A los 18 años Edmundo Méndez era profesor mercantil y condenado a cadena perpetua. Como a todos los de entonces, su tiempo le arranco de la adolescencia y de la vida en libertad. Las convicciones se le afilaron, los acontecimientos se precipitaron y recién cumplida la mayoría de edad concluyó que no tenía más remedio que levantar su fusil. Cursaba el servicio militar en A Coruña cuando decidió tomar parte en un contragolpe a la sublevación franquista de 1.936. Fracasó. Capturado, fue enviado al monte de Ezkaba, al norte de Pamplona. Allí, junto a otros 794 presos, protagonizaría el mayor intento de fuga de la historia carcelaria europea. Nunca antes, y nunca después, tantos hombres intentaron asaltar la libertad. Huían del que más tarde sería bautizado como el Mathausen español.
La prisión de Ezkaba puede verse desde la ciudad de Pamplona, un edificio ruinoso que se alza sobre el monte a lo lejos y, sin embargo, su historia ha permanecido sepultada durante décadas, como si la vegetación que ha ido creciendo sobre la piedra hubiese bastado para ocultarla. Así, época y silencio aplastaron un relato que fue noticia en el New York Times pero leyenda de transmisión oral y clandestina en la España franquista. El regreso de la democracia tampoco lo recuperó. "Una gran persecución ha comenzado esta noche detrás de las líneas de la España insurgente para 900 de los 1.500 prisioneros que escaparon de la prisión de San Cristóbal, en Pamplona, en un espectacular levantamiento", contaba el diario del país norteamericano en su edición del 24 de mayo de 1.938. La mayoría cumplían condena por ser comunistas, sindicalistas, socialistas, nacionalistas vascos, simpatizantes de la izquierda... "rojos". Partidario del socialismo, Edmundo estaba allí. Pero todo había comenzado a gestarse mucho antes.
Ezkaba fue el lugar elegido a finales del XIX por el gobierno de Cánovas del Castillo para edificar un nuevo fuerte militar. Uno que completara la protección de la zona próxima a los Pirineos después de las Guerras Carlistas. Le llamaron Fuerte de San Cristóbal, aunque apenas tuvo tiempo de ejercer como tal. La guerra no regresó hasta que la aparición de la aviación lo convirtió en un edificio inútil para la batalla. Y así, a medida que las brechas se ensanchaban y difuminaban las conciencias, el fuerte, construido para otro fin, se fue convirtiendo en una de las prisiones más terribles del país.
"Mire, allí se despertaba uno por la mañana y el que tenía al lado aparecía con la barriga totalmente hinchada", llena de la inflamación de la muerte por inanición, contaba Ernesto Carratalá García, hijo del primer teniente coronel muerto en Madrid por oponerse al golpe del 36, en el documental "Ezkaba. La gran fuga de las cárceles franquistas" (Iñaki Alforja, 2.006). Ernesto era también sobrino del poeta Luis Cernuda y un joven soñador, a punto de unirse a la compañía de García Lorca, cuando fue detenido. También acabó en San Cristóbal.
La prisión de San Cristóbal estaba parcialmente enterrada en el monte de Ezkaba. Contaba con celdas subterráneas en las que la luz solo entraba por un minúsculo cuadrado superior, tal y como si se colara por el hueco de una chimenea. El lugar era conocido como la Brigada Número 1.
En aquel espacio la única cama era el suelo helado de piedra, las mantas eran escasas y en los pasillos se acumulaban los orines, porque tampoco había baños. La Brigada Número 1 se convirtió en el escalón más próximo a la muerte, que borraba durante días la vista de los presos que pasaban en ella una temporada, que mataba de tuberculosis, que precedía a veces al fusilamiento.
Aunque en San Cristóbal los fusilamientos parecían obedecer al azar, morir era una constante. El investigador Fermín Ezkieta, autor del libro Los fugados del Fuerte de Ezkaba, afirma que "había una muerte lenta en el interior. Por hambre, por tuberculosis. Día sí, día también moría alguno." Meses antes de que se ejecutara la fuga, el subdirector de la prisión había sido destituido. Agravaba las penurias al quedarse con el dinero para la comida de los reclusos y tejió una red corrupta, con un economato interno, que promovía el mercado negro de productos. Fue así como los días en la prisión semienterrada se fueron confirmando como incompatibles con la superviviencia y la desesperación se fue transformando en energía. La única salida era construir una salida. Pero en la huida que inspiró la película La Gran Evasión trataron de escapar 76 presos. Ellos eran muchos más. Si todos querían salir, el plan debía ser perfecto.
Durante meses los presos gestaron un plan. El rumor se extendió por la cárcel. Algunos lo habían oído, otros se sorprendieron tanto como los propios guardias. La noche del 22 de mayo de 1.938, un grupo de reclusos asalta a los agentes que les llevan el rancho y ponen en marcha la fuga aprovechando que a la hora de la cena los pasillos están más despejados.
Leopoldo Pico se disfraza de Guardia Civil con la ropa de uno de los asaltados, sale de la celda y engaña a los vigilantes. Él será quien les convenza de abrir el rastrillo, la enorme puerta metálica que echaba el cierre a San Cristóbal. Los demás miembros se escabullen hasta la cocina y el comedor, donde las armas de sus captores reposan en un armario. En un giro rápido, los presos pasan a ser quienes tienen las armas. Llegar hasta ahí ha sido un camino basado en el sigilo, tratando de no herir a nadie, pero descubiertos por un guardia, antes de que grite, le golpean en la cabeza con una herramienta. Será la única baja en ese bando.
"Mi padre siempre contaba que le había impresionado mucho el valor que le echó un grupo de presos de Pontevedra, que subieron por unas escaleras a pecho descubierto. Ellos solo llevaban unas porras hechas con latas contras guardias armados con fusiles", dice Fidel, hijo de Edmundo Méndez. "Creemos que él (Edmundo) formó parte del grupo que actuó en las cocinas".
Una duda recorre entonces a los reclusos que encabezan la fuga. El pequeño grupo que ha tramado el plan ya no domina por completo su ejecución, a la que se han ido sumando muchos otros. No saben si liberar a todos los presos, incluidos los comunes, o solo a los que, como ellos, cumplen condena por sus ideas, tal y como habían pensado hacer en un principio. Deciden finalmente abrir todas las puertas y con los vigilantes del comedor como rehenes obligan al resto de guardas del fuerte a bajar las armas. Ha empezado: las puertas están abiertas, es el momento de correr.
En el frenesí algo más se tuerce. Un rehén logra esfumarse entre la confusión y corre monte abajo, hacia el pueblo, para alertar a los militares. Su voz pone en marcha la respuesta y camiones y guardas con focos arrancan hacia la prisión. Los presos, que contaban con tener la noche por delante para correr hacia la frontera, entienden ahora que todo será aún más difícil de lo que esperaban. Y surgen las dudas. Algunos ven el plan tan perdido que regresan a sus celdas, se autoencierran; pero de los 2.500 reclusos, 795 se envalentonan y deciden lanzarse a correr. La voz de un hombre resume el sentir de muchos: "prefiero que me peguen un tiro en el monte a esta muerte lenta, esta agonía", señalan los investigadores que exclamó un preso cuyo nombre no conocemos. Después cruzó la puerta.
Se desata la carrera. Tras ellos van requetés, militares, guardias civiles e incluso algunos vecinos de los pueblos próximos que suman sus armas a la persecución. Algo más de 50 kilómetros les separan de Francia.
La huida precipitada desbarata las rutas iniciales. Ya solo se trata de intentarlo. Los perseguidores cortan algunos puentes y bloquean el paso por otros puntos en los ríos. El grupo de Edmundo, compuesto por alrededor de una decena de hombres, se ve atrapado a unos kilómetros del fuerte. En su camino se cruza un río. Buscan cómo cruzar al otro lado, pero el rumor de sus perseguidores va creciendo a sus espaldas. Suenan disparos, carreras, ladridos y gritos, cada vez más próximos. Rendido, el grupo decide enterrar en el monte su único fusil y son detenidos de nuevo. Todavía quedan centenares de fugitivos, pero llevan meses sin apenas comer y muchos corren descalzos. Sus perseguidores abren fuego. Matan a 206 reclusos y logran capturar a todos los demás. A todos, salvo a tres.
En sus relatos a la prensa francesa y estadounidense, estos tres jornaleros de profesión "cuentan que alcanzan la frontera caminando por las noches y escondiéndose durante el día. Se alimentan de lo que pueden: caracoles, babosas y algunas plantas", narra el historiador Fermín Ezkieta. Su vida renacerá al otro lado de la frontera.
De vuelta a la prisión, los militares piensan cómo impartir una lección que nadie olvide. Identifican a los 14 que consideran responsables de organizar la fuga y deciden fusilarles en el centro de Pamplona, en público, para enviar un mensaje. Según algunas fuentes, morirán cantando la Internacional. "Mi padre se libró porque él era muy miope y usaba unas gafas muy gordas. Corriendo por el monte las perdió y los guardas no le reconocieron", aclara Fidel. Nunca una miopía enfocó con tanta precisión tantas vidas. Salvó la de Fidel, sus hermanos y todos sus descendientes.
Los demás que osaron fugarse y no fueron tiroteados en la huida acabaron en la Brigada Número 1. Durante días no se les dio de comer, apenas unon mendrugos de pan que les pasaban sus compañeros de fuera. Años después muchos lograrían salir de prisión pese a sus condenas a cadena perpetua. Las hambrunas de 1.941 hicieron que la dictadura optara por liberar a presos de todo el país al carecer de fondos para mantenerlos en la cárcel.
Documental "Ezkaba - La gran fuga de las cárceles franquistas":
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