Peter Anderson y Miguel Ángel Del Arco Blanco
“Se ha comprobado que hay casos de personas muriendo en las calles de hambre”. Esta descripción sombría proviene de Sir Samuel Hoare, embajador británico en España, y está incluida en un informe que envió a Londres en febrero de 1941. Sus palabras revelan la tragedia que los españoles sufrieron durante la posguerra (1939-1951) en la que al menos 200.000 personas murieron por inanición o por enfermedades derivadas de una deficiente alimentación. Una de las victorias de la propaganda del franquismo es que, todavía hoy, la sociedad recuerda aquel desastre como “los años del hambre”. Un concepto que esconde la realidad de las muertes masivas y de las enfermedades enmascaradas en una escasez de alimentos que, según el régimen franquista, se explicaba por las destrucciones de la guerra, el aislamiento internacional como consecuencia de la II Guerra Mundial y la “pertinaz sequía”. De hecho, la Guerra civil no destruyó las infraestructuras del país, España continuó importando y exportando comida durante la II Guerra Mundial, y los años cuarenta no fueron más escasos en precipitaciones que las normales del clima mediterráneo o de otras décadas. La importancia de estos mitos franquistas está en que camuflan una hambruna propiciada por decisiones políticas. Como sucedió en la España de Franco, las hambrunas que han tenido lugar en el mundo en el periodo contemporáneo rara vez son propiciadas especialmente por desastres naturales, sino que son resultado de decisiones políticas en las que la distribución de los recursos se antoja como esencial.
La hambruna en la España de posguerra fue causada por la política autárquica adoptada voluntariamente por el franquismo en abril de 1939, antes de que diese comienzo la II Guerra Mundial. Una política que establecía una intervención extrema de productos básicos y fijaba precios oficiales. Los resultados fueron funestos: el mercado negro floreció en toda España, muchos artículos de primera necesidad desaparecieron de los comercios y el coste de la vida se disparó de forma espectacular. En el verano de 1941 los precios de algunos productos habían crecido un 200% respecto a julio de 1936. La política autárquica y el control de precios provocó que muchos agricultores redujesen las hectáreas dedicadas a cereal, o incluso derivasen parte de su producción al mercado negro.
Aquellos grupos sociales con acceso a la producción o a la comercialización (pequeños, medianos y grandes agricultores; comerciantes e industriales), o con contactos con los aparatos del régimen, podrían obtener los preciados alimentos. En cambio, las clases bajas, sobre todo en el sur, no podían acceder a ellos por los míseros salarios que cobraban, en gran parte debido a la feroz represión franquista: se trataba de familias desestructuradas, con el varón ausente, en el que muchas mujeres tuvieron que poner todo de su parte para salvar a sus familias, con unos sindicatos aplastados por la represión y con unos salarios miserables. El rastro de aquel terrible fenómeno se palpa en la documentación de la dictadura. Por supuesto, en ella las autoridades esconden siempre el concepto de “hambruna”, pero sí describen con precisión algunas escenas dramáticas. En 1941 un falangista de la provincia de Córdoba informaba que en las últimas semanas habían muerto de hambre 32 personas en Pueblonuevo, 23 en Peñarroya y 17 en Bélmez. En Belalcázar fallecían de inanición 8 al día. (…).”
La solución de los más pobres, en muchos casos marcados por el pasado republicano, residió en transgredir la ley. A veces practicando el pequeño estraperlo, tratando de obtener algún ingreso con la venta de productos en el mercado negro. No obstante, sabemos que el régimen persiguió sin piedad a estos pequeños estraperlistas: en Almería, el 80% de los encausados por este delito eran pobres de solemnidad; algunas mujeres solas justificaron entonces sus actos por la necesidad de alimentar a sus hijos. Otros recurrieron al robo: los hurtos famélicos de productos básicos se dispararon. En algunos lugares como Extremadura, los más desesperados se lanzaron a comer productos ajenos a la dieta como bellotas, hierbas, perros o gatos. Paradójicamente, mientras que familias pobres se sumían en la desesperación o eran perseguidas por las autoridades, algunas destacadas personalidades del régimen, generales del ejército, gobernadores civiles y hasta el propio Franco se enriquecieron en una espiral de corrupción fraguada en el hambre ajena.
La muerte, la enfermedad, el consumo desesperado de cualquier sucedáneo que se tuviese a mano y la comisión de delitos para sobrevivir caracterizan a las hambrunas más importantes del siglo XX, tales como la hambruna griega (1941-44), la holandesa (1944) o el devastador Holodomor (1932-34) ucraniano. Sin embargo, el caso español destaca por algo: rara vez es calificado como hambruna, en una suerte de supervivencia de los mitos del franquismo. En las entrevistas que hemos realizado con testigos de aquella tragedia recuerdan las muertes por inanición, gentes desmayándose por las calles, vecinos muriendo por tuberculosis o tifus o incluso mujeres violadas a cambio de comida. A menudo estos testimonios entienden lo sucedido sencillamente como consecuencia inevitable de unos duros años de posguerra causados por la guerra y en los que el régimen franquista no tuvo nada que ver. Para entender mejor el pasado traumático y para ser capaces de hablar más abiertamente de él tenemos que calificar a los cuarenta no como los “años del hambre”, sino como el tiempo de la hambruna de Franco.
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Peter Anderson es profesor en la Universidad de Leeds. Miguel A. Del Arco Blanco es profesor en la Universidad de Granada y disfruta de una beca Leonardo de la Fundación BBVA. Ambos son editores del libro Franco’s Famine. Malnutrition, Disease and Starvation in Post-Civil War Spain (Bloomsbury, 2021).
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