El miedo a la represión franquista llevó a su familia a cruzar la frontera francesa y pasar el exilio en Olorón. "Nunca llegamos a hablar bien de su infancia, me quedé con la espinita", recuerda una de sus sobrinas.

Madrid-
"¿Por qué no la lleváis al hospital?" — pregunté — "Porque un papel de la Comunidad de Madrid nos lo impedía" — contestaron.
7.291. Siete mil doscientos noventa y uno. La tía Chelo (Madrid, 1929) fue una de ellas; una de las muchas abuelas que murieron –"no murió, nos la mataron"– durante la pandemia en las residencias de la Comunidad de Madrid. "La cifra impresiona, creo que todavía no somos conscientes: 7.291, los vecinos de todo un pueblo, como si te cargas de golpe al pueblo entero", reflexiona su sobrina, Yedra García. Las dos primeras líneas del artículo son un fragmento de la carta que ella y otros familiares de víctimas enviaron en los últimos meses a la presidenta autonómica, Isabel Díaz Ayuso. El "papel" del que habla formaba parte de los protocolos de la vergüenza.
"Llevamos a los tíos a esa residencia porque sabíamos que tenía paliativos, pensábamos que iban a estar bien cuidados, compartían habitación, nunca se habían separado", continúa. El tío Pepe, "malito por un cáncer", murió a los seis días de ingresar, en enero de "aquel dichoso 2020". La tía Chelo pasó las primeras semanas de confinamiento en el centro, falleció en abril, sin poder despedirse de sus seres queridos, cerrando una suerte de "paréntesis" que se había abierto casi nueve décadas atrás, durante los primeros años de la Guerra Civil.
La tía Chelo tuvo que escapar del país tras el golpe de Estado de 1936. "Era pequeñita, no sabemos qué edad tenía exactamente, creo que siete años", recuerda Yedra. Su padre era guardia de asalto y trabajaba como chófer para un general republicano; la familia corría peligro si permanecía en España. El miedo a la represión franquista los llevó a cruzar la frontera francesa y pasar el exilio en Olorón, uno de los grandes refugios del bando republicano.
El campo de Gurs, 16 kilómetros al norte de Olorón, empezó a funcionar en abril de 1939, planteado en un primer momento como "algo provisional para albergar a los derrotados" de la Guerra Civil. La Segunda Guerra Mundial, no obstante, lo convirtió en una cárcel a cielo abierto para cientos de judios e "indeseables". Las sobrinas de la tía Chelo no saben con certeza dónde se refugió su familia. "Nunca llegamos a hablar bien de su infancia, y mira que hablábamos mucho, pero era un tema delicado. Me quedé con la espinita de saber cómo había vivido el exilio, tenía que haberle preguntado", lamenta una de ellas. El Gobierno francés cifró en 440.000 el número de refugiados españoles en el sur del país, entre ellos, 170.000 mujeres, niños y ancianos.
La tía Chelo no conoció al que más tarde sería su marido hasta que regresó a España. Él trabajaba como acomodador en los cines Carlos III, "siempre decía que no tenía suerte con las chicas". Ella trabajaba como camarera en la cafetería Manila, "justo al lado". La película Sissi aterrizó en Madrid con una "gran fiesta" en el Retiro. El tío Pepe había conseguido dos entradas, pero no tenía con quien acudir. "Entró en el bar preguntando si alguien lo acompañaba. La tía Chelo le dijo que sí", desliza, sonriente, su sobrina.
"Le han negado el derecho a la vida"
El tío Pepe y la tía Chelo no tuvieron hijos, pero sí muchos sobrinos; "ella era la madre de todos, sólo nos daba cariño", reconocen en una conversación con este diario. Los dos ingresaron en una residencia de mayores hace cinco años, sin saber todavía lo que estaba por venir. "Me siento culpable. Le prometí a mi tío que si le pasaba algo, porque estaba malito, la tía no se quedaría sola. Le prometí que me encargaría de traerla a mi casa y siento que no lo cumplí, no lo pude cumplir", se consuela Yedra. La tía Chelo no quiso moverse de la residencia, decía que "de allí ya no salía". Y no se movió. No le dejaron. Le negaron la salida al hospital, como a tantos otros abuelos en la Comunidad de Madrid.
"El 8 de marzo fue el último día que la vimos; estaba perfecta, como siempre, charlamos y jugamos al parchís. Ese mismo lunes [un día después] me llamaron de la residencia y me comunicaron que cerraban las puertas, que no podíamos volver a entrar", precisa su sobrina. Los familiares sólo podían contactar a través de llamadas o videollamadas. El deterioro a medida que pasaban los días resultaba "evidente, desesperante", incluso desde el otro lado de la pantalla.
La tía Chelo "estaba cada vez más triste", confinada en una habitación. Desde entonces, su estado de ánimo empezó a caer en picado: "La llamábamos y no hablaba, no contestaba, notabas cómo se iba apagando lentamente". Yedra todavía tiene grabada su última videollamada; era un viernes, "día 3 o 4 de abril", tenía una mascarilla "mal colocada" y estaba tumbada en la cama. "La enfocaron y estaba como tirada, con la cabeza girada hacia un lado y con una cara de sufrimiento infinito. Le decía que aguantara, que teníamos que volver a jugar al parchís, que faltaba poco", relata. El médico la llamó de nuevo dos noches después. La tía Chelo había muerto.
El centro en el que falleció es uno de los que más víctimas mortales tuvo de toda la región. La plataforma Verdad y Justicia ha presentado una denuncia colectiva contra todos los sujetos involucrados en los protocolos de la vergüenza, culpables de "desmedicalizar" las residencias y de permitir "únicamente" la salida de usuarios con seguro privado. Les preocupa, no obstante, "que se politice el tema, que se utilice el dolor de las víctimas", insisten.
"Mi madre ahora tiene una edad, no se me pasa por la cabeza llevarla a una residencia, de ninguna de las maneras", recalca Yedra, que cierra –mejor dicho, lo intenta– de manera contundente la historia de su tía Chelo: "De pequeña tuvo que huir de los fascistas. Ahora, los herederos del fascismo le han negado el derecho a la asistencia hospitalaria, le han negado el derecho a la vida".
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