Quien tenía 'suerte', era asesinado el primero. Los demás debían contemplar aguardando su turno. En numerosas ocasiones, los verdugos no anunciaban quién sería el siguiente: caminaban lentamente por la nave, entre los presos, haciendo amagos de aproximarse a uno u otro, mofándose del terror que emergía en sus rostros, para darse después la vuelta. Otros recibían la notificación de su fusilamiento apenas unas horas antes de llevarse a cabo y, para incrementar la tortura, dejaban espacios de una hora entre ejecución y ejecución mientras la angustia se apoderaba de los reclusos. En la mayoría de los casos, no les permitían despedirse de sus familiares. Si estos querían recuperar el cuerpo, debían hacerlo mediante soborno.
A mediados de 1936, un almacén de maderas situado en las céntricas Avenidas de Palma –desde donde la ciudad comenzó a expandirse tras el derribo de las murallas renacentistas que la cercaban hasta bien entrado el siglo XX– se convirtió en una de las prisiones más oscuras y trágicas de la represión franquista en Mallorca. Ubicada en el mismo lugar donde en la actualidad se levanta la popular sala Augusta –a la cárcel se entraba por el mismo acceso que cada año atraviesan miles de cinéfilos–, albergó durante cinco años a más de 2.000 presos, la mayoría vinculados a asociaciones obreras y partidos de izquierdas. La nave, de unos mil metros cuadrados, llegó a confinar al mismo tiempo, en un “ambiente nauseabundo”, a 1.004 prisioneros “dando incesantes vueltas por aquel antro”, como dejó constancia uno de los internos que permaneció tras sus rejas, el músico, escritor y político Lambert Juncosa.
Con Palma como punto estratégico en el desarrollo de la guerra al servir de base naval y aérea de las tropas franquistas, las autoridades comenzaron a habilitar distintos espacios de la ciudad -y del resto de Balears- para utilizarlos como cárceles y depósitos de detenidos. Como señala el investigador Bartomeu Garí Salleras, miembro fundador de Memòria de Mallorca, en La repressió a Mallorca durant la Guerra Civil espanyola, la represión fascista en la isla fue planificada meses antes del conflicto y perfectamente ejecutada por falangistas, militares, autoridades civiles, redes clientelares de derechas, capellanes e, incluso, por familiares de las propias víctimas.
“Desde el mismo momento del levantamiento fueron encarcelados muchos políticos y funcionarios acusados de izquierdismo o que no habían querido adherirse a la nueva situación. Se inició una auténtica caza de sospechosos, que serían fusilados sin contemplaciones en las cunetas de las carreteras o en las tapias de los cementerios, sin ningún tipo de juicio y sin ningún motivo o muchas veces por motivos inconfesables”, afirma Garí con base en lo arrojado en Guerra Civil i repressió a Mallorca, del historiador Josep Massot Muntaner, uno de los estudiosos que durante la Transición más se volcó en esclarecer cómo se desarrolló el conflicto bélico en la isla.
Se inició una auténtica caza de sospechosos, que serían fusilados sin contemplaciones en las cunetas de las carreteras o en las tapias de los cementerios, sin ningún tipo de juicio y sin ningún motivo o muchas veces por motivos inconfesables
Can Mir, próxima a la estación del tren de Sóller y a la prisión provincial, esta última instalada en el convento de los Capuchinos, se convirtió en una de las cárceles más sombrías de la isla: sin apenas contacto con el exterior, los presos convivían sin ninguna condición higiénica ni sanitaria, bajo un frío extremo en invierno, con una nube permanente de polvo planeando sobre ellos, sometidos a una extrema presión psicológica y prácticamente en penumbra, porque las bombillas, en torno a las que revoloteaban los murciélagos, apenas iluminaban y los ventanales situados en la parte superior tampoco dejaban traslucir la claridad.
“Vivían sin ninguna condición de habitabilidad ni salubridad y muy pocos tenían derecho a salir al pequeño patio que había justo a la entrada. Entraban con lo puesto y algunos tenían que dormir con una manta en el suelo. La gente que entraba allí difícilmente podía salir: era una prisión destinada a eliminar físicamente a todas aquellas personas que el nuevo régimen consideraba que tenía que asesinar”, señala, en declaraciones a elDiario.es, el investigador Manel Suárez Salvà, autor del libro La presó de Can Mir. Un exemple de la repressió franquista durant la Guerra Civil a Mallorca, editado por Lleonard Muntaner. La repercusión de la obra fue tal que comenzaron a aflorar nuevos testimonios y datos que dieron pie a la publicación de un nuevo volumen, Suborns i tretes a la presó de Can Mir.
La comida, normalmente boniatos cocidos con la tierra aún adherida a la piel y huesos de vaca sin limpiar, les causaba malnutrición. “El alimento era tan pésimo que dudo de que muchos perros o cerdos lo hubieran querido probar”, relató otro de los presos, Josep Muntaner Cerdà, Fusteret, en sus memorias No eren blaves ni verdes les muntanyes. Los problemas de vista, la tuberculosis, las gastroenteritis, los problemas de riñones y algunos casos de demencia “ante la angustia y el terror de estar encerrados sin ver la luz del sol durante semanas y sin saber qué sería de ellos y de sus familiares” eran el pan de cada día en la cárcel de Can Mir. De puertas para afuera, cuando lograban comunicarse con su familia, intentaban ocultar la realidad de lo que sucedía en el almacén, mintiendo sobre las míseras condiciones en las que vivían y sobre el trato que recibían.
El alimento era tan pésimo que dudo de que muchos perros o cerdos lo hubieran querido probar
“Sé que muero siendo bueno”
Los cautivos intentaban, además, demostrar en todo momento su inocencia, especialmente en la última carta que se les permitía escribir horas antes de su fusilamiento. “Sé bien que muero siendo bueno y que no he cometido ningún delito, por eso es que no muero por la justicia sino por la bondad. Por lo tanto, os ruego que me tengáis presente toda la vida, igual como yo os tengo a vosotros”, manifestaba Antoni Amengual Morey, el 30 de octubre de 1936, en una misiva dirigida a sus padres. Tres horas después era fusilado en la tapia del cementerio de Palma.
Entre 1936 y 1937, la actividad más dura e intensa de la represión en Mallorca se centró en los hombres encarcelados en Can Mir. Allí se implementó y normalizó la práctica de las 'sacas': los presos eran 'liberados' y, conducidos bajo engaño por grupos de falangistas, acababan asesinados en las cunetas de las carreteras. Era el “juego macabro” de los represores, como señala Suárez. Cuando más tarde los familiares, en la creencia de que su hijo, hermano o marido continuaban presos, acudían a la cárcel para llevarles ropa limpia, los guardias les indicaban que habían sido liberados y que posiblemente habían huido a otro lugar, como así sucedió con Juan Cañellas Capllonch, miembro de UGT y presidente interino de la Casa del Pueblo en Esporles, calificado como “socialista peligroso”. De este modo, el crimen permanecía oculto.
Como explica el investigador, el poder adquisitivo de la familia determinaba, por 500 pesetas, la muerte o la puesta en libertad de los presos. Para ello, los guardias disponían de un sofisticado sistema de transmisión de información que permitía, en el mismo momento que el preso iba a ser 'liberado', avisar a sus allegados para que reuniesen la mayor cantidad de dinero posible y 'comprar' así la vida de su ser querido. Era una de las corrupciones que reforzaban la idea de que había listas previamente establecidas.
Las 'sacas' comenzaron a llevarse a cabo prácticamente desde el principio, pero se acentuaron a partir de septiembre de 1936 y se prolongaron hasta la primavera de 1937. ¿Qué sucedió en este periodo para que se incrementase esta práctica de exterminio? Suárez explica que en 1936 fue nombrado gobernador civil de Balears Mateu Torres Bestard, amigo personal de Franco y uno de los principales impulsores de las desapariciones forzosas en las islas, y Francisco Barrado Zorrilla como director de la Policía. “Estos dos individuos tenían una red de sobornos por el cual la vida de una persona valía 500 pesetas. Y durante su mandato, aparte de desplegar esta red, se dedicaron no solo a tolerar, sino a fomentar la práctica de las 'sacas'”, afirma el historiador.
No en vano, Torres Bestard llegó a dirigir una carta a Franco, fechada el 10 de septiembre de 1936, en la que se lamentaba del trato 'favorable' que recibían los presos: “Entre la enormidad de detenidos figura gente significadísima que hasta después de detenidos han hecho manifestaciones contrarias al movimiento y, nada, aquí costando un dineral su manutención. Menos mal que Falange hace alguna limpia [en alusión a las 'sacas']”, manifestaba en la misiva, recogida por Massot Muntaner en Guerra Civil i repressió a Mallorca. Finalmente, Torres Bestard y Barrado acabaron destituidos, siendo nombrado delegado de orden público Víctor Enseñat Martínez, quien manifestó entonces: “Se han acabado las noches lúgubres en esta casa”. Las 'sacas' y desapariciones ilegales tocaron a su fin, pero fueron sustituidas por las ejecuciones institucionalizadas y dictadas por los tribunales franquistas contra los desafectos al nuevo régimen.
Entre la enormidad de detenidos figura gente que hasta después de detenidos han hecho manifestaciones contrarias al movimiento y, nada, aquí costando un dineral su manutención. Menos mal que Falange hace alguna limpia [en alusión a las 'sacas']
Testimonios de las 'sacas'
Suárez recoge el testimonio de Antoni Tomàs, quien recuerda perfectamente la 'saca' a la que fue sometido su padre en Can Mir: en la tarde del 18 de marzo de 1937, un camión ruso del ejército comandado por soldados y falangistas entró en el patio de la prisión y cargó con doce o trece hombres. Su madre, quien se encontraba allí esperando para hacer llegarle un paquete, lo presenció todo. En el instante en que el vehículo abandonó la prisión, la mujer corrió tras él hasta llegar al santuario de La Sang. No dejaron aproximarse a nadie y, acto seguido, el camión continuó su trayecto por las Ramblas, la Costa de sa Pols y de ahí Porreres, en la fosa común de cuyo cementerio han sido recuperados decenas de cuerpos de quienes allí fueron fusilados. Nunca más volvió a ver a su marido.
Otros eran conducidos a un centro policial o ante el Crist de La Sang, obligándoles a besar los pies de la imagen, para devolverlos de nuevo a Can Mir. El del preso Miquel Òleo, “inocente capitán de un fantasmal ejército”, como se refiere a él Llorenç Capellà en el Diccionari Vermell (en el que ya en 1989 llegó a identificar con nombres y apellidos a cerca de novecientas víctimas mortales de la represión franquista), se recuerda como uno de los casos más crueles que protagonizó el capellán de la prisión provincial, Atanasio de Palafrugell.
El 27 de enero de 1938, a las seis de la mañana, Òleo era conducido hasta la pared del cementerio de Palma para ser fusilado una hora más tarde. Justo cuando iba a subir al camión que lo llevaría hasta allí, apareció el eclesiástico para obligarle a besar la cruz que portaba colgada de un cordón atado a la cintura. Ante la negativa del preso, lo agarró del cabello y le restregó el crucifijo por los labios hasta hacerle sangrar. Tras ello, los ejecutores se dispusieron a atormentar al recluso, que no murió de inmediato tras los disparos: lo dejaron arrastrarse por la tierra, agonizando, hasta que el definitivo tiro de gracia acabó con su vida.
El escritor Jean Schalekamp, por su parte, dejó constancia en su día del testimonio de varios represaliados en su libro Mallorca, any 1936. D’una illa hom no en pot fugir. Uno de ellos es el de Antoni Llodrà, quien relata el pánico que se propagaba entre los internos cuando sabían que se iba a producir una 'saca': “El día que sabíamos que venían a sacar a gente, una hora antes se hacía un silencio abrumador, total. Oprimidos por el miedo, nos sentábamos en el suelo (...). Después, venían y gritaban: '¡Atención!' y comenzaban a leer las listas. Cuando se decía un nombre y después el apellido, entre el momento de acabar de pronunciar el nombre y de comenzar a decir el apellido, pasa un tiempo imperceptible, unas milésimas de segundo. Yo soy Antoni y hasta que comenzaban a pronunciar el apellido, porque es un nombre muy corriente, parecía que pasábamos meses enteros. 'Antonio...'. y hasta que no habían pronunciado el apellido uno creía siempre que lo matarían”.
El primer director de la cárcel, Antoni Canyelles, quien había sido secretario del Ajuntament de Selva y director del barco-prisión Jaume I, se mostró rotundamente en contra de la práctica de las 'sacas'. Varios testimonios recogidos por Suárez lo recuerdan como una “buena persona” que ayudaba a los familiares cuando querían introducir comida para los reclusos. Cuando tuvo conocimiento de lo que sucedía dentro de Can Mir, manifestó firmemente su oposición a las 'sacas' (“Este tipo de libertad no me gusta”, llegó a proclamar), lo que acabó provocando su destitución y su ingreso en la prisión de la calle Missió. Lo sustituyó en el cargo Bartomeu Fullana, quien endureció su trato con los prisioneros.
Ametralladoras y carabinas en alto: “Queremos la cabeza de los presos”
Como documenta Suárez, durante los últimos meses de 1936 se llevaron a cabo varias manifestaciones fascistas en Palma y concentraciones muy duras en los alrededores de Can Mir cuando el desarrollo de la guerra no era el que esperaban, exigiendo que les entregasen a los presos para ejecutarlos. Lambert Juncosa fue uno de los presos que vivió aquellos momentos: “Recuerdo el día en que los falangistas regresaron de Eivissa, donde hallaron a muchos de sus compañeros fusilados por los 'rojos' de allí. Volvieron furibundos. Era una noche de octubre, ventosa y desapacible”.
“Estábamos ya sobre nuestros jergones”, prosigue, “cuando oímos un ruido espantoso en la avenida frente a nuestra cárcel. Llegaban los 'valientes' enardecidos, cantando sus himnos y gritando: ”¡Queremos la cabeza de los presos!“ (...). Ametralladoras, cestos con bombas de mano y las carabinas en alto. Intentaron forzar las rejas de la entrada, otros se esparcieron por los flancos del edificio y desde los andenes de la estación de Sóller y de la calle hoy llamada María Cristina intentaron agujerear las paredes para entrar por allí a la cárcel y matarnos como a ratas”.
Los campos de concentración de Balears
Como explica, por su parte, el investigador Antoni Oliver en La vida als camps de concentració a Mallorca, la acumulación de detenidos en Can Mir, la prisión provincial y el Castell de Bellver llevó a las autoridades fascistas a plantearse, coincidiendo con las nuevas necesidades defensivas de Mallorca, trasladar a los presos en los campos de concentración itinerantes que fueron abriéndose desde diciembre de 1937 a lo largo de la costa de Mallorca, donde eran obligados a trabajar en la construcción de carreteras y otras obras públicas y a dormir en los reposaderos del ganado, en barracones de madera o en tiendas de campaña.
También se refiere a estos enclaves el periodista Carlos Hernández en su libro Los campos de concentración de Franco, donde relata cómo la Comandancia Militar de Balears gestionó a sus prisioneros con gran autonomía y, poco después de la sublevación, comenzó a utilizarlos como mano de obra esclava, abriendo y cerrando campos de concentración según sus necesidades laborales.
Entre todos ellos asomaba el de Sa Colònia, próximo al puerto de La Savina, en Formentera. “Sa Colònia fue el lugar de reclusión franquista más temido de toda Balears durante los primeros años de la posguerra”, asevera Oliver, quien señala que en 1941 llegaron a concentrarse 1.500 prisioneros a la vez: “Todos, naturalmente, eran republicanos, principalmente gente humilde que no siempre había tenido una participación destacada en la Guerra Civil”. La mayor parte de quienes allí acabaron habían pasado por el penal de Can Mir.
En la actualidad, las certificaciones relativas a la estancia de los presos en Can Mir son prácticamente inexistentes. Y es que, según Suárez, el capellán de la prisión, Antoni Garau Plaza, recogió todos los expedientes de los prisioneros que durante su cautiverio no se habían movido de la cárcel, se los llevó y, muy posiblemente, los destruyó, escondiendo así todas las pruebas que pudiesen relacionar los asesinatos durante los primeros meses de funcionamiento. La desaparición de la documentación supuso un grave problema para todos aquellos que necesitaban certificar su paso por la prisión para poder percibir las indemnizaciones previstas por el Estado. “La sombra de la represión, del misterio, del miedo y de la injusticia que supuso el antiguo almacén de maderas aún abarcaba las postrimerías del siglo XX”, subraya el investigador.
Además de los propios testimonios de los reclusos, han sobrevivido al paso del tiempo los dibujos que realizaron algunos de los presos, como José López Bermejo, recluso destinado a los trabajos de oficina que ocupaba parte de su tiempo haciendo caricaturas de sus compañeros, a menudo en hojas oficiales de la prisión. López logró sacar de la prisión 150 dibujos que en la actualidad pertenecen al archivo familiar.
Hoy, una placa recuerda el destino de quienes sufrieron en Can Mir las consecuencias de la represión franquista. Durante años compartió espacio con la que hasta 2021 daba nombre a la principal vía de Palma: Avenida de Juan March Ordinas, contrabandista, banquero y empresario erigido en uno de los principales financiadores del golpe de Estado de 1936. La prisión cerró sus puertas en 1941 y, siete años después, era transformada en el emblemático cine Augusta de Palma. Durante décadas, los antiguos prisioneros identificaron la sala de proyecciones con el nombre de “cine Angustias” ante el miedo, la miseria, las torturas y la muerte a la que muchos se enfrentaron tras sus paredes.
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