Noticia de libros
José Luis Martín Ramos*
Catedrático emérito de Historia Contemporánea
de la Universitat Autònoma de Barcelona
La política de “reconciliación nacional” ha sido frecuentemente presentada como una maniobra táctica del PCE para romper su aislamiento y constituir un amplio frente partidario contra la Dictadura. Desde luego tenía esas consecuencias políticas, pero en absoluto se limitaba a ella, ni empezaba por ellas. Partía de un análisis nuevo sobre la situación internacional y nacional y constituía un cambio estratégico a fondo que incluía la voluntad de establecer una relación lo más amplia posible entre el PCE y la sociedad española. El análisis internacional recogía el inicio de una nueva etapa entre el campo socialista y el capitalista caracterizada por la “coexistencia pacífica”, superadora de la guerra fría; en ella el régimen franquista quedaba alineado mediante el pacto de defensa con EEUU con el sector más agresivo del imperialismo, lo que amenazaba en última instancia la instrumentalización de España por éste y, con ello, un riesgo para su seguridad. En el nacional se había generado una nueva polarización, profundamente desigual entre el régimen, que se había identificado de manera absoluta con el capitalismo monopolista, y la inmensa mayoría del pueblo, desde los campesinos y los trabajadores hasta las clases medias, los intelectuales como exponentes de ella, y el empresariado no monopolista. Esa nueva división no era solo un análisis abstracto, se reflejaba ya en la realidad de cada día con el surgimiento de fuerzas disidentes en el seno de la base social de la dictadura: monárquicos como Calvo Serer, liberales en el mundo intelectual y universitario y una incipiente democracia cristiana que lideraría Joaquín Ruiz Giménez el Ministro de Educación destituido de manera fulminante por Franco tras los sucesos en la universidad de Madrid de febrero de 1956 (Sánchez Rodríguez, 2004).
Los sucesos de febrero no fueron en nada ajenos a la rompedora Declaración del CC del PCE. En el origen de su estallido estaba la limitada política de apertura de Ruiz Jiménez, que venía promoviendo la recuperación de figuras intelectuales y académicas del pasado republicano que reconocieran las razones del bando vencedor (Juliá, 2004); y la acción de los primeros universitarios captados por Jorge Semprún para el PCE, entre ellos Javier Pradera, Enrique Múgica, Ramón Tamames, Julio Diamante, que después de no conseguir que se autorizara un “congreso de escritores jóvenes”, que tendría un claro perfil crítico contra la dictadura, promovieron un Congreso Libre de Estudiantes, que desafió al régimen y desbordó a Ruiz Jiménez. El episodio mostraba que las nuevas generaciones de las clases medias ya no se sentían representadas por la dictadura, ni siquiera buena parte de los hijos de quienes habían militado activamente en el bando franquista como era el caso de Javier Pradera; y también que una parte de la intelectualidad del régimen -Laín Entralgo, rector de la Universidad de Madrid y Dionisio Ridruejo que participó en el congreso estudiantil- se estaban apartando de la continuidad de la dictadura. Era una fractura grave que se hacía pública y Franco reaccionó no solo destituyendo a Ruiz Jiménez sino reactivando el discurso de guerra civil con el objetivo de volver a cerrar las filas de los iniciales partidarios del régimen. Tomando nota del éxito del trabajo de Semprún y de la reacción del régimen, Carrillo y Claudín impusieron sus posiciones en la dirección del PCE situándolo en el centro de la oposición a la dictadura de Franco. Contra la reactivación del discurso guerracivilista de Franco, la Declaración del PCE concluyó que la polarización de la guerra civil de la que hacía ya veinte años, no era ya lo que dividía a la sociedad española y seguir pretendiéndolo era el discurso del régimen para sobrevivir. La conclusión estratégica era superar aquella división, que ya no era la presente, reconciliar a los españoles y unir a su inmensa mayoría en el objetivo común del fin de la dictadura, del restablecimiento de la democracia, sin “vueltas de la tortilla” ni condición de restauraciones institucionales, que tocaría decidir al pueblo en su reconquistada democracia.
Podía sorprender que la iniciativa partiera de los comunistas; sin embargo, no era tan insólita. En un contexto diferente y con formas diferentes, Togliatti, secretario general del PC Italiano, había defendido también la reconciliación de los italianos con su Ley de Amnistía del 22 de junio de 1946. Años más tarde, Carrillo se quejaría de la, en su opinión, excesiva influencia del comunismo italiano en el español; lo cierto es que él y Claudín abrieron en 1956 la puerta a esa influencia, cerrándosela a la que en el pasado había tenido el francés. Con diez años de diferencia, ambas decisiones venían a reconocer el cambio de etapa histórica abierta tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y la consolidación de una perspectiva revolucionaria nueva, que había tenido su apunte inconcluso en la etapa del Frente Popular. La alternativa al capitalismo pasaba por la democracia y la conquista de la mayoría, no de las clases trabajadoras, sino de la más amplia mayoría posible de la sociedad.
La Declaración de junio de 1956 estableció las razones y el principio de la ruptura estratégica del PCE. Quedaban por concretar sus formas, sus instrumentos y su desarrollo programático; algo que todavía requeriría su tiempo, hasta alcanzar los años centrales de la década del sesenta. En un primer momento la euforia por la aplicación de la nueva política y una sobrevaloración en términos de movilización de masas de la reactivación de la disidencia y la oposición en España, desembocaron que se cayera en la precipitación de acciones generales, del “jornadismo” como se calificó cuando a toro pasado se comprobó que esa precipitación era inadecuada.
El “jornadismo”, primera aplicación táctica de la nueva propuesta, fue una suerte de “enfermedad infantil”, ante un escenario que parecía llenarse de acciones contra el régimen: la ocupación del Paraninfo por los estudiantes en febrero de 1957, y las huelgas obreras de la primavera del mismo año en el País Vasco, Cataluña y Asturias, repetidas a finales del invierno de 1958. La dirección del PCE decidió buscar su proyección política impulsando manifestaciones generales de masas, por lo que convocó la jornada de Reconciliación Nacional el 5 de mayo de 1958, y una Huelga Nacional Pacífica el 18 de junio de 1959. Resultaron sendos fracasos tanto en la movilización como en la captación de apoyos más allá del partido; sólo se consiguió el del Frente de Liberación Popular recién fundado por Julio Cerón, la Agrupación Socialista Universitaria de Madrid, el Moviment Socialista de Catalunya y grupos católicos y socialista dispersos. El PSOE y la UGT, que seguían teniendo presencia importante en Vizcaya y Asturias, no se sumaron. Nunca se habían pensado como un levantamiento, pero incluso como ensayo de movilización general resultó frustrante; por más que tuvieran un efecto de agitación y propaganda, de difusión pública de la nueva línea comunista no desdeñable.
El VI Congreso del PCE, en diciembre-enero de 1960, abordó una mejor concreción de las formas y el inicio del desarrollo programático y consolidó el cambio de cuatro años atrás. La lección del fiasco de 1958 y 1959 no cayó en saco roto y se hizo una crítica implícita al “jornadismo”, al concebir la lucha de masas no desde la perspectiva de la acción extraordinaria sino prestando atención a las pequeñas acciones; considerando las pequeñas luchas como paso previo para las grandes acciones, las acciones generales, que se situaban bajo la consigna de la “huelga general política” (Molinero e Ysás, 2017). El congreso emprendió el desarrollo programático de la política de reconciliación nacional (Sánchez Rodríguez, 2004) recuperando la definición de la revolución española como un proceso de dos etapas, sin solución de continuidad, aunque se revisaron los contenidos de las etapas y del tránsito entre ambas. La primera sería de carácter democrático, antifeudal y también antimonopolista y la segunda plenamente socialista. Se abandonó para siempre la fórmula del Frente Nacional y la consigna de un “gobierno nacional revolucionario” emanado del levantamiento de las masas. Por el contrario, se previó el derrocamiento de la dictadura como fruto de un movimiento nacional pacífico, con la formación de un gobierno provisional de transición, en el que el PCE quería estar sin condicionar su apoyo a su presencia efectiva sino a un programa mínimo que incluyera la amnistía, el restablecimiento de todas las libertades y la elección de una Cortes Constituyentes con garantías para que el pueblo decidiera entre Monarquía y República. Finalmente, Carrillo fue elegido Secretario General y Dolores Ibárruri pasó a la posición, simbólica, de Presidenta del partido; el Secretariado del comité ejecutivo quedó integrado por Carrillo, Claudín, Gallego, Mije y Eduardo García y Uribe dejó de pertenecer a la dirección del partido.
El PCE no reincidió en convocar nuevas “jornadas” y desarrolló sus conceptos de huelga nacional y huelga general, pacífica o política como también se denominó, como títulos de un proceso de movilización de masas. A partir de la década de los sesenta en ese proceso se destacarían los efectos acumulativos; combinando reivindicación económica y social con lucha por la democracia, y movilización de masas con política de unidad de toda la oposición al franquismo, sin exclusiones. Las huelgas mineras en Asturias de 1962 y los movimientos de solidaridad que produjeron en toda España, la activación casi permanente desde esos años del movimiento estudiantil contra el Sindicato Español Universitario, en el que el PCE y el PSUC consiguieron imponer la táctica de participación en la elección de sus cargos representativos, consolidaron la línea de masas. La oposición interna en el PCE a la política de reconciliación nacional fue insignificante y ni siquiera el conflicto chino-soviético y la impugnación por Mao Tse Tung de la “coexistencia pacífica” pudo sacar esa oposición interna de su insignificancia; la constitución de grupos pro-chinos, “marxistas-leninistas”, se circunscribió a una parte de los militantes universitarios de Madrid y a ambientes reducidos de la emigración española en Bélgica y Suiza. Sin embargo, la pervivencia del régimen franquista, cuyo consenso social se debilitaba de manera cierta pero lenta, abrió una importante crisis en el PCE cuando Claudín, apoyado por Semprún y por los dirigentes del PSUC Francesc Vicens y Jordi Solé Tura, propusieron en 1964 una lectura diferente de la situación y una rectificación de los tiempos de la revolución española y la política comunista.
PRESENTACIÓN 9
PARTE I. EL NACIMIENTO DE UN PARTIDO NUEVO 11
CAPÍTULO 1. EL PARTIDO DE LA REVOLUCIÓN MUNDIAL 13
CAPÍTULO 2. LA BATALLA DE LAS INTERNACIONALES 30
CAPÍTULO 3. RUPTURA FINAL Y FUNDACIÓN DEL PCE 51
PARTE II. DE LA SOLEDAD AL FRENTE POPULAR 67
CAPÍTULO 1. GEOGRAFÍA Y ACCIÓN DEL PRIMER PCE 69
CAPÍTULO 2. EL GRAN SALTO HACIA ADELANTE 95
CAPÍTULO 3. EL PARTIDO DE LA REVOLUCIÓN POPULAR 124
PARTE III. ENTRE DEMOCRACIA Y SOCIALISMO 149
CAPÍTULO 1. TIEMPO DE RESISTENCIA 151
CAPÍTULO 2. EL PARTIDO DEL ANTIFRANQUISMO 172
CAPÍTULO 3. ¿QUÉ DEMOCRACIA? 204
EPÍLOGO 247
BIBLIOGRAFÍA 251
Fuente: José Luis Martín Ramos, Historia del PCE, Catarata, 2021, pp. 182-187
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Diálogo entre José Luis Martín Ramos y Francisco Erice sobre Historia del PCE en Espai Marx https://espai-marx.net/?p=9446
Portada: Comité Central del PCE en 1957 de izda. a dcha., en primera fila a Santiago Álvarez, Simón Sánchez Montero y Tomás García; 2ª fila Ignacio Gallego, Josep Serradel,Julián Grimau y Dolores Ibárruri (foto: Archivo del PCE)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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