dilluns, 27 de setembre del 2021

Que la vida no se nos escape entre los dedos. Mujeres en la resistencia antifranquista

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VERDAD JUSTICIA REPARACIÓN

Por Miguel Martínez del Arco

(Este artículo nace en el contexto de redacción de la obra de ficción 'Memoria del Frio', una recreación sobre la vida de mi madre y de las mujeres que resistieron al franquismo)

Al principio fueron miles. Mujeres de todas las condiciones llenaron las cárceles que el régimen franquista improvisó en antiguas prisiones, en conventos, en colegios, en orfanatos, en grandes caserones. Fueron encarceladas sin orden ni concierto, en un inmenso despliegue que visto desde fuera pareciera fruto de la improvisación.

Pero, tras su victoria en la guerra civil, nada fue improvisado en la represión franquista. Cuando ahora accedemos a los archivos militares o policiales, observamos cómo desde los primeros momentos el aparato montado para la represión –que provenía en buena parte de agentes de las fuerzas policiales o del ejército desde tiempos de Primo de Rivera- instituyó un sistema sumamente meticuloso para llevar a cabo uno de los aspectos de su política de castigo: la masividad. Cientos de miles de personas fueron detenidas, apresadas en campos de concentración, formaron parte de batallones de trabajo, engrosaron las galerías de las cárceles… Porque en esa masividad estaba un rasgo principal de su acción: la generalización del miedo.

Sin embargo, otro rasgo fundamental de la represión, desde 1939 hasta la transición, fue su depurado sentido de la selección. Trataron, muchas veces con gran éxito, de impedir cualquier movimiento que pudiera sugerir alguna posibilidad de organización contra la dictadura. Por simple o pequeño que nos parezca ahora, cualquier intento de formación fue observado, seguido, tratado y, cuando fue posible para el régimen franquista, erradicado.

Parece que era igual para hombres que para mujeres. Pero no fue así. Las cifras de fusilamientos y detenciones de mujeres son sensiblemente inferiores a las de hombres durante los cuarenta años de dictadura. Por ejemplo, de acuerdo al estudio municipal llevado a cabo por Fernando Hernández Holgado y su equipo, en Madrid fueron fusiladas tras la guerra casi 3.000 personas, de las cuales 80 eran mujeres.

Y, sin embargo, las cárceles de mujeres de Ventas, Amorebieta, Les Corts, Durango, Saturrarán, Málaga, Jaén, Córdoba, Valencia, Tarragona, Guadalajara, Alcalá de Henares, etc. se llenaron de presas durante los años cuarenta. Miles de ellas permanecieron encerradas hasta el final de la dictadura en largos períodos de reclusión, de manera tal que las prisiones nunca se vaciaron. Tras las décadas ominosas de 1940 y 1950, cuando las generaciones de mujeres provenientes de la república y de la clandestinidad de los primeros tiempos fueron puestas en libertad provisional, nuevas generaciones de mujeres en los 60 y en los 70 regresaron a las celdas. Un hecho que muestra que, pese a los depurados métodos mencionados, nunca cejaron los espacios de resistencia, de rebeldía. Nunca desistieron.

Tampoco desistieron las miles de mujeres –amigas, compañeras, madres, hermanas…- que sostuvieron la vida comunitaria que permitió la resistencia. Tiende a minusvalorarse esa labor continuada, tenaz, que agolpaba a miles de mujeres a las puertas de cárceles, de comisarias, de juzgados, para sostener la vida de las personas represaliadas. Y no solo eso: el pertinaz compromiso en el sostenimiento de un espacio de relación, de un ámbito de cuidados que permitió, en medio de la zozobra, que se sostuvieran los enlaces socioafectivos, familiares, de amistad, de vínculo entre las personas. Sorprende que aún hoy ese proceso que hace de sustento a la vida de resistencia a la dictadura, que le aporta infraestructura y fuelle, que le dota además del valor de apego, apenas esté estudiado e investigado.

Las mujeres militantes antifranquistas afrontaron la diversidad de situaciones desde su propia condición de género. No sólo frente al aparato represor del franquismo, es decir, el sofisticado conglomerado puesto en marcha para seguir ganando la guerra en la dictadura: el bisturí ideológico del nacionalcatolicismo –que intentó hacer desaparecer las conquistas propias de las mujeres en tanto que tales-, los impedimentos administrativos que ninguneaban su vida formal, la falta de acceso al empleo remunerado, su inclusión en las labores menos valoradas en términos económicos, etc.

Pero también las contradicciones, los dilemas, tuvieron que afrontarse frente a sus propios compañeros hombres. Igual que hoy. Ese otro conglomerado que hoy denominamos heteropatriarcado fue también el caldo de cultivo hostil en que estas mujeres pusieron sus cuerpos.

No hay referencia, en este sentido, más ilustrativa que las torturas. La tortura no solo responde al desplome despiadado de los gendarmes de un régimen concreto. Refleja algo más: "Puedo detenerte, puedo encarcelarte, puedo quitarte tus posesiones aunque sean escasas, puedo anular tus planes de futuro". La tortura, especialmente en el caso de las mujeres, es un acto de guerra: "Puedo desnudarte, puedo mancillarte y violarte… puedo quitarte tu cuerpo". Existieran violaciones formales o no, para las mujeres en las oficinas policiales cada tortura suponía una violación: insultadas en su condición de género, desnudas frente a hombres que las violentaban y las zaherían. Ellas ponían sus cuerpos, porque el cuerpo de las mujeres era una posibilidad de trofeo y una posición bélica.
Por eso, para todas aquellas que fueron encarceladas, en todos los años de la dictadura, la llegada a las prisiones suponía un momento de alivio. Cuando por fin eran trasladadas a los presidios tomaban su encarcelamiento como una liberación, tal era el nivel de dureza de las condiciones en las celdas de los sótanos de la Dirección General de Seguridad (DGS) o en las distintas comisarias, sin agua y sin apenas comida, sin ningún contacto, solo temiendo la hora en que de nuevo te subían cada día al interrogatorio.

La cárcel de Ventas fue, al menos en la década de los 40, el paradigma de las cárceles de mujeres del estado español. También Les Corts, Saturrarán, Amorebieta, etc., pero quizá ninguna representa ese escenario increíble donde mujeres presas conviven y sobreviven en circunstancias inimaginables, por poco tiempo o por años, en espera de juicio o tras el mismo. Amontonadas, sin condiciones de salubridad, hambrientas, con las familias haciendo colas interminables para luego sucumbir entre gritos en los locutorios, con las misas obligatorias y las monjas carceleras. Sí, porque no hay que olvidar que además de funcionarias en las cárceles españolas las monjas han actuado como carceleras: inmisericordes, pertinaces contra mujeres extenuadas, retorcidas en sus pequeñas torturas cotidianas…

Luego, a partir de 1947, la cárcel de Segovia constituyó el centro de reclusión de las presas políticas en España. Las denominadas más peligrosas, alrededor de 500, permanecieron allí hasta 1956. Segovia constituye lo que el Penal de Burgos para los hombres: un centro de resistencia viva, con escuela permanente, con actividades políticas organizadas, una "universidad". Hoy es posible visitar ese lugar, ese no-lugar, que ahora es un centro cultural municipal. Entrar en el edificio y permanecer ahora en él es un ejercicio perturbador. En mis varias visitas, en las que podía sentir mis recuerdos de los recuerdos de las presas contadas en la voz de mi madre, percibí esa presencia turbia que indica que estamos en un espacio impregnado de dolor, de ruidos sofocados, de pequeñas y grandes torturas cotidianas, de ese frío lacerante y siempre presente; también de increíbles sucesos de creación individual y colectiva. Un compendio contradictorio que incluye la posibilidad de objetivas descripciones, pero también la dificultad para dibujar ese clima de resiliencia y de sororidad que parece descolgarse de sus muros.

Quizá no exista, en mi opinión, mejor manera de describir la vida de resistencia de las mujeres al franquismo que la sororidad. Sororidad entendida como una elaboración consciente por parte de ellas, que afrontaron desde su fragilidad el no sometimiento, desde una visión alternativa de la vida comunitaria. No solo por la incorporación política de los apegos a sus vidas militantes; también por hacer del respeto y de los cuidados un cimiento base en el que anclar las claves de su rebeldía.

Algunas historias recientes muestran interesadamente a las mujeres militantes de la época como meros apéndices de sus parejas (parece que estaban ahí acompañando a sus novios) o como fruto de una adversidad de clase asumida desde la inconsciencia. Sin embargo, como siempre, las mujeres estuvieron donde pudieron y a veces donde quisieron. Y por tanto edificaron –suntuosas o simples- preciosas elaboraciones para comprender el mundo y situarse en él, pusieron entusiasmo y buen ánimo en ello, amor y humor, generaron relaciones de afecto y de cuidado que supusieron una urdimbre incalculable para la vida, pero nada fue fruto de la casualidad ni de la inconsecuencia. Si no lo fue en los albañiles tampoco lo fue en las costureras…

En la memoria que me queda de esas mujeres casi todos los nombres me resuenan en diminutivo: Paquita, Juanita, Tomasita, Pili, Elvirita, Ceci, Pepita, Mari, Isabelita, Manolita…. Y así un larguísimo etcétera. Desde nuestra visión, se nos aparece como un proceso sostenido de infantilización o de empequeñecimiento de las mujeres militantes, mientras los hombres nunca eran nombrados con diminutivos, sino con sus nombres como tal o, más aún, con sus apellidos. No se nos esconde que detrás se oculta una intención concreta de domeñar, de colocar la labor de las mujeres por debajo de la sus compañeros hombres: el patriarcado estaba muy presente en el conjunto de la militancia. Años después, en los 70 y los 80 estas mujeres fueron consideradas de otra manera y algunas Juanis se convirtieron en Juanas y algunas Manolitas en Manuelas. Sin embargo, viéndolo ahora en la distancia, casi parece un acto de rebeldía hacerlas permanecer en su grandeza desde la bondad de sus nombres diminutos.

"La insumisión, la rebeldía, el cuestionamiento del orden establecido, la posibilidad de mejora, el cuidado, la rebelión contra el patriarcado, la lucha contra la ignorancia y la injusticia. La alegría como horizonte. Mujeres frágiles, mujeres inteligentes, que no dudaron en reiterar el gesto luminoso de la resistencia" (M. Martínez. 'Memorias del frío', 2021). La recuperación de sus vidas ahora es no solo un ejercicio indispensable de reparación y de justicia: es también una necesidad para fijar el imaginario colectivo del que formamos parte.

(*) Miguel Martínez del Arco es sociólogo y autor de la novela 'Memoria del Frio' (Ed. Hoja de Lata, 2021).
(**) Imágenes de las cárceles de Ventas y Segovia,1955.(Interviú)