dimecres, 30 d’octubre del 2019

La Sección Femenina: el modelo abnegado de feminidad.


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Sumisas, silenciosas, que disimulasen su superioridad intelectual… ‘Historia de una tutela emocional’ cuenta cómo se adoctrinó a las mujeres durante el franquismo
NEREA BALINOT

<p>Reparto de comida por mujeres de la Sección Femenina en Guipúzcoa en 1937.</p>

Reparto de comida por mujeres de la Sección Femenina en Guipúzcoa en 1937.
FONDO MARÍN-KUTXA FOTOTEKA (CC BY 3.0)


29 DE OCTUBRE DE 2019
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Durante casi 40 años, la Sección Femenina –perteneciente a Falange Española– fue el organismo encargado de controlar la vida de las mujeres. Educarlas, formarlas, adoctrinarlas… Begoña Barrero utiliza todas estas palabras, pero hace hincapié en una: tutelarlas. Porque este no era un ejercicio puntual, sino un discurso continuo que ocupaba toda su cotidianidad. Iba más allá de la simple transmisión de conocimientos. Tenía un objetivo claro: moldear física y emocionalmente a las mujeres.
Todos los días recibían un mensaje: quién era la mujer española, cómo debía comportarse y cuáles tenían que ser sus expectativas. Un relato que sonaba en programas de radio y se imprimía en libros y revistas, pero que también reproducían madres y abuelas, encargadas de transmitirlo dentro de la familia.
Así, la Sección Femenina logró dominar el concepto de mujer. Impuso un único modelo posible: el falangista. Y controló hasta los aspectos más íntimos de su personalidad y carácter. Sobre este eje, Begoña Barrero –investigadora y doctora en Historia Contemporánea– construye La Sección Femenina (1934-1977)Historia de una tutela emocional, un libro para entender cómo se adoctrinó a las mujeres durante el franquismo.
Un modelo de mujer –sonriente– al servicio de la dictadura
En 1939, la Sección Femenina se convirtió en la organización encargada de formar la “identidad nacional” de las mujeres. El adoctrinamiento era completo, explica Barrero: desde funciones prácticas, como su papel en la sociedad –determinadas profesiones, el hogar como destino ideal– hasta cuestiones más personales, como la forma en que debían construir su emocionalidad. 
El servicio social –un periodo educativo que estaban obligadas a cumplir– era el instrumento esencial, afirma. Pero la formación no terminaba ahí. Desbordaba la esfera institucional e invadía el día a día de las mujeres a través de la radio, las revistas y los libros para niñas. Numerosos recursos organizados con un único objetivo: adoctrinar mujeres “conformes y dóciles al sistema político”. Por eso, Barrero sostiene que la Sección Femenina fue fundamental para el régimen franquista; un “elemento clave” en la estabilidad de la dictadura. 
El ideal de mujer de la Sección Femenina nació a modo de autorrelato durante la Guerra Civil, continua Barrero. A medida que aumentaba su control sobre las mujeres de la retaguardia, surgió la necesidad de inventarse. De plantear: “¿cómo somos nosotras en tanto que mujeres falangistas?” La respuesta fue un relato sobre la feminidad que condicionó –en mayor o menor medida– la vida de las españolas hasta 1977, año en que se disolvió la organización. 
También, un determinado “canon estilo-emocional”: entrega, renuncia, sacrificio, abnegación y alegría como sentimientos que debían predominar en las mujeres. Atributos que nacieron asociados al propio carácter falangista, pero “moldeados” para adaptarlos a la feminidad, explica Barrero. Es el caso de la alegría falangista, un modo de mostrar orgullo por la historia patria que, tras “adherirse a la identidad femenina”, se transforma. Para las mujeres, la alegría no es orgullo: “Es estar sonriente y conforme, sin quejas”. 
Desde la Sección Femenina no solo se dictaba cómo debían ser las mujeres; también, qué emociones había que evitar. Entre ellas, Barrero destaca el malhumor, las actitudes severas y los celos. Explica que, en un discurso marcado por las diferencias emocionales entre hombres y mujeres, ellas eran consideradas “más sentimentales, pasionales y dadas al desborde emotivo”. Como organización rectora, la función de la Sección Femenina era educarlas para “controlar esa sentimentalidad”. Sobre todo, si podía provocar conflictos dentro del matrimonio. Las políticas natalistas de los años 40 y 50, añade, así lo exigían.
Las identidades que fabricaba la Sección Femenina eran sumisas y dóciles. “Respecto al régimen, por supuesto. Y, también, respecto a la masculinidad”, afirma Barrero. El objetivo era que el hombre no se sintiese amenazado. Para lograrlo, se recomendaba a las mujeres “disimular su superioridad intelectual” o “revestir su inteligencia de emocionalidad”. También, guardar silencio; un elemento que se mantuvo en su discurso hasta el final. Barrero recuerda el homenaje a Pilar Primo de Rivera celebrado en 1977. Las virtudes que más se ensalzaron de ella como símbolo de feminidad falangista fueron el silencio y el “no llamar la atención”. Más de 40 años después de su fundación, el modelo abnegado de feminidad perduraba como un “elemento nuclear” de la cultura política femenina falangista, explica.
Un silencio que iba más allá de la ausencia de palabras y acallaba, incluso, la forma de gesticular y moverse de las mujeres. Barrero lo describe como “una dimensión física del adoctrinamiento”. Una imposición que se refleja en lo corporal y lo expresivo. En la forma de andar y de mover los brazos. En un determinado tono de voz. Como mujer ideal, aquella que no hace aspavientos, no habla alto, es recatada y, ante todo, sonríe.
En el lado opuesto, a modo de espejo deformante, la Sección Femenina situaba varios contramodelos a evitar: la mujer republicana, la mujer comunista y la mujer feminista. Enemigas que responden al contexto histórico –guerra civil, guerra fría y auge del feminismo– pero comparten un patrón similar, explica Barrero: son intelectuales, pasionales, con poca gracia, sin dotes maternales, no obedientes, gritonas y, además, feas. 
El canon emocional obligatorio –sacrificio, abnegación y silencio– tuvo que ser un “auténtico sufrimiento emocional” para las mujeres, denuncia Barrero. No les permitía quejarse, ni mostrar desobediencia. Al contrario, les obligaba a aceptarlo con alegría: “insisten mucho en el tema de la sonrisa”. Las mujeres debían sacrificarse y, además, mostrarse felices de ese sacrificio. La Sección Femenina no permitía ni la queja más mínima –“la más sutil”– que es no sonreír mientras lo haces. “Es una violencia brutal”, concluye.
Para Barrero, la formación sentimental de la Sección Femenina condicionó a las mujeres. Aprender que eres más emocional que intelectual o que debes evitar el conflicto con el hombre tuvo consecuencias directas sobre su vida, explica. Por ejemplo, a la hora de rebelarse contra un marido violento. Cuenta que, en uno de los consultorios emocionales, la “especialista en conflictos amorosos” llegó a decir que el cachete que da el marido es merecido si la mujer ha tenido un ataque de celos. Esto, afirma, es solo un ejemplo de cómo la educación sentimental afectaba a las mujeres, pero hay muchos más. No solo es violencia agredir físicamente. También lo es “machacar psicológicamente” con un determinado modelo de mujer. Imponer una misma personalidad –“una identidad homogénea”– a un grupo de personas, simplemente porque se les ha asignado el género femenino. Esto impide al individuo construirse a sí mismo, denuncia. Coarta su libertad más legítima: “definir cómo quiere ser”.
El propósito de la sección femenina era “devolver a las mujeres al hogar”, sentencia Barrero. También, desmontar la cultura política republicana que había permitido el reconocimiento de sus derechos. Al hilo de la polémica creada en torno al proyecto “Cartas Vivas”, que incluye a Pilar Primo de Rivera como mujer pionera del siglo XX, Barrero sostiene que es una “manipulación absoluta” presentar la Sección Femenina –o a su fundadora– como “promotora de la emancipación femenina”. Y añade: “no hizo nada por mejorar la vida de las mujeres”. 
Frente a este ideal de vida doméstica, las posiciones de Pilar Primo de Rivera y otras mujeres relevantes en la Sección Femenina pueden parecer “paradójicas”, concede. Mientras imponían un modelo de feminidad vinculado al hogar, ellas ocupaban lugares de poder en espacios públicos, sin hijos ni marido, pues una norma obligaba a dejar la organización si se formaba una familia. La excepcionalidad de la situación era su justificación, explica Barrero: ellas eran “la élite, las dirigentes, las responsables de transmitir el mensaje”. Alguien tenía que hacerlo. Sin embargo, no se consideraban completamente diferentes a las mujeres que tutelaban. Al contrario, se esforzaban por mostrar similitudes entre su trabajo como falangistas en un despacho y el trabajo del resto de mujeres en su casa. “Como para decir: cada una tiene su función, pero todas somos las mismas”, explica: “igual de emocionales, abnegadas y alegres”. Así lo muestra un artículo que, a la hora de describir el trabajo que realizan varias dirigentes falangistas, utiliza expresiones como “brillo de alegría”, “preocupación de la belleza” y “suavidad de manos cuidadas y de alma cuidadosa”. Definiciones que pueden servir tanto para una jerarca de la Sección Femenina como para una mujer encerrada en su casa, concluye Barrero.

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