precepto reglamentario de permanecer fieles a su deber por el honor de la Institución”.
Pero hubo guarniciones, claro, que desoyeron las órdenes y se sublevaron. Ahí queda la memoria de los asedios del Alcázar de Toledo o del santuario de la Santísima Virgen de la Cabeza en Andújar (“la Guardia Civil muere pero no se rinde”, rezaba el cartel del capitán Cortés), o el levantamiento del comandante Ángel Molina Galano y el teniente coronel Fernando Chápuli en Albacete.
La Guardia Civil fue un trasunto de España, quedó dividida en dos, y, al final de la contienda, de sus 33.500 miembros murieron o resultaron heridos el 20% del total.
4-¿Se ha idealizado la imagen de las milicianas republicanas?
El idealismo es una quimera en la guerra. La presencia en el frente de estas jóvenes –anarquistas, comunistas y socialistas en su mayoría– se concretó en el verano de 1936, y, en la creación de su mito, la propaganda tuvo un papel esencial. Hay imágenes con mucha fuerza, como el cartel de Cristóbal Arteche en el que una miliciana apela a la población a sumarse al esfuerzo bélico —Les milicies, us necessiten!— o la fotografía de Marina Ginestà en la terraza del hotel Colón de Barcelona, tomada el 21 de julio y que, de hecho, tiene algo de montaje, porque aquella era la primera vez que Marina sostenía un fusil, tal como contamos en el libro.
Pero no nos engañemos, la guerra era una “cosa de hombres”, y el Gobierno no tardó en desincentivar la movilización de las mujeres y facturarlas a la retaguardia (también hubo batallones de milicianas en la retaguardia, para la defensa de las ciudades). De la glorificación inicial se pasó, sin solución de continuidad, a la humillación y el escarnio, hasta el punto de que en su propio bando las calificaron de prostitutas y quintacolumnistas.
Sea como fuere, el número de milicianas fue muy reducido, inferior a mil. Por el diario de una de ellas, sabemos que en el desembarco de Alberto Bayo en Mallorca, en agosto de 1936, se desplazaron “treinta milicianas y cuatrocientos milicianos”. En 1937, su presencia en el frente era irrelevante. Ahí seguía, por ejemplo, Rosario Sánchez Mora, la Rosario dinamitera de Miguel Hernández, todo un símbolo para este colectivo. Otras, como la militante comunista Lina Odena, habían muerto: se suicidó antes de caer en manos del enemigo.
Acerca de sus acciones, si la propaganda republicana exaltó su arrojo en los primeros meses de la guerra, la franquista puso todo su empeño en desmontar su leyenda: así, las milicianas fueron violadoras, asesinas sin escrúpulos o hasta caníbales.
5-¿Fueron tan útiles las Brigadas Internacionales como nos han hecho creer?
Si repasamos las acciones de las Brigadas Internacionales, entendemos, primero, que el corazón no basta para ganar una batalla y, segundo, que, en muchas ocasiones, aquellos “caballeros de la libertad del mundo” fueron utilizados como mera carne de cañón. Se produjeron verdaderas atrocidades en batallas como Lopera, Jarama, Brunete, el Ebro y tantas otras. Ninguna fue como el Jarama, la verdad. Allí, el batallón Abraham Lincoln, integrado en la XV Brigada Internacional, recibió un duro correctivo por culpa de la ineptitud del comandante húngaro János Gálicz –el general Gal– que, en el ataque al Cerro Pingarrón, perdió a decenas de hombres. Tan grave fue la cosa, que algunos voluntarios norteamericanos se negaron a seguir con esa farsa trágica y fueron juzgados en una cueva en la montaña del Tajuña.
A la hora de describir sus gestas, nadie les escatimaba un adjetivo, y es verdad que, en general, fueron muy bravos. Pero llegaron con unos medios insuficientes, recibieron una formación muy precaria para ser empleados como fuerzas de choque y, en no pocas ocasiones, sufrieron a unos mandos comunistas totalmente incompetentes. Su organizador, el tristemente célebre André Marty, un tipo de gatillo fácil, conocido como el carnicero de Albacete, no tendría nada que envidiar a los indeseables mandos de Senderos de gloria.
Junto con el relato de su coraje, hay que registrar también ese otro, mucho menos complaciente, que habla de lo que callan todas las guerras: deserciones, indisciplina y abusos sobre la población. Es lógico: entre los 35.000 voluntarios, procedentes de más de cincuenta países, había de todo. Según las investigaciones más recientes, uno de cada cinco brigadistas perdió su vida en España.
6-¿Fue la del Ebro la última ofensiva republicana?
El Ebro selló el desenlace de la guerra, pero, entre noviembre de 1938 y marzo de 1939, la República aún pudo jugar una última baza en la partida. La batalla de Peñarroya o Valsequillo fue el clavo ardiendo al que se agarró el jefe de Estado Mayor, general Vicente Rojo, para desbaratar el avance franquista hacia Cataluña.
La operación, en pleno frente extremeño-cordobés, puso contra las cuerdas a Queipo de Llano, cuyo Ejército del Sur contaba con unos 75.000 efectivos, frente a los más de 90.000 del enemigo, distribuidos entre el XXII Cuerpo de Ejército, la Agrupación Toral y la Columna F. El general Escobar estaba al mando.
Sobre el tapete, la campaña, que se desarrolló a partir del 5 de enero, resultaba tan audaz como brillante, y Franco, consciente del peligro, no dejó de azuzar a Queipo para que contraatacara. En sus primeros días, las fuerzas republicanas se apoderaron de 500 km2 de superficie y tomaron Fuente Obejuna, Peraleda del Zaucejo, Los Blázquez y La Granja de Torrehermosa. Desde Barcelona, un entusiasta Vicente Rojo reclamaba un último esfuerzo al general Matallana: “Si pudieséis llegar a Sevilla, creo que habrías resuelto la guerra”, le escribió. Pero este ya no creía en milagros. Las malas condiciones atmosféricas y los refuerzos del Ejército del Sur convirtieron la última gran ofensiva republicana en un espejismo, otro más, el último ya.
La falta de entendimiento entre Rojo y el general Miaja, a la sazón jefe del Grupo de Ejércitos de la Región Central (GERC), fue clave para abortar el desembarco previsto por el primero en Motril. Cuando se detuvieron los combates el 4 de febrero, el frente seguía igual.
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