Con los ojos llorosos, Agurtzane rememora el tiempo que tardó su padre, Rafael Gorroño, en contarle que fue un trabajador esclavo del franquismo. Fue cuando ella ya era adulta en un viaje que ya habían realizado anteriormente a Roncal (Navarra). Pero esa vez, él le pidió si podían acercarse a Vidángoz, localidad situada en pleno Pirineo navarro a unos 11 kilómetros de Roncal. “Ahí nos empezó a contar que estuvo de prisionero construyendo una carretera”. La historia de Rafael es la de miles de prisioneros del franquismo que fueron utilizados como mano de obra esclava para construir infraestructuras por toda España en condiciones extremas y de explotación. Este viernes una docena de familias han presentado la primera querella por trabajos forzados durante la dictadura.
Unos 15.000 prisioneros trabajaron durante los primeros años de la dictadura franquista en la fortificación de la frontera con Francia con la construcción de cuatro carreteras, así como estructuras defensivas como búnkeres que se colocaron a lo largo de toda la muga. Para ello se utilizaron a prisioneros del bando republicano que se encontraban en campos de concentración y que fueron organizados en batallones. La gran mayoría de ellos eran los conocidos como “desafectos”, personas que no apoyaban el nuevo régimen de Franco, pero que no tenían imputaciones por delitos graves en contra del régimen y, que sin ser juzgadas, fueron utilizadas para estas tareas que se prolongaban durante años, tal y como cuenta el historiador y profesor de la Universidad Pública de Navarra Fernando Mendiola, quien es a su vez autor del libro 'Esclavos del franquismo en el Pirineo', donde profundiza en la historia de los batallones de trabajadores esclavos durante la dictadura en Navarra.
Es el caso de Juan Manuel Esteban Rico, quien tras combatir en diferentes frentes fue detenido en Vic en diciembre de 1937. Tras pasar por distintas cárceles franquistas y el campo de concentración de Miranda de Ebro, fue trasladado a Vidángoz en julio de 1940 para trabajar en la carretera que une los valles del Roncal y de Salazar en el Pirineo navarro, la Igal-Vidángoz-Roncal, de 17 kilómetros de longitud. “Mi padre me contó que él, dentro de lo que cabe, tuvo suerte; primero por haber sido catalogado como desafecto cuando había sido teniente del bando republicano; y después porque como había cursado estudios de ingeniería de minas le pusieron de encargado de diseñar los barracones y de custodiar las herramientas de trabajo”, explica su hijo Valentín.
Las condiciones en las que trabajaban y vivían eran extremas y precarias, con picos, palas y martillos como único material para picar la piedra y hacer los caminos. Además de estar privados de libertad -estaban continuamente vigilados por soldados armados-, pasaban hambre, frío y dormían hacinados en barracones e incluso tiendas de campaña de tela en pleno Pirineo. “Hombres grandes y fuertes que se iban secando y secando hasta que morían”, explicó a su familia en una carta José Barajas Galindo, uno de los prisioneros. Y añadió: “En ocasiones el compañero con el que dormía al lado, en el mismo camastro, estaba vivo la noche anterior y por la mañana amanecía cadáver”.
“Pasaban mucha hambre, mi padre me contaba como hombres altos y de más de 90 kilos en pocos meses adelgazaban hasta enfermar”, señala Valentín Esteban. “Llegaban a comer hervidos tallos de berzas y otras raíces”, añade Emilio Elizondo, yerno del prisionero Rafael Gorroño. Uno de los testimonios recogidos por el historiador Fernando Mendiola en su libro es Félix, otro de los presos, quien relata: “Desde arriba mirábamos desde la carretera al campamento a ver si había humo; si había, sabíamos que había comida, y si no había humo, ¡otro día que sabíamos que no íbamos a comer!”.
Así, muchos de ellos murieron por enfermedades como la tuberculosis. Otros, intentaron fugarse y fueron fusilados. Pese a que tan solo hay trece muertes registradas de trabajadores en la carretera Igal-Vidángoz-Roncal, se cree que fueron más.
Más allá del hambre y del frío, algo en lo que coinciden los familiares en destacar como una de las principales causas de sufrimiento es la incertidumbre que padecían por no saber cómo estaba su familia y cuánto tiempo tardarían en volver a verles. “La madre de Rafael también había sido prisionera, la habían metido en la cárcel de mujeres de Saturraran, cerca de Ondarroa (Bizkaia). Allí estuvo prisionera hasta 1940 y a los pocos meses falleció. No pudo hablar con ella, ni despedirse”, lamenta su yerno.
Los prisioneros no sabían cuánto tiempo iban a estar en cada lugar y, de hecho eran movidos por diferentes obras. Juan Manuel Esteban Rico fue llevado después a la localidad guipuzcoana de Rentería y, tras ser liberado, lo enviaron a realizar el servicio militar a A Coruña.
“No tienen cuernos ni cola”
Asimismo también era muy duro para ellos, según relatan sus familiares, el aislamiento al que estaban sometidos. Pese a vivir en el pueblo, los vecinos los miraban al principio con recelo debido a la propaganda franquista. “La frase más impresionante que he oído fue preguntarle un niño a su madre si nosotros éramos los 'rojos', a lo que la madre contestó que sí, y él dijo: 'Pues no tienen cuernos ni cola'”, le contó el prisionero Adenso Dapena al historiador Fernando Mendiola.
Con el paso de los meses la confianza y relación con los vecinos fue en aumento hasta el punto de que les daban ropa y comida. “Mi padre le pedía a mi madre por carta que le mandara jabón para darle a una mujer de Vidángoz que le lavaba la ropa”, explica Valentín Esteban, que añade que incluso uno de los prisioneros se casó con una chica del pueblo, según le contó su padre.
Tras varios años de prisioneros esclavos, los que sobrevivieron y fueron liberados, quedaron “marcados” para el resto de sus vidas y a muchos les costó encontrar trabajo porque en sus expedientes figuraba que eran “desafectos”. Por ello, ahora sus familias piden para ellos justicia y reconocimiento como víctimas de la dictadura.
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