divendres, 2 de juny del 2017

La Brigada Lincoln: los héroes ocultos de América. Anna Grau

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Harold Lee, de la Brigada Lincoln, en el homenaje que recibieron las Brigadas Internacionales en Valencia en noviembre de 1996.
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     - 02-06-2011



    Bill Bailey tenía 24 años el día de verano de 1935 en que subió a bordo del Bremen, un barco alemán anclado en el puerto de Nueva York. Con su larga y apuesta humanidad disfrazada de esmoquin parecía de buena familia de Manhattan o por lo menos el rey del mundo, en lugar del hijo de sufridísimos inmigrantes irlandeses, marino mercante y comunista heterodoxo que era. Había estado a punto de darse de baja del partido porque él nunca aguantó el ordeno y mando de nadie, pero un viaje como marino a la Italia de Mussolini le hizo desistir en el último minuto de romper el carnet. Entre una cosa y otra Bill Bailey estaba absolutamente decidido a cumplir una misión, y esta misión era arrancar la bandera con la esvástica que ondeaba en lo alto del mástil del Bremen. Así lo hizo. La insignia nazi se fue gloriosamente de cabeza al río Hudson. Aunque luego, volver a bajar del mástil, no fuera lo que se dice un camino de rosas. Hubo que pelear primero con la tripulación alemana y luego con la policía americana y pasar cierto tiempo en el calabozo.
           Dos años después Bill Bailey se encontraba en España. Se había alistado en las Brigadas Internacionales junto con otros 2.799 voluntarios norteamericanos que combatieron contra Franco y en defensa de la República. Él luchó durante dieciocho meses en el cada vez más diezmado batallón que por una lógica más propagandística que militar acabaría llamándose la Brigada Abraham Lincoln. En Belchite, Bailey logró arrebatar una bandera franquista al enemigo. Orgulloso la firmó y la mandó de recuerdo al sindicato de los marinos en San Francisco.
           Al volver de España, Bill Bailey retomó sus actividades sindicales. Llegó a ser una leyenda viva para la marinería norteamericana por acciones tales como enfrentarse a las autoridades que, en plena Segunda Guerra Mundial, querían denegarle el permiso para volver a embarcar —es decir, que condenaban a morirse de hambre— a un marino japonés-americano, nacido en Hawaii (como Obama), porque tenía “antecedentes criminales”. Tales antecedentes consistían en haber robado de niño la bicicleta de un vecino (sus padres eran demasiado pobres para comprarle una), bicicleta que devolvió tras darse una ansiada vuelta en ella.
           Bailey embistió como un toro al tribunal: les desafió a fusilar sin más dilación al marino hawaiano-nipón si de verdad tenían pruebas de que era un agente antiamericano al servicio de Tokio. Pero, de no tener esas pruebas, les conminó ferozmente a restituirle intactos todos sus derechos. Él, Bailey, se hacía personalmente responsable de sus acciones. En esta ocasión los inquisidores se amedrentaron y retrocedieron.
           En 1988, Bill Bailey regresó a España a cumplir un encargo delicado: llevar a Belchite las cenizas de otro Lincoln, su gran amigo y compañero de trinchera Bill McCarthy. Curioso apellido, es cierto, para alguien que en el fondo de su corazón nunca tuvo muy claro si quería ser comunista o cura. Mientras se lo pensaba, McCarthy se encontró haciendo la guerra y comprobando hasta qué punto la realidad desafía al idealismo: “Llegué a España lleno de verdadero fervor revolucionario. Iba a parar el fascismo. Pero en nada estaba agarrando a mi mejor amigo, quien tenía una bala en el estómago. Traté de rezar un avemaría pero no logré acordarme. Simplemente estaba allí, tratando de mantener las tripas de mi amigo dentro de su cuerpo”.
           “Tantos muchachos extraordinarios murieron allí. Me habría gustado ser uno de ellos”, le susurró con una pena indecible Bill McCarthy a Bill Bailey en el hospital de California donde se moría. Y Bill Bailey le contestó a Bill McCarthy: “Conseguimos marcar la diferencia, amigo. Acuérdate de España”. Tanto se acordaba McCarthy que le pidió a su amigo que, una vez muerto, le llevara de vuelta allí. Que le devolviera a la tierra que hace inmortales a los que pelearon por ella, según escribiría Ernest Hemingway en el segundo aniversario de la batalla del Jarama: “Porque nuestros muertos forman ahora parte de la tierra de España y la tierra de España no puede morir nunca. Cada invierno parece que muere pero cada primavera renace. Y con ella nuestros muertos vivirán para siempre”.
           Llovía y hacía frío el 25 de abril de 1988, un día poco propicio para pasear por el Belchite fantasma que la guerra dejó tras de sí. A Bill Bailey se le ocurrió que podía haber esparcido las cenizas de su amigo al aire, dejar “que fueran la lluvia y el viento las que las mezclaran con la tierra de España”; pero en seguida rechazó la idea. Decidió que Bill McCarthy se merecía una morada de descanso permanente más elaborada. Entonces se puso a escarbar con sus grandes manos de marino la postrera trinchera para el camarada caído. Con dos palos recogidos en el suelo armó una pequeña cruz. De ella colgó una etiqueta plastificada con el nombre de McCarthy y su identificación como voluntario de la Brigada Lincoln. Y musitó: “No más promesas, Bill; no más promesas”.
           Bill Bailey murió en 1995 también en California, donde pasó sus últimos años viviendo solo en un cobertizo de los que las autoridades habían construido para las víctimas de los terremotos. Nunca salió de pobre. Ni olvidó el hambre que llegó a pasar en plena caza de brujas en Estados Unidos, cuando muchos que como él habían combatido en España se vieron abocados al paro forzoso —ya se ocupaba el FBI de que nadie les quisiera dar trabajo—, cuando no a la persecución política directa. Y eso que Bailey acabó siguiendo su primer impulso y saliéndose definitiva e irreversiblemente del Partido Comunista norteamericano en 1956, cuando trascendieron las atrocidades de Stalin.


           En su último viaje a España en los años ochenta a Bill Bailey le pidieron aparecer en un documental sobre la guerra. Aceptó encantado, para encontrarse con un problema absurdo: él quería que le filmaran en la cota 666 de la Sierra de Pandols, en su día defendida heroicamente por las Brigadas Internacionales, llevando una bandera republicana en la mano. Pero, ¿dónde encontrar una bandera republicana en la España de los 80? Ahí te quiero ver. En el equipo de producción del documental no tenían ni idea y esto sumió a Bill Bailey en una honda melancolía. Hasta que se le ocurrió asomarse por la ventana de la habitación de su hotel y quedó boquiabierto. Era Primero de Mayo. Bañaba las calles de Madrid un río de banderas rojas. Y entre ellas, como un salto mortal del corazón, divisó el inolvidable destello rojigualdo y púrpura. Una chica muy joven, casi una adolescente, lo hacía ondear.
           Bill Bailey bajó a la calle como un rayo. Se arrojó a la manifestación. Luchó a brazo partido por no perder a la chica de la bandera republicana entre la multitud. Parecía tan pequeña y tan frágil. Bill se abría camino como en los buenos tiempos del Bremen, con el cuerpo unas cuantas décadas más gastado, pero con el alma igual de terca. Alcanzó a la chica. Trató de explicarle para qué necesitaba aquella bandera. Pero la chica no se la quería dar. No le conocía de nada y además no entendía ni torta de lo que aquel extranjero alto y largo, de ojos extravagantemente azules y nariz de patata irlandesa, peroraba a pleno pulmón.
           Por aquello de la caballerosidad española (¿te está molestando este viejo, guapa?) intervino un chico. Resulto que este sí hablaba inglés. Bill Bailey redobló sus esfuerzos comunicativos para darse de bruces con otro cuello de botella: el chico pillaba las palabras, pero no el tema. No había oído hablar en su vida ni de la Sierra Pandols ni de las Brigadas Internacionales. ¿En serio? ¿No sabéis quiénes fuimos ni lo que hicimos?, preguntó Bailey, sobrecogido de incredulidad y de espanto.
           Hasta que cayó, vamos a suponer que del cielo, una señora algo más mayor que aunaba un cierto don de lenguas con ciertos conocimientos de Historia. Esta mujer por fin comprendió lo que Bailey se esforzaba por explicar y se le contó a la chica. Y ésta, dominando por fin el miedo —no todas las ignorancias son atrevidas— dio primero un pasito, luego otro, dudó todavía un poco más y por fin soltó la bandera republicana. Bill Bailey la cogió y lloró como un niño.

    Alvah Bessie, un intelectual en el barro
    No todo el mundo tiene presente que muchos exbrigadistas internacionales le retiraron el saludo y hasta la consideración de ser humano a Ernest Hemingway después de que escribiera Por quién doblan las campanas. Y es que la que para muchos ha quedado como la gran epopeya de los lincolns en España fue recibida por algunos de ellos como un insulto. Eso se debe a que la novela ataca al alto mando comunista y a los comisarios políticos de las Brigadas Internacionales, denunciando los abusos de autoridad y de poder de los que también hablaría George Orwell en su Homenaje a Cataluña, pero que pocos brigadistas conocieron de primera mano. Aunque sobre todo influyó el tipo de brigadista elegido por Hemingway para protagonizar su historia.
           La mayoría de los lincolns era gente socialmente muy sencilla. La brigada americana se nutrió sobre todo de hijos de inmigrantes castigados por la dureza de la Gran Depresión, obreros rasos, gente del pueblo llano en el sentido más literal. Muchos no habían viajado nunca al extranjero hasta que se embarcaron para la guerra. Hubo quien mandó a casa fotos de una “fabulosa piscina” que no era otra cosa que la fuente de la plaza de España de Barcelona. En la práctica pocos lincolns se reconocían en Robert Jordan, el héroe hemingwayano que en la película interpreta Gary Cooper, y que es un profesor universitario de buena familia republicana. Un rebelde bien educado.
           Aunque por supuesto había excepciones. Alvah Bessie —curiosamente uno de los que más se enfadarían con Hemingway— era una. Formado en la selecta Universidad de Columbia, precoz traductor al inglés de poesía de vanguardia francesa, novelista, periodista y guionista (llegó a ser candidato a un Oscar por Objetivo Birmania), su comunismo era una construcción mental, un lujo del espíritu, que Bessie trató de convertir en acción directa alistándose en las Brigadas Internacionales.
           De aquella experiencia quedó un testimonio autobiográfico, Men in Battle, menos famoso que la novela de Hemingway, pero que en más de una ocasión la supera en valor literario, en intensidad de la experiencia del autor y en el impactante contraste entre la sofisticación de su mente y la crudeza de lo que le rodea. Es la experiencia de un intelectual que se ha tirado al barro.
           En sus escritos y crónicas (trabajó en la prensa interna oficial de las brigadas), Bessie se revela como un narrador extraordinario. Por ejemplo cuando describe el conmovedor heroísmo de los lincolns, utilizados una y otra vez como inexperta carne de cañón a la que le tocaban todas las misiones y todas las resistencias suicidas. La eficacia de su pluma se desploma en cambio cuando trata de explicar la otra cara de la moneda (las cobardías que también hubo, el descorazonador goteo de deserciones…) recurriendo antes a lo político que a lo humano. Cuando trata de cuadrar la realidad y sus paradojas a martillazos ideológicos.


           Este tipo de autolimitación mental lastró el despegue literario de Alvah Bessie después de la guerra, aunque no tanto como la persecución de que fue objeto por parte del Comité de Actividades Antiamericanas. Ellos iban a por él y él les salió al encuentro como quien se estrella contra un muro. Fue uno de los famosos Diez de Hollywood represaliados, en su caso hasta el punto de pasar diez meses en la cárcel y de no volver a trabajar jamás en el cine. Al salir de prisión tuvo que ganarse la vida llevando las luces y el sonido de un club nocturno de San Francisco. En 1965 escribió un libro sobre la inquisición padecida y en 1975 otro basado en un viaje de madurez a España, titulado Spain again. Murió en 1985 en California.

    John Leopold Simon, con el FBI en los talones
    Para muchos brigadistas el tiempo que pasaron en España fue el más interesante de su vida. Pero a nosotros a veces nos puede atraer más lo que les ocurrió antes y después. Es por ejemplo el caso de John Leopold Simon, alias William Alexander —era frecuente que los lincolns se alistaran con nombres falsos; conviene no olvidar que en los pasaportes americanos de la época ponía “no válido para viajar a España”—, cuyo caso constituye un retrato robot de los métodos del FBI para espiar a los ciudadanos de su país que se salen por la tangente de la época.
           El FBI abre su primera ficha sobre John Leopold Simon en fecha tan temprana como el 11 de febrero de 1937. El número de su expediente es el 62-1236 AG y lleva el elocuente epígrafe de “actividades antifascistas”. Dice el expediente que el 5 de febrero de este año determinado abogado de Philadelphia (al que no se identifica) informa que una de sus clientas le ha llamado para decirle que su hijo John Leopold ha salido de casa a las siete y media de la mañana, primero con la excusa de ir a una entrevista de trabajo a Nueva York, finalmente admitiendo que en realidad partía para España en calidad de médico de campaña. Del joven se sabe que tiene 24 años, que está estudiando tercer curso de Medicina en Jefferson College y que nunca hasta ahora había “dado problemas”, aún teniendo una inequívoca “inclinación radical”. La madre y su abogado querían saber si era posible hacer alguna gestión que impidiera a John Leopold salir de Estados Unidos.
           El FBI comprobó que John Leopold acababa de sacarse el pasaporte y que según varias fuentes tenía que coger en Nueva York un barco con rumbo a Francia. Él y 149 reclutas más. Los agentes federales sopesaron interceptarles, pero al fin optaron por permitir su salida y seguirles la pista. Buscaban piezas mayores (por ejemplo, los responsables del reclutamiento) y las súplicas de una madre americana aterrorizada no les movieron ni un pelo de la ceja.
           Con lo cual John Leopold Simon ya tenía tarjeta propia en el índice de seguridad especial del FBI antes incluso de pisar España. A la vuelta, cuando se casó, se estableció como psiquiatra en Nueva York y fue nombrado presidente del Comité de Defensa de Veteranos de la Lincoln, siguieron marcándole de cerca. Soñaron con captarle como informante. En marzo de 1952 se diseñó incluso un “plan de aproximación” para abordarle cuando entrara o saliera solo de su consulta. El 7 de agosto de ese mismo año agentes federales esperan pacientemente a que John Leopold Simon aparque su Studebaker de 1950, matrícula 15 MD 63 de Nueva York, en la esquina de la calle 54 con la Séptima Avenida. Cuando acaba de cerrar el coche los agentes se le acercan y le dicen que desean hablar con él. Simon reacciona con nerviosismo y enojo y proclamando que él no tiene “nada de qué hablar con el FBI”.
           Los agentes no se amilanan. Insisten en que solo buscan información y una conversación amistosa, que no van a ponerle en ningún aprieto ni le van a pedir que admita nada embarazoso. Simon insiste en que no hay nada de qué hablar y empieza a alejarse de su coche. Los agentes le siguen. Le reiteran que tiene una gran oportunidad de mostrar su “lealtad” al gobierno y de cooperar. “¿Me disculpan por favor?”, se despide él, furioso. En total la conversación ha durado apenas dos minutos.
           La sagaz evaluación que en el FBI hicieron de esta experiencia era que el doctor Simon “sigue al pie de la letra las consignas comunistas y no desea cooperar con el gobierno”. Se decidió no intentar ulteriores aproximaciones, pero no suspender la vigilancia. Simon fue espiado toda su vida. Le estaban controlando cuando trabajó una temporada en un hospital de Puerto Rico. Le siguieron a Moscú, donde viajó con su mujer en 1965, siendo movilizada incluso la CIA en su honor. A raíz de esta gira rusa volvieron a inscribirle en el índice de seguridad especial del que, aburridos, le habían borrado en 1955. Hubo otro sobresalto cuando Simon dejó a su primera esposa, Ruth, y a los niños que había tenido con ella para fugarse con otra mujer, Myrtle. El FBI sabía que Ruth era una comunista tan recalcitrante como su marido, pero de Myrtle era peor, ¡de Myrtle no sabían nada!
           En 1966 Simon viaja a Inglaterra y a España, y el mismísimo Edgar J. Hoover, todopoderoso jefe del FBI, moviliza a sus legats de Londres y París escribe al jefe de inteligencia del Departamento de Estado pidiéndole que esté encima. Nuevamente se informa a la CIA. Finalmente todo era una falsa alarma. Simon había ido a Madrid para asistir a una conferencia de psiquiatras. Para cumbres rojas estaba la España de 1966.


    Razones para un alzheimer histórico
    Podríamos seguir desgranando tantas historias personales como duermen en los archivos de la Brigada Lincoln que se guardan en la Biblioteca Tamiment de la Universidad de Nueva York (NYU). A efectos prácticos, a veces es como si estuvieran guardadas en el fondo del mar. James Fernández, profesor de NYU y una de las personalidades del mundo académico que más sabe de los lincoln (negoció personalmente la compra de su archivo por la universidad) nos advierte antes de empezar de que, desde el punto de vista norteamericano, nos estamos metiendo en verdadero territorio alzheimer. En un triángulo de las Bermudas de la desmemoria.
           Para muchos estadounidenses de la calle los lincolns no existen. O solo existen como súcubos de un inframundo comunista irreal, contra los que quizás se cometió algún atropello histórico (no es fácil encontrar hoy a nadie que defienda el mccarthysmo), pero a saber qué habrían hecho si les hubieran dejado. En su día el FBI les etiquetó secreta pero oficialmente de “antifascistas prematuros”, chocante baldón que con muy contadas excepciones inhabilitaba para obtener ningún puesto militar de rango en la Segunda Guerra Mundial, o ni siquiera para servir en ella. Lo cual era especialmente cruel para una gente que, genio y figura, corrió a alistarse en masa después de Pearl Harbor. A muchos les dieron con la puerta de la patria en las narices.
           Desde entonces ha llovido mucho. Tanto que casi no se entiende la tenaz resistencia de la comunidad académica y política de Estados Unidos a procesar y asimilar a estos 2.800 personajes que, vistos desde fuera y sin prejuicios, encarnan la quintaesencia más mítica de lo americano. La vocación de salvar el mundo inflama por igual la mística brigadista y la de los neocon. En el fondo moral de las cosas, y al margen de la justificación política de cada guerra en particular, ¿qué diferencia hay entre ir a España, a Normandía, a Vietnam o a Irak? ¿En qué se distingue el impulso de un voluntario de otro? En pleno enfrentamiento con la Unión Soviética podía tener sentido desconfiar de quienes se habían alineado con el comunismo, pero, después de ganar por goleada la guerra fría, ¿qué importa quién fue antifascista prematuro y quién lo fue más tardío? ¿Por qué se sigue considerando mayormente a los lincolns un tema tabú, más incluso que los veteranos de Vietnam? ¿Por qué a diferencia de estos no les suma a su galería nacional de héroes?
           Sebastian Faber, presidente de los Archivos de la Brigada Abraham Lincoln (ALBA), tiene una respuesta muy interesante, que es casi otra pregunta en sí misma: “En Estados Unidos nunca ha habido un consenso moral sobre la Guerra Civil Española. Lo hay sobre la Segunda Guerra Mundial, todo el mundo tiene claro de qué lado estaban la legalidad y la ética. Pero en la Guerra Civil Española nunca se ha alcanzado ese acuerdo”. Vamos, que todavía no tienen claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos.

    Más cornadas da la Gran Depresión
    Existen estudios serios que cuestionan el mito de los lincolns como unos iluminados revolucionarios. Peter N. Carroll, en su excelente The Odissey of the Abraham Lincoln Brigade. Americans in the Spanish Civil War (Stanford University Press) sitúa a los brigadistas en su contexto histórico, que es el de la Gran Depresión americana de los años 30. Un momento en que no era difícil discernir la frontera entre radicalidad y desesperación.
           “Para ser comunista en Brooklyn en 1936 solo se necesitaba ser buena gente, estar muy cansado de la brutal penuria e injusticia económica de la época y quizás de las medias tintas de todos los demás partidos políticos, incluido el socialista”, razona James Fernández. “Entonces la gente veía que los comunistas hacían cosas como volver a meter lo muebles en las casas de las familias desahuciadas, que eran los únicos que parecían tener una disciplina, una visión. Atribuir motivos siniestros a gente así es un anacronismo histórico, por no decir una barbaridad. Qué iban a saber ellos de Stalin. Es como pensar que un pobre campesino de Valladolid que se puso del lado franquista en la guerra era un fascista irredento”.
           Se da el caso de que unos cuantos de los que se alistaron en las brigadas habían formado parte de movimientos pacifistas solo un año antes. Las drásticas vivencias de la época les hacen pegar un vuelco, les despiertan un apetito de acción directa en el que confluyen muchas frustraciones. Personales, sociales y raciales: el que se sentía desposeído iba a luchar por todos los parias de la tierra, el que era judío para parar a Hitler y Mussolini —que objetivamente apoyaban a Franco—, el que era negro porque veía el discurso hitleriano alarmantemente calcado al del Ku Klux Klan. Es famoso el caso de Salaria Kee, una afroamericana que solo en el entorno único de las Brigadas Internacionales pudo ejercer su profesión de enfermera sin sufrir discriminación. La Brigada Lincoln fue la primera unidad militar de toda la historia de Estados Unidos donde un oficial negro pudo mandar a soldados blancos.


           Se puede deducir que para muchos voluntarios la guerra española fue un experimento revolucionario, un laboratorio igualitario muy avanzado para la época. Y es verdad que muchos fueron a España convencidos de que allí se dirimía el futuro inmediato de la Humanidad. También se puede ver aquello como una batidora de ingenuidades enormes. Por ejemplo, los negros florecieron en la Lincoln porque así lo ordenaban los comisarios políticos comunistas, por razones en gran medida de propaganda. Que la verdadera igualdad entre razas no estaba demasiado interiorizada en realidad lo prueba el hecho de que todo lo que en las brigadas ganaban los negros lo perdían los latinos.

    Hispanos go home
    Hubo importantes roces de los que da una idea el puertorriqueño Antonio Pacheco en su libro testimonial Vengo del Jarama. Después de contar cómo casi llega a las manos con “el camarada Royce”, un norteamericano que sin más le había requisado la máquina de escribir, subraya que “ese fue el primero de una serie de incidentes entre latinos yanquis”.
           Uno de los incidentes más sonados se desencadenó cuando “en el cafetín que estaba más cerca del cuartel, un camarada de Chicago le dio una bofetada a un cubano, abusando de su estatura y de que el cubano tenía unas cuantas copas en la cabeza”. Afluyeron otros brigadistas en tropel y se originó “una tempestad de bofetadas entre cubanos y norteamericanos”, durante la cual “los chilenos, los mexicanos y los puertorriqueños nos alineamos con los muchachos de Cuba y el encuentro estuvo a punto de convertirse en un motín”. Aparece el inefable Royce (el de la máquina de escribir) con pretensiones de poner orden, pero le faltan rifles y bayonetas para controlar la situación y sobre todo le falta imparcialidad. “Si no es por la intervención mediacionista de los canadienses, la cosa hubiera terminado mal”, relata Pacheco. Que tampoco es que acabara bien; después de muchas tiranteces, reforzadas porque todas las posiciones de mando de la brigada recaen en los yanquis y no en los latinos, estos acabarán desgajados de la Lincoln y adscritos a la mítica 46 División de Valentín González, El Campesino.

    Un héroe cubano para Obama
    Esta escisión es importante porque difuminará las trazas de los brigadistas latinos estadounidenses en España y dará lugar a situaciones casi cómicas muchos años después. Por ejemplo, a que los hijos del mítico fotógrafo Agustí Centelles quisieran regalarle a Barack Obama un retrato hecho por su padre de un brigadista negro que murió en España, suponiendo que Obama se identificaría con él y se emocionaría. Hasta que las averiguaciones hechas para tratar de determinar la identidad exacta de ese brigadista arrojaron un dato sorprendente, y es que el hombre era de origen cubano. ¿Están las cosas para regalarle al presidente de Estados Unidos la foto de un brigadista de la Lincoln nacido en Cuba? James Fernández nos cuenta que en la embajada americana en Madrid aceptaron impertérritos en nombre de Obama —que no apareció— el obsequio de la familia Centelles y despacharon toda objeción con este plumazo soberbio: “Era un héroe americano y salió del puerto de Nueva York. Punto”.
           Vodeviles aparte, sobre los latinos de la Lincoln sigue pesando una formidable losa de silencio y de misterio. El hecho de que muchos de ellos se sintieran brigadistas de segunda hizo que se desbandaran más que otros al volver a Estados Unidos (los que volvieron). A menudo eludían las asociaciones de veteranos de los yanquis, creando otras propias o eligiendo directamente el anonimato. Su clamorosa ausencia en los archivos de NYU es sólo uno de los sesgos, una de las limitaciones de la visión pública de la Brigada Lincoln. Que fue siempre un grupo bastante menos monolítico de lo que se cree.
           Según Fernández, los brigadistas latinos eran en su mayoría cubanos y puertorriqueños muy politizados por la lucha en sus propios países. “Algunos estaban en Nueva York exiliados, otros fueron reclutados activamente en Puerto Rico, donde se dio el caso de tres hermanos Carbonell que perecieron todos en combate, peor que el soldado Ryan de la película”, nos cuenta. También había algunos españoles e hijos de españoles inmigrados: “Los padres emigran a América en 1910 o 1912, se casan, su hijo tiene 20 años en 1937…”.

    Una foto del general Miaja en el comedor
    James Fernández cuenta muchas historias de la Lincoln donde resuena como un río oculto su propia historia personal. Él mismo desciende de inmigrantes asturianos en Nueva York; inmigrantes económicos, antes que políticos. “Mi abuelo llegó huyendo del hambre y del reclutamiento forzoso para las guerras en Marruecos”, evoca. Conoció a su abuela en el centro asturiano neoyorquino. Su hijo, el padre de James, fue obrero en Con Edison, la compañía eléctrica. James y sus tres hermanos son los primeros de su familia que han ido a la universidad.
           A lo largo de todo este proceso la noción de sus orígenes llegó a ser muy vaga. James Fernández, que a día de hoy habla un español perfecto, no lo aprendió hasta la edad adulta. De niño hablaba sólo inglés en casa (el padre se escolarizó en esta lengua y la madre era irlandesa) y no captó el alcance de sus raíces hispanas hasta llegar a la universidad.


           “Yo estaba en mi primer año en Darmouth College, y uno de los grandes acontecimientos del campus fue la conmemoración del 60 aniversario del comienzo de la guerra civil. Todos hablábamos de ello. Pasaron por el campus Rafael Alberti, Carlos Fuentes, varios lincolns… Pete Seeger dio un recital”, recuerda. Para entonces Fernández llevaba años estudiando literatura española, pero de siglos pasados. No era aún consciente de cómo todo eso iba a transformar su vida desde dentro. Por aquel entonces él ni siquiera sabía que ese señor que salía en una foto de familia colgada en el comedor de la casa de sus abuelos era el general Miaja, el mítico defensor del Madrid sitiado por Franco.
           “A través de la Brigada Lincoln descubrí un vínculo entre España y Estados Unidos que yo desconocía”, dice. También absorbió la verdadera esencia del hispanismo en Estados Unidos en aquella época, que “estaba muy marcado por la generación española de refugiados que había vivido la experiencia de la guerra muy de cerca. Yo hice la tesina con gente que había conocido muy bien a Dámaso Alonso, a Lorca, a Guillén”. A través de todos ellos, Fernández se dio cuenta de que “estudiar literatura española en aquel momento no era como estudiar cualquier otra cosa, era una lucha por conservar una tradición y una memoria liberal amenazada en España durante muchos, muchos años”. ¿La edad de plata perdida?
           Para él todo esto tenía además una carga emotiva muy especial que le empujó a recorrer el camino inverso que han seguido muchos otros políticos y académicos en Estados Unidos: mientras otros rehuían la historia de la Brigada Lincoln, él la buscaba debajo de las piedras. Luchando por desentrañar el denso bajo bosque de factores humanos anónimos que han quedado tan oscurecidos en la memoria norteamericana.    Distorsionados por la trágica simplificación de aquella extraordinaria aventura humana, aún incomprensible para tantos. “Muchos no volvieron de la guerra, y de los que volvieron los más visibles, por no decir los únicos que lo eran, eran los comunistas más radicales y sectarios; eso contaminó irremediablemente la visión del conjunto”,      advierte.
           Para huir del tópico nada como echar horas en la biblioteca Tamiment en NYU, donde se encuentran los archivos. Aún guardándose de la Lincoln una historia poco representativa e incompleta, en general se basta y se sobra para romperle el corazón al más curtido. La carpeta que se abre de repente para arrojar una bandera y una insignia republicana que uno de aquellos jóvenes se trajo a casa, cruzando todo el Atlántico con los símbolos de la derrota. El testimonio de la viuda de Alfred Chipkin, que estuvo a punto de impedir su reclutamiento diciéndoles a los médicos que tenía una lesión en la rodilla. No lo hizo porque pensó que él no se lo perdonaría jamás y no volvió a verle vivo. Las enfermeras americanas que en el hospital de Albacete se abrían literalmente las venas para sacar sangre y dársela a los heridos. Las lágrimas a cielo abierto al salir para siempre por Barcelona. Las lágrimas escondidas por el mal recibimiento al volver a Estados Unidos, donde muchos habían de pasar calamidades y hasta los hubo que fueron deportados. Las humillaciones. El silencio. El olvido de una nación que honra a todos y cada uno de sus héroes antifascistas. ¿Por qué no a estos?

    Los hijos de Abraham
    “Mi querida Anna, creo que sus contactos personales y sus simpatías le han dado una noción un tanto exagerada de hasta qué punto Estados Unidos está orgulloso de sus victorias antifascistas en el mundo. No puedo darle porcentajes precisos de actitudes porque he preferido no estudiarlas en detalle, pero sí señalarle tendencias con las que tenemos que vivir. Quizás sepa usted que varias encuestas indican que Ronald Reagan es considerado por una mayoría de norteamericanos, si no el mejor presidente de todos los tiempos, uno de los seis más grandes. Bueno, pues Reagan dijo una vez que los brigadistas americanos eran hombres buenos y valientes pero que tenían un solo defecto: se equivocaron de bando”. Este comentario nos lo hace el historiador Gabriel Jackson, quien aparte de otras cosas tiene en común con los lincolns que él también sufrió en sus propias carnes el zarpazo del mccarthysmo: “A mí no me hundieron la vida, pero sí me retrasaron la carrera todo lo que pudieron”, cuenta.
           Después de regañarnos amablemente por dar crédito a la “leyenda” de Estados Unidos como el paraíso de los héroes antifascistas, Jackson nos recuerda que en todas partes cuecen habas: “Si usted examina la prensa británica o francesa de la época comprobará que en los años de la Guerra Civil Española, no sólo los ingleses cortejaban activamente a Mussolini y además esperaban que Hitler se comportara como un caballero, sino que un alto porcentaje de la población de esas naciones democráticas estaba aterrorizada y alienada por los paseos de los primeros meses en España y por la fuerte influencia de la Unión Soviética en la guerra. Los franquistas mataron más del doble que todos los republicanos, anarquistas y agentes estalinistas juntos, pero las víctimas de Franco eran en general desconocidas fuera de España, salvo casos excepcionales como el de Federico García Lorca, mientras que las víctimas de los paseos eran hombres de negocios, banqueros, etc., que habían estudiado o jugado al tenis o veraneado con las clases altas conservadoras de Francia e Inglaterra”.
           ¿Es y ha sido entonces todo mentira? ¿Ganó quien ganó la Segunda Guerra Mundial un poco porque sí? ¿No hubo una razón moral para la victoria? ¿Y si los ingenuos brigadistas norteamericanos resultaran incómodos no tanto por su supuesta condición de hidra roja, sino por el dedo que entre todos ponen en la llaga, por el ácido contraste entre su conmovedor idealismo desaforado y el infinito cinismo imperturbable de la sociedad?


           Gabriel Jackson coincide con los que creen que el comunismo en los años 30 en Estados Unidos era más una cuestión de esperanza que de ideología. Era un grito en medio del túnel. “La situación guarda similitudes con la de ahora”, advierte Jackson, comparando las dos recesiones económicas. Se tiende a creer que la de los años 30 fue peor, pero el historiador no lo tiene tan claro. En aquel momento, para bien o para mal, dice, un grupo de personas entendió que había salidas para la acción y el espíritu. La solidaridad internacional como una manera de hacerse americano, héroe y casi que hombre: “El hijo de un sastre judío iba a la guerra de España y volvía convertido en Gary Cooper”, nos decía James Fernández, con la voz disimuladamente rota. Ahora, en cambio, todo es desengaño y oscuridad. ¿A dónde pueden ir, qué causa podrían abrazar los equivalentes contemporáneos de aquellos brigadistas de ayer, aquellos jóvenes que, con más o menos acierto político, vieron normal no sentarse a arreglar el mundo en un café, sino ponerse en la línea de fuego de un país que ni siquiera era el suyo?
           Se nos acaba la conversación con Gabriel Jackson, que es por teléfono. Él está en California y nosotros en Washington­. No se lo hemos dicho, pero mientras hablábamos hemos ido dejando atrás varios monumentos nacionales (a los héroes americanos de la Segunda Guerra Mundial, a los de la guerra de Corea, a los de la guerra de Vietnam…) para acabar subiendo las escaleras que llevan al único pedazo de mármol en toda América donde, incluso si parte de América no lo sabe o no lo quiere saber, resuena la secreta memoria heroica de 2.800 hijos suyos. Leemos las graves palabras inscritas en lo alto del monumento al decimosexto presidente de Estados Unidos, al pie del cual se extiende todo el national mall con su famosa piscina reflectante: “In this temple, as in the hearts of the people for whom he saved the Union, the memory of Abraham Lincoln is enshrined forever”.

    Traducción libre al español: Viva la Quince Brigada.


    * Anna Grau es periodista, corresponsal del diario español ABC en Nueva York. Acaba de publicar en Destino el libro De cómo la CIA eliminó a Carrero Blanco y nos metió en la guerra de Irak y cultiva en Cuarto Poder el blog La gata sobre el teclado
    En FronteraD ha publicado Cuba no existe