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El diario perdido del «Enola Gay» |
NO FUERON «¡Dios mío, qué hemos hecho!» las primeras palabras que exclamó el copiloto Lewis, autor del diario, sino otras políticamente incorrectas: «¡Guau, menudo pepinazo!». |
GORDON THOMAS Con la gorra de oficial ladeada y su chaqueta de cuero, Robert Lewis era la viva imagen de un veterano piloto de bombarderos americano de la Segunda Guerra Mundial. Pero aquella noche del 6 de agosto de 1945, hace 59 años, Lewis pilotaba su primera misión de combate a los mandos del Enola Gay, un bombardero B-29.El coronel Paul Tibbets era el comandante de la misión. Lewis era su copiloto y ambos volaban hacia los libros de Historia.De carácter y temperamento distintos, fueron seleccionados de entre todos los pilotos de las Fuerzas Aéreas de EEUU para la misión más crucial de la contienda. Durante tres años, centenares de científicos e ingenieros habían trabajado bajo el más estricto secreto en Los Alamos, en el desierto de Nuevo México, para construir la bomba atómica. Los 12 miembros de la tripulación del Enola Gay, tras un año ensayando el lanzamiento de la bomba, volaron en su B-29 rumbo al Pacífico, a la isla de Tinian. Aislados de todo contacto con el exterior, aguardaron durante semanas a que llegaran las órdenes de la misión. Ocurrió poco antes del despegue. Entonces lo supieron: el objetivo era Hiroshima. Pero antes de que Tibbets partiera hacia su misión, el comandante en jefe del Pacífico le dio otra orden directa: «A fin de proteger el secreto de la bomba, ninguno de nosotros podía ser capturado vivo», explicaría Tibbets años más tarde. Le entregaron un paquete con cápsulas de cianuro. Si el avión era derribado, ordenaría a su tripulación ingerir las cápsulas. Si alguien se negaba, le ejecutaría en el acto. Poco antes del despegue, Tibbets le contó a Lewis el asunto de las cápsulas. Como respuesta, Lewis extrajo una caja de condones de su chaqueta de piloto. A Tibbets no le hizo ninguna gracia.Tibbets era un joven muy serio de 29 años, que veía en Lewis a «un donjuán, a un mujeriego, aunque reconozco que era un gran piloto». Al principio, los dos aviadores se convirtieron en estrechos amigos, unidos por la pasión de volar. Pero las arriesgadas locuras de Lewis, conocido como el Irlandés Indomable, provocaron que Tibbets, quien lo había seleccionado para la misión, le reprendiera en más de una ocasión. Al decir del jefe, «Bob tenía 24 años pero aparentaba 14. Rompía todas las reglas. Una vez tomó prestado un avión para acudir a una boda. Le gustaba la fiesta hasta el amanecer». El propio Lewis terminaría admitiendo que Tibbets tenía razón. «Es verdad. Pero al final, me dijo que seguía siendo el mejor piloto que tenía». La tensión entre los dos pilotos se caldeó horas antes del despegue hacia Hiroshima. El avión seleccionado para lanzar la bomba era el de Lewis, pero como Tibbets era el comandante de la misión, Lewis sólo sería el copiloto. Sin su conocimiento, Tibbets ordenó que pintaran el nombre de su madre, Enola Gay, sobre el fuselaje.Cuando Lewis lo vio, estalló. «Irrumpí en el despacho de Tibbets y le pregunté a qué demonios jugaba. Era mi avión y debería ser yo quien escogiera el nombre. Tibbets parecía avergonzado». Más tarde, Tibbets lo negó: «Me daba igual lo que pensara». Ambos no se dirigieron la palabra durante el chequeo de instrumentos previo a la salida. Cuando el B-29 despegó, su peso era de 66.600 kg (incluyendo 31.500 litros de queroseno). «Recuerdo que Lewis estaba inquieto. Por eso no le dije que iba a mantener el avión sobre la pista para obtener la mayor velocidad posible», diría años después Tibbets. Lewis evocaba así el momento: «Ibamos con mucho sobrepeso. Mientras rodábamos en la oscuridad, sabía que nos estábamos quedando sin pista. Le grité a Tibbets: "Va demasiado pesado, sube el morro, ¡Ahora!"». Tibbets le ignoró y Lewis intentó coger los mandos.«¡No los toques!», le ordenó Tibbets. Ambos sabían que al final de la pista había un acantilado. Finalmente, el Enola Gay se elevó lentamente hacia el cielo nocturno. Varias horas más tarde se aproximaban a Hiroshima. Ninguno de los dos pilotos había intercambiado palabra. Lewis pasó el tiempo escribiendo en un cuaderno. Al final, Tibbets le preguntó qué demonios hacía. «Escribiendo mis memorias», fue la respuesta. «No puedes hacer eso», le dijo Tibbets. Lewis se encogió de hombros y continuó escribiendo. En 1971 Lewis vendió su diario por 37.000 dólares. Hoy día, nadie sabe quién es su propietario, y su valor podría superar el medio millón de dólares. Antes de vender el original, Lewis hizo una copia. Me lo mostró en su casa de Nueva Jersey. El diario contiene detalles fascinantes de los preparativos del ataque: «El Viejo toro (Tibbets) muestra señales de haber tenido un día duro. Se merece una cabezadita». «04.25. Me pasa los controles del avión».«07.24. Tibbets conecta el intercomunicador para hablar con la tripulación. Sólo dice dos palabras: "Es Hiroshima"». «08.14.El coronel nos ordena que nos coloquemos las gafas especiales Polaroid contra el fogonazo». «08.15, las compuertas del compartimento de bombas del Enola Gay se abrieron y la primera bomba atómica se libera del anclaje». Lewis prosiguió con sus anotaciones: «08.16. A los 43 segundos del lanzamiento y tras casi seis millas de caída, la bomba detonó sobre Hiroshima». EL HONGO DESDE EL CIELO Según su testimonio escrito, «un punto de luz purpúrea se expande hasta convertirse en una enorme y cegadora bola de fuego. La temperatura del núcleo es de 50 millones de grados. A bordo del avión, nadie dice nada. Casi podía saborear el fulgor de la explosión, tenía el sabor del plomo». «La cabina de vuelo se iluminó con una extraña luz. Era como asomarse al infierno. A continuación llegó la onda de choque, una masa de aire tan comprimida que parecía sólido». «Cuando la onda de choque alcanzó el avión, Tibbets y yo nos aferramos a los mandos. El Viejo toro nos llevó a la máxima altura. El hongo alcanza una milla de altura y su base es un caldero burbujeante, un hervidero de llamas. La ciudad debe de estar debajo de eso. Dios mío, ¿Qué hemos hecho?». Años después, Lewis me confesaría que en realidad sus primeras palabras fueron: «¡Guau, menudo pepinazo!». Cuando el Enola Gay regresó a la base y Tibbets leyó lo que su copiloto había escrito, el Viejo Toro le dijo que lo cambiara por algo más apropiado, y acto seguido entregó las píldoras de cianuro al oficial médico en tierra. Cuando la tripulación regresó a EEUU, no fue como héroes, fueron criticados e incluso amenazados de muerte. Lewis tiró su caja de condones por el váter y con el dinero de la venta de su diario pagó el mármol con el que comenzó a esculpir temas religiosos. Su escultura más célebre es una nube de hongo: «El viento divino sobre Hiroshima». Para Lewis la bomba «sólo fue otro trabajo más. Hicimos de este mundo un lugar más seguro. Desde entonces nadie ha osado lanzar otra bomba atómica. Desearía ser recordado como el hombre que contribuyó a hacerlo posible». G. Thomas es el autor del libro «Enola Gay: Mission to Hiroshima».Su documental para la BBC obtuvo un Premio Emmy. LAS CLAVES NAGASAKI Aniversario. El pasado viernes, 6 de agosto, se conmemoró el 59 aniversario del primer ataque nuclear sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. Tres días después le tocó el turno a la ciudad de Nagasaki, con un resultado igual de devastador. El mundo cambió para siempre. GUERRALa orden de ataque. El presidente Truman fue quien autorizó el ataque nuclear. Inicialmente estaba previsto lanzar la bomba sobre Berlín, con el búnker de Hitler como la Zona Cero. El final de la guerra europea cambió los planes y Japón pasó a ser el objetivo. URANIOLa bomba. Denominada Little Boy (Pequeñín), pesaba 4.000 kg y estaba compuesta por uranio enriquecido. Su detonación provocó el equivalente a una explosión de 15.000 toneladas de TNT. Los científicos no sabían si la onda expansiva aplastaría el B-29 pilotado por Tibbets. INVASIONLa otra opción. Según el mando militar de EEUU, la bomba atómica contribuyó a salvar muchas vidas. Tras la defensa suicida de Iwo Jima, calcularon que la invasión aliada aeronaval de Japón podría cobrarse la vida de tres millones de japoneses y la de unos 400.000 americanos. AEROPUERTOEl museo del Enola Gay. La Superfortaleza B-29 fue el bombardero más tecnológicamente avanzado de toda la II Guerra Mundial.En la actualidad se exhibe al público en el Smithsonian Air and Space Museum, ubicado en el aeropuerto Dulles de Washington DC. MUERTOSLas víctimas. Murieron 80.000 de los aproximadamente 320.000 civiles y militares que había en Hiroshima, así como 108 médicos y 1.654 enfermeras. Sólo quedaron en pie tres de los 55 hospitales de la ciudad. De 90.000 edificios, unos 62.000 resultaron destruidos. |
Hombres que no sentían culpa
Los que lanzaron la bomba ante el remordimiento por la masacre.
06/08/15 · 8:00
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Parte de la tripulaciónd el Enola Gay, junto al bombardero.
“El hongo alcanza una milla de altura y su base es un caldero burbujeante, un hervidero de llamas. La ciudad debe de estar debajo de eso. Dios mío, ¿qué hemos hecho?”. Son las palabras que permanecen escritas en el diario de Robert Lewis, el copiloto a los mandos del Enola Gay, el B-29 'Superfortress' (superfortaleza) que lanzó, el 6 de agosto de 1945 sobre Hiroshima (Japón), la primera bomba atómica que conoció la historia, apodada Little Boy (muchacho). Pero Lewis no dijo exactamente la frase registrada en el manuscrito –vendido en 1971 por 37.000 dólares de la época y subastado en 2002, con un precio final de 391.000 dólares–, tal como afirmó posteriormente el piloto y comandante de la misión aquel día, Paul Tibbets. En realidad, el copiloto formuló una frase mucho menos florida y literaria en el momento de la detonación: “Guau, menudo pepinazo”. Lewis la cambió a sugerencia de Tibbets. No era muy políticamente correcta para los anales de la historia.
En realidad, el copiloto
formuló una frase mucho menos florida y literaria en el momento de la detonación: “Guau, menudo pepinazo”
formuló una frase mucho menos florida y literaria en el momento de la detonación: “Guau, menudo pepinazo”
Haber participado en un evento que arrasó en un instante 12 kilómetros cuadrados de territorio japonés, destruyó el 69% de los edificios de una pujante ciudad industrial y mató, sólo en el momento de la explosión, a unas 80.000 personas e hirió a otras 70.000, puede dejar una honda huella psicológica. Pero ése no fue el caso de Lewis. Lo cierto es que el copiloto del Enola Gay, que murió en 1983 a los 65 años siendo gerente de una fábrica de dulces, no mostró a lo largo de su vida remordimiento alguno por haber participado en el lanzamiento de ese objeto de 32 kilos y 16 kilotones de potencia (equivalentes a 16.000 toneladas de TNT) sobre la ciudad japonesa. Nunca participó en las conmemoraciones de la matanza que cada años se hacían en Hiroshima como sí hicieron algunos de los once tripulantes restantes que volaron junto a él en el bombardero norteamericano aquel 6 de agosto. Incluso, años después del lanzamiento, afirmó en una entrevista: “Fue sólo parte del trabajo, ayudé a hacer del mundo un lugar más seguro. Nadie se ha atrevido a lanzar una bomba atómica desde entonces. Así es como me gustaría ser recordado: el hombre que ayudó a todo eso”.
Tibbets, comandante del Grupo de Bombarderos 509 de la Fuerza Aérea
Norteamericana y la otra persona a los mandos del B-29 aquel día, tampoco mostró remordimientos en público jamás. Una de sus frases más célebres es: “Nunca perdí una noche de sueño por Hiroshima”. Para él, la victoria justificaba los medios, tal como afirmó en una entrevista a La Nación realizada en 1988: “Las órdenes no se discuten, se cumplen. Yo acepté la misión de Hiroshima porque mis superiores me lo ordenaron. Pero debo agregar que no fue algo que hice en contra de mis convicciones. Estuve, estoy y estaré siempre de acuerdo en que en aquel contexto histórico fue una decisión acertada”.
La locura de Eatherly
Pero no todo en esta historia es patriótico orgullo. La actitud de los dos pilotos contrasta con la de Claude Eatherly –cuya vida relata Miguel Brieva en el cómic Memorias de la Tierra, sobre estas líneas–. Este comandante no estaba en el Enola Gay aquel 6 de agosto, sino a los mandos del Straight Flush, uno de los tres B-29 “meteorológicos” de los siete aparatos que formaban el escuadrón encargado de la misión que finalizó con la explosión en Hiroshima. Su cometido era comprobar previamente las condiciones meteorológicas sobre la ciudad para ver si el lanzamiento era viable. Los otros dos, el Jabit III y el Full House, se encargaron de lo propio en Kokura y Nagasaki, los dos blancos alternativos para aquel día. Kokura se salvó de la devastación nuclear (y en dos ocasiones, ya que tres días después era el blanco principal que finalmente no fue escogido). Nagasaki no.
Lo cierto es que el copiloto del Enola Gay no mostró a lo largo de su vida remordimiento alguno por haber participado en el lanzamiento
Cuando Little Boy explotó, el Straight Flush estaba muy lejos de la costa japonesa. Eatherly no vio la detonación, pero eso no fue suficiente para evitar una vida de culpa y tormento. "He estado en hospitales y he pasado alguna que otra temporada en la cárcel. Tengo la impresión de que en la cárcel me he sentido siempre más feliz: el castigo me permitía expiar mi culpa", escribía al filósofo pacifista austriaco Günther Anders desde el hospital de veteranos de Waco (Texas, EE UU). La correspondencia entre ambos fue publicada en 1961 en el libro Burning Conscience: The Case of the Hiroshima Pilot Claude Eatherly, told in his Letters to Günther Anders, escrito por este último.
Cuando Little Boy explotó, el Straight Flush estaba muy lejos de la costa japonesa. Eatherly no vio la detonación, pero eso no fue suficiente para evitar una vida de culpa y tormento. "He estado en hospitales y he pasado alguna que otra temporada en la cárcel. Tengo la impresión de que en la cárcel me he sentido siempre más feliz: el castigo me permitía expiar mi culpa", escribía al filósofo pacifista austriaco Günther Anders desde el hospital de veteranos de Waco (Texas, EE UU). La correspondencia entre ambos fue publicada en 1961 en el libro Burning Conscience: The Case of the Hiroshima Pilot Claude Eatherly, told in his Letters to Günther Anders, escrito por este último.
Eatherly permaneció en las Fuerzas Aéreas hasta 1947, cuando, según se cuenta en el libro de William Bradford The Hiroshima Pilot: The case of Major Claude Eatherly who has been called The American Dreyfus, publicado en 1964, fue licenciado tras hacer trampas en un examen escrito sobre meteorología. Desde entonces pasó el resto de su vida entrando y saliendo de prisiones y clínicas psiquiátricas. Ya había dado muestras de los males que le atormentaban cuando aún formaba parte del ejército. Se negaba a participar en los actos de homenaje que la sociedad norteamericana les preparó durante años y enviaba insistentemente cartas a familias japonesas exponiendo su arrepentimiento y adjuntando el ‘dinero de sangre’ de su paga.
Apodado El piloto loco, Eatherly cometió delitos como el asalto a gasolineras a punta de pistola. Pero no se llevaba el dinero. No buscaba beneficio, lo hacía para ser castigado. Incluso realizó varias tentativas de suicidio. Finalmente, fue ingresado en el hospital de Waco. Fue allí donde comenzó a cartearse con el filósofo austriaco y comenzó a forjarse como figura del movimiento antinuclear, del que llegó a ser un abanderado.
Sin embargo, aún persisten sombras en la historia de Eatherly. Bradford asegura en su libro que el piloto siguió participando tras la guerra en vuelos de prueba para bombardeos nucleares y que su figura fue exagerada por los movimientos pacifistas, que construyeron así un antihéroe americano de cara a la opinión pública.
“Se salvaron vidas”
El argumento de que una invasión de Japón hubiese costado muchas más vidas fue el que el orgulloso piloto del Enola Gay exhibió toda su vida para justificar la matanza. “Sí, íbamos a matar a mucha gente, pero íbamos a salvar un montón de vidas. No tendríamos que invadir”, afirmaba Tibbets. Es el mismo que defendía el último superviviente de la tripulación del Enola Gay, el navegante Theodore J. ‘Dutch’ Van Kirk, fallecido en julio del pasado año a los 93 años: “Estoy seguro de que se salvaron muchas más vidas de las que se perdieron”, apuntaba en el San Francisco Chronicle, añadiendo que se sentía “orgulloso de haber estado en el Enola Gay”. Una frase similar expuso el artillero del Enola Gay, Thomas Ferebee, quien pulsó el botón que lanzó al vacío a Little Boy. Lo mismo con Jacob Beser, encargado de las contramedidas electrónicas y único hombre que viajó en el Enola Gay y el Bock’s Car, este último el B-29 que lanzó la segunda bomba atómica de la historia, en esa ocasión sobre Nagasaki. En una entrevista concedida al Washington Post en 1985 aseguraba: “Había una invasión de Japón planeada para noviembre de 1945. Tres millones de hombres iban a ser lanzados sobre Japón. Tres millones de japoneses estaban atrincherándose para defender su hogar, y había un millón de potenciales de víctimas”.
Volar por los aires
El hombre encargado de armar la bomba en pleno vuelo (a 15.000 pies, altitud en la que el avión sufría menos turbulencias en esa época del año y, por lo tanto, hacía menos probable una detonación prematura en el aire), William Sterling ‘Deak’ Parsons, tampoco mostró nunca ningún tipo de culpa en público. Ingeniero militar, fue destinado en 1943 al Laboratorio Nacional de Los Álamos (Nuevo México), principal complejo donde se desarrollaba el Proyecto Manhattan, el programa que competía con las potencias del Eje por la bomba atómica. Tras la guerra, y hasta su muerte repentina en 1953 de un ataque al corazón, ‘Deak’ se convirtió en una de las figuras destacadas en temas nucleares de la Armada estadounidense, participando en la Operación Crossroads, una serie de pruebas nucleares en el Atolón Bikini, en el Pacífico, durante el verano de 1946. Su hija, en una entrevista realizada por la Atomic Heritage Foundation en 2013, afirmaba: “No creo que nunca se arrepintiese de trabajar en el Proyecto Manhattan”.
Doce hombres que siempre mantuvieron el discurso oficial y, si alguna vez los tuvieron, se llevaron sus remordimientos a la tumba
La realidad es que no hubo arrepentimiento público por parte de la tripulación del Enola Gay, que siempre argumentó que aquel mal fue necesario. El ayudante de artillero Morris R. Jeppson recordaba en el año 2000 en Las Vegas Sun que Alemania también buscaba la bomba: “Si eso hubiese pasado, el mundo sería un lugar completamente diferente”. En una línea parecida iba su compañero Joseph Stiborik, operador de radar: “Creo que lo más importante en nuestras mentes [durante el vuelo de vuelta] era que esa cosa iba a poner fin a la guerra y tratamos de verlo de esa manera”, afirmaba años después. Y la lista se completa con el operador de radio Richard Nelson (“Si hubiera sabido los resultados de la misión de antemano, habría volado de todos modos”), el artillero de cola George Caron (“Sin remordimientos, sin pesadillas. Cumplimos nuestra misión”), el ingeniero de vuelo Wyatt Duzenbury (“No me siento culpable por haber participado en la misión”) y el ayudante del ingeniero Robert H. Shumard (“Era algo que había que hacer”). Doce hombres que siempre mantuvieron el discurso oficial y, si alguna vez los tuvieron, se llevaron sus remordimientos a la tumba, lugar donde ya estaban las decenas de miles de japoneses que murieron aquel 6 de agosto y en las décadas posteriores por los efectos de las quemaduras y la radiación.
La realidad es que no hubo arrepentimiento público por parte de la tripulación del Enola Gay, que siempre argumentó que aquel mal fue necesario. El ayudante de artillero Morris R. Jeppson recordaba en el año 2000 en Las Vegas Sun que Alemania también buscaba la bomba: “Si eso hubiese pasado, el mundo sería un lugar completamente diferente”. En una línea parecida iba su compañero Joseph Stiborik, operador de radar: “Creo que lo más importante en nuestras mentes [durante el vuelo de vuelta] era que esa cosa iba a poner fin a la guerra y tratamos de verlo de esa manera”, afirmaba años después. Y la lista se completa con el operador de radio Richard Nelson (“Si hubiera sabido los resultados de la misión de antemano, habría volado de todos modos”), el artillero de cola George Caron (“Sin remordimientos, sin pesadillas. Cumplimos nuestra misión”), el ingeniero de vuelo Wyatt Duzenbury (“No me siento culpable por haber participado en la misión”) y el ayudante del ingeniero Robert H. Shumard (“Era algo que había que hacer”). Doce hombres que siempre mantuvieron el discurso oficial y, si alguna vez los tuvieron, se llevaron sus remordimientos a la tumba, lugar donde ya estaban las decenas de miles de japoneses que murieron aquel 6 de agosto y en las décadas posteriores por los efectos de las quemaduras y la radiación.
El misterioso suicidio de Paul Bregman
Un teletipo de la agencia United Press International provocó que el 5 de agosto de 1985 cientos de periódicos, del Washington Post a El País, publicasen a lo largo del globo la muerte de Paul Bregman, navegante de uno de los B-29 del escuadrón que lanzó la bomba atómica sobre Nagasaki, tal como afirmó su hermana, Viviasn Nash, quien aseguraba además que se había ahorcado por el sentimiento de culpa en el 40 aniversario de la masacre. Sin embargo, el Ejército lo desmentía al día siguiente: no existía ningún registro del paso de Bregman por el Grupo de Bombarderos 509, responsable de los ataques a Hiroshima y Nagasaki.
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