La ceguera de algunos políticos que no calibraron la seria amenaza del alzamiento y la lenta reacción de los mandos militares leales a la República permitieron que triunfara la conspiración
En las primeras horas del 17 de julio de 1936 los golpistas han fusilado ya a varios oficiales leales a la República en Melilla y Tetuán. Los gobernadores civiles contestan con buenas palabras a las llamadas telefónicas del Gobierno de la República diciendo que todo está tranquilo. En realidad nada está tranquilo; una terrible tempestad se prepara sin que nadie parezca prestarle la debida atención. Solo al caer la noche el Gobierno toma verdadera conciencia de lo que está ocurriendo en Marruecos. No obstante, el presidente del Consejo de Ministros, Casares Quiroga, se lo toma con relativa calma. Manuel Azaña, por su parte, tampoco parece inquietarse demasiado.
Solo al amanecer del día 18 se difunde por la radio que se ha producido un alzamiento militar en las plazas africanas, aunque nadie lo ha secundado en la Península. Sin embargo, a esa hora militares sublevados y grupos de trabajadores se enfrentan de forma encarnizada calle por calle. Y está muriendo gente en la refriega. Pese a todo, “el Gobierno sigue perdiendo horas preciosas sin tomar ninguna decisión, pese a los requerimientos de las organizaciones obreras”, que exigían ya la entrega de armas para poder luchar, según se desprende de la imprescindible obra sobre la guerra civil del historiador Manuel Tuñón de Lara, el que fuera uno de los grandes expertos en ese trágico episodio de nuestra historia.
Mientras tanto, Queipo de Llano toma Sevilla en una operación sorpresa con poco más de cien hombres y quince falangistas voluntarios. ¿Cómo ha podido ocurrir? El efecto dominó es inmediato en Algeciras, Écija, Cádiz y la Línea. Córdoba cae también en manos de los rebeldes. A los obreros solo les queda declarar un huelga general mientras la República sigue resistiéndose a armar al pueblo. Franco sale por la noche en el Dragon Rapid rumbo a Tetuán.
Casares Quiroga y el presidente de la República dejan pasar el tiempo sin adoptar una sola medida de defensa. “Quien facilite armas sin mi consentimiento será fusilado”, asegura el jefe de Gobierno. Presionado y acorralado por las organizaciones obreras, Casares se verá obligado a dimitir en la noche del 18. Son los momentos cruciales de la histórica guerra que se avecina; el minuto decisivo en el que se va a decidir si triunfa el golpe de Franco o la República retoma el control.
La población sigue pidiendo armas. Las piden también los partidos Comunista y Socialista, así como la UGT. El general Pozas, director general de la Guardia Civil es partidario de armar ya a la ciudadanía; por el contrario, el general Miaja, comandante en jefe de Madrid, no lo ve prudente. Se siguen perdiendo horas decisivas.
Al mismo tiempo, Azaña todavía piensa en la solución política: un Gobierno moderado presidido por Martínez Barrio tan absurdo como inútil. Al filo de la medianoche llegan dramáticas noticias a la central de teléfonos de Gobernación. El general Mola se ha sublevado; está de lado de Franco. Los golpistas se han hecho con Valladolid y Burgos, además de dos capitales de Aragón. La conjura se extiende por todo el país ante la ineficacia de los políticos y mandos militares republicanos. En Madrid, una multitud cada vez más numerosa pide armas con insistencia. Martínez Barrio y Mola mantienen una acalorada conversación cuyo contenido aún no se ha determinado en su integridad, aunque queda claro que el general sublevado se niega a mantenerse fiel a la República. Según Tuñón de Lara, estas son sus palabras: “No, no es posible señor Martínez Barrio. Ustedes tienen sus masas y yo tengo las mías. Si yo acordara con usted una transacción habríamos los dos traicionado a nuestros ideales, a nuestros hombres. Mereceríamos antes que nos arrastrasen. La suerte está hecha”. No hay marcha atrás para detener la tragedia.
Al amanecer, una mezcla de miedo e indignación se apodera de Madrid. Martínez Barrio sabe que no cuenta con el apoyo del pueblo. Azaña también lo sabe. Se llama a José Giral para que se haga cargo de la Presidencia del Consejo de Ministros. Este por fin autoriza la entrega de armas a la población.
Entre tanto, Franco va a llegar a Tetuán para ponerse al frente de los ejércitos de Marruecos. Un barco repleto de regulares pasa desde Ceuta a Cádiz, donde se aplasta la resistencia republicana. Al día siguiente llegará otro contingente de sublevados. En poco tiempo Navarra, Ávila, lo que entonces era Castilla la Vieja casi al completo, Salamanca, Cáceres, Álava, Córdoba, Baleares y Canarias caen en poder de los militares insurrectos. La Guardia Civil toma Albacete. El golpe ha triunfado finalmente por la lentitud y la incompetencia de los políticos y del alto mando de la República que no supieron tomas las decisiones adecuadas.
El Gobierno distribuye las primeras armas al pueblo el 19 por la mañana. No obstante, “45.000 fusiles de reserva quedan inutilizados porque sus cerrojos están en el Cuartel de la Montaña, donde la tropa presenta una actitud hostil. Se han perdido cuarenta horas decisivas”, sentencia Tuñón de Lara. ¿Qué habría ocurrido si la República hubiese reaccionado con mayor contundencia sofocando el golpe en las primeras horas? Probablemente la historia hubiera sido otra muy diferente.
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