La mordaza de Franco fue alargada
El documental 'El caso Rocío' revive la historia de la primera película vetada en la democracia
Es más difícil desterrar la represión de las mentes que de las burocracias. En 1977 se suprimió todo el entramado administrativo de la censura que había supervisado, distorsionado y vetado cada creación (libros, revistas, discos, películas, carteles...) durante la dictadura de Franco, pero en la Transición algunos creadores aún seguirían sufriendo zarpazos letales de un sistema que ya era democrático.
Tal vez el caso más extremo fue el del cineasta Fernando Ruiz Vergara, nacido en Sevilla en 1942, que renunciaría al cine y a su país —se instaló en Portugal— después de que el Tribunal Supremo le condenase por injurias por su película Rocío, estrenada en 1980, seleccionada para el Festival de Cine de Venecia y retirada de la circulación poco después.Un libro y un documental dirigido por José Luis Tirado, El caso Rocío, reviven ahora el calvario judicial y el contexto político que acompañó a aquella obra que nació para buscar respuestas sociológicas y, en el camino, se cruzó con la amarga historia contemporánea. “Fernando Ruiz Vergara tuvo la desgracia de ser, al mismo tiempo que pionero de esto que se ha dado en llamar ‘memoria histórica’, la primera víctima del derecho al honor, o lo que viene a ser lo mismo, de la impunidad del franquismo, amparada por el modelo de transición y por el aparato judicial”, sostiene el historiador Francisco Espinosa en el libro. “Hoy la historia de la represión en Almonte y los testimonios de los supervivientes no serían perseguidos penalmente”, defiende José Luis Tirado.
Vayamos al principio. El mismo año en que se dinamitó legalmente la censura, Fernando Ruiz Vergara embaucó a un equipo portugués para filmar la multitudinaria romería del Rocío en Almonte (Huelva) en condiciones tan modestas como en los actuales tiempos de crowdfunding: se alojaron en tiendas de campaña y se alimentaron de churros y bollos durante una semana. Tanto al director como a su guionista, Ana Vila, les interesaba hurgar en las raíces de aquel fenómeno de masas en el que la exaltación religiosa va acompañada de exaltaciones gozosas de otro tipo. En su aproximación hay complicidad hacia lo popular y crítica hacia la trastienda (de la económica, por ejemplo, revelaba que solo en 1975 la hermandad matriz recaudó 18 millones de pesetas por la venta de recuerdos).
Y conforme miraban hacia atrás, la memoria iba carcomiendo la antropología. Los estrechos lazos entre algunas cofradías y algunos terratenientes había espoleado la devoción y, en 1932, cosas peores. Cuando el Gobierno de la Segunda República acordó desterrar símbolos religiosos de los espacios públicos, se alentó una algarada en Almonte contra la decisión del ayuntamiento de retirar de su sede un azulejo de la virgen. Luego, en 1936 fueron asesinados 99 hombres y una mujer del pueblo. Sin juicio. De noche. Por decreto de una banda de falangistas.
Un vecino relató los hechos ante la cámara de Fernando Ruiz Vergara, que en la cinta incluía la imagen de José María Reales Carrasco —con una banda negra sobre los ojos— como uno de los cabecillas de la represión. Sus hijos denunciaron la cinta por injurias, escarnio de la religión católica y ultraje público de las ceremonias en honor de la virgen. El 8 de abril de 1981 un juzgado de Sevilla prohibió exhibir el filme. “Era la primera vez que un juzgado secuestraba una película en España después de que se aprobara la Constitución y desaparecieran los mecanismos de censura previa en materia de cine”, recuerdan los historiadores Ángel del Río y Francisco Espinosa en el libro. El crimen de Cuenca, que también penó en los tribunales militares, acabaría autorizado y exhibido sin alteraciones en 1981.
Irónicamente Rocío, apoyada por creadores e intelectuales como Ian Gibson, Pilar Miró, Luis G. Berlanga, José Hierro o Antonio Gala, se proyectó casi más en salas judiciales que en cines. Primero fue prohibida, luego mutilada en los fragmentos relativos a los supuestos autores de la represión por la Audiencia de Sevilla y finalmente el Tribunal Supremo condenó a su director —que se autoinculpó para liberar a los otros dos procesados, la guionista Ana Vila y el vecino de Almonte Pedro Gómez Clavijo— por injurias hacia José María Reales Carrasco, ya entonces fallecido.
El 3 de febrero de 1984 el Supremo imponía al cineasta dos meses de arresto y el pago de 10 millones de pesetas de indemnización a la familia del injuriado. Entre otros “considerandos” la sentencia, de la que fue ponente Luis Vivas Marzal, señalaba lo siguiente: “Si bien es cierto que la finalidad aparente de Rocío es exclusivamente la documental referida al entorno histórico, sociológico, cultural, religioso, ambiental y hasta antropológico, de la romería del Rocío, pronto aflora una inoportuna e infeliz recordación de episodios sucedidos antes y después del 18 de julio de 1936, en los que se escarnace a uno de los bandos contendientes, olvidando que, las guerras civiles, como lucha fratricida que son, dejan una estela o rastro sangriento y de hechos, unas veces heroicos y otras reprobables, que es indispensable inhumar y olvidar si se quiere que los sobrevivientes y las generaciones posteriores a la contienda, convivan pacífica, armónica y conciliadamente, no siendo atinado avivar los rescoldos de esas lucha para despertar rencores, odios y resentimientos adormecidos por el paso del tiempo...”.
Sobre el documental, aún hoy, pesa la prohibición de proyectarse en público en su versión original. En el pasado Festival de Cine de Sevilla, se estrenó El caso Rocío, que incluye una entrevista con el cineasta procesado, para revivir su peripecia. Un modesto reconocimiento que a Fernando Ruiz Vergara le llegó tarde. En 2011 falleció en Portugal. Dejó algunos guiones, su único acercamiento al cine tras la condena.
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