En torno a la apertura de una fosa surgen siempre grandes conversaciones. Se extraen huesos, objetos, pruebas de los crímenes, pero también relatos y palabras que llevaban décadas silenciados, pospuestos. Ha ocurrido estos días en La Garba (Grau, Asturias), donde el equipo de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) ha localizado y exhumado restos de al menos seis personas asesinadas y desaparecidas en 1938 y 1939 por la represión franquista.
Alrededor de la zanja abierta han surgido diálogos pendientes, intercambio de información y de afectos, como los que las personas voluntarias de la ARMH han mostrado hacia las hermanas Amparo y María Ángeles Arias, de 86 y 91 años respectivamente, hijas de José Arias, asesinado y desaparecido en esta fosa en 1938.
Ellos me fueron transmitiendo pinceladas desde pequeñina. Y de ese modo es como si yo misma lo hubiera conocido
“Ojalá nuestros hermanos mayores estuvieran vivos para poder presenciar esto. A mi madre le tocó una vida muy dura”, musitaba este jueves Amparo mientras observaba cómo dos arqueólogos de la ARMH cepillaban los huesos que asomaban en la fosa del prado Canto La Piedra.
“Esto ya va a acabar, ya van a estar juntines tu padre y tu madre, ya tocaba”, le contestaba una vecina de Grau. “Si identifican a mi padre queremos enterrarlo con mi madre”, explicaba Amparo.
Hasta cuatro generaciones se han congregado en La Garba estos días. Sandra, una joven bisnieta de José Arias, recuerda cómo en su infancia escuchaba a su abuela y a sus tíos abuelos “contar la historia”: “Mi abuela y sus hermanos siempre tuvieron la pena por lo ocurrido. Ellos me fueron transmitiendo las pinceladas de la historia desde pequeñina. Y de ese modo puedes recordarlo, como si yo misma lo hubiera conocido”, explica con ojos expresivos.
“Cuando mi abuela ha sabido que al fin estaban abriendo la fosa, ha sentido alivio, como que ha descansado”, añade.
Tres niños huérfanos escondidos en un pajar
Por aquí han pasado también los hermanos Josefa y Gustavo Díez Rodríguez, nietos del matrimonio formado por María Concepción García y Enrique Rodríguez Siñeriz, arrestados y asesinados juntos en 1938 y arrojados a la fosa. Tenían tres hijos, la mayor de once años. Los niños se quedaron varios días solos en casa, aguardando su regreso.
“Entró gente a robar varias veces a la casa y se escondieron en el pajar, muertos de miedo”, relata Josefa. “Allí estuvieron hasta que vino un familiar del pueblo que se hizo cargo de ellos y después se fueron con una hermana de mi abuela que ya tenía cuatro o cinco hijos”.
“Mi madre quedó marcada. En sus últimos años de vida tuvo Alzheimer y la pobre a mí me llamaba mamá. A su hija la llamaba mamá, buscaba a su madre, muerta cuando ella tenía 11 años. Qué cosas”, añade Josefa. “Al tener tres hijos pequeños podían haber dejado a mi abuela viva, pero no”.
Su hermano Gustavo prosigue: “Esas cosas parece que están tapadas en la memoria pero cuando esta empieza a deshacerse…”. “Ellos tenían unos amigos que se habían marchado a Francia exiliados, y le decían a ella que marcharan con ellos. Mi abuela decía que no, que para qué iban a ir, que no habían hecho nada malo”.
Esta bala se llevó por delante a una persona. De algún modo, se llevó por delante a una familia entera. Y, a gran escala, a un pueblo entero.
Jóvenes a pie de fosa
Entre la gente que ha visitado esta fosa ha habido varios jóvenes sin vínculos familiares con las víctimas pero con ganas de conocer la historia de su comarca y de ayudar en las tareas de búsqueda. Es el caso de Candela Fernández, una adolescente de quince años que llegó el martes ofreciéndose a colaborar:
“Me interesa mucho la memoria y quiero participar para que nuestro futuro sea mejor”, explica. “Ha venido dos días seguidos, se ofreció a echar una mano y ha estado aquí como una más cribando tierra”, cuentan integrantes de la ARMH.
“La gente joven tiene que conocer de dónde viene para saber a dónde van”, reflexiona Marina Solís, madre de Candela.
En el equipo de voluntarios de la ARMH hay varios jóvenes que ya han participado en otras exhumaciones. Uno de ellos es José Manuel Doutón, de 22 años, licenciado en Historia y encargado estos días de cribar la tierra, de atender a las familias de las víctimas y de ofrecer información a periodistas y curiosos. “Me interesa mucho este aprendizaje, estar en un movimiento social para crear un mundo mejor y ayudar”, cuenta.
Julia Silva, de 24 años, trabajadora social, también ha participado en varias exhumaciones: “El sistema que rodea a cualquier persona es la familia. Incluso cuando parece que no, la familia siempre está presente. Una de estas balas que hemos encontrado aquí se llevó por delante a una persona. Pero no solo a ella. De algún modo, se llevó por delante a una familia entera. Y, a gran escala, a un pueblo entero, porque esto afecta a toda una comunidad”, explica.
La solidaridad de la búsqueda
“No puedo evitar pensar que esta bota fue usada, tuvo vida, se aprecian las pisadas en el talón”, musita Malena García, voluntaria de la ARMH mientras retira la tierra que rodea a una bota que asoma en la fosa.
Un par de metros más allá, en la misma zanja serpenteante, el arqueólogo Serxio Castro cepilla pacientemente un cráneo aún incrustado en el suelo y el voluntario David Ramírez, experto en objetos, escruta unas gafas halladas el día anterior. A su lado, la arqueóloga Nuria Maqueda y el vicepresidente de la ARMH, Marco González, cavan y supervisan. Llevan más de una década participando en exhumaciones. Óscar Rodríguez, el fotógrafo de la asociación, documenta cada hallazgo.
A mi bisabuela la raparon y violaron dos días después de haber dado a luz. Tuvieron que subirla a un carro porque no se tenía en pie.
También colaboran varios voluntarios de Asturias, como David Fernández o la historiadora Marina García, librera en Gijón. Algunos de ellos tienen familiares asesinados o desaparecidos por el franquismo. Es el caso de Marina:
“Mi bisabuela sale en un libro en asturiano sobre la represión en la zona occidental de Asturias. Ella lo contaba poco, pero supimos que la sacaron de casa, la raparon y la violaron. Había dado a luz dos días antes. Tuvieron que subirla en un carro porque no podía ponerse de pie”, cuenta mientras escarba la tierra.
Malena García se ha encargado estos días de tomar datos y muestras de ADN a las familias de los desaparecidos en esta fosa. Cerca de aquí se encuentra la fosa del Rellán, donde hace unos meses la ARMH exhumó restos de varias víctimas. La próxima primavera, cuando se ablande la tierra, retomarán las tareas. Mientras tanto, la identificación del ADN sigue su curso, a la espera de las pruebas del laboratorio. El proceso es lento.
“Si el Estado se encargara de tener equipos propios que impulsaran las identificaciones todo podría ir más rápido”, murmura un voluntario cuando llega hasta esta exhumación de La Garba Sabino Fernández, de 90 años de edad, hijo de un asesinado en la fosa del Rellán. Viene acompañado por su hijo: “Buenas tardes, amigos. ¿No sabréis cuánto queda para que tengamos el resultado de las pruebas?”, pregunta. El tiempo depende del laboratorio privado al que se han enviado las muestras de ADN.
El equipo de la ARMH se moviliza y corre hacia Sabino para tranquilizarle. Surgen muestras de cariño, palabras de aliento, miradas atentas. “Ochenta y cuatro son ya. Ochenta y cuatro años esperando”, murmura el hombre. “Gracias por todo, amigos. Gran trabajo hacéis”, dice su hijo. Cuando se alejan en su coche, se hace el silencio y a una voluntaria se le humedecen los ojos. En la solidaridad de la búsqueda no solo se resienten las rodillas y las lumbares.
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