En la calle del Conde de Montornés de València, una agradable vía con muy poco tráfico que conecta la plaza de Tetuán con la de San Vicente Ferrer, hay un enorme descampado donde debiera estar el número 19. El edificio, ya desaparecido, albergó el templo del Liceo, sede de las logias valencianas, hasta la ocupación de la ciudad a finales de marzo de 1939 por las tropas del general Francisco Franco, cuyo régimen persiguió obsesivamente, más que ninguna otra dictadura en el mundo, a la masonería.
El carlista Marcelino de Ulibarri, amigo personal de Franco, fue el responsable del Servicio de Recuperación de Documentos encargado de requisar la documentación del partidos y sindicatos republicanos en cada ciudad que ocuparon las tropas sublevadas en su avance durante la contienda, y también los objetos de las logias masónicas. La documentación confiscada acabó en el Archivo de Salamanca, que se convertiría en una gigantesca base de datos para los tribunales de la represión franquista.
En València, el abogado Pascual Serrano Josa fue el encargado de la confiscación de la documentación masónica y de su envío a Salamanca. En 1940, según la correspondencia entre Ulibarri y Serrano, la documentación requisada en el templo de la calle del Conde de Montornés excedía un vagón de tren. El templo masónico y sus ornamentos del rito fueron desmantelados y, aunque Ulibarri ordenó que el mosaico del pavimento con figuras simbólicas que decoraba la sala central fuera desmontado y enviado a Salamanca para el museo que aún hoy existe en las dependencias del archivo, esta pieza nunca llegó. El edificio de la calle del Conde de Montornés conservó durante décadas el característico cielo estrellado del techo de la logia, según algunos testimonios.
Los victoriosos franquistas no pudieron arramblar, ni mucho menos, con todo. En el puerto de Alicante, poco antes de la entrada de las tropas franquistas, unas sacas con documentación comprometedora (las listas de afiliación, la correspondencia o los libros de actas) acabaron en el fondo del mar. “La abundante documentación emanada de los organismos masónicos valencianos fue en parte destruida durante las semanas previas al final de la guerra, en un intento desesperado de eliminar las pruebas que involucraban a los miembros de la orden, para evitar las seguras represalias por parte del bando triunfador”, explica a eldiario.es el historiador Vicent Sampedro, autor entre otras obras de referencia de La maçoneria valenciana i les lògies accidentals durant la Guerra Civil (CVC, 1997).
El resto de la documentación fue evacuada a Francia y depositada en los archivos del Gran Oriente de Francia en la rue Cadet de París, pero tras la invasión nazi fue requisada por la Gestapo y entregada a las autoridades franquistas. Los comprometedores documentos, que los masones españoles pensaban tener a buen recaudo en París, volvieron a manos del franquismo gracias a la colaboración de los aliados nazis. Hoy en día en el número 16 de la rue Cadet existe un museo de la francmasonería que explica el periodo de la ocupación nazi de Francia y la persecución de los masones galos.
El Centro Documental de la Memoria Histórica (CDMH), heredero del Archivo de Salamanca, conserva 80.000 fichas de supuestos masones además de las listas enviadas por los alemanes. Se trata de dos libretas, una de masones españoles en el exilio francés, algunos internados en campos de concentración, y otra de masones de la ciudad de Valencia. Las listas, ordenadas alfabéticamente, abarcan varias décadas e incluyen decenas y decenas de supuestos masones, identificados con nombre y apellidos, profesiones y la adscripción a las logias.
En las libretas consultadas por este diario, entre muchos otros masones más o menos anónimos, aparecen destacados líderes republicanos como el castellonense Vicente Marco Miranda, diputado y gobernador civil de Córdoba entre 1931 y 1933, o el exministro de Obras Públicas del Gobierno del Frente Popular, Julio Just Gimeno, internado durante seis meses en el campo de concentración de Vernet d’Ariège (Francia), así como varios miembros de la influyente familia Azzati.
Todos fueron juzgados por el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo (TERMC) que instruyó, entre 1940 y 1964, más de 64.000 expedientes y “extendió sus actividades incluso a los masones exiliados”, apunta el historiador Vicent Sampedro, a quien no le cabe duda de que ambas listas provienen de los intercambios con las autoridades alemanas.
Sampedro —meticuloso historiador— ha investigado durante las últimas tres décadas la persecución de la masonería valenciana. Aún hoy, con el estado de las investigaciones, es complicado determinar el número exacto de masones que sufrieron la persecución del franquismo pero prácticamente todos los del siglo XX son represaliados y juzgados por el TERMC, tanto si permanecieron en España o marcharon al exilio, sostiene el historiador. “Todos los masones que pudieron referenciar fueron juzgados”, apostilla.
Durante la primera mitad de la oscura década de 1940 hubo un continuo intercambio de información entre las autoridades franquistas y sus aliados nazis sobre los masones de sus respectivos países. Vicent Sampedro investigó en el CDMH de Salamanca el legajo sobre el exilio masónico español en Francia. “La documentación que lo compone fue requisada por las tropas alemanas a partir de 1940, después de la invasión de Francia, y fue remitida en diferentes lotes a las autoridades franquistas”, explica.
En 1940, según las investigaciones de la historiadora Ingrid Schulze Schneider, el director de la Oficina de Servicios Exteriores alemana, Werner Haas, visitó Salamanca para conocer los fondos requisados y preparar el intercambio de documentación. Ulibarri, en un informe sobre la visita, se refirió a “toda la documentación masónica española recogida en las Logias de Francia, de cuyo material se encuentra el 70% en Berlín y en breve plazo se habrá trasladado todo a Alemania”.
Marcelino de Ulibarri, el jefe de la cacería de los masones españoles, confesaba su deseo: “Poder completar nuestros Archivos con la documentación masónica del tiempo de nuestra Cruzada (probatoria de la intervención directa de la masonería en contra del Movimiento Nacional) y que fue evacuada a Francia antes de conquistar nuestro Glorioso Ejército las poblaciones fronterizas”. En contrapartida, las autoridades policiales nazis en España mantenían con la Delegación para la Recuperación de Documentos de Salamanca “un continuo intercambio de información acerca de la identidad de supuestos masones germanos en España”, escribe Ingrid Schulze Schneider.
El legajo sobre el exilio en París incluye la correspondencia del embajador alemán en España, Hans Dieckhoff, con el entonces subsecretario de Presidencia, Luis Carrero Blanco, y con el ministro de Asuntos Exteriores, Francisco Gómez Jordana. El 29 de diciembre de 1943 el embajador pide a Gómez Jordana que informe al general Franco, “cuyo interés en todo el material respectivo me consta”, puntualiza. Y le pide “asegurar a dicha alta personalidad que tendré mucho gusto en procurar también en el porvenir material interesante y en proporcionárselo”. En una fecha tan tardía como diciembre de 1944, destaca Sampedro, la embajada alemana envió una nueva remesa de material a Carrero Blanco.
En España, la dictadura franquista persiguió a la masonería con el TERMC y también con la propaganda más burda. El escritor y policía de la Brigada Político Social Eduardo Comín Colomer, colaborador de Ulibarri y activo propagandista antimasónico, fue destinado a Valencia en la inmediata posguerra. Su amigo Julián Carlavilla, conocido autor de libelos antisemitas, comisario de la Brigada Político Social y declarado pronazi, mostró una paranoia permanente contra la masonería durante toda su vida. En su libro Borbones masones (Editorial Acervo, 1967) acusó a Juan de Borbón, padre de Juan Carlos I, de obedecer “los masónicos dictados de Inglaterra” y de conspirar con “el enemigo de la Patria: masonería, separatismo, anarquismo y marxismo”.
En Alemania y en los países ocupados por el III Reich, la prioridad de las autoridades nazis era la persecución de la población judía, con lo que la masonería quedó en un segundo plano. “La colaboración hispano-alemana en la represión de la masonería funcionó bien a nivel policial y en el campo de la propaganda” pero “las altas jerarquías nazis tenían un interés mucho menor que las españolas en perseguir a los masones”, sostiene la historiadora Ingrid Schulze Schneider.
Los masones valencianos fichados en la lista recuperada por el franquismo tuvieron destinos dispares. El valencianista Julio Just Gimeno se había iniciado en política en las filas del republicanismo liderado por Vicente Blasco Ibáñez aunque en 1934 abandonó el blasquismo e ingresó en Esquerra Valenciana. Perteneció a la masonería durante prácticamente toda la década de 1920. En 1936, siendo el diputado más votado de la provincia de Valencia, fue nombrado ministro de Obras Públicas y formó parte del Consejo Superior de Guerra. En febrero de 1939 abandonó España y marchó al exilio en Francia, donde estaban su mujer y sus hijos y donde fue internado durante seis meses en el campo de concentración de Vernet d’Ariège.
Otro de los masones que figuran en la lista fue el concejal y diputado José Cano Coloma. En la posguerra fue encarcelado y condenado en un sumarísimo de urgencia del Consejo de Guerra Permanente a 20 años y un día de prisión. En 1943 logró escaparse cuando formaba parte de un destacamento penal en Guipúzcoa pero en 1951 fue descubierto viviendo en Valencia y el TERMC reabrió el sumario contra Cano, quien fue condenado a doce años y un día.
Vicente Marco Miranda vivió en la posguerra como un topo, enfermo y escondido en Borriana y luego en un chalé de la Malva-rosa de Valencia hasta su muerte en 1946. En 1935, Marco Miranda, un destacado diputado republicano, había expuesto sin pelos en la lengua su condición de masón en el Congreso con ocasión del debate de una proposición no de ley de la derecha y la extrema derecha para que los miembros de la orden no pudiesen pertenecer a las Fuerzas Armadas. Tras la victoria de Franco, fue condenado en rebeldía por el TERMC a 30 años de reclusión mayor.
El líder republicano —cuyo mentor, el periodista Félix Azzati, y uno de sus hijos también figuran en la lista— escribió durante su reclusión clandestina el libro de memorias Cuatro gatos, memorias 1939-1942 (Alfons el Magnànim, 2007) en el que dice: “Soy masón y lo tengo por singular fortuna, pues en los principios masónicos hallan cabal satisfacción mis más puros sentimientos”.
Su muerte, el 23 de diciembre de 1946, propició inopinadamente la primera manifestación antifranquista en la posguerra en Valencia. El coche fúnebre inició su marcha en el puente de Aragón y continuó por la Gran Vía, según recuerda Félix Marco Orts en el prólogo de las memorias de su padre.
“Nos acompañaban en un primer momento amigos de mi padre, pero pronto comenzó a acudir gente por todas las calles adyacentes —escribe Félix Marco— hasta constituir, finalmente, una gran masa silenciosa que nos acompañó hasta el principio de la avenida, donde se despidió el duelo. Fue para nosotros una sorpresa aquella adhesión inesperada y emocionante. Durante la noche había estado circulando la noticia de modo espontáneo. Amigos de mi padre, compañeros de la Federación Universitaria Escolar (FUE), excarcelados y represaliados, muchos que no le conocieron, se unieron al homenaje al político republicano”.
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