La cosecha del 36
Os acercamos este artículo La cosecha del 36, (se puede incluso escuchar) que hemos recuperado del filón que es Radio Valdivielso 106,0 para conocer la historia de la comarca. Sorprende y bello trabajo donde en un breve texto encontramos, un testimonio sobre la represión en 1936, una interesante reflexión sobre la memoria, una clara explicación de cómo se hacían los expediente… una joya que merece leer reposadamente.
La cosecha del 36
«Una mañana de alguno de los días que siguieron al 18 de julio, a hora temprana, llegó un camión a Quecedo.» Así comienza el testimonio de quien fue testigo de un hecho histórico. Pero, ¿acaso un testimonio hace historia? La memoria de un testigo suele ser incompleta, y el recuerdo puede estar distorsionado por el paso del tiempo. Los historiadores acostumbran a fijarse más en los documentos escritos, sobre todo si estos son oficiales. Sin embargo, dichos documentos en ocasiones omiten la mención de hechos que el redactor consideró irrelevantes y, otras veces, contienen incluso falsedades involuntarias o premeditadas. Entonces, ¿cómo se ha de hacer la historia? Lo mejor, sin duda, es una combinación de datos obtenidos a partir de varios testigos y distintos documentos. Cuantos más datos se obtengan, mejor será la aproximación a lo que realmente sucedió, aunque nunca será más que eso, una aproximación. Los hechos se quedaron en el pasado, y el tiempo de los seres vivos solo se mueve hacia delante. No podemos revivir lo sucedido. La única cosa factible es recoger, confrontar y combinar aquellos recuerdos que la memoria y los archivos han guardado. Poniendo manos a la obra, y en la medida de lo posible, ofreceré aquí unas pocas piezas de ese complicado mosaico que es la historia de un pequeño pueblo en una época que fue extraordinariamente difícil.
La memoria de Isabel guarda imágenes de un suceso que causó una fuerte impresión en la jovencita de 15 años que era ella entonces, en julio de 1936. Lo describe así: «Unos cuantos hombres iban en la parte trasera del camión. Se dijo que los traían de Panizares y Tartalés. Nada más llegar a Quecedo, los falangistas que venían con el camión se pusieron a detener más hombres. La gente se asustó mucho.» La gente de Quecedo estaba aquellos días muy atareada, como siempre en el mes de julio, recogiendo las cosechas y trillando. Pero la llegada del camión lo interrumpió todo. Los hubo que volvieron apresuradamente de las fincas, alarmados por lo que podía estar pasando en el pueblo. Otros andarían también con prisa, pero corriendo en sentido contrario.
De hecho, los falangistas se quedaron allí, con el camión parado, durante horas, como esperando o buscando a alguien más. Dice Isabel: «El camión estaba parado en El Campillo. Recuerdo que uno de los hombres que los falangistas subieron a la caja del camión era Rafael Peña. De los demás no me acuerdo. La gente iba y venía asustada, calle arriba y calle abajo, diciendo: “¡Hay que avisar a Tomás!”» A Isabel unos recuerdos le traen otros. Tomás Ruiz Fernández era hijo de aquel señor Santos al que ella leía el periódico por la noche, sentada en el poyo de la casa, con la débil luz de la bombilla que iluminaba el cruce entre La Hoyuela y la calle de La Revilla (actual calle del Lavadero). En 1936 Nicolás Santos Ruiz era ya un guardia civil retirado, y su hijo Tomás, nacido en 1898, tenía el empleo de sargento de la Benemérita con mando en el puesto de Castrojeriz. Más tarde ascendería a teniente y luego a capitán. Según su hoja de servicios, en aquellos días de julio, concretamente el 22, lo enviaron con una columna al frente de Villarcayo, quedando allí en servicio de seguridad y vigilancia hasta el día 25, para salir en esa fecha hacia Espinosa de los Monteros, donde continuó prestando el mismo servicio y también participó en diversos combates en aquella zona, hasta que en octubre lo encuadraron en el Regimiento de Infantería San Marcial nº 22 en Burgos. Sobre las acciones de guerra en que intervino Tomás Ruiz hay abundante documentación en los archivos. Lo que no sabemos es qué gestiones concretas haría cuando le llegó el telegrama urgente que se le envió desde Quecedo.
Las imágenes que Isabel tiene en el recuerdo están centradas en El Campillo. «Había un grupo de mujeres, entre ellas Adelaida, la hija del señor Nicanor, casada con Rafael Peña. Vivían en la misma calle que nosotros, o sea, que también eran vecinos del señor Santos. Estuvieron las mujeres plantadas durante horas delante de la ermita, mirando hacia el camión, sin perder de vista a los hombres detenidos. Las recuerdo con los brazos cruzados de aquella manera en que los cruzaba la gente de Quecedo, ¿sabes?, con las palmas de las manos pegadas al cuerpo bajo las axilas. Pasaron horas y el camión seguía allí. ¡Menos mal! Igual se había averiado. Así daba tiempo para que Tomás pudiera hacer algo.»
¿Por qué fueron a buscar a aquellos hombres? ¿No eran simples labradores que vivían de su trabajo, como los demás del pueblo? Isabel me explica: «No es que se metieran en política. ¡Qué iban a saber ellos de eso! Pero algunos sí que estaban afiliados a sindicatos agrícolas y ganaderos, porque así les regalaban abonos y semillas.»
El caso es que, después de unas cuantas horas, les llegó a los falangistas una orden que, al parecer, venía de Burgos, y dejaron libres a los hombres, marchándose con el camión vacío. Pero el pueblo lo dejaron lleno de miedo, un miedo que duraría muchos años.
¿Fue realmente tan decisiva la intervención de Tomás? Según Isabel, lo que se decía en Quecedo era que el hijo del señor Santos, además de ser una buena persona, tenía sus contactos y sabía con quién tenía que hablar. En este punto sería muy valioso el testimonio, ya imposible, de mi abuelo Valentín Garmilla Alonso, que tenía una gran amistad con Tomás. Cuando este iba a Bilbao con Esperanza Peña, que era su esposa desde 1920, ambos se alojaban en la casa de mis abuelos. Isabel los recuerda muy bien, y me cuenta que también ella estuvo en la casa de Tomás y Esperanza en Valmaseda, hacia el año 1945, y vio al que entonces era ya teniente desfilar con uniforme de gala en las procesiones de Semana Santa.
Volviendo a los documentos oficiales, estos dicen de Tomás Ruiz Fernández, y lo cito textualmente, que «el 18 de julio se adhirió al Glorioso Alzamiento Nacional desde los primeros momentos». En diciembre de 1936, mientras combatía en Loma de Montija, resultó herido de bala, lo que le valió la consideración de «herido de guerra». Además de ascensos, Tomás Ruiz recibió medallas y condecoraciones tales como la Medalla de Sufrimiento por la Patria, la Cruz Roja del Mérito Militar, la Cruz de Guerra y la Cruz de San Hermenegildo, entre otras. Lo que, desde luego, no aparece documentado es su posible triunfo sobre aquel grupo de falangistas que sembró el pánico en Quecedo. Ni creo que sobre este tipo de incidentes exista documentación alguna. ¿A dónde irían con su camión vacío? ¿Intentarían de nuevo llenarlo en algún otro lugar?
Volviendo a la transmisión oral de la historia, Isabel oyó contar que en aquellos días hubo también un incidente en el puesto de la Guardia Civil de Valdenoceda, cuando un grupo de falangistas se presentó allí y quiso acceder al interior de dicho puesto. El joven guardia que les impidió la entrada resultó ser casualmente un sobrino de Tomás Ruiz, que luego fue felicitado y recompensado por sus superiores en reconocimiento del valor demostrado. ¿Un fusil frente a las pistolas? ¿Tricornios frente a camisas azules? El 19 de julio, por la tarde, un falangista, Máximo Nebreda, había resultado muerto por disparos de la Guardia Civil de Valdenoceda cuando bajaba en coche el puerto de la Mazorra junto con otros falangistas. Al parecer, según se dijo posteriormente a modo de explicación, los guardias civiles vieron que el coche llevaba una bandera roja y negra, y pensaron que era la de la CNT, sin caer en la cuenta de que la de Falange también era rojinegra. Se puede suponer que fue este fatal suceso el que dio origen al incidente de los falangistas frente al puesto de Valdenoceda. Pero, ¿estaría relacionado también de algún modo con las detenciones en Tartalés, Panizares y Quecedo? ¿O son hechos totalmente independientes? Alguien tendría que contar más detalles sobre estos sucesos.
A mi sufrida y paciente tía Isabel la he acribillado a preguntas. ¿Cómo es que los falangistas que llegaron a Quecedo sabían a quiénes querían detener y cómo localizarlos? Isabel explica: «Es que,nada más empezar la guerra, entraron en las sedes de los sindicatos y se hicieron con todas las fichas de los afiliados.» Y añade: «Bueno, también había quienes iban a casa del cartero y le volcaban la saca para ver quién escribía a quién y conseguir información viendo las cartas. La gente decía que había que tener cuidado con lo que se escribía y nunca enviar cartas a alguien que pudiera ser “sospechoso”.»
Pero, ¿quién no era sospechoso en aquellos tiempos? Lo fueron, por ejemplo, todos los maestros: habían sido maestros de la República y tenían que convertirse en maestros del nuevo régimen o, como se decía entonces, ser «afectos al movimiento salvador de España». A partir del 18 de julio, y regulado luego por una ley del 8 de noviembre de 1936, se inicio un proceso en el que todos los maestros de enseñanza pública y privada, y en general todos los profesores desde la primaria hasta la universidad y las Escuelas Normales, tenían que solicitar su confirmación en el cargo mediante un escrito en el que declaraban su adhesión al «Glorioso Alzamiento Nacional» y su deseo de colaborar con la «Cruzada de Liberación». Se creó en cada provincia una Comisión Depuradora del Magisterio Nacional que abrió a cada maestro un «Expediente de Depuración». En Quecedo eran maestros en 1936 Doña Rufina Condado Díez en calidad de propietaria de la plaza y Don José Pérez Caldevilla, que era interino. Sus respectivos expedientes son prácticamente idénticos y se resolvieron de manera favorable con la confirmación de ambos en sus respectivos cargos.
En principio se trataba de reunir información, que podía ser favorable o desfavorable, «tanto en el orden político, como en el religioso y social». Para llevar adelante el expediente se creó un impreso lleno de preguntas en el anverso y en el reverso de un folio. Estas preguntas se agrupaban en bloques relativos a: conducta profesional, conducta social, conducta particular, actuación política y «otros datos». Por ejemplo, en el apartado de conducta social se formulaban preguntas tan ambiguas como «¿En qué relaciones estaba o está este maestro con las autoridades?» y «¿Se mezcló en asuntos de obreros o del campo?». En cambio, otras preguntas son muy concretas. Así, en el apartado de actuación política se pregunta: «¿Estaba afiliado a algún partido del Frente Popular? ¿Y a la Masonería, a la Federación de Trabajadores de la Enseñanza o a alguna otra entidad parecida?» También se preguntaba si la maestra o el maestro cantó con los niños la Internacional, o si celebraba con ellos la fiesta del crucifijo, si hacía propaganda izquierdista, si enseñaba doctrina cristiana, si hacía propaganda política fuera de la escuela, o si en la escuela daba enseñanzas patrióticas y colocaba la bandera… y etcétera, etcétera. Había en los distintos apartados toda una serie de preguntas, muchas de las cuales pueden parecernos hoy en día incluso absurdas, pero que buscaban definir sobre todo el perfil político y religioso de cada maestro.
Este cuestionario tenía que ser respondido de manera individual por el párroco, el comandante del puesto de la Guardia Civil, el alcalde del municipio y, en el caso de Quecedo, tal vez como alcalde pedáneo, o simplemente como padre de familia, responde también en una hoja propia el señor Nicanor Rodríguez González. En cada formulario el firmante debía añadir los nombres de «los tres padres de mejor reputación en el pueblo». En los expedientes de los maestros de Quecedo estos padres son, además del señor Nicanor, que está en casi todos los formularios, también Juan Fernández González, Ángel Ruiz Torres, Luis García Fernández, Ismael Armiño González, Antonino Arce Sedano y mi tío abuelo Ciriaco Garmilla Alonso. El párroco es Don Jaime Oñate, el alcalde se llama Maximiliano García, y por la Guardia Civil firma Eladio Muga González como comandante del puesto. Hay también una carta de apoyo a ambos maestros firmada por José Peña y Agapito González, y otra con texto casi idéntico firmada por el párroco, ambas dirigidas al inspector jefe de 1ª enseñanza de la provincia de Burgos.
En estos expedientes se percibe que los maestros de Quecedo estuvieron muy bien arropados por el pueblo y las fuerzas vivas, y de hecho en el verano de 1937 sus expedientes ya estaban resueltos favorablemente (como ya sabemos, otros tardaron hasta 6 años y las resoluciones no siempre fueron favorables: hubo despidos, traslados forzosos e incluso penas de muerte). Sin embargo, aunque me he alegrado al ver que en Quecedo no se cometió finalmente injusticia alguna con los maestros, la lectura de estos documentos me ha dejado la vergüenza y la amargura de ser testigo de una humillación. Doña Rufina y Don José no se merecían tener que pasar por semejante trance, y creo que para cualquier enseñante el expediente de depuración fue un proceso indigno e intimidatorio. Esto último lo corrobora Isabel cuando dice: «El marido de Doña Rufina, Don Eliseo, que era practicante, pero no en el sentido religioso, cambió bastante a raíz de todo aquello. Empezó a acudir a la iglesia, cosa que en tiempos de la República no solía hacer. ¡Qué remedio le quedaba! No podía comprometerse y comprometer al mismo tiempo a la maestra.» Y supongo que el señor Nicanor se esforzaría por seguir siendo un hombre «de buena reputación» para que a su yerno Rafael no volvieran a subirlo a un camión.
Por otra parte, en 1940, se empezó a instruir la llamada «Causa General», un gran sumario abierto para investigar, según decían, «los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja» y las «manifestaciones más destacadas de la actividad criminal de las fuerzas subversivas que en 1936 atentaron abiertamente contra la existencia y los valores esenciales de la Patria, salvada en último extremo, y providencialmente, por el Movimiento Liberador». Para llevar a cabo esta instrucción, un Fiscal Instructor General de Causas Generales, que a partir de 1943 se llamó Fiscal Jefe de la Causa General, hizo llegar a todos los ayuntamientos diversos formularios que se remitirían después a Madrid debidamente cumplimentados. Se consideraba «dominación roja» el período comprendido entre la proclamación de la República en 1931 y la victoria alcanzada el 1 de abril de 1939. He podido ver el formulario denominado «Estado número 1» relativo a la Merindad de Valdivielso. Se trata de un folio apaisado en el que, bajo el encabezamiento «Relación de personas residentes en este término municipal que durante la dominación roja fueron muertas violentamente o desaparecieron y se cree fueran asesinadas», debían escribirse en una tabla los nombres de las víctimas, las circunstancias de los hechos y los nombres de las personas sospechosas de haber participado en dichos hechos. En esta relación correspondiente a la Merindad de Valdivielso figura en el anverso de la hoja únicamente la palabra «Ninguna», escrita con una bonita caligrafía y subrayada. En el reverso, con fecha 7 de agosto de 1941 firman el alcalde Eliseo Alonso y el secretario Manuel García. Mirando la lista donde se resumen los formularios de todos los ayuntamientos pertenecientes al partido judicial de Villarcayo, se observa que solo hubo una víctima de Trespaderne, asesinada en Madrid, y otra de Medina de Pomar, esta última sin información sobre el lugar o las circunstancias de su fallecimiento. En los 19 municipios restantes la llamada «dominación roja» no produjo víctima alguna.
En un país como el nuestro, donde los documentos escritos siempre han escaseado, y con unos testigos que callaron durante demasiado tiempo y de los que a fecha actual sobreviven muy pocos, se hace difícil, cuando no imposible, la tarea de reconstruir la historia. Si se trata además del medio rural, siempre infravalorado en las instancias oficiales y con una población autóctona casi extinguida, no podemos hacernos muchas ilusiones en cuanto al rendimiento de los esfuerzos por conseguir información sobre hechos sucedidos hace ya casi ochenta años. Sin embargo, algunos pensamos que hay que seguir realizando ese esfuerzo, y que la información que consigamos, apenas una pincelada en un cuadro inmenso, será como la fruta que se recolecta después de una larga sequía: escasa, pero, por eso mismo, de gran valor.
Mertxe García Garmilla
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