https://elpais.com/eps/2024-12-01/los-ultimos-exiliados-en-mexico-de-la-guerra-civil-espanola.html
Eran unos niños cuando llegaron a un país desconocido. No sabían por qué estaban allí. Las razones se llamaban guerra y exilio. Sus abuelos y sus padres cuidaron de ellos, y ellos se convirtieron en mexicanos de alma española que devolvieron con creces el cariño recibido al país que los acogió. Hoy, en el otoño de una vida que no eligieron, miran sin nostalgia y con cierto orgullo por el retrovisor de la historia.
Ambas vienen de familia asturiana, pero vieron la luz en Barcelona, algo más que una feliz coincidencia. Los niños que subieron a esos buques huyendo de la guerra y del franquismo nacieron en cualquier parte, allá donde los fue dejando el peregrinaje de sus padres. Las mujeres se ponían de parto en el Madrid atrapado por la guerra, en Barcelona, de camino a la frontera, o ya en Francia. Aquellos niños solo encontraron tierra firme en México, donde cientos de veracruzanos los saludaban desde el puerto sin que ellos entendieran bien qué ocurría. Esos niños, hoy ancianos, son los últimos testigos del penoso éxodo español, aunque nunca tuvieron nostalgia propia y su memoria de aquello es heredada, pero qué otra cosa es la memoria, más que un legado de generación en generación.
Se criaron bajo los mismos volcanes que causaban extrañeza a sus mayores; pasaron la infancia escuchando que la paella no salía igual en México por culpa del agua, y todavía hoy tienen que responder la impertinente pregunta de si quieren más a papá o a mamá: “Yo quiero a los dos. Quiero a España porque es la tierra de mis padres, es donde nací. Pero quiero a México porque aquí crecí, me casé y tuve a mis hijos. Pero sí, hay veces que pienso: ¿a quién quiero más? No lo sé”, dice Conchita Michavila, un bebé de nueve meses en aquel barco de bandera francesa, el Sinaia.
Cierto es que fueron españoles mucho tiempo, porque los exiliados, alrededor de 20.000, se apiñaron en los mismos colegios, iban al mismo club, vivían en edificios donde el olor a sardinas en la escalera no sorprendía a nadie y esperaban con ansiedad la muerte de Franco cada tarde en la misma cafetería. En la capital mexicana, donde se asentó la mayoría, los más pequeños se criaron felices en su burbuja hispana. Pero un día llegaron a la Universidad y descubrieron que su acento les convertía en extraños para los demás.
Entonces, ¿qué eran ellos? En ese limbo navega todavía la mente de los ancianos que son hoy. La última generación de seres híbridos que conservan la bandera republicana y aprendieron las calles de Madrid leyendo a Pérez Galdós, que disfrutan con el mole y toleran el picante como el que más. Votan en las elecciones mexicanas, pero también en las españolas y hasta en las europeas. Politizados y laicos con un solo dios que les inculcaron en casa: Lázaro Cárdenas, el presidente que abrió las puertas de México, el país en el que han nacido sus hijos y donde han enterrado a sus padres.
Si algún exilio fuera ideal, ese fue el de aquellos niños: el de Conchita y Regina, que llegaron en el Sinaia; el de Aída, Carmen y los hermanos Alejandro y Vicente, que las sucedieron en el Nyassa, y el de Víctor Daniel, que se adelantó a todos a bordo del Flandre. Ellos no tuvieron que llorar el desarraigo que atormentó a sus padres, sino recrearse en un país recién salido de una revolución que sentó las bases de la sociedad moderna. Los pocos que acabaron en otros Estados, como Josefina, que vivió en Veracruz, no siempre corrieron la misma suerte. Y de esa diferencia habla consciente Juan Bonilla Rius, presidente del Ateneo Español de México: “Por supuesto que hubo víctimas del exilio, pero no fuimos nosotros”.
El encuentro entre una República y una Revolución
Cuando los exiliados se echaron al mar, poco o nada sabían sobre el país que los iba a acoger. Sus pensamientos estaban fijos en el retrovisor: la familia, la tierra, la infancia azul y un sueño arrasado por tres años de Guerra Civil. Pero el desembarco en el puerto de Veracruz, donde los esperaban el presidente Cárdenas y un pueblo abierto y entusiasta, fue mucho más que un encuentro feliz. Podrían haber huido a cualquier país y cualquiera habría sido mejor que el destino que les deparaba España, pero lo que hallaron allí se ajustó como un guante a sus necesidades y expectativas, y también a la inversa. La sintonía que se produjo fue tan singular y fructífera que definió la forma en la que hoy se ven a sí mismos ambos países.
En otro momento quizá la simbiosis habría sido menor, pero el pueblo al que llegaron entonces era un terreno fértil para las ideas que la truncada democracia había sembrado en España. “La República española encontró en la Revolución Mexicana un proyecto similar, republicano, demócrata, progresista en el más amplio sentido de la palabra, de valores laicos, públicos, de respeto por la cultura…”, enumera Francisco Mejía, investigador de la UNAM especializado en el exilio: “España estaba pasando un momento de esplendor justo antes de la Guerra Civil, pero México también: el México cardenista de la expropiación petrolera que creó institutos tan importantes como el Politécnico Nacional”. En ese caldo de cultivo, los españoles alcanzaron en América lo que no lograron en su país: educar por primera vez a toda una generación en los valores republicanos.
La familia de Aída Pérez lo comprobó enseguida. “Lo primero que hizo mi papá fue comprar una Constitución mexicana. La leyó y dijo: ‘Estupendo país”, recuerda la hija del telegrafista. “Era un México que despegaba”, cuenta, y el Gobierno les hizo partícipes de ese ascenso. El agradecimiento es tal que todavía hoy enciende las pasiones. “Cuando hacíamos reuniones, si alguien decía algo [malo] de Cárdenas, nos lo comíamos vivo”, incide con humor Carmen Hernández, que llegó con dos años en el mismo buque. Un espacio ajardinado, con piscina climatizada y control en el acceso conduce al apartamento que Carmen tiene en Ciudad de México. Su padre era mecánico y diputado del PSOE; su madre, taquimecanógrafa. “La vida mejoró, mis padres no podían creer que aquí había libertad para pensar y hablar”, recuerda.
La única condición que puso el mandatario para recibirlos fue que no intervinieran en la política mexicana. Y lo cumplieron a rajatabla, aunque andando el tiempo los hijos del exilio terminaron nutriendo las élites políticas. Salvado aquel requisito, todo fueron facilidades.
Cárdenas ordenó que los refugiados entraran en las universidades pagando solo 200 pesos, como los mexicanos, y no 5.000, el precio para los extranjeros, una medida de gracia sin la que muchos no serían lo que son hoy.
Al calor de instituciones como los colegios Luis Vives y Madrid, la Casa de España o el Ateneo, todas ellas fundadas por españoles, aquellos muchachos saltaron con éxito a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde muchos pasaron de ser alumnos a profesores. También los hijos de obreros y campesinos, cuya falta de preparación se compensaba con una profunda formación política que inculcaron a su prole.
“Cuando se proclamó la República, más del 50% de los españoles eran analfabetos. ¿Cuántos podrían ser intelectuales? No llegaría al 1%. Sin embargo, representan el 10% de los exiliados”, explica el historiador mexicano Fernando Serrano Migallón, hijo del último fiscal de la República española. La cultura fue un eje vertebrador de la comunidad republicana, y los estudios, la prioridad, lo que contribuyó a extender la imagen intelectual que se tiene del exilio.
“Estaba decidido. No se te ocurría otra cosa más que estudiar una carrera”, abunda Aída Pérez, arquitecta de profesión, una mañana de julio en la casona porfiriana que alberga ahora el Ateneo. Allí se encuentra con los hermanos Alejandro y Vicente Rodríguez, que llegan agarrados del brazo y sosteniendo un bastón que afianza sus pasos entre la niebla que les ha dejado una ceguera congénita. Los hermanos rememoran los productos que enviaban a España, azúcar y café, sobre todo, para paliar las carencias de los que se quedaron allí, práctica común entre los refugiados. Ambos son ingenieros, uno en Mecánica, el otro en Electrónica.
Las compañeras de Aída también optaron por carreras de ciencias, una elección que sorprende todavía hoy, ante la presencia mayoritaria de hombres en esas materias. Conchita Michavila es bióloga, y Carmen Hernández, química, como Regina Díaz. “El exilio fue una oportunidad”, reconoce Hernández, “mi padre decía: ‘En España no habrías sido licenciada en Química”. La brecha entre aquellas mujeres y las que se quedaron era abismal. “Cuando me carteaba con mis primas, me llamaban la atención sus faltas de ortografía”, recuerda. El exilio mostró su mejor rostro a una generación que lo vivió con la alegría de quien se siente parte de una identidad común: la que habla con la ce española y la ese mexicana, o las cambia en función de quién contesta al teléfono.
Si el país americano les brindó un campo de posibilidades para explorar, ellos lo devolvieron con una explosión de desarrollo. Fundaron editoriales, construyeron edificios, hoteles y casinos, triunfaron en las letras y en las ciencias y, muy especialmente, revirtieron lo aprendido en el terreno educativo. Los maestros más aguerridos llevaron el sueño republicano a otros Estados. Allí abrieron los grupos escolares Cervantes, todavía vigentes, con un alumnado más mexicano que el de los centros capitalinos.
La endogámica burbuja española se rompió en la Universidad al mezclarse unos y otros. Sin embargo, en la calle, las dos Españas chocaban a veces con ferocidad. Cuando el numeroso contingente de republicanos arribó a la capital se encontró con otros 20.000 españoles que les habían precedido décadas atrás, aquellos que buscaban hacer las Américas y montaron negocios fructíferos. Los llamaban gachupines y eran ideológicamente diferentes, cuando no contrarios, y las peleas entre ambos bandos se reprodujeron en México. “El Luis Vives, que era mi escuela, estaba junto al Cristóbal Colón, un centro de gente bien, de derechas, nada que ver con nosotros”, relata Hernández. “Un 15 de septiembre [Día de la Independencia de México], alguien llevó una bandera franquista y se armó una guerra, como en las películas”, rememora risueña. El enfrentamiento entre unos y otros era tal que el Luis Vives se cambió de barrio.
En los puestos callejeros, sin embargo, junto a las banderas mexicanas, el Día de la Independencia se vendían también las de la República española, recuerda la escritora Angelina Muñiz-Huberman —nacida en Hyères, Francia, y con 87 años—, una muestra de cómo los dos proyectos se anudaron con fuerza. “Era un orgullo decir: yo soy exiliada”, sostiene la autora, última superviviente de una generación de escritores que se sirvió del destierro como fuente de inspiración. “El exilio quejoso no es el que me atrae. Me atrae el exilio de toda persona que está fuera de la corriente, te da muchos puntos de vista, entiendes al otro porque tú eres el otro para el otro”, reflexiona. “El exilio / en el centro / el exilio”, recita la autora. Es uno de sus poemas.
“La imagen de prestigio del país en política exterior se empieza a labrar con la guerra de España”, explica David Jorge, historiador del Colmex: “México llevó la voz [de la República] al primer foro internacional de la época, la Sociedad de Naciones y, a mediados de los años treinta, hace valer una posición internacional de respeto a las soberanías y de profundo antifascismo”.
La veta humanitaria inherente al recibimiento de los españoles se extendió a los que huyeron de la Segunda Guerra Mundial y, más tarde, de las dictaduras del Cono Sur. Ese eje de la política exterior mexicana, que se mantiene hoy como una pieza central, surgió entonces, como tantas otras cosas, producto de aquella simbiosis.
Exilio se escribe en plural
El éxodo que llegó y encontró un México moderno y prometedor no fue el único en un fenómeno que reclama hablar siempre en plural: no es el exilio, son los exilios. Hay otro menos conocido, más minoritario y no tan afortunado como aquel que se quedó en la gran ciudad, fundó instituciones y se mudó a los mismos vecindarios. Es el que se diseminó por los Estados, sin el abrigo de la comunidad ni la calidez del acento común. No eran un núcleo compacto, por eso es tan difícil rastrearlos, apunta Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del histórico presidente. Recalaron en Puebla, Veracruz, Chihuahua, allá donde encontraron una posibilidad para labrar la tierra o rehacer su vida. Unos porque no tuvieron la misma suerte que sus compañeros de viaje; otros pocos marcharon por “salud mental”, para alejarse del valle de lágrimas en que se convirtió la comunidad refugiada cuando se evidenció que no podrían volver, explica David Jorge: “Ese exilio quedó al margen del relato. Se desconoce casi todo de él”.
En ese pequeño hueco de la historia creció Josefina Ibars Lonca, nacida en Seròs, un pueblito de Lleida, y embarcada en 1939 en el Sinaia, a los 13 años: ni tan pequeña para evitar el desarraigo ni tan mayor para entender del todo lo que ocurría. “Estuve dos días llorando en mi camarote, pero un día amaneció y mi mamá me fue a buscar: ‘Sube a la cubierta que están cantando’. “Entonces subí, me sumé a cantar y empecé a adaptarme”, recuerda la catalana.
Josefina pasea sus 99 años por Veracruz con alegría vital. La fragilidad de su cuerpo no le impide moverse a donde quiere, se agarra a donde haga falta. Es posiblemente la única superviviente que vivió aquella travesía con conciencia de lo que dejaba atrás. Solo cuando tuvo 70 años y había enterrado a su marido volvió por primera vez a una España donde todavía la esperaban algunos de sus primos y sus amigas de la infancia.
Pero hasta llegar al feliz reencuentro pasaron casi 60 años de altibajos. “En México no padecimos hambre, pero sí muchas carencias. No había dinero”, cuenta. Su padre era albañil, y su madre, costurera. Tras la llegada a Veracruz —”había una valla de pura gente que nos aplaudía. Se abrió la gloria”—, acabaron en un pueblo de Hidalgo. “Nos dieron un alojamiento y 100 pesos, y nos prometieron tierras para trabajar. Pero nos dejaron allá y se olvidaron de nosotros”, recuerda. De ahí marcharon a la capital y finalmente a otro pueblo de Oaxaca, donde conocieron al comerciante con el que se casó Josefina. “Entonces era muy amable, luego cambian…”, dice irónica. Ella tenía 18 años; él, 28. Se mudaron a Veracruz y ahí empezó el aislamiento.
—¿No siguió en contacto con el resto de los españoles?
—Mi esposo nunca lo permitió. Si llegaba alguna paisana a verme, la corría. Y ahí empezaron a llegar los hijos.
Tuvo nueve, pero fallecieron tres. Hoy la rodea un enjambre de nietos. Ella dice que su labor en la vida fue tener hijos, a quienes les dio lo que ella no disfrutó. Cuando su madre les decía a las nietas: “Niñas, hay trastos sucios, párense a lavar”, Josefina replicaba: “No, esa no es su obligación. Su obligación es hacer sus tareas”. Y ella se las revisaba y las ayudaba a dibujar. “Yo les decía: ustedes, prepárense, porque si se casan y les va bien, qué bueno. Pero si encuentran un marido que las maltrate, déjenlo, tienen con qué trabajar”.
Josefina evita hablar de sus años de casada, su memoria salta de la infancia a una vejez mucho más libre que la de décadas atrás, pero nunca perdió sus convicciones. Quizá no participó del progreso general que sus compatriotas disfrutaron en la capital —para ella llegó una generación después—, pero las enseñanzas republicanas permearon y se encargó de que fluyeran hacia abajo. Hoy acude a los aniversarios del desembarco en Veracruz y reconecta con unas raíces que durante décadas sobrevivieron ancladas solo en su cabeza.
La gente la recibe hoy como a una verdadera estrella y ella charla, canturrea sardanas y disfruta como la niña que cantaba en el coro de Seròs, adonde ha vuelto en cuatro ocasiones. Ella no viajaba para descubrir una España que conocía de oídas, sino para volver a su casa, a su pueblo, a sus duraznos “suavecitos” y sus melones “dulces y sabrosos”. “Yo ya no sé si me siento mexicana, pero nunca he dejado de ser española. Mi tierra es mi tierra”, dice con un toque de orgullo, y se golpea el pecho con el puño. Hoy su nieto aprende catalán, el idioma que su abuela tenía prohibido hablar en casa, porque el exilio es un viaje de ida que encuentra siempre la forma de volver.
La política, un puente sobre el Atlántico
Cada cinco años, los pocos exiliados que van quedando vuelven a las costas de Veracruz a honrar el mar que los llevó a México y al que entregan las cenizas de sus mayores. Frente a esas olas depositan su memoria, comen, bailan y todavía hoy participan de asombrosos reencuentros. Regina Díaz, de 86 años, y Josefa Ibars, de 99, se conocieron el pasado junio aunque habían viajado en el mismo barco. Aquellos niños de entonces se sienten hoy satisfechos de que el recuerdo que en México se mantiene vivo empiece a conocerse en España. Para todos, más mujeres ya que hombres, llegaron este año los reconocimientos oficiales.
El ministro español de Memoria Democrática, Ángel Víctor Torres, apretó en junio una agenda imposible en México: visitas a los colegios que nacieron con el exilio o a los cementerios donde reposan los grandes nombres expulsados de su patria: Luis Cernuda, León Felipe, Concha Méndez, Max Aub, Carmen Parga y tantos otros. Un día antes, el Ateneo Español de México había sido declarado “lugar de memoria democrática”, la primera vez que se otorgaba esta distinción fuera de España.
España se asoma ahora a su exilio mexicano. En cambio, la segunda generación del destierro, como la primera, nunca ha dejado de interesarse por lo que sucedía al otro lado del Atlántico. La política es quizá el mayor vínculo con la patria perdida. Casi todos están muy pendientes de los informativos, lo mismo si exhuman a Franco de su tumba en Cuelgamuros que del resultado electoral. “Nostalgia de España, ninguna”, dicen los hermanos Alejandro y Vicente. Pero la actualidad es otra cosa: “La política española ahora es una vergüenza, el nivel de bajeza al que han llegado…”, comentan encendidos refiriéndose a la ultraderecha.
Ellos, como el resto de su generación, sí han viajado a la patria lejana, aunque la nostalgia no era su timón. Más bien la curiosidad por conocer un lugar en el que solo habían nacido y del que tanto hablaban sus padres. Ahora que la violencia se ceba con México, ven una España de promisión. Muchos de sus nietos estudian y viven allí, merced a la nacionalidad adquirida por su ascendencia, y otros viajan con dinero y por placer para descubrir un país muy distinto del que se consumía bajo la dictadura franquista. “El año pasado mis hijas se quedaron enamoradas de España, incluso dijeron: ‘Aquí se vive muy bien, mamá, qué bárbaro, cómo comen, y todos tan felices, nos quedamos a vivir aquí”, cuenta Conchita Michavila. “Ahora en España nos están ganando, tenemos que apresurarnos aquí”, se ríe su amiga Aída. “Alguna vez nos planteamos irnos a vivir allá”, dirá también Carmen Hernández, “pero al final te vuelves, porque México es México”.
Con débiles pasos se dirige Víctor Daniel Rivera Grijalba hacia su estudio en la planta alta de una fenomenal casa que él mismo, arquitecto por la UNAM, diseñó. Él llegó en 1939 en el primer barco que salió de Francia con republicanos hacia México, el Flandre. Quienes allí viajaban se habían pagado sus pasajes, eran gente con posibles. El arquitecto, ya retirado, es un hombre crítico con el gran exilio, del que se ha apartado. Y de España solo le interesa el fútbol. “Obviamente, el Real Madrid”, ríe.
La comunidad republicana es más heterogénea de lo que se piensa, a decir del historiador David Jorge. Eran de procedencias sociales muy distintas y reunían diversas ideologías que, andando el tiempo, se han agudizado en la segunda generación. Se dicen republicanos y progresistas si se les pregunta por España, pero la alta posición social que han alcanzado algunos les inclina hacia otras tendencias en México.
En lo que quizá coinciden todos es en su rechazo a la Monarquía, que ven como un arcaísmo. A muchos de ellos, sin embargo, tampoco les estorba ya esa figura coronada y no les hace ni pizca de gracia que los gobiernos mexicano y español entren en peleas diplomáticas, a cuenta del Rey o de lo que sea. El rifirrafe suscitado por la exclusión de Felipe VI en la investidura de la presidenta Claudia Sheinbaum les trae de cabeza. “Eso estuvo muy mal y me parece muy bien la contestación que ha dado Pedro Sánchez”, dice Regina Díaz. Ella eliminaría todas las monarquías. “Todas, pero si en España ha funcionado… Total, en México no hay monarquía y la política tampoco funciona”, afirma.
Y a los hermanos Alejandro y Vicente Rodríguez, ¿qué les parece que Felipe VI no fuera invitado a la investidura de Sheinbaum, a la que votaron?
—Una solemne tontería, vamos a dejarlo ahí —dice Alejandro.
—Algo más que una tontería —le secunda su hermano.
—¡Dilo en mexicano, hombre!
—Bueno, pues una pendejada —ríe Vicente al otro lado del sofá, en el Ateneo.
Así discurren ahora las conversaciones en ese Ateneo donde antaño se desgañitaban socialistas y comunistas por ver quién se llevaba el gato al agua. La institución se esfuerza hoy por sumarse a la conversación actual: “Tenemos que entrar en la discusión de lo que quiere decir ser migrante y exiliado ahora”, dice Juan Bonilla, el presidente.
De buena mañana, los niños del colegio Luis Vives se alinean a las órdenes de sus maestras para entonar un par de canciones españolas, con letras adaptadas a la actualidad. Acompañados de una guitarra y un cajón, los escolares cantan La Tarara y Si me quieres escribir, una tonada del frente de guerra republicano. Buganvillas estrelladas cuelgan sobre sus cabezas.
El que fuera un centro con maestros y niños españoles es ahora plenamente mexicano, pero conserva una reputación de valores emanados de la Institución Libre de Enseñanza, emblema de la Segunda República. “Igualdad, solidaridad, lealtad, laicismo, amor por la enseñanza”, enumera la exdirectora del centro privado, María Luisa Gally Companys, nieta de Lluís Companys, ministro en la República y presidente de la Generalitat catalana, fusilado por los franquistas.
Los niños que acuden cada día a estos colegios continúan la “hermandad” que surgió hace 80 años, en palabras de Regina Díaz, que estudió en el colegio Madrid y sigue reuniéndose el último jueves de cada mes con sus antiguos compañeros: “Es una amistad que no tiene cualquiera. Son las mismas aspiraciones, los mismos traumas y los mismos dolores. Es un bien común y es un mal común que compartimos con alegría”.
Con idéntica solidez y prestigio se mantienen hoy algunas de las instituciones fundadas entonces, como el Colegio de México, un reputado centro universitario de investigación, o el Fondo de Cultura Económica (FCE), la gran editorial latinoamericana. Aquella hornada de muchachos bien formados ocupan también hoy puestos en la alta política mexicana. Es el caso de la excanciller Alicia Bárcena, descendiente de exiliados, secretaria hoy de Medio Ambiente en el Gobierno de Sheinbaum, o del que fue subsecretario de Salud y comandó la lucha contra el coronavirus, Hugo López-Gatell, nieto de republicanos españoles. La semilla echó raíces.
Un vínculo de acero fiel
“Atravesamos la frontera a pie. Mamá llevaba una maleta con el ajuar de casada, sábanas y todo eso con el nombre de uno y de otro. No podía con la maleta y la dejó en los Pirineos. Yo también llevaba una maleta con una tortilla española. Pero me quedó la idea de que cargaba con dos botellas de vino, hasta que hice el comentario y mamá me dijo: ‘¡Qué botellas ni qué narices!, tenías cinco años, solo llevabas la tortilla”, cuenta Víctor Daniel Rivera Grijalba. Así son ya los recuerdos implantados de aquellos niños del exilio, nebulosas evocaciones de la infancia. Esta generación que ahora se extingue como una vela creció en la esquizofrenia de una doble vida: la juventud gozosa en un país vibrante contrastaba en la calle con la desazón que se vivía en casa. La consciencia de que ellos eran mexicanos se instaló también en la mente de sus padres. España ya solo sería un país de vacaciones, quizá una urna al otro lado del Atlántico para seguir votando y una bandera roja, amarilla y morada siempre en la biblioteca. “Porque un día ya no se puede más”, dice el poema de Angelina Muñiz-Huberman, “Y ese día, ese día aceptas el paisaje”.
La memoria incompleta de aquellos niños fue, finalmente, un ancla poderosa para mantener vivo el legado español en México, pero también propició una integración que entreteje las vidas de ambos países, porque no tuvo su origen en sangrientas conquistas ni en explotaciones empresariales. Es un vínculo “de acero fiel”. Palabra de poeta.