dilluns, 30 de desembre del 2013

Los secretos de la gran ladrona de niños

http://www.elmundo.es/cronica/2013/12/21/52b491ec22601da22f8b4574.html

EXCLUSIVA Bebés 'robados'
  • La investigación más completa sobre sor María, la monja que anotaba su comercio cruel en una libreta

  • Escribe la autora de un libro sobre el caso, que descubrió que a su propia madre le robaron otro bebé, una niña


El cielo de Madrid estaba encapotado y llovía suavemente mientras el doctor Enrique Berrocal certificaba la defunción de María Florencia Gómez Valbuena a las 8 de la mañana del pasado 22 de enero. La vida de sor María concluía en su cama del convento de las hijas de la Caridad, en la calle de Martínez Campos de Madrid. Con casi 88 años sus pulmones habían dejado de funcionar por un empiema que, incluso, le supuraba por un costado. Cuando adelanté en exclusiva la noticia de su defunción, el jueves 24, su cuerpo ya había sido inhumado en el cementerio de San Justo. El último acto de su existencia fue tan subterráneo y secreto que no faltaron teorías conspiratorias sobre una posible falsa muerte de la monja para tratar de escapar a la acción de la Justicia.
Pero sor María murió. Y con ella han desaparecido también sus ya famosos cuadernos de tapas azules, su magnífica memoria y su soberbia. «Siempre llevaba encima un cuaderno de pastas azules de tamaño cuartilla. Era una lista de padres que habían solicitado la adopción de un hijo, con la información esencial: nombres, teléfono, dirección y anotaciones sobre dinero. Todo estaba allí apuntado, incluido a qué familia le adjudicaba qué niño. Un día sor María se tenía que ausentar y me explicó que iba a venir un matrimonio y había que atenderlo. La orden estaba clara: les tenía que incluir como los primeros de la lista. Cuando llegó la familia comprendí que les ponía los primeros por su cuenta corriente... A mí aquella treta de la monja me pareció fatal. Me sentí utilizada».
No sólo lo dice Mayte, la mujer que retrata a la monja nacida en abril de 1925 y con la que hizo su servicio social en la maternidad madrileña de Santa Cristina. Quienes coincidieron con la religiosa la definen como autoritaria, rígida, arrogante, estricta e incluso inmisericorde. Un perfil poco adecuado para una asistente social.
Pero sor María era más que eso. «Mandaba mucho», dice Montse, una auxiliar que trabajó en la maternidad. «Y sobre todo es que era capaz de enfrentarse a cualquiera para conseguir sus objetivos». Se levantaba temprano y se recorría la maternidad de cabo a rabo. «A otras monjas y enfermeras las veías siempre por los mismos sitios, pero a ella te la podías encontrar en cualquier parte -asegura Mari, que fue limpiadora en Santa Cristina-.
"Dejad que los niños se acerquen a mí", escribía la monja 'ladrona' en sus tarjetas de felicitación de Navidad
Uno de los sitios donde era frecuente encontrarla era mirando los carros que había en la oficina de cada planta. Quienes trabajábamos allí sabíamos que consultaba el estado civil de las mujeres, porque cuando había una soltera, sor María se iba a por ella». Esa parecía su obsesión: las mujeres solteras jóvenes, con circunstancias personales y económicas complicadas. Mila, veterana comadrona que estudió en Santa Cristina, recuerda que «sor María no se andaba con bobadas y nos empezaba a aleccionar a todas desde el principio. Debíamos avisarla si ingresaba una madre soltera... "Qué van a hacer esas mujeres con esos niños. Lo mejor es que den a sus hijos en adopción", repetía».
Después de identificar a las posibles donantes de bebés, comenzaba su cruzada con argumentos muy estudiados: «¿Has pensado que esta criatura podría tener un futuro si permitieras que se fuera con una familia buena, con posibles?». «Como una araña, iba tejiendo su tela», explica Mila. «Les lavaban el cerebro de tal manera -añade Mari-, que muchas accedían y firmaban el consentimiento para dar a sus hijos».
Su compañera en las labores de la limpieza, Ignacia Mármol, no ha podido sacar de su memoria el dolor de algunas madres: «He visto llorar a muchas mujeres. Y patalear, pegar puñetazos en las camas preguntando por sus hijos. Le decían a la madre que el niño había muerto, normalmente se ocupaba sor María. Y, claro, había mujeres que no se lo explicaban: habían tenido al bebé, se lo habían llevado al nido, y el bebé se había muerto... ¿Dónde estaban los bebés? Porque yo limpiaba el depósito, formaba parte de mi servicio. ¿Dónde estaban esos niños si, en los cinco años que estuve allí, habré visto una docena de cadáveres de niños? Yo no he visto más». Que las familias «tuvieran posibles» era un aspecto decisivo para que sor María pusiera un bebé en brazos de un matrimonio. Porque allí las adopciones no eran baratas. Los testimonios hablan de entre 50.000 y el millón de pesetas. Se pagaba, supuestamente, para hacerse cargo de los gastos generados por la madre donante.

Formularios y facturas

Mari explica que «a muchos se les veía con cierto nivel económico. Con ellos era suave como la seda, nada que ver con el trato habitual que nos daba a los demás. Educada, respetuosa, sonriente... La de su despacho no era mi zona, pero hubo un día que tuve que ir allí y la puerta del despacho de sor María estaba entreabierta. Pude ver a un matrimonio sentado delante de la mesa de la monja. La mujer sostenía un bebé. Me fijé que encima de la mesa había un montoncito de billetes. Calculé unas 250.000 pesetas».
Además de María Luisa Torres, hay otras dos mujeres, Conchi y Elvira, que han sido localizadas por las hijas que creyeron muertas durante el parto en Santa Cristina. Sus testimonios, inéditos hasta ahora, y su documentación, demuestran que había un modus operandi muy claro. Los formularios y facturas de los tres reencuentros que he documentado, forman parte de mi libro Los bebés robados de sor María. Un intenso recorrido por el rastro de profundo dolor y ausencia que dejó en la vida de muchas mujeres y de sus hijos la inflexible sor María. Una mujer que con 15 años salió del pueblecito leonés de Valderrueda para consagrarse a Dios como Hija de la Caridad.
Su puesto más relevante le llegó a principios de los 70, cuando se convirtió en asistente social en la maternidad Santa Cristina. Allí ordenó y mandó. Y lo hizo con especial dureza los últimos cinco años. Se fue a principios del 84 y cerró, con un mutis por el foro, la época de mayor furia, descaro y prepotencia en torno a las adopciones que pasaron por sus manos. A la Justicia terminó dándole eterno esquinazo. Cuatro días antes de su muerte no pudo acudir a su citación como imputada por la desaparición de las dos hijas gemelas de Purificación Betegón, nacidas en la noche del 23-F.
Falleció a las 8:00 de la mañana del 22 de enero. El último acto de su vida fue tan subterráneo que no faltaron teorías conspiratorias sobre una falsa muerte
Era su segunda cita con los tribunales. La primera, el 12 de abril de 2012, abandonó los juzgados de la Plaza de Castilla de Madrid entre un tumulto de periodistas, policías y víctimas. El mundo entero fijaba en el rostro de la monja una mirada horrorizada ante los crímenes que se le imputaban. Una imagen inédita que hablaba por sí sola de un escándalo sin precedentes. Salió sin declarar. Las preguntas del juez que investigaba el presunto robo de la hija de María Luisa, primera denunciante, se quedaron sin respuesta.
En Los bebés robados de sor María explico a través de sus víctimas lo que la monja nunca llegó a confesar: se dormía a las mujeres para quitarles a sus hijos. Se les practicaba el llamado «parto dirigido»: goteo con pentotal sódico que eliminaba los dolores y también la consciencia durante los alumbramientos.
Conchi supo que la estaban durmiendo: «Me pusieron el goteo y me pincharon algo. Pregunté que qué era lo que me estaban poniendo. Me dijeron que era para calmarme, para relajarme. "Pero si yo no estoy nerviosa, no necesito relajarme. Yo vengo a parir", repuse. Poco después comprobé que en realidad lo que estaban haciendo era dormirme. Luego escuché al médico en un tono muy enfadado, como recriminándoselo a alguien: "¡Va a dar a luz y todavía no se ha dormido!"».
Esas anestesias fueron pagadas después, entre otros gastos, por los padres adoptivos, como demuestra la documentación.
Las mujeres despertaban en dormitorios individuales en la planta de privados donde se recuperaban aisladas. Esas facturas también las pagaban los padres adoptivos, sin duda un buen negocio para la maternidad. Elvira lo recuerda: «Los días posteriores a mi ingreso estuve en una habitación como aislada, silenciosa. Nadie entraba, ni para preguntar, ni para oír mis quejas. También me di cuenta de que tenía el pecho vendado y que me oprimía».
Pecho vendado, aislamiento, pentotal... Pero además coincidía también la misma amenaza en el caso de las madres con hijos mayores: o se callaban o los perdían también a ellos. Margarita Pérez lo sufrió. «Cada día de los tres que estuve hospitalizada, sor María entró varias veces a amenazarme. Le pedía que me dejara ver al niño. Ella contestaba lo mismo: que me tenía que callar o la iba a obligar a ir a por mis hijos mayores y llevárselos».
Todo esto ya lo sabía cuando con Laly Carrasco, una madre adoptiva que trata de ayudar a su hija en su búsqueda de orígenes, visité a sor María. Demostró ser una gran estratega: planteó una defensa rígida de sus posiciones y una innegable agilidad mental para esquivar las cuestiones más incómodas, con el poso imborrable de la soberbia y la frialdad de la que tanto me habían hablado. Recordaba perfectamente la legislación de cuando ella fue asistente social. Le planteé, por ejemplo, qué podía pasar si una mujer que hubiera consentido la adopción de su bebé se arrepentía. «Tenían unos meses para poder reclamar, pero con abogados», explicó la monja. Yo insistí en que si las chicas solían reclamar. «Entonces era más difícil, añadió, «porque ya sería a través del notario o abogado».

Mujeres sin ayuda legal

Sor María sabía que la mayoría de aquellas mujeres no podría pagar esa ayuda legal. Aseguró que no guardaba ninguna clase de documentos sobre los niños. «Nada, nada. Yo no tengo nada».
Sólo se sintió incómoda cuando le pregunté por las pensiones en las que alojaba a las madres, a lo que no quiso responder, y cuando le planteé la posibilidad de ser citada por un juez: «No me llaman, no me llaman, para nada. ¿Qué voy a declarar? Lo mismo que te he dicho ahora. Pues no sé nada, no sé nada». Es lo que hizo meses más tarde. No dijo nada. Se acogió a su derecho a no declarar. Su muerte ha sido un corte en seco para miles de víctimas.
En la austera habitación que ocupaba no queda ni rastro de los cuadernos azules en los que apuntaba minuciosamente cada paso y en los que se decidió la suerte de tantas personas. En ellos figuraban las direcciones de miles de familias adoptivas a las que, puntualmente, felicitaba cada navidad con tarjetas cuyo texto provocan ahora escalofríos: «¡Feliz Navidad! Dejad que los niños se acerquen a mí...». Lo que no ha terminado con su muerte es el dolor. Decenas de mujeres se han quedado con la denuncia y las esperanzas de encontrar a sus hijos en la mano.
Pero lo más importante es que decenas de hombres y mujeres nacidos en los años 70 o principios de los 80, que fueron adoptados en Santa Cristina, están ahora buscando a sus familias biológicas devorados por la duda de si fueron robados. Muchos han iniciado ya el camino judicial para averiguarlo.
En febrero fui testigo del reencuentro entre una madre y su hijo de 30 años. El bebé salió de España con menos de un mes de vida para ser adoptado por un matrimonio extranjero. Hace sólo una semana una mujer de 34 años ha hablado por primera vez con su madre biológica. Poco a poco va descubriendo las presiones insoportables de las que fue objeto para que firmara el consentimiento de su adopción.
A algunos les ayudo personalmente con los trámites. Es, en realidad, una ayuda egoísta. En noviembre de 2010, casi por casualidad, descubrí que mi propia madre fue víctima del robo de su primer bebé nacido el 23 de febrero de 1964. Fue un auténtico shock para mí, pero un caso más entre los miles registrados y denunciados en España: mujer joven, primer embarazo, analfabeta y muy humilde, lejos de su familia, no pudo ver el cuerpo, no hubo entierro, causa falsa de la muerte y documentos manipulados.
La Fiscalía archivó la denuncia de mi madre «por falta de pruebas». He incluido su ADN en varios bancos de perfiles genéticos. Cinco veces he cruzado ese ADN con el de mujeres y hombres cuyas fechas de nacimiento se aproximan a la del parto de mi madre. De momento, las pruebas siempre han sido negativas.
No perdemos la esperanza.
Ella. La malnacida.