En la población pontevedresa de Camposancos fue ubicado hasta el año 1941 uno de los mayores campos de concentración del franquismo.
La desidia y descuido de las instituciones ha abocado al olvido uno de los emblemas más importantes de lo que significó la represión franquista en Galicia.
Fachada principal del Colegio Jesuita de A Pasaxe en Camposancos
Un colegio jesuita de finales del siglo XIX muere herrumbroso y fruto del descuido en la parroquia pontevedresa de Camposancos con el río Miño a su faldas y frente a la población portuguesa de Caminha. No hay ninguna indicación desde la carretera que permita llegar hasta lo que queda de sus muros para poder vislumbrar la enormidad de sus dimensiones. A los pies de la fachada un hombre regenta un puesto de helados que da servicio a los viajeros que cogen el transbordador para cruzar el río a Portugal sin conocer la dramática y terrible historia que hasta el año 1941 ocurrió en el edificio que sirve de escenario de su día a día.
La construcción, que llegó a ser origen de las universidades de Deusto y Comillas, fue uno de los mayores campos de concentración que el franquismo usó para su represión, pero hoy solo vive presente en la memoria de las familias de las víctimas de los que vivieron allí recluidos. El desinterés de las instituciones amenaza con hacer perder para siempre el recuerdo de lo que sucedió entre sus paredes.
El edificio jesuita fue utilizado por los franquistas en un primer momento para alojar a todos los presos que eran capturados en las luchas navales en el frente norte de Asturias y en alta mar. Posteriormente, para alojar a todos los presos políticos de la zona. Unas instalaciones que, según el informe de Inspección de campos del régimen de Franco, podían acoger a 868 hombres pero que hasta su cierre en 1941 llegó a albergar hasta cinco mil en unas condiciones infrahumanas de hacinamiento.
La importancia de este campo de concentración en la represión franquista estriba en el hecho de que a partir de junio de 1938 el Tribunal Militar Número 1 de Asturias, que hasta entonces estaba en Gijón, pasó a ejercer su negra labor dentro de sus muros. Allí tenían lugar hasta cuatro consejos de guerra al día, y los fusilamientos derivados de sus decisiones eran continuos. Quienes no morían ajusticiados por el mandato del tribunal caían víctimas de la tuberculosis o de otras enfermedades para las que los carceleros no procuraban cura.
Un lugar de memoria que corre el riesgo de perderse. La necesidad del gobierno de España por borrar cualquier recuerdo de la represión de los que dieron origen a su pensamiento avanza con paso firme con la inestimable colaboración de los que creen que para mirar adelante hay que echar paladas de olvido sobre nuestra historia. En 2007, el PP y El PSOE de A Guarda aprobaron un cambio de uso del suelo para convertir el antiguo campo de concentración en un hotel de lujo. La crisis y los problemas burocráticos se llevaron por delante el intento de la empresa del exjugador del Celta de Vigo, Valery Karpin, por darle un uso empresarial al recinto. Diez años después sigue sin haber el más mínimo intento de hacer saber a cualquier ciudadano o viajero la historia que guardan aquellos muros.
La memoria de Camposancos se apaga frente al mar. El testimonio oral de lo que allí sucedió desaparecerá con la muerte de los que sufrieron la suerte de estar encerrados y el derrumbe de sus muros silenciará para siempre los gritos de desesperación que los presos dejaron escritos en forma de graffitis: “Aquí purgarás las penas que no tengas”, dice uno de los grabados resistiendo lánguido el paso del tiempo y el azote inexorable de la desmemoria.
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