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“El arma más terrible de todas las guerras es la posguerra”. Esta frase la dejó escrita el humorista Miguel Gila en su libro de memorias, en el que dedica varios capítulos a sus vivencias luchando en la Guerra Civil en defensa de la República y a cómo, finalmente, acabó prisionero en uno de los trece campos de concentración que albergó la provincia de Córdoba, después de sobrevivir milagrosamente a un fusilamiento.
Como decenas de miles de presos, los trabajos forzados, el hambre y el terror fueron los protagonistas de los meses que el mítico humorista pasó en un campo de prisioneros franquista en el municipio de Valsequillo. En este frente de guerra lucharon 160.000 combatientes, murieron 8.000 personas y se improvisaron campos de concentración para otras 20.000.
La lectura de su autobiografía Y entonces nací yo. Memorias para desmemoriados (Temas de Hoy, 1995), muestra el horror que vivió Gila y que contó por primera vez en este libro. Refleja los meses que pasó en el campo de concentración de Valsequillo, desde que fuera capturado por el ejército franquista en diciembre de 1938 hasta un mes después de finalizada la Guerra Civil.
Gila, integrante de las Juventudes Socialistas, relata cómo tras el golpe de estado de 1936 y con 17 años aún, se alistó voluntariamente en una brigada del Ejército de la República y de ahí fue mandado al frente. Durante los dos primeros años de la Guerra Civil, cuenta todas sus vivencias en distintos puntos del país -desde Sigüenza a Valencia, entre otros muchos-, los bombardeos, su ingreso en la (DECA) Defensa Especial Contra Aeronaves y su vuelta al frente de Extremadura como soldado de Infantería. Ese sería el inicio del camino que le llevaría a que lo apresaran y acabara en el campo de concentración de Valsequillo.
“Pagar el precio de la derrota”
“Acosados por la artillería y sin armamento que nos diera fuerza para resistir, iniciamos una retirada hacia Pozoblanco donde habíamos tenido nuestro cuartel general. No teníamos munición para los cañones antiaéreos. Los camiones pinchaban y no nos quedaban ruedas de recambio (…) Con grandes apuros llegamos a El Viso de los Pedroches”, cuenta el humorista sobre cómo llegó desde Extremadura a la provincia de Córdoba, aún como soldado de la República.
Los obstáculos a los que se enfrentaba su batallón hicieron que no tuvieran modo de seguir: “Abandonamos el camión y comenzamos a caminar en dirección al pueblo, la lluvia menuda, pero constante, calaba los huesos. Cuando nos dimos cuenta, los moros (sic) de la 13ª División de Yagüe nos habían cercado y nos hacían prisioneros. Para mí, la guerra había terminado, pero me faltaba pagar el precio de la derrota”.
En este punto es cuando Miguel Gila, hecho prisionero, comenzaría a vivir uno de los episodios de más horror de su vida, en el que llegó a sobrevivir a un fusilamiento en tierras cordobesas.
“Nos fusilaron mal”
“Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal”, dice el cómico sobre aquella terrible experiencia estando en el municipio de El Viso. “El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros (sic) con el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas…”. Lo que vino después fue el fusilamiento de catorce hombres, entre los que estaba Gila. “Apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos sobre otros”. Pero él sobrevivió. Cuenta que no hubo tiro de gracia y eso le salvó. “No puedo calcular el tiempo que permanecí inmóvil. Se fueron cuando amanecía”.
De aquella escena de horror salió vivo él y se llevó a cuestas a un compañero herido en una pierna. Le hizo un torniquete, cargó con él hasta llegar a otro pueblo, Hinojosa del Duque, donde cuenta que se lo entregó al cura y huyó. En una casa en la que vio fuego, se atrevió a entrar: eran legionarios, pero le dieron comida, agua, pudo secar sus ropas y le dejaron marchar. Seguía con vida, aunque su horizonte era muy negro: “Me senté a las afueras del pueblo y esperé la llegada de la columna de prisioneros en la que iban algunos de mis compañeros. Cuando llegaron donde estaba yo se llevaron una gran alegría al verme vivo. Me uní a ellos”.
Poco después, llegados a Peñarroya, les entregaron a la Guardia Civil y apenas se hizo de día, fueron conducidos a Valsequillo, “un pueblo destruido por la aviación y la artillería, que habría de ser durante algunos meses nuestro lugar de sufrimiento y humillaciones, obligados a trabajos forzados con pico y pala desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde, cuando nos daban la única comida del día: una onza de chocolate, dos sardinas en aceite y dos higos secos, el alimento necesario para mantenernos con vida”.
Trabajos forzados a pico y pala
Gila relata la vida en el campo de prisioneros, el hambre, las penurias y el sufrimiento. También cómo los tenían en las casas semiderruidas, sin techo, del pueblo. Les afeitaron la cabeza y les dieron palas y picos. “Al llegar la noche y apoyar la cabeza en las baldosas para dormir teníamos la sensación de que se nos iba a reventar alguna vena”.
Y cuenta cómo él se las ingeniaba para buscar comida donde fuera. “Durante la noche, corría por las calles del pueblo y, esquivando los disparos de los centinelas, llegaba hasta las cuadras donde estaban los caballos de la Guardia Civil, metía la mano en la bolsa que tenían colgada del cuello y les robaba puñados de algarrobas (...) En una lata cocíamos las algarrobas, bebíamos el caldo y después comíamos las algarrobas cocidas. A veces me escapaba del campo de prisioneros, iba hasta la sierra y buscaba bellotas, que también nos servían de alimento”.
A Gila y el resto de prisioneros de este campo les ordenaron cavar una zanja de tres metros de ancho por dos de profundidad, alrededor de todo el pueblo, para -como decía el mando del campo de concentración-, “Que no se me fugue ningún prisionero”. A ese mando lo relevó otro del que el humorista guardó mejor recuerdo, porque “se interesó por nuestro trabajo y nuestra alimentación. Cuando le dijeron lo que nos obligaban a trabajar y lo que nos daban para comer, se llevó las manos a la cabeza”. Y ordenó suspender los trabajos de pico y pala, además de que se buscaran utensilios en los que se pudiera cocinar y que trajeran alimentos para los prisioneros.
Regreso a casa y prisión
Desde diciembre de 1938, Gila estuvo en ese campo de concentración hasta el final de la Guerra Civil. Cuenta que les llegaron noticias de que la guerra había terminado, pero no salieron de Valsequillo hasta un mes después. “Mi estancia en el campo de prisioneros duró varios meses. En ese tiempo no había tenido ninguna noticia de nada ni de nadie. Alguien nos dijo que la guerra había terminado, que la habíamos perdido, pero nada más”.
La incertidumbre sobre su futuro alumbró su vuelta a casa: “Mi llegada fue recibida con risas y lágrimas, muchos vecinos y amigos habían dejado su vida en el frente. Mi regreso significaba algo así como un milagro”.
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