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En pleno conflicto civil, algunas rutas por territorios devastados servían para hacer propaganda del bando rebelde en el exterior y conseguir divisas
En plena Guerra Civil, el bando nacional creó rutas turísticas de guerra para traer a visitantes extranjeros a las regiones que habían caído bajo su control. De las cuatro planeadas inicialmente solo se materializaron dos, la norteña, que desde la frontera francesa visitaba las provincias cantábricas tras la caída del Frente Norte (se visitaban San Sebastián, Santander, el cinturón de Hierro de Bilbao, el Oviedo destruido tras el asedio, Altamira o Covadonga, en viajes de unos nueve días), y la de Andalucía.
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El objetivo era doble: por un lado, hacer propaganda en el exterior del bando nacional; por otro, conseguir divisas (el viaje costaba ocho libras esterlinas). A pesar de las comprensibles dificultades logísticas (al mismo tiempo sucedió, por ejemplo, la batalla del Ebro, la más cruenta de la guerra), tuvieron éxito: si las rutas comenzaron en verano de 1938, en diciembre del año siguiente ya las habían transitado más de 8.000 viajeros. Las rutas sobrevivieron a la guerra española, pero se vieron transformadas por la Segunda Guerra Mundial, que dificultó el turismo del exterior. Entonces se dedicaron al turismo nacional.
“Querían dar la idea de una retaguardia en paz, abundante y tranquila”, explica José García Fernández, autor del reciente libro Ruta de la Guerra Civil en Oviedo (KRK / Fundación Juan Muñiz Zapico). En su obra cuenta cómo se utilizó este turismo para fijar el relato de la gesta de Oviedo, la defensa de la ciudad ante el cerco republicano como otra heroica versión de la del alcázar de Toledo, pero que nunca llegó a ser tan importante en el imaginario del Régimen.
A los viajeros (alemanes, italianos, belgas, por lo general simpatizantes del bando nacional) se les transportaba en autocares: se habían comprado 20 vehículos Dodge de los que en Estados Unidos se utilizaban para transporte escolar. Del mantenimiento se ocupó la empresa ALSA y los conductores tenían que vestir el uniforme falangista (camisa azul, boina roja), siempre bien afeitados y evitando escupir en el suelo u orinar en el arcén. También se formaron guías intérpretes, que llevaron a los viajeros a los lugares donde había estado el frente, que se señalaban con dos carteles, “nosotros” y “ellos”, a veces a pocos metros de distancia.
Museos de guerra
No era la única atracción: se visitaban nidos de ametralladora o líneas fortificadas. En lugares como Oviedo se crearon rápidamente museos de guerra, donde se expusieron obuses, banderas o fotografías de la contienda. “También se trataba de limpiar la imagen de la Asturias roja y revolucionaria del 34, de la tierra de los mineros dinamiteros, algo que convenía a las oligarquías de la región”, explica García.
“Digamos que nos encontramos con el turismo al servicio de la guerra”, afirma Rafael Vallejo, catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Vigo. Los viajes fueron organizados por el nuevo Servicio Nacional del Turismo, con el periodista Luis Antonio Bolín al frente, el mismo que había fletado el avión Dragon Rapide para trasladar a Franco a Marruecos desde Canarias e iniciar la sublevación militar. Todo dentro del ministerio del cuñadísimo de Franco, Ramón Serrano Suñer.
Por entonces, España no era aún una potencia turística, como lo empezó a ser durante la época del desarrollismo, aunque la guerra española era seguida con pasión en el extranjero como campo de batalla de las grandes ideologías y preludio de la guerra europea.
El turismo global sí que había experimentado cierto crecimiento. “Los precios habían caído, los transportes se habían revolucionado y el turismo era una actividad que empezaba a llamar a la clase media, aunque sin llegar a ser todavía un turismo de masas como lo sería a partir de los años cincuenta”, explica Vallejo.
En las rutas de España se quería demostrar que la guerra era compatible con el turismo y se demostró. Hoy entraría dentro de eso que llaman dark tourism (turismo oscuro), dedicado a visitar antiguos campos de concentración o centrales nucleares accidentadas.
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