Sebastiaan Faber
Catedrático de Estudios Hispánicos (Oberlin College, Ohio [EEUU]) y autor de «Memory Battles of the Spanish Civil War: History, Fiction, Photography» (2018) y «Exhuming Franco: Spain’s Second Transition» (en curso de publicación).
Para sus nuevos amigos españoles su nombre resultaba imposible de pronunciar. Gerardus Johannes Geers tenía 26 años cuando llegó a Madrid en abril de 1918. Su delgadez hacía resaltar sus huesos grandes y su cara de campesino de Van Gogh. Medía más que todos y lucía don de idiomas: además de su holandés nativo dominaba el inglés, francés y alemán. Le costó poco empezar a expresarse con fluidez en castellano.
Geers se había mudado a España, acompañado de su mujer e hijo pequeño, para ganarse la vida como maestro doméstico de los niños del representante diplomático de Holanda en Madrid. Nacido en Delft en 1891, acababa de doctorarse en Leiden con un tema digno de Chomsky: el uso de los prefijos en el idioma de los indígenas Blackfoot. Pero, al igual que Chomsky, lo que de verdad le interesaba era la política.
El contacto con la dura realidad peninsular le sirvió para concretar lo que se había venido perfilando como un marxismo cada vez más radical. El momento y el lugar eran propicios. La España de 1918 estaba inmersa en un gran torbellino de activismo obrero, inspirado en parte en las noticias que llegaban de la revolución en Rusia. En agosto de 1917, se había convocado una huelga general, cuya represión de parte del gobierno se cobró 70 muertos. En el campo andaluz, hubo a partir del otoño de 1918 una intensa movilización política (el mal llamado “trienio bolchevique”) promovida por el movimiento anarquista. También fue reprimida con dureza. El Cataluña, la Huelga de la Canadiense en febrero de 1919 terminó convirtiéndose en huelga general y se resolvió al cabo de 44 días con una importante victoria obrera.
Geers, convertido en corresponsal de ocasión, cubre estos eventos para la prensa holandesa. (“Los camaradas españoles”, escribe en el diario comunista De Tribune en enero de 1919, “son perseguidos de la manera más bestial por la burguesía, que es tan estúpida como deliberada”). Al mismo tiempo, empieza a frecuentar círculos socialistas madrileños. En el Ateneo, en la Calle del Prado, conoce a un joven de aspecto austero que se presenta como Juan Andrade. Tiene veinte años y milita en las juventudes del PSOE, la Federación de Juventudes Socialistas Españolas (FJSE). Geers y Andrade no tardan en descubrir una profunda sintonía política e intelectual. Se hacen amigos.
A partir de ese momento, el holandés se reúne de forma regular con Andrade y un grupo de jóvenes compañeros de partido: Ramón Merino Gracia, Eduardo Ugarte, Antonio Buendía, Gabriel León Trilla, Ricardo Marín, Luis Portela. Les une un disgusto compartido hacia el reformismo de las generaciones socialistas más viejas, la del profesor Fernando De los Ríos y el abuelo Pablo Iglesias. Los jóvenes ven otro futuro: pretenden que el PSOE abandone la Segunda Internacional y se afilie a la Tercera, la Comunista, fundada en marzo de 1919. Geers, que ha leído a los marxistas en alemán, orienta en lo que puede a sus amigos españoles, bastante menos familiarizados con la teoría política. Junto con Andrade traduce La victoria proletaria y el renegado Kautsky, de Lenin, para Biblioteca Nueva.
En diciembre de 1919 llega a España el agente ruso Mijail Gruzenberg, mejor conocido como Borodin. Su misión: fundar un movimiento comunista en España. Le acompaña un joven militante norteamericano, nacido en 1895 como Charles Phillips pero que viaja con pasaporte a nombre de Jesús Ramírez. Borodin y Ramírez llegan de México, donde han hecho de parteros del Partido Comunista Mexicano. Ahora les toca hacer lo mismo en la Madre Patria.
Después de desembarcar en La Coruña, Borodin y Ramírez viajan a la capital, donde se alojan en el nuevo Hotel Palace, erigido siete años antes en plaza de Cánovas del Castillo. (Borodin cree que los revolucionarios, para pasar inadvertidos, deben viajar en primera clase. Le funciona el truco, a pesar de que la policía española hace lo que puede por descubrir a los agentes extranjeros que, según la prensa conservadora, están invadiendo el país). En un primer intento por contactar con socialistas españoles, Ramírez —como lo había hecho Geers— pasa por el Ateneo. En la sala de lecturas entabla conversación con un hombre alto y rubio que está leyendo libros en inglés. Es el novelista John Dos Passos. Éste le presenta allí mismo a Fernando de los Ríos y Mariano García Cortés. De los Ríos le cae simpático a Ramírez, aunque también le decepciona: el profesor le dice que, a pesar de su militancia en el PSOE, en el fondo es más humanista que socialista. García Cortés, concejal, es más receptivo. Simpatiza con los bolcheviques rusos —dice— y le invita a Ramírez a presentarse esa misma noche a su tertulia en un café de la Puerta del Sol.
Es allí donde Ramírez conoce a Ramón Merino Gracia, que trabaja de camarero en el mismo café. Más interesante es el hecho de que Merino acaba de ser elegido secretario general del Comité Nacional de la Federación de Juventudes Socialistas. Encantado de conocer a Ramírez y de saber de la presencia en Madrid de Borodin, Merino echa pestes de sus camaradas mayores, perdidamente moderados, demasiado pusilánimes como para romper con la Segunda Internacional. Le comunica también el entusiasmo revolucionario de su grupo de amigos deseosos de afiliarse, ya, a la Comintern. Ramírez sale contento: ha encontrado lo que buscaba. Cuando llega al hotel le dice a Borodin que ya tienen con quién trabajar.
Establecidos los contactos, a partir del 23 de diciembre Borodin y Ramírez empiezan a reunirse de forma regular, primero con varios dirigentes socialistas y después, más asiduamente, con el grupo de Merino, Andrade, Ugarte y compañeros. Pretenden preparar cuanto antes la fundación de un Partido Comunista español. Suelen apiñarse en el cuarto que Ramírez le alquila al hermano de Merino, un zapatero afincado cerca de la Plaza del Carmen: una pequeña habitación en un piso arriba del taller. Geers está presente en muchas de estas reuniones. Siempre que hace falta, sirve de intérprete entre Borodin y Andrade. El ambiente es conspirativo, y con razón: el grupo se propone nada menos que cargarse al PSOE forzando una escisión.
Es Andrade, de hecho, quien, andando los meses, se revela como la fuerza motriz del grupo. En palabras de Gerald Meaker, el veinteañero de Madrid era todo un Robespierre, “henchido de ardor revolucionario e idealismo ultraizquierdista, austero, elocuente y colérico”: “Altamente sectario y entregado a una visión revolucionaria de gran pureza, Andrade era tal vez el más inflexible e intransigente de todos los jóvenes militantes. Estaba preparado por completo para ser un mártir de la causa…”. Vivía con dos tías solteronas y se ganaba la vida como funcionario menor en Hacienda, trabajo que perdería pocos años después cuando se intensificó la persecución política de la izquierda. En los veinte, cuando Andrade gana fama como editor y periodista radical, pasa casi más tiempo dentro de la cárcel que fuera.
Gracias en gran parte al trabajo de Andrade y Geers, el PCE se lanza en abril de 1920. Desde la llegada de Borodin y Ramírez, el grupo había trabajado de forma febril en la preparación de este momento. En un borrador de programa elaborado en marzo, el partido se afiliaba a la Tercera Internacional, reconocía “la dictadura del proletariado como el único medio de traer el comunismo” y atacaba al PSOE por reformista. El día 15 de abril las Juventudes Socialistas de todo el país, reunidas en asamblea, abrían los sobres que les habían enviado desde Madrid y que contenían el manifiesto de fundación. El éxito fue algo menor que el esperado: de los siete mil afiliados a las FJSE, unos dos mil se subieron al carro del PCE. El nuevo periódico del partido, El Comunista, nació el 1 de mayo. Su director era Juan Andrade.
Geers, sin embargo, tuvo poco tiempo para disfrutar de su nuevo papel como operativo político español. Fichado por la policía a causa de su actividad clandestina, fue desterrado primero a Vigo y después, a principios de junio, deportado de regreso a Holanda. Más tarde ese mismo mes, Andrade le escribe desde Madrid para enviarle su documentación oficial. “Como supongo que tendrás mucho gusto en tener un carnet de afiliado a nuestro Partido”, escribe, “te lo envío para que puedas presentarlo donde quieras”.
***
Geers y Andrade intercambian cartas frecuentes en 1920 y 1921. Después se pierden la pista, hasta que retoman la correspondencia a finales de 1927. En marzo de 1928, Andrade le envía una larga misiva, escrita a máquina, en la que le resume siete años de penurias a manos de sus camaradas de partido y del régimen. Confirmando la ferocidad de la represión política en los años de Primo de Rivera y la desorganización de los comunistas, escribe:
en total, he estado desde que te marchaste de aquí once veces preso lo que suma en total unos veintiséis meses. Durante todo este tiempo he pasado múltiples calamidades de todo género, principalmente materiales. A consecuencia de lo reducido que es el partido y de lo desorganizado que está, los presos no recibían socorro alguno. He tenido que comer rancho y mi madre ha pasado hambre. Ya supondrás que perdí hace varios años mi empleo en Hacienda.
Relata una serie inacabable de conflictos. El primer partido comunista, dice, “sostuvo una guerra a muerte con el Partido Comunista Obrero, que era de tendencia centrista”; la Comintern impuso una fusión de los rivales, en que la facción de Andrade acabó por quedarse marginado. El mismo Andrade incluso estaba amenazado de expulsión. “El Partido Comunista”, concluye pesimista, “actualmente puede decirse que, de hecho, no existe en España. Un grupo de apaches han establecido su dictadura y hacen lo que les da la gana. La gente, asqueada con todas estas cosas, está inactiva, aunque la idea comunista tiene en España cada vez más simpatías”.
Geers también ha sufrido lo suyo. Poco después de regresar de España, rompe con el Partido Comunista de Holanda para fundar, con el poeta Herman Gorter, un partido comunista nuevo de orientación consejista el modelo alemán del Kommunistische Arbeiterspartei Deutschlands (KAPD). El nuevo partido holandés, el KAPN, lo dirige Geers al mismo tiempo que trabaja como maestro de español en la ciudad oriental de Enschedé, que cuenta con un importante movimiento obrero. Para Geers, el KAPN supone el primer paso en una evolución ideológica que le irá alejando del marxismo. El llamado “comunismo de consejos”, que origina precisamente entre izquierdistas norteños como el holandés Anton Pannekoek, rechaza el “comunismo de partido” de Lenin. En su lugar, propone que la clase obrera se organice, autonómicamente, en consejos locales y gremiales. En ese sentido, el comunismo consejista se aproxima al anarcosindicalismo. En esta evolución de Geers, es muy probable que influyeran sus dos años en España, donde pudo observar de primera mano la fuerza del movimiento anarquista más poderoso y mejor organizado de Europa. Andrade no comulga con la evolución de su camarada holandés —“Conozco cuál es tu posición en relación con el movimiento comunista internacional”, escribe. “No creo descubrirte una gran cosa si te digo que no estoy conforme”—, aunque no por ello le niega su amistad. (En Holanda, la disidencia de Geers sí incita la enemistad de sus antiguos compañeros del Partido Comunista Neerlandés, que en su congreso de noviembre de 1921 —según apunta el agente del servicio secreto que lo observa— advierten contra “el movimiento puramente anarquista del Dr. Geers, antiguo compañero de partido, que está teniendo mucho seguimiento en Enschedé”).
***
Años más tarde le contactan a Andrade —que ha pasado décadas como exiliado en Francia, para volver a Madrid en 1978— desde el Instituto Internacional de Historia Social de Ámsterdam. Le comunican que Geers, al morir en 1965, legó sus papeles al Instituto, uno de los mayores archivos de militancia obrera del mundo. Los archiveros se han topado con un fajo de cartas de Andrade a Geers, de las que le mandan fotocopias. Leyéndolas, Andrade no puede por menos de avergonzarse por su propia impetuosidad juvenil. “[M]e salieron los colores a la cara”, le escribe a su viejo compañero POUMista Antonio Rodríguez. “Pero ahora, al irlas copiando me ha parecido que, con todas las ultranzas y palabras violentas que contienen, por su sinceridad y pasión no carecen de cierto interés y revelan el entusiasmo de una época en que un grupo de chicos emprendieron la inmensa tarea e construir el Partido Comunista Español”.
Para entonces, el viejo Andrade llevaba medio siglo de viacrucis a cuestas. Después de dirigir los primeros periódicos del PCE (El Comunista y después La Antorcha), fue destituido de todos sus cargos en 1927. En 1930 ayudó a fundar Oposición Comunista Española, afiliada a la Izquierda Comunista de Trotsky, que en 1935 se fusionaba en el POUM, en cuya cúpula servía Andrade junto con Andreu Nin y otros. Mientras tanto, traduce y escribe, fundando y dirigiendo revistas y editoriales como Cenit, Hoy e Iberoamericana. Durante la Guerra Civil es víctima de la criminalización del POUM: le cae una condena de 15 años de prisión. En febrero de 1939 escapa a Francia, donde pasa tres años y medio en cárceles y campos. Vive un largo exilio francés marcado por el activismo político. No vuelve a España hasta 1978: muere en Madrid tres años después, precisamente un primero de mayo.
Geers, por su parte, se había hecho famoso en Holanda como profesor, traductor y crítico hispanista, además de luchador por la liberación sexual (ya en 1936 había escrito a favor del onanismo como expresión natural de la sexualidad humana). En los años sesenta, lidera el movimiento de paz holandés. Para entonces ya hacía años que había trocado sus ideas comunistas por una vocación más bien anarcosindicalista —conjugada con el psicoanálisis y, de modo algo incongruente, una afición al raciovitalismo de Ortega— que, a su vez, había derivado en una posición pacifista, de lucha apasionada contra el armamento nuclear. Así como Max Aub, Geers creía que sólo una tercera vía ofrecía una salida a la locura colectiva de la Guerra Fría. De hecho, fundó y presidió durante años la organización de ese nombre en Holanda, De Derde Weg, según consta en su expediente policial. (Además de una profunda sinceridad, todas sus actividades políticas tenían otra constante: sin falta llamaban la atención de los servicios de inteligencia holandeses).
Si la biografía de Juan Andrade no es tan conocida como debiera, menos lo es aún la de su amigo neerlandés. Dignas de recordarse por su propio interés, la vida y obra de Geers tienen además un valor agregado: ilustran los complejos orígenes del hispanismo occidental moderno —conformado por factores políticos y religiosos además de filias y fobias culturales— y, sobre todo, el impacto que tuvieron la Guerra Civil y sus secuelas sobre la evolución del campo erudito que se ocupa de la cultura e historia españolas.
Inevitablemente, la Guerra Civil marca un hito en la vida y obra de Geers, como lo hizo a nivel mundial en las de la gran mayoría de sus colegas. El impacto más directo para Geers fue físico: España le queda vedada. En 1939, Geers juró no volver a pisar tierra española mientras allí reinara el fascismo. Eso sí, siguió dedicando su vida a la lengua, literatura y cultura españolas. Nunca dejó de leer la prensa diaria y de seguir la actualidad política del país. No hubo protesta antifranquista donde no se presentara. Desde los años 20, tradujo y mantuvo correspondencia con Unamuno, Ortega, Baroja, Zambrano, Gómez de la Serna y Blasco Ibáñez. Murió en mayo de 1965, fiel a su promesa de 1939, como un exiliado republicano más. Precedió en tres años a uno de sus poetas más admirados, también exiliado republicano: León Felipe. De él tradujo estos versos:
España… la España inmortal de la sangre… limita
Al norte… con la pasión.
Al oeste… con el orgullo.
Al este… con el lago de los estoicos…
Y al sur… con una puerta inmensa que mira al Mar
y a un cielo de nuevas constelaciones.
Por esta puerta salí yo…
Todos los poetas del Destierro…
y todos los españoles del Éxodo y del Llanto.
[…]
La España de la tierra no me importa más que para
sacar de allí a los que aún buscan la justicia.
Y hoy me lo juego todo por la España de la sangre.
***
Los dos años que Geers pasó en España, entre abril de 1918 y junio de 1920, constituyeron un caldo de cultivo que nutriría las dos grandes pasiones de su vida: el español y la política. Fue un auténtico hispanista militante. Desde el comienzo de su relación con el país, Geers estuvo en España no sólo para observar, estudiar y admirar, sino también para criticar e intervenir. Durante los 45 años siguientes, su postura ante lo español mantendría esta combinación de solidaridad, activismo y crítica. España, para él, era un objeto de fascinación y amor, pero a diferencia del típico hispanista romántico no se interesaba tanto por una España eterna que había sido, sino por la España que podía ser.
¿Cómo se conjuga la evolución política de Geers con su hispanismo? España, más que ningún otro país, era para Geers prueba viva del fracaso del capitalismo y de la necesidad de la revolución. Eso sí, a los obreros españoles y sus líderes les faltaba conocimiento y dirección —cosas que, con la generosidad que le era propia, se apresuró a prestarles—. “Es usted comunista y revolucionario:”, escribió en febrero de 1920, bajo el seudónimo de Cayo Graco, en el periódico radical holandés De Tribune, “lo será diez veces más cuando haya visitado España”. Para Geers, los socialistas españoles —Besteiro, Largo Caballero, Saborit— eran líderes ejemplares, muy diferentes de sus homólogos holandeses: “hombres valientes y honestos, cuyo defecto no es la cobardía o el servilismo, sino sólo su falta de conocimiento, su incapacidad para leer a Marx y Engels en alemán”. En otras palabras, al joven Geers los defectos de España —el atraso general, la falta de preparación de sus líderes obreros— no le impedían reconocer el tremendo potencial revolucionario del país. Esta imagen de España como nación poco desarrollada que, sin embargo, sirve como fuente de esperanza sería otra constante en el hispanismo de Geers.
Curiosamente, al mismo tiempo que escribía artículos revolucionarios para la prensa radical holandesa y española, inició una carrera como corresponsal español del Nieuwe Rotterdamsche Courant (NRC), un periódico prestigioso, pero también el más burgués del país, de tendencia liberal-conservadora. Se vio forzado a adaptar su tono y temática mientras navegaba por los cotos bien definidos del paisaje mediático holandés; al menos una vez le censuran un texto por demasiado radical. Aun así, los primeros artículos escritos para el NRC tienen el mismo fondo crítico de los textos revolucionarios. La política española, escribe en una nota de agosto de 1919, “es educativa, porque presenta una imagen directa, a veces exagerada, de la política de todos los países, y por tanto resulta tan asquerosa, tan egoísta y tan incitadora a la violencia, que un hombre o bien se queda contaminado por ella, o bien se ve obligado a darle la espalda, con los nervios rotos”. Geers ve mucho que denunciar. La policía española, escribe, “aún tiene costumbres bárbaras”; el pueblo español es el “más atrasado” de Europa; la familia española educa mal a los hijos, entre otras cosas porque el régimen paternal es “déspota, arbitrario y estúpido”. El estado funciona mal por “la corrupción, la indiferencia y la falta de educación de los políticos”; “En la educación pública, todo es tristeza”. Al mismo tiempo, señala que iniciativas la Institución Libre de Enseñanza y la Residencia de Estudiantes dan alguna esperanza de cambio.
La carrera de Geers como corresponsal en España se aborta con su expulsión en 1920. A pesar de ello, en la década de los veinte y treinta desarrolla una intensa labor periodística para el NRC, aunque ya casi exclusivamente como crítico literario. Fue gracias a él que —cosa hoy inaudita— el público holandés se enteraba de obras españolas actuales antes o sin que se tradujeran. El estallido de la Guerra Civil en julio de 1936 le pone en un brete, como a todos los hispanistas del mundo.
***
En julio de 1938, José Ortega y Gasset publicó un ensayo en la venerable revista londinense The Nineteenth Century afirmando, entre otras cosas, que Alberto Einstein era un ignorante. Por cierto, al filósofo no se le ocurrió cuestionar las credenciales científicas del físico; se refería más bien a las manifestaciones públicas que había hecho Einstein a favor de la República Española. Para Ortega, la intervención de Einstein era sintomática del triste estado de una inteligencia europea que se había encaprichado con una causa política cuya verdadera naturaleza desconocía. Cito al maestro: “Mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban a escritores y profesores, bajo las más graves amenazas, a firmar manifiestos, a hablar por radio, etc., [algunos de los principales escritores ingleses,] cómodamente sentados en sus despachos o en sus clubs, exentos de toda presión, [. . .] firmaban otro manifiesto donde se garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad”. Incluso Einstein, decía Ortega, “se ha creído con ‘derecho’ a opinar sobre la guerra civil española y tomar posición ante ella”, a pesar de que “usufructúa una ignorancia radical sobre lo que ha pasado en España ahora, hace siglos y siempre”.
Como bien se sabe, para la intelectualidad occidental la guerra española adoptó pronto la forma de un imperativo moral: nadie que supiera de ella podía dejar de tomar posición. Como afirmaba el famoso panfleto británico, Authors Take Sides: “Ya no vale la actitud equívoca, el distanciamiento paradójico, irónico. [. . .] Las preguntas que le hacemos son éstas: ¿Está a favor, o en contra, del Gobierno legal y del Pueblo de la España republicana? ¿Está a favor, o en contra, de Franco y el fascismo?”. Irónicamente, Ortega fue de los pocos entre los españoles y extranjeros que se negó a tomar partido, manteniendo, hasta la publicación del ensayo mencionado, un silencio ensordecedor. Y, como también se sabe, esa ambivalencia acabó por costarle caro. Aún así, no le faltaba razón. ¿Qué sabía Einstein de España? ¿Qué sabían de ella los cientos de intelectuales que se declaraban a favor de uno u otro bando? Si la guerra forzó a muchos a declararse políticamente, en la mayoría de los casos esa toma de posición se basaba en informaciones muy limitadas y además contaminadas por la propaganda de los dos bandos.
Bien mirado, la acusación de Ortega toca directamente a los dilemas básicos de la democracia y la libertad de expresión; implica que el derecho a la expresión pública de una opinión de carácter político debe limitarse a los sabedores, los peritos. Pero esta implicación presenta dos problemas. Primero, no es nada evidente la conexión automática entre la erudición y el atino político. (Recordemos el dudoso papel público que jugó Bernard Lewis en los años de la invasión de Irak, reconocido experto en la historia del mundo islámico). Segundo, la idea de que sean los peritos, los estudiosos, los que más derecho tienen a la opinión pública se compagina mal con una idea ampliamente difundida —y compartida, en ocasiones, por el propio Ortega— que identifica el rigor académico con la abstención de intervenciones públicas de índole política.
En este contexto, ¿qué actitud adoptaron ante la guerra los pocos extranjeros que sí conocían España, que hablaban su idioma y habían estudiado su cultura e historia, y que además profesaban un profundo amor por el país? ¿Qué hicieron los eruditos hispanistas? ¿También se sintieron obligados a tomar partido? ¿Cómo interpretaron su papel de estudiosos y peritos cuando su objeto de estudio se convirtió, de la noche a la mañana, en el centro de un debate político tan amplio como apasionado? ¿Se sintieron llamados a intervenir en la esfera pública, como expertos o ciudadanos, o prefirieron mantenerse lejos de ella?
El impacto de la Guerra Civil sobre el desarrollo del hispanismo como disciplina académica fue importante, en gran parte porque la guerra sirvió para resaltar la tensión entre tres elementos inherentes al campo: los imperativos “científicos” del hispanismo como práctica académica (la objetividad, el desinterés), su sustrato afectivo (la hispanofilia) y, por último, la posición ética, política o espiritual del hispanista.
¿Qué sintieron los hispanistas al abrir el periódico, el 18 o 19 de julio del 36? Podemos suponer que el impacto de las noticias fue considerable, tanto en lo institucional como en lo personal: es fácil imaginarse cuánto debe de doler el tener que presenciar la autodestrucción de un pueblo amado. Muchos hispanistas extranjeros tenían además muchos y buenos amigos entre la intelectualidad peninsular. Uno de los primeros en intentar sacar capital político de esas amistades fue Manuel Artigas, el ex director de la Biblioteca Nacional, alineado con el bando nacional. En una carta abierta a los “Hispanistas del mundo” publicado en el Heraldo de Aragón en junio de 1937, se lamenta de la destrucción del patrimonio cultural perpetrado por los “rojos”. “No hay duda”, escribe, “de que ha presidido en nuestros enemigos un torvo designio, una sistemática y preconcebida tarea de exterminio”. Después de acusar a los republicanos de la aniquilación premeditada del patrimonio cultural nacional, concluye dramáticamente: “Pensando en esto, una profunda tristeza se apodera del ánimo y una vergüenza y rabia de que ‘ellos’ se llamen también españoles”.
Al final de su carta, Artigas incita a la comunidad internacional de hispanistas a expresar su apoyo a la causa de la verdadera España, es decir la de Franco. “¡Qué impresión de espanto vais a sufrir si visitáis esas ciudades que han sido o son rojas, vosotros, los que formáis la familia de los hispanistas —Huntington, Croce, Farinelli, Fitz-Gerald, Coster, Espinosa, Schevill, Martinanche, Thomas, el de Londres y el de Bruselas; Vossler, Pfandl y tantos otros—, cuando vengáis a visitarnos, a continuar vuestros estudios en esta vuestra segunda patria!” y sigue:
[. . .] la España liberada, donde no pusieron los pies las hordas [. . .] [sigue] siendo la España de siempre, vuestra España, y además tened entendido que la mayor parte de los desgraciados habitantes de la España cautiva están anhelando su redención y el poder llamarse otra vez españoles.
Venid personalmente, mandad por lo menos una espiritual adhesión a vuestra segunda Patria, a la España que vosotros conocéis y amais: que en la desgracia se reconoce a los buenos amigos.
Venid, os necesitamos ahora para que deis, ante el mundo, público testimonio de esta tragedia y también para que nos ayudéis en la empresa de la reconstitución de nuestra historia, de nuestra cultura, que ahora, como nunca, estamos dispuestos a revivir, redoblando nuestros esfuerzos.
Naturalmente, la respuesta republicana no se hizo esperar. Y ¿quién mejor para encargarse de ella que el propio sucesor de Artigas en la jefatura de la Biblioteca Nacional, Tomás Navarro Tomás? En un panfleto, también titulado A los hispanistas del mundo, y un folleto publicado por la Junta Central del Tesoro Artístico, Navarro se apresura a refutar las acusaciones de Artigas, asegurando a los hispanistas de que la República hace lo imposible por proteger el patrimonio cultural, amenazado precisamente por los ataques y bombardeos de los Nacionales. También Navarro Tomás invita a los hispanistas a comprobar la situación en persona. Cuando lo hagan —les asegura— comprenderán no sólo que la República es la verdadera protectora del tesoro humanístico español, sino que se llevarán una grata sorpresa al ver cómo las bibliotecas, archivos y museos que la Iglesia y la Nobleza se habían negado a compartir con el público, ya se han incorporado al sistema estatal. “No son cenizas ni escombros lo que los hispanistas necesitarán estudiar”, escribe, “sino abundantes materiales vírgenes que no han tenido nunca ante su vista”.
No se sabe hasta qué punto estos llamamientos apasionados de Artigas y Navarro alcanzaran a sus destinatarios. De todas formas, fueron muy pocos los hispanistas que se atrevieron a viajar a la Península durante la guerra. En Estados Unidos el aparato hispanista universitario se mostró sumamente reticente a expresarse en público sobre el conflicto. Sorprende la ausencia casi completa de menciones de la guerra en las revistas, asociaciones y reuniones eruditas. Esto no significa que los hispanistas carecieran de opinión; sólo que no quisieron o pudieron expresarla en público y a través de los canales de su profesión. De hecho, en diciembre de 1936 Alfred Coester, el editor de la revista Hispania de la Asociación Norteamericana de Profesores de Español (AATS), incluyó una nota editorial que decía lo siguiente:
Han llegado al Editor cartas y artículos, a los que parece mejor responder públicamente de esta manera. Los autores son partidarios vehementes de uno u otro bando de la guerra civil española. Un individuo tiene derecho a su opinión personal, pero sería el colmo de la insensatez que esta Asociación o cualquiera de sus Secciones tomara partido. La Asociación Americana de Profesores de Español tiene un solo objetivo, a saber, el fomento del estudio de la lengua española en los Estados Unidos. No promoverá ese fin para proyectar la guerra civil española entre nosotros. Hispania, como el órgano oficial de la Asociación, no imprimirá artículos que puedan considerarse tendenciosos.
En los pocos momentos en que sí se hacía mención de la guerra en las revistas y reuniones eruditas, se tendía a trivializar su importancia. En el mismo número de Hispania, por ejemplo, se publicó un curioso artículo autobiográfico en que un conocido hispanista, Stuart Cuthbertson, narraba cómo él y su esposa, sorprendidos en sus vacaciones peninsulares por el estallido de la guerra, lograron escaparse a Francia burlándose de los “comunistas” españoles, caracterizados como tontos, borrachos, infantiles e iletrados.
Aun así, la guerra presentaba problemas prácticos. ¿Los profesores de español debían prestar atención en sus clases a los acontecimientos peninsulares que llenaban las páginas de los periódicos? Los debates que hubo acerca del asunto en las revistas profesionales indica que los hispanistas norteamericanos eran temerosos de toda controversia política que pudiera afectar su posición social y profesional. (Nadie había olvidado la trágica suerte de la enseñanza de alemán durante la Primera Guerra Mundial, cuando se produjo una drástica reducción en el número de alumnos que dejó a muchos profesores sin trabajo). En este sentido, la guerra española les espantó sobremanera; preferían no tocarla, arguyendo que lo que les incumbía eran la lengua y la cultura de la Península, no los accidentes de su política contemporánea. Así, la guerra de España se convirtió en algo así como un tema tabú, reforzándose la tendencia de los hispanistas estadounidenses —muchos de los cuales ya eran adictos al panamericanismo— a concentrarse cada vez más en Latinoamérica. Además, la noción de que la política peninsular no le concernía profesionalmente, hizo que, acabada la guerra, gran parte del hispanismo universitario de Estados Unidos aceptara casi de inmediato —y hasta se diría de buena gana— las estructuras políticas y académicas del franquismo.
En Reino Unido, la situación era diferente, gracias sobre todo a la figura de Allison Peers, padre fundador de la disciplina en las islas británicas. A diferencia de sus colegas norteamericanos, Peers no dudó un momento en movilizar su considerable prestigio académico para erigirse en una de las mayores autoridades públicas sobre la guerra española. No sólo en las páginas su propia revista, el Bulletin of Spanish Studies, sino en numerosos libros, artículos y discursos publicados y pronunciados a ambos lados del Atlántico. Y aunque le gustaba presentarse como “observador imparcial” de la realidad española, era obvio que favorecía, con mucho, a los Nacionales. Éstos, decía en 1938,
están luchando, no por una vuelta a la España de la Leyenda Negra, pero ciertamente por un régimen que, según creen, combinará todo lo mejor de las tradiciones de la España antigua con ideas genuinamente progresistas (que no anárquicas y revolucionarias) —por el nacimiento, en definitiva, de una España nueva que sea digna de la antigua.
El caso de Peers ilustra la tensión entre el supuesto desinterés del erudito hispanista, la fuerza de la hispanofilia, y el peso de su postura política. Peers era hispanófilo, pero también conservador y anglicano; la España a la que amaba era la católica, tradicional e imperial. Para él, por tanto, negar la esencial catolicidad del pueblo y de la cultura españoles —como creía que hacían los republicanos— era negarle a España su grandeza pasada y futura: cosa inaceptable para un hispanófilo genuino, que sólo deseaba lo mejor para su nación querida.
¿Qué papel tienen lo afectivo y lo político en la relación de un estudioso extranjero con la cultura a que ha dedicado una vida? Sería fácil formular una respuesta escéptica a lo Edward Said. Así, por ejemplo, se podría argüir que la fascinación del hispanista extranjero con España, al igual que la del orientalista occidental, está basada en una proyección de intereses, deseos y miedos de carácter personal, nacional y quizás imperialista. De la misma forma, sería fácil presuponer una neta correspondencia entre la posición política del hispanista en su propio país y su postura ante la política española. Sin embargo, la realidad no es tan sencilla. Es imposible negar que el impulso afectivo, la hispanofilia, introduce elementos de proyección o fantasía en el discurso hispanista; al fin y al cabo, la disciplina nace en el Romanticismo. Pero tampoco se puede negar que, en la mayoría de los casos, la imagen proyectada acaba por entrar en una dialéctica con la realidad española y que, como resultado de ese choque dinámico, se produce algo digno de llamarse “conocimiento”. En cuanto a la posición política del hispanista, tampoco tiene por qué transferirse nítidamente de un contexto nacional a otro. George Orwell, en “Notas sobre el nacionalismo”, un ensayo iluminador sobre las filias culturales (que define como una forma patológica de nacionalismo adoptado), señala que es muy posible defender una línea política en el propio país y muy otra para la nación adoptada o admirada. Menciona a Chesterton, quien, enamorado de Italia, admiraba a Mussolini como caudillo fascista, a pesar de siempre haber tenido, dentro del contexto inglés, “una fe casi mística en las virtudes de la democracia”. Algo parecido parece haber ocurrido con Allison Peers y su admiración por Franco.
***
¿Qué hace Geers cuando estalla la guerra en su querida España? Callarse, como prefieren muchos de sus colegas norteamericanos, no es opción. De hecho, en los años de la Guerra Civil Geers es después de su colega Johan Brouwer —un místico católico, nacido protestante, que acabaría fusilado por los nazis y cuya curiosa historia guardaremos para otra ocasión— el hispanista con más presencia en la esfera pública holandesa. Pocos días después del 18 de julio, se vale de su columna literaria en el NRC para escribir un homenaje a “Manuel Azaña como escritor”. Geers confiesa que a Azaña le considera “desde hace cuatro años como una de las pocas figuras mayores [. . .] que puede ayudar a España a superar sus problemas”. Cita con aprobación la idea del líder republicano de que el intelectual debe ser, ante todo, hombre de su tiempo, dispuesto a aliarse con los movimientos populares. También le gusta la noción de que los ideales dignos de lucha no lo son por españoles, sino por universalmente humanos. Geers concluye de modo optimista:
Si [Azaña] y los suyos logran enseñar una lección —algo que no dudo, si no se producen complicaciones internacionales— a los militares decimonónicos, con sus tendencias napoleónicas, con sus bérberes, sus seminaristas armados, sus campesinos carlistas, entonces no cabe esperar de este hombre para España sino progreso.
En los meses que siguen, Geers continúa comentando sobre la guerra en artículos, reseñas y conferencias, aunque se concentra menos en el desarrollo bélico que en la repercusión cultural y el trasfondo histórico del conflicto. En ningún momento deja de apoyar a la República y de condenar la rebelión militar. En octubre escribe en NRC que Federico García Lorca ha muerto “por la libertad de España”, “caído bajo el cuchillo de Juan March y de los grandes y prelados de España”. En octubre y noviembre da conferencias para organizaciones obreras en que denuncia los ideales burgueses del Frente Popular, demasiado respetuoso de las estructuras parlamentarias y capitalistas. Cuando llega a ocupar su puesto el nuevo embajador de la República, José María Semprún y Gurrea (acompañado de familia, incluido su hijo adolescente Jorge, que años más tarde recordaría con cariño sus años en La Haya), es Geers quien le da la bienvenida oficial. En 1937 traduce un discurso de Azaña; en 1938 recibe a Tomás Navarro Tomás, director de la Biblioteca Nacional, alabando “la lucha heroica del pueblo español”.
Y, sin embargo, Geers no viaja a España. De hecho, sorprende el poco tiempo que Geers pasa en el país después de sus dos años formativos. En una carta de 1959 a su antiguo discípulo, el hijo del representante diplomático holandés en Madrid, explica por qué. Cada vez más crítico del comunismo y más cercano al anarquismo, le incomodaba volver a afrentarse con sus antiguos camaradas, que ellos mismos se encontraban en constante lucha interna. “[Ya no fui a España en aquellos años”, confiesa, “[. . .] porque no estaba dispuesto a ser destrozado entre esas dos ruedas de molino de hombres violentos”. Su correspondencia con Andrade y su actividad periodística permiten deducir que estuvo una o dos veces en 1927 o 1928 y, de nuevo, poco después de las elecciones de noviembre de 1933, cuando se inició el bienio negro. Es probable que durante esa estancia escribiera varios artículos publicados de forma anónima en el NRC, cuyos recortes se encuentran en su archivo. Predomina en ellos un tono sumamente sombrío.
Fue ésta la última vez en su vida que estuvo en España. Es más, su rechazo a la idea de pisar tierra franquista incluía la embajada española de La Haya. Como buen exiliado político que era, debe de haberle dolido no poco el hecho de que algunos de sus colegas holandeses sí viajaran a Madrid, como lo hicieron los profesores Van Dam y Van Praag en 1947. Unos años después, se quejaba, sin mentar nombres, de la falta de vergüenza de sus compañeros de profesión: “la gente se deja invitar y agasajar por el régimen franquista; acepta becas de estudio y otros favores, todo del dinero de los pobres españoles”.
El que, a pesar de su larga ausencia de España, pudiera desarrollar una prolífica carrera de hispanista fue gracias, sobre todo, a su intenso contacto textual con el país: estaba suscrito a gran cantidad de revistas y periódicos españoles, leía cuantos libros salían, y se carteaba con figuras prominentes del exilio e incluso con algunos amigos en el interior. Generoso como siempre, contribuyó lo que pudo a la lucha antifranquista. En 1964, por ejemplo, realiza traducciones para una antología de poesía de la resistencia (Uit de gevangenis van Burgos. Gedichten en tekeningen / Desde la cárcel de Burgos. Poemas y dibujos). Un año después pronuncia un discurso en una “reunión demostrativa” de la Asociación ‘Democracia para España’ en el hotel Krasnapolsky de Ámsterdam. Pero, ante todo, era un asiduo lector y traductor apasionado de literatura española. Tenía una admiración especial por tres figuras poco congruentes con sus propias posiciones, ni tampoco entre sí: León Felipe, Pío Baroja y José Ortega y Gasset, en los que sin embargo descubre sintonías inesperadas. En junio de 1920, le escribe a Baroja para contarle sobre la fundación del PCE. “Ciertamente”, responde el novelista, “me alegraré de que se forme un gran partido comunista en España de que Vd. me habla y de que yo pueda llegar a ejercer en él alguna acción”. A Ortega lo llamaba, ya en 1933, “el pensador más agudo y el ensayista más brillante de España”. Aquí vemos, de nuevo, cómo las filias culturales pueden producir ciertos desfases políticos y filosóficos. En cierto sentido, la hispanofilia de Geers le permitía salir de sí mismo, en un sentido cultural tanto como político.
De hecho, España nunca dejó de ser otro para Geers, y nunca le dejó de parecer un país enigmático. Uno de sus temas preferidos era el carácter nacional español. Le dedicó su discurso de inauguración al aceptar su primer puesto universitario, en 1928, y un capítulo entero de su conocido libro sobre España para un público general holandés, publicado por primera vez en 1954. Pero aunque le fascinaba el carácter de los españoles, también se daba cuenta de que el mismo concepto del Volksgeist era sumamente tramposo. Ya en 1928 había dicho que los supuestos análisis de caracteres nacionales nos dicen menos sobre los pueblos en cuestión que sobre los que pretenden realizar los análisis. En su capítulo de 1954 sobre “el ser humano español” emprende varios intentos de definición para acabar confesando, en un gesto típico de honestidad, sus dudas al respecto:
No obstante, me voy dando cuenta al anotar estos apuntes que, por más que éstas partan de observaciones de autores españoles y extranjeros, además de mías, no queda nada seguro que no esté confundiendo las características de todo un pueblo con las de ciertas clases sociales. Ese sentido del honor, ¿realmente es propio de todas las capas de la población? Esa falta de sociabilidad —sobre la cual diserta, entre otros, Unamuno— ¿no es sobre todo un rasgo de la pequeña burguesía? [. . .] Y entonces se me surge una segunda duda: todo esto, ¿es, en verdad, típicamente español? ¿Cabe someter a un pueblo como el español a un riguroso análisis de personalidad sin antes haber hecho lo mismo con el pueblo de uno mismo? Y, por tanto, ¿es siquiera aceptable hablar de rasgos de personalidad españoles?
Para Geers, España no era de ningún modo un “otro” infranqueable. Era sobre todo un otro-por-conocer. A diferencia de muchos otros hispanófilos, Geers no creía en una esencia española inmutable, una España “eterna”, ni mucho menos católica e imperial, como la de Peers. Para Geers, España era sobre todo un potencial, algo por realizarse en algún futuro cercano. (De ahí, quizá, que le resultara tan difícil definir al país y su pueblo). Durante toda su vida estuvo convencido de que, por más atraso que sufriera, España también albergaba ciertos elementos únicos que la preparaban para una especie de renacimiento utópico.
Es durante la Guerra Civil que Geers empieza a formular un argumento histórico-psicológico-cultural al que volvería una y otra vez en los años posteriores. Por un lado, arguye, la Iglesia y la nobleza españolas llevan siglos —desde la época de los Reyes Católicos— oprimiendo al pueblo español bajo el peso del lema de Dios-Patria-Rey. Por otro lado, sin embargo, la falta de desarrollo económico y social, y el estancamiento de las clases altas, hizo que no se produjera lo que se produjo en las naciones protestantes, donde la energía primitiva sexual del pueblo se sublimó en una ética de trabajo. Por los mismos motivos, en España el capitalismo no pudo destruir la esencial humanidad del pueblo, al contrario de las naciones protestantes, donde los obreros acabaron por convertirse en meras cifras. Como consecuencia, el hombre español, más cercano a lo natural y lo infantil que el hombre norteño, nunca perdió el apego a la libertad personal. Dado este perfil histórico-cultural —concluye Geers— es evidente que el pueblo español nunca puede llegar a asumir el tradicionalismo reaccionario de Franco.
No sorprende, en este contexto, que Geers viera con mucha esperanza de la labor revolucionaria desplegada por los anarquistas durante los primeros meses de la guerra. En una conferencia de 1964, sugiere que los anarquistas serán también los únicos capaces de llevar a España por el camino de la reconciliación, tan deseada como difícil de alcanzar:
Sabemos que en España existe un gran temor que se repita la Guerra Civil. [. . .] Pero no será fácil hacer el paso del dicho al hecho, y llegar a una verdadera tolerancia mutua y colaboración positiva. El único grupo en España que se ha mostrado capaz de ello es el anarcosindicalista. A pesar de sus principios antiparlamentarios participaron en las elecciones de 1936 —en las que no se elegía a representantes suyos— para darle la victoria a la izquierda, y conseguir una amnistía para los treinta mil obreros que habían estado presos desde 1934. Fueron los anarcosindicalistas los que, durante la guerra civil, organizaron la vida económica en las ciudades y en el campo, con tolerancia, pericia, energía y éxito. Y lo hicieron desde abajo, sacrificando las ventajas personales para el bien de la comunidad.
Al final, lo que siente Geers hacia España y los españoles es ante todo gratitud. El prólogo a la primera edición de su libro sobre la cultura española no sólo es una declaración de amor hispanófilo, sino que presenta a España —y a Cervantes en particular— como una fuente de salvación personal:
Aquí no sólo hay familiaridad con el pueblo español, sino amor por él, un amor que se ha mantenido fiel bajo circunstancias cambiantes, y que ha hecho sacrificios, y al que las pruebas no han hecho ciego y egoísta, sino que lo han profundizado, haciéndolo perspicaz y atento. Un amor que ve, por igual, lo bueno y lo malo, lo bello y lo escandaloso, así como Cervantes en su Don Quijote, aunque sea sin su humor incomparable, que se erigió en la salvación de este servidor desesperado.
***
Notas de lectura
El archivo personal de Geers se encuentra en el Instituto Internacional de Historial Social en Ámsterdam, aunque la Universidad de Groninga también tiene algunos de sus papeles. Su libro seminal Spanje. Land, volk, cultuur salió por primera vez en 1954 y tuvo varias reediciones, la última de 1970. Sobre la historia de la fundación del PCE, cabe consultar Queridos camaradas. La internacional comunista y España, 1919-1939, de Antonio Elorza y Marta Bizarrondo (Planeta, 1999), además del clásico de Gerald Meaker, La izquierda revolucionaria en España 1914-1923 (Ariel, 1978). Véase también un artículo más reciente de Francisco Romero Salvadó (“The Comintern Fiasco in Spain: The Borodin Mission and The Birth of the Spanish Communist Party”, en Revolutionary Russia , vol. 21, no. 2, 2008); Juan Avilés Farré (La fe que vino de Rusia: La revolución bolchevique y los españoles, 1917-1931, Madrid, UNED, 1999); y Chris Ealham (“An Impossible Unity: Revolution, Reform and Counter-Revolution and the Spanish Left, 1917-23”, The Agony of Spanish Liberalism: From War to Revolution, 1913-1923, ed. Francisco J. Romero Salvadó y Angel Smith, Palgrave, 2010). Entre las memorias publicadas mucho después, cabe destacar las de Luis Portela, (“El nacimiento y los primeros pasos del movimiento comunista en España”, Estudios de Historia Social 14 [1980]), José Bullejos (La Comintern en España; recuerdos de mi vida, México, [Impresiones Modernas], 1972) y del propio Andrade (Apuntes para la historia del PCE, Barcelona, Fontamara, 1979). Tampoco tienen pérdida las memorias de “Ramírez, ” alias Charles Phillips, publicado bajo nombre de Charles Shipman: It Had To Be Revolution (Cornell, 1993). Juan Andrade publicó parte de su correspondencia con Geers —adecentada, eso sí— en sus Recuerdos personales (Ediciones del Serbal, 1983). Varios de sus libros y otros escritos están en línea en la Fundación Andreu Nin. También es recomendable un artículo sobre él de José Gutiérrez Álvarez en Viento Sur. Sobre el impacto de la Guerra Civil en el hispanismo británico y estadounidense se puede consultar mi libro Anglo-American Hispanists and the Spanish Civil War (Palgrave, 2008). Una versión del presente ensayo se publicó por primera vez en FronteraD en 2015. Para más detalles sobre la amistad entre Geers y Andrade y las reverberaciones de la Revolución de Octubre en España, véase “‘Es la hora de la claridad dogmática’. El impacto de la Revolución Rusa en la cultura política española”, ensayo incluido en 1917. La Revolución Rusa cien años después, editado por Fernando Hernández Sánchez and Juan Andrade (Akal, 2017), pp. 263-288.
Portada: montaje sobre el retrato de G.J. Geers (revista digital fronterad.com)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada