Miguel Ángel del Arco Blanco
Introducción
Cuando este libro estaba en su etapa final, sobrevino la pandemia de la covid-19, auténtica crisis planetaria que, desde marzo de 2020, cambió el curso de nuestra historia. Ha modificado nuestras vidas. Ha mostrado las limitaciones y problemáticas de nuestro modelo económico global, así como la de los gobiernos para hacer frente a la pandemia. Y lo más relevante: cuando nos adentramos en 2022, la cifra de fallecidos en el mundo supera los seis millones de personas. Y serán muchas más.
Es lógico que un historiador explique por qué estudia el tema que escoge y propone y, por tanto, considera necesario el esfuerzo que dedica a escribir un libro. Este pensamiento nos ha acompañado en las últimas fases del desarrollo de esta investigación cuando, en mitad de una crisis global sin precedentes, pasábamos horas y horas enfrascados en un tema que ha formado parte de la geografía de la memoria española durante una larga dictadura, el de la construcción de los monumentos a los «caídos » del bando vencedor de la guerra civil. En tal caso, ¿qué nos tiene que decir un libro como este en el difícil contexto actual? Hay una respuesta doble: la muerte y la memoria.
La muerte es, tras la vida, el elemento más humano de nuestra especie. La vida se desarrolla desde que nacemos, y en ella disfrutamos de placeres y pesares. En cambio, la muerte es la emboscada final de nuestra historia personal, la «celada en que caemos», en versos del poeta castellano Jorge Manrique. Aunque la muerte es un elemento tan natural como la vida, la pérdida es uno de los tragos más amargos que debemos afrontar los humanos. Especialmente con nuestros seres queridos. Sobre todo si se trata de una muerte trágica, sobrevenida, inesperada, difícil de explicar. Ello sucede hoy en todo el mundo con la pandemia del coronavirus, cuando nuestros familiares o amigos desaparecieron, muchos en soledad. Pero ha ocurrido antes a lo largo de la historia, persistentemente plagada de guerras y violencias. El siglo XX ha sido dramáticamente prolífico en catástrofes y en pérdida de vidas humanas: guerras mundiales, pandemias, hambrunas y genocidios. Y por supuesto, guerras civiles. En España tuvimos la nuestra: la guerra civil española.
La segunda consideración que justifica este libro afecta a la memoria. Otro elemento tan humano como nuestra voz, como nuestro tacto: el recuerdo. Un mundo que se presumía embarcado en un progreso imparable se bate todavía hoy contra un virus que todo lo inunda, mientras que las víctimas aumentan sin remisión. Cuando todo esto pase, como siempre sucede con los pasados traumáticos (y sin duda este lo es), quedará la memoria. O mejor dicho: las memorias de lo sucedido. Porque ninguna sociedad, y mucho menos todos los habitantes de la Tierra, podrán tener una memoria única ni unívoca. Serán memorias individuales, familiares, sociales, grupales, de género, nacionales y quizá hasta memorias globales. Serán contradictorias, antagónicas a veces, o complementarias o coincidentes. Pero sobre las cenizas del nuevo mundo que venga, el poder ansiará construir, como siempre, una memoria oficial que pretenderá ser colectiva. Una memoria que explique lo sucedido, pero que ante todo cree identidad y cohesione a la sociedad frente a algún fin político determinado.
La muerte y la memoria son elementos esenciales para explicar el pasado. En su afán por controlar el relato de lo sucedido en momentos traumáticos de la historia, el poder ha recurrido a la conmemoración de la muerte para generar una potente memoria colectiva que explique lo sucedido, plegándola a sus propios fines e interpretaciones. En ese proceso, las guerras han sido un elemento esencial: en el devastador siglo han sido un puntal para configurar la memoria de los individuos, de las sociedades y de las naciones. En esta obra, queremos ocuparnos del mito de los «caídos por Dios y por España» del franquismo mediante la construcción de monumentos a los muertos en su bando en la guerra civil. Hacerlo es relevante para nuestro presente y futuro, aún en tiempos de pandemia global. La guerra civil española ha sido el acontecimiento más traumático e importante de la historia reciente de España: con ella termina el sueño de la democracia y de la modernización del país que supuso la II República; con ella empieza una dictadura de casi cuarenta años que trajo profundas transformaciones, frenos y consecuencias al país y a quienes en él viven. Pero nuestra guerra es parte de una historia europea, del convulso y terrible devenir de Occidente durante el siglo XX, como parte de un drama compartido aunque tenga sus propias peculiaridades. De todo aquel dolor, de toda aquella muerte y cenizas provienen nuestros días, nuestro presente. Un presente que está cargado de pasado que se palpa a cada instante, a poco que lo escuchemos. Es ese pasado de memoria de la guerra civil el que duerme en la historia de los monumentos a los caídos que estudiamos en esta obra. Pensamos que hacerlo merece la pena.
Memoria para vivir, historia para el conocimiento del pasado traumático
La supresión de la memoria de las sociedades es una constante en la historia y en el funcionamiento del poder. Pero en el siglo XX se produjo un viraje esencial respecto a épocas precedentes: en esta centuria los regímenes totalitarios se emplearon a fondo y de manera sistemática para erradicar la memoria, silenciarla y monopolizarla.
El fin de la segunda guerra mundial (1939-1945) y el Holocausto lo cambiaron todo. En unas de las páginas más luminosas escritas sobre la historia reciente de Europa, Tony Judt demostró que el genocidio judío se convirtió en la posguerra en la referencia esencial del viejo continente; tanto, que su reconocimiento supuso el «billete de entrada en Europa». El libro fue publicado en su versión inglesa en 2005. Pero hasta esa fecha no siempre había sido así: relataba el olvido de lo sucedido por buena parte de la sociedad europea que, poco a poco, fue aceptando las complejidades y responsabilidades de su traumático pasado. Exponía también cómo las memorias nacionales se fueron quebrando paulatinamente, y evolucionaron de lanzar al «agujero de la memoria» los episodios ignominiosos de su pasado a reconocer su responsabilidad en él. Finalmente, y con el importante papel jugado por el conocimiento histórico, la sociedad europea asumió progresivamente desde la década de 1960 la memoria de la guerra mundial y del Holocausto como parte de su identidad, aunque en fechas recientes grupos políticos al alza vinculados a la extrema derecha europea lo hayan puesto en cuestión.
Sin embargo, de la negación o el silencio hemos pasado a niveles que algunos pueden considerar abrumadores. Cuando nos adentramos en el siglo XXI vivimos en un mundo colmado de memoria. Nunca antes hemos vivido tan obsesionados con el pasado: monumentos, películas, series históricas, novelas, museos llenan nuestras ciudades y vidas. Tanto es así que se ha hablado de la «hipertrofia de memoria». No siempre fue así: durante el siglo XIX y buena parte del XX, la historia (y no la memoria) era el referente de las sociedades. El discurso histórico servía para dar un sentido de relativa estabilidad al pasado y a lo pretérito. Era la «puesta en escena de la modernidad»: uno podía aprender de la historia, la historia enseñaba, y era el punto de partida, la referencia para alcanzar el progreso. Toda esta visión saltó por los aires con la segunda guerra mundial. El Holocausto, pero también la descolonización y los nuevos movimientos sociales, abrieron las puertas a la memoria, algo que se aceleró con la caída del bloque soviético, con otros genocidios y con la globalización. Hoy nos movemos en un mundo inseguro, donde las identidades se sienten amenazadas, y donde la separación entre historia y memoria no es tan clara y estable como lo era en el pasado. En este mundo, es la memoria lo que deseamos… aunque sea la historia lo que en realidad necesitemos.
Hoy más que nunca necesitamos la memoria para explicar nuestro pasado y configurar nuestra identidad. En un tiempo difícil como el que vivimos, la memoria acrecienta su función de cohesión colectiva, convirtiéndose en un argumento para encaminar el futuro. Cada vez es más evidente que historia y memoria pueden ser algo diferente, pero que están entrelazadas o solapadas, actuando ambas en la relación que hombres y mujeres sostienen con el pasado. Sin embargo, la memoria no debería convertirse en la exclusiva herramienta para el conocimiento del pasado ni para su valoración. Y no lo es por cuatro motivos. En primer lugar, porque la memoria no es crítica, sino que siempre es selectiva y sesgada: omite determinados hechos para incluir otros, recurre a la invención y también a la exageración.
En segundo lugar, porque la memoria es más duradera que el acontecimiento histórico y condiciona, por tanto, el análisis del pasado. A diferencia de lo que sucede con los hechos históricos, que terminan cuando concluye la experiencia vivida, «el acontecimiento recordado no tiene ninguna limitación puesto que es, en sí mismo, la llave de todo cuanto aconteció antes y después del mismo». Así, la memoria supone la activación de las experiencias pasadas al servicio del presente, accediendo a ese pasado una vez modificado para su uso.
En tercer lugar, sabemos que la duración de la memoria se extiende más allá de la vida del testigo o de la víctima. Existe una transmisión de los traumas y las memorias a través de la familia a las siguientes generaciones (postmemoria). También existe una memoria adquirida que no proviene de una persona que haya experimentado el acontecimiento de manera directa, sino a través de elementos narrativos como la televisión, el cine, la literatura, el cómic u otras creaciones artísticas (memoria protésica). Es evidente que, con toda la respetabilidad que estas memo rias nos merezcan y sin negar su existencia, no son buenas compañeras para conocer las complejidades del pasado.
Y, en cuarto lugar, porque la memoria es un instrumento útil al servicio del poder. Ha sido uno de sus instrumentos predilectos para silenciar el pasado. La imposición o desarrollo de políticas de la memoria que persigan configurar una memoria oficial y única ha sido moneda común en la historia, como trata de demostrarse también en este libro respecto al franquismo. Apelando al sufrimiento en la guerra civil y a los que encontraron su muerte en ella, se forzó una memoria colectiva que entroncaba con los valores de la dictadura, que sirvió a sus fines y que estuvo llena de exclusiones. La memoria colectiva no puede elevarse a referencia absoluta para aprender y desentrañar la complejidad de todo pasado.
Sin embargo, ello no quiere decir que la memoria sea innecesaria o que no cumpla una función. Es consustancial al ser humano, forma parte de la vida y, ante lo inesperado y lo traumático, nos ayuda a vivir y a seguir adelante. Debemos recordar para explicar la violencia, para explicar la pandemia, para explicar lo sucedido. Es preciso hacerlo para conocer nuestra identidad, lo que fuimos incluso en nuestras horas más oscuras. Además, porque, para empezar a olvidar, para seguir su camino, pasar página y no continuar atadas al pasado, las sociedades tienen que haber recordado antes. Muchas, tanto del occidente como del oriente europeo, lo hicieron, aunque no sin dificultades. Y también España lo está haciendo en los últimos tiempos, a pesar de la demora que le ha tomado desde la muerte del dictador en 1975. A medida que avanza el siglo XXI nos aproximamos al fin del «ciclo de la memoria activa». Los testigos de lo vivido han desaparecido o están en camino de hacerlo. Nos quedará un pasado de memoria que parece llenarlo todo, que está presente en museos, monumentos conmemorativos, películas, series televisivas, literatura… Todos potentes instrumentos de creación de memoria, pero todos relatos con importantes limitaciones para conocer el pasado.
Es aquí donde se inserta la función social de la Historia. Es una disciplina que se ocupa del pasado, pero con vistas al presente y al futuro que anhelamos construir. La historia siempre ha perdido la batalla de la propaganda frente a la memoria, pero en cuanto ciencia social nos proporciona mucha mejor información del pasado, de sus complejidades, de sus texturas, de sus contradicciones. El historiador, sin ser objetivo y formar parte de todo presente, se acerca a lo pretérito a través de una metodología, unos estudios previos, unas preguntas y unas fuentes. La historia puede construir un discurso complejo y crítico del pasado que, abandonando explicaciones intencionalistas, desmonte mitos y simplificaciones. Siempre en batalla desigual frente a un poder más interesado en erigir un relato épico, mítico y simplificador que construya identidad.
La historia puede cumplir una segunda función: construye memoria, puesto que ofrece un relato del pasado. Puede y debe desempeñar un papel fundamental para remodelar las memorias existentes, tanto subordinadas como dominantes. Con ella podemos explicar por qué existe una diversidad de memorias y de percepciones de lo sucedido. Contribuiremos así a la construcción de memorias plurales, renunciando por fin al intento de crear una memoria única que borre todas las otras. Pero, además, la Historia puede dar forma a una nueva memoria en sintonía con las exigencias de una ciudadanía global, donde, por ejemplo, las memorias nacionales queden superadas.
La Historia tiene un papel fundamental respecto al pasado traumático. Recurrir a ella para estudiar el Holocausto o cualquier violencia masiva del siglo XX no restaura vidas humanas. Pero comprender lo sucedido sí nos sirve como advertencia para el futuro. Por eso, la Historia debe hacerse y aprenderse en cada generación. Una y otra vez. Ella no nos ayudará a recordar, sino a comprender y a explicar el mundo de entreguerras en el que se alzó el franquismo, para saber así por qué conviene defender y profundizar en la democracia.
La memoria de los vencedores «caídos» y de la guerra civil en España
Hace tiempo que los historiadores comenzaron a preocuparse por los mitos derivados de la muerte. En el mundo contemporáneo, fueron esenciales los estudios que ahondaban en los mitos relativos a los soldados caídos en la primera guerra mundial (1914-1918). La Gran Guerra, pórtico de la violencia devastadora del siglo XX, colmó de memorias traumáticas la Europa de entreguerras, dando lugar a la proliferación de monumentos conmemorativos, a literatura e incluso a material cinematográfico. La segunda guerra mundial y el Holocausto no hicieron más que potenciar esta tendencia, marcando la memoria de las sociedades y de los estados desde 1945 hasta hoy.
En aquellos estudios que se ocupaban del convulso mundo europeo franqueado por las dos guerras mundiales, la relevancia del mito de los caídos se justificaba porque era esencial para explicar la forja de la cultura política del fascismo. Algunos trabajos claves supieron mirar el fenómeno fascista desde dentro, tomando en consideración su discurso, su cultura y sus mitos. Tanto para el nazismo como para el fascismo, era esencial el culto político de los soldados caídos, puesto que implicaba una interpretación de la historia y una delimitación de la comunidad nacional. Pero, además, la memoria de la violencia y de los caídos se convirtió desde entonces en un instrumento crucial para conformar las identidades individuales y colectivas.
La expansión de los estudios de la memoria en las últimas décadas ha aportado visiones jugosas para conocer nuestro pasado. Son especialmente relevantes las publicaciones relacionadas con la construcción de la memoria durante y después de las guerras del siglo XX. Todas ellas parecen subrayar el papel esencial de los Estados en la construcción de las memorias bélicas, pero dejan claro a su vez el rol determinante que tuvieron otras vías de creación de una «memoria cultural», así como de la participación constante de las sociedades en la construcción, reinterpretación o contestación de la memoria. Se han estudiado, por ejemplo, las políticas de la memoria de las guerras y su conmemoración, así como las memorias culturales difundidas a través del cine, la literatura o las investigaciones judiciales. También las biografías de los lugares relacionados con los conflictos bélicos, su destrucción, su reconstrucción y las implicaciones que tienen para la memoria de los Estados y de las sociedades. También se ha profundizado en el papel de la sociedad en el recuerdo del pasado traumático que siguió a las guerras, así como la creación, negociación y confrontación de la memoria por diversos agentes sociales. Y otros estudios han explicado cómo se reinterpreta el pasado una y otra vez por las generaciones siguientes, aportando nuevas visiones y significados a partir del presente en el que viven.
Algunas de estas perspectivas han llegado hace tiempo a España, integrándose en las obras sobre la guerra civil y el franquismo. A veces a través del estudio de las culturas políticas que confluyeron entre los sublevados y construyeron la dictadura, cada vez más equiparables a lo que sucedía en la Europa de entonces.26 En otras ocasiones mediante el papel que los mitos y símbolos tuvieron en la movilización y en la creación de identidades entre los rebeldes durante la contienda o en la construcción simbólica del franquismo. Más recientemente, algún trabajo ha indagado incluso sobre la memoria que reposa en los lugares relacionados con los dictadores, como espacios físicos asociados a su memoria con los que a veces parte de la sociedad interactúa para ensalzarlos.
También ha habido tiempo para conocer el papel que en los mitos desempeñó la muerte. Durante la guerra civil germinó con fuerza en el bando vencedor un mito de los caídos homologable al de la Europa de entreguerras. En él se englobaban dos realidades: la de los soldados del bando rebelde que, como «héroes», habían perdido su vida en el campo de batalla y la de los «mártires» que habían fenecido en la retaguardia como consecuencia de la violencia republicana. La muerte no era concebida como el final del camino o como una tragedia: representaba un sacrificio por la patria, por el que sus hijos entregaban su sangre para la salvación de una España en peligro. Para los rebeldes, el mito se convirtió así en un elemento clave en la interpretación de la guerra civil, en la delimitación de la comunidad nacional (los «buenos» frente a los «malos» españoles) y en uno de los pilares ideológicos y políticos del régimen franquista.
Es aquí donde un dato que se presumía individual (la muerte de una persona) se transfiguró en evento colectivo, nacional. En este sentido, desde hace unos años asistimos a un auge de los estudios sobre el nacionalismo. Se subrayó hace décadas el peso mitificador del nacionalismo español, abriendo el debate sobre su grado de implantación, hasta entonces paradójicamente menos estudiado que los llamados «nacionalismos periféricos». Recientemente, además, se ha producido una proliferación de estudios centrados no ya en la historia política o en las ideologías nacionales, sino en los procesos de nacionalización desde diversas perspectivas. Se ha destacado el decisivo papel de la historia para la configuración de la memoria y la identidad nacionales. Algunas aportaciones se detuvieron en entresacar los componentes de la identidad nacional española en el siglo XX. Otros trabajos han reflexionado sobre el papel de los símbolos y mitos en la creación de identidades nacionales. Entre estas últimas aportaciones, destacan además trabajos innovadores que ponen el foco en las formas cotidianas de nacionalización, impulsados por el fructífero concepto de «nacionalismo banal».
Está claro que la identidad ha comenzado a interesar a buen número de historiadores. Sin duda, las estructuras, lo material en la historia, siguen siendo relevantes para la comprensión de los procesos históricos. No pueden quedar al margen. Pero es necesario también integrar en el análisis histórico la cultura, entendida como un concepto extenso, heterogéneo y multiforme que condiciona la interacción entre la sociedad y la política.36 El pasado debe explicarse también añadiendo perspectivas culturales que completen la fotografía de lo que sucedió. Entre estas se encuentran los estudios de la memoria. No vamos a glosar aquí la genealogía de los mismos, que arranca, si no antes, cuando Halbwachs conceptualizó el término «memoria colectiva» y reflexionó sobre su formación en el seno de los diversos grupos sociales. Pero sí señalaremos que lo vivido, lo experimentado, se extiende en el tiempo a través de la memoria individual, social o colectiva, pasando a veces de generación en generación e incluso llegando a personas o grupos sociales que no experimentaron directamente el acontecimiento. Y, al hacerlo, generan una percepción de lo sucedido, una experiencia del pasado, vital para la conformación de su identidad individual y colectiva. Una memoria que, en realidad, son siempre memorias: hegemónicas, subordinadas, antagónicas, silenciadas o en conflicto.
Como ya avanzamos, el poder siempre se ha mostrado preocupado por controlar la memoria, por influir en ella, como forma de capturar el pasado para asegurar un futuro. Pero fue especialmente en la época contemporánea, con el surgimiento y robustecimiento de los estados nacionales, cuando, en paralelo a las políticas de alfabetización de la ciudadanía, estas se complementaron con políticas de creación de identidad y, por tanto, de memoria. Fueron esenciales en la creación de identidades y en la conformación de una identidad nacional. En Francia, se promovieron unos «lugares de la memoria» donde el pasado reposaba y, en contacto con la sociedad, se activaba para el presente: museos, bibliotecas, escuelas, cementerios, obras literarias o artísticas… y por supuesto monumentos. En el siglo XX, la obsesión por controlar la memoria de los regímenes fascistas, parafascistas y comunistas supuso una vuelta de tuerca. La dictadura franquista también demostró un interés inusitado, desplegando activas políticas de la memoria, construyendo una narración del pasado y tratando de cincelar una memoria colectiva: primero para ensalzar la «victoria»; después, para legitimarse mediante la supuesta «paz» que había traído al país.
Contenidos y lindes del libro
Esta obra analiza la memoria de la guerra civil española a través de los monumentos a los «caídos por Dios y por España». Hasta hoy no se ha publicado un estudio monográfico sobre ellos, a pesar de que hace tiempo se señaló la importancia de los mismos y del mito de los caídos para el recuerdo de las víctimas de un bando de la guerra.42 Los trabajos aparecidos hasta ahora los abordan de manera tangencial. Así, por ejemplo, el tema ha pasado un poco desapercibido a las investigaciones sobre arte y estética del primer franquismo, cuando fueron construidos la mayoría de ellos.43 Algunos trabajos se han ocupado de ciertos monumentos de la dictadura o estatuas de Franco. Otras contribuciones se han ocupado de analizar la escritura o el contenido de las lápidas de los monumentos. Otros estudios han señalado el papel de los monumentos en la nacionalización de la sociedad española de posguerra. Y también contamos con aportaciones provinciales o regionales, con enseñanzas relevantes sobre el destino de los monumentos a la llegada de la democracia.
Nuestro libro se desarrolla a caballo de la metodología propia de los estudios sobre la memoria y las políticas de la memoria, pero trata de integrar también las visiones de los estudios sobre nacionalismo y nacionalización. Tomamos como objeto de estudio los monumentos a los caídos en el bando vencedor de la guerra civil española: ellos crean la línea argumental que nos permite caminar desde los días de una sangrienta guerra hasta este presente de convivencia democrática y memorias confrontadas. Ofrecemos así una visión de largo recorrido, que abarca desde 1936 hasta 2021. Tratamos de escapar a una visión demasiado estática, centrada tan sólo en las políticas de memoria adoptadas o incluso en la estética de los monumentos. Ambos factores son tenidos en cuenta, pero haciéndolos interaccionar con lo social: nuestra mirada se dirige a cómo fue recordada la guerra civil y los caídos a través de los monumentos, poniendo en el centro de nuestro análisis a las élites que diseñaban la memoria en piedra de lo sucedido, pero también a los grupos sociales e incluso individuos que la abrazaron, la negociaron o la confrontaron
El marco espacial es también extenso: toda la geografía española. Ahora bien, tenemos siempre en cuenta el funcionamiento de la Historia y la memoria, por lo que intentamos en todo momento ir al detalle, a lo local, al ejemplo concreto. Deteniéndonos en ello, delimitamos un mundo más complejo y tratamos de extraer conclusiones a las preguntas que formulamos.
Para cumplir nuestros objetivos hemos tenido que recurrir a un variado número de fuentes, diversas y heterogéneas para cada época. La primera y más relevante: los propios monumentos. Por su estilo, tipología o materiales, son un imprescindible documento histórico para conocer la memoria de la guerra civil y sus transformaciones a lo largo del tiempo. Nos hablan de los esfuerzos del franquismo por luchar contra el olvido, por mantener viva su interpretación de la guerra civil. Pero además, las llamadas «cruces de los caídos» nos dicen mucho al preguntarles por otras cuestiones, como el lugar donde están emplazadas, el momento en que se erigieron, la interacción que sostuvieron con la sociedad en la que quisieron ser referentes y, posteriormente, por ser objeto de memoria incómoda y cuestionada. Conviene precisar que nuestra investigación se ocupa únicamente de los monumentos a los caídos: por cuestiones de espacio y por su propias características, dejamos fuera de nuestro análisis otros monumentos conmemorativos del franquismo como placas de iglesias, criptas-mausoleos, monumentos religiosos con significación política, a figuras prominentes de la guerra civil vinculadas a los insurgentes o a combatientes internacionales.
También se recurre a material de archivo: los fondos del Archivo General de la Administración han sido claves, en particular los vinculados con la sección de Cultura (donde se encontraban los proyectos de los monumentos) y con la de la Secretaría General del Movimiento (donde se encontraban los ecos de los rituales y ceremonias organizados por el régimen). También hemos recurrido a otros archivos, tales como el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca, el Archivo General Militar de Ávila, la Fundación Nacional Francisco Franco o los fondos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Además, se ha utilizado la documentación depositada en archivos municipales, que nos ha acercado a la realidad estudiada.
La prensa ha sido imprescindible: durante el franquismo porque reflejaba, una y otra vez, todo lo concerniente a las celebraciones en torno a los caídos; al final de la dictadura y en el periodo democrático, porque recogía los ataques a los monumentos y los debates sobre cuál debía ser su destino, así como las decisiones tomadas sobre ellos. Para lograr una visión que integre una mirada desde lo local («desde abajo»), ha sido necesario prestar especial atención a la prensa provincial. Y finalmente, también recurrimos a obras de época, en busca de la construcción del mito de los caídos o del porqué de algunas decisiones relativas a la política de memoria del régimen franquista.
Se estructura la obra en tres partes. La primera, dedicada a la guerra civil y a los monumentos a los caídos. La segunda, al significado y estética de los monumentos. Y una tercera donde escribimos la historia de los monumentos desde 1939 hasta hoy.
En la primera parte se demuestra cómo la muerte en la guerra civil generó el mito de los «caídos por Dios y por España», convertido en puntal clave para delimitar la comunidad nacional de la «verdadera España » y fraguar una memoria de la «Cruzada» en manos del franquismo (capítulo 1). Ya durante la contienda, el mito quedó cristalizado en la construcción de los llamados monumentos a los caídos, mediante la participación popular pero con el inmediato control y canalización del proceso de construcción (y estética) de los monumentos en manos de las autoridades rebeldes (capítulo 2).
El significado, estilo y estética de los monumentos no dejaban lugar a dudas: eran excluyentes, presididos por la cruz, concebidos para honrar sólo a los caídos del bando insurgente y olvidando a los republicanos, negándoles cualquier individualidad y sometiendo (y secuestrando) su memoria a los fines políticos de la dictadura franquista (capítulo 3). Fueron además conjuntos monumentales nacionales: a través de la honra y recuerdo de los caídos, fueron diseñados para definir y ensalzar una España, la de Franco (capítulo 4). Los materiales usados ya expresan una finalidad: perdurar eternamente, no olvidar, recordar la guerra y su significado. Pero también los espacios donde fueron colocados: renacionalizaron el espacio tras «el caos» de la República, insertados en el espacio público, visibles a todos, condicionando el día a día de los tiempos venideros (capítulo 5). La mejor síntesis de todo lo que los monumentos quisieron ser fue el Valle de los Caídos, concebido como el monumento nacional a los caídos por la dictadura: una obra inspirada por Franco para ensalzar su victoria en la guerra y a la España triunfadora, tan colosal como las aspiraciones imperiales de la nación, encapsulando una simbología identificada con la «Cruzada» y excluyente hasta hoy (capítulo 6).
La historia de los monumentos prosigue después de 1939. Debían perdurar para siempre, en recuerdo perpetuo de una gesta que, siempre según la dictadura, había «salvado a España». Para eso estaban labrados en piedra. Tras 1939 el régimen organizó una coreografía ritual persistente y repetitiva, se inauguraron nuevos monumentos, se aludió a los caídos en todos los discursos o se marcó el calendario con fiestas para honrarlos (capítulo 7). Pero el tiempo pasó. Los tiempos y la sociedad cambiaron. Aquellas cruces de piedra empezaron a mostrar fisuras y brechas. Sobre todo a partir de la década de 1960, los monumentos entraron en declive, mientras que emergían (o se hacían visibles) otras memorias de la guerra civil. El tiempo se aceleró: en los últimos años del franquismo y en los primeros de la Transición, los monumentos fueron objeto de atentados o pintadas. Especialmente a partir de la constitución de los primeros ayuntamientos democráticos en 1979, muchos de ellos se hicieron eco de las demandas de parte de la sociedad y aquellas otras memorias fueron oídas, remodelando los monumentos a los caídos o trasladándolos. Respecto a las cruces, los gobiernos de la democracia española no tomaron medidas decididas en aquellos años para diseñar una memoria pública que posibilitase la rehabilitación de las memorias de los republicanos: sin embargo, las memorias de la guerra seguían presentes en la sociedad (capítulo 8). A partir del año 2000 se entró en una nueva fase en la vida de los monumentos. Ese año se toma como el del nacimiento del movimiento para la recuperación de la memoria histórica, que, mediante sus actividades y movilizaciones, presionó para la aprobación en diciembre de 2007 de la ley conocida como de la «memoria histórica». Fue en ese escenario en el que las «batallas por la memoria» de la guerra y el franquismo se hicieron cada vez más visibles y patentes: litigios alrededor de los monumentos por la memoria de los fallecidos en la guerra (entre descendientes de republicanos, pero también de partidarios del franquismo), así como en torno a la concepción de la guerra en términos de nacionalidades, como demostrarían los casos catalán y vasco (capítulo 9).
El historiador se ocupa de explicar el pasado, donde trata de conversar con las sociedades que estudia. Pero todo historiador debe estar preocupado por el presente y, también, por el futuro. Para él es siempre más fácil (pese a la dificultad y tiempo que toma escribir un libro de historia) hacer un análisis de lo sucedido que sacar conclusiones para el futuro. Aun así, hacerlo se encuentra en el alma de la historia y en su función social. Es el sentido de ser historiador.
Si algo nos puede enseñar este libro es que muerte y memoria son dos elementos esenciales para conformar las identidades. Ambas, mediadas por la intervención del poder, actúan como palancas que condicionan las percepciones, los sentimientos y el ser humano. El franquismo se afanó en imponer una memoria excluyente, ajustada a su propia esencia dictatorial. Pero las memorias son múltiples, se transforman, se transmiten, perviven. Y cuando cambian los tiempos y el marco histórico, reaparecen, se hacen visibles y reclaman su espacio. Lo mismo sucede en democracia, cuando los poderes también intervienen en la memoria y gestión del pasado. Esto provoca, aunque a una escala de ningún modo parangonable con el franquismo, silencios, totalizaciones y maniqueísmos. Y por supuesto, también en nuestro tiempo se cincelan narrativas nacionales, a veces mediante el derribo de monumentos a los caídos.
No cabe despreocuparse de la memoria, por su importancia, por su transcendencia. Y mucho menos de las de las víctimas, de las de los muertos en tiempos de dificultad. Pero, como democracia que somos y que camina por las dificultades del siglo XXI, debemos reclamar la creación de una memoria plural y cívica, donde todos nos podamos sentir incluidos, donde todas las memorias puedan expresarse, donde no haya una memoria absoluta. Por eso debemos escapar de los estrechos (y a veces inquietantes) marcos de la memoria nacional, aspirando a fomentar memorias e identidades globales y multidireccionales, donde tengan espacio hombres y mujeres, y diversas clases sociales. La memoria del franquismo tras la tragedia de la guerra civil fue todo lo contrario: la memoria excluyente de una mitad de los españoles. Es de esperar que, en los años venideros, cuando levantemos la memoria de la pandemia del coronavirus, actuemos de manera diferente.
Granada, febrero de 2022
Epílogo
Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran cerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
La historia como ciencia social pretende descifrar el pasado para iluminar nuestro presente con horizontes que superen injusticias y sinrazones. El tiempo que nos precede, con todas sus dificultades, avances y retrocesos, construye lo que somos. No podemos obviar su existencia. Todos recurrimos a él para explicarnos; incluso el poder, que habitualmente usa y abusa del pasado para legitimarse y justificar sus acciones.
Este libro ha dedicado muchas páginas a explicar cómo y por qué el franquismo llenó la geografía española de monumentos a los caídos durante y tras la guerra civil. Hoy quedan pocos de ellos y, si bien han perdurado, no por eso dejan de estar cuestionados. Nuestra preocupación al estudiarlos iba mucho más allá de la anécdota de su construcción, del interés por su estética franquista o de una voluntad de conocer su destino en la España de hoy. Las cruces a los caídos han permitido desvelar la evolución de tan decisivos lugares de memoria de la guerra civil española. Una memoria fraguada en la muerte, en la violencia, en la pérdida de vidas humanas y en su recuerdo.
Los monumentos a los caídos no se inventaron con el franquismo, sino que surgieron durante el siglo XIX pero disfrutaron de una época de expansión (a veces enfervorecida) en la Europa de entreguerras. Provienen del legado traumático de la Gran Guerra, aunque también entroncan con el reforzamiento y transformación que sufrió el mito de los caídos con la llegada del fascismo y del nazismo. En España, las cruces fueron levantadas durante la guerra civil, en un contexto de movilización social y política para lograr la victoria, en la necesidad de dar explicación a la muerte de las víctimas del bando rebelde. Sin embargo, desde muy temprano los artífices del «Nuevo Estado» se preocuparon de controlar la construcción y estética de esos monumentos para canalizar los sentimientos de la verdadera comunidad nacional que pretendían forjar, y también para monopolizar la memoria de los caídos y legitimar sus fines políticos.
El significado y la estética de los monumentos ilustran el carácter de la memoria oficial que el franquismo cinceló con los muertos de un bando de la guerra civil. Perpetuaban la «Cruzada», entendida como el momento crucial y definitivo de España. Por eso eran también monumentos nacionales: honrando sólo la memoria de los «caídos por Dios y por España», delimitaban la comunidad nacional y excluían otras posibles memorias existentes en el bando rebelde, y en particular todas las memorias de los republicanos derrotados. La cruz fue el elemento principal, como símbolo que subrayaba el carácter de «Cruzada» y como garante de la redención de la nación y del paso a la eternidad de sus hijos que la habían salvado. Esto explica la elección de un estilo monumental y clasicista; se vinculaba así el franquismo con la edad de oro imperial. Se quería conmemorar una gesta a la altura de los mejores momentos de la historia de España. Aun así, siempre con el sello de la dictadura: escudos, emblemas, leyendas, altares y esculturas sancionaban una y otra vez el mito, en una memoria apropiada por el franquismo y que se imponía para conformar una memoria colectiva sobre todos los españoles, ya fuesen vencedores o vencidos. Una memoria en piedra: que debía ser inmutable, superar el paso del tiempo, perdurar eternamente. Y una memoria, en fin, que debía llegar a todos los españoles, situándose en el espacio público, omnipresente en la vida cotidiana de generaciones y generaciones.
Aquellas cruces de piedra, de memoria única e impuesta, se sembraron por todo el país; en pueblos pequeños y grandes; en ciudades de provincia y en la capital. Pero también se emplazaron en medio de la naturaleza. En el Valle de los Caídos reposa, todavía hoy casi intacta, la memoria oficial del franquismo sobre la guerra. La dictadura (y el mismo Franco) puso todo su empeño en levantar lo que fue el monumento nacional a los caídos en la «Cruzada». En la historia de ese lugar, pero también en su estética y simbología, encontramos la certificación de cuanto se analiza en este libro. Pese a los intentos por readaptar y actualizar el significado del valle de Cuelgamuros desde la década de 1970 hasta hoy, aquel fue un lugar de revancha y victoria: un espacio donde, bajo el pretexto de honrar a los caídos, se construyó un relato del pasado de la guerra con el fin de caracterizar también qué era España. En ese espacio, las tristes y traumáticas memorias individuales de los partidarios de la sublevación o de la república fueron usurpadas por la dictadura para legitimación de un poder omnímodo y arbitrario. Si la naturaleza de aquel valle fue transformada para honrar al franquismo, no debe extrañarnos que el sufrimiento de miles de españoles (y su memoria) fuese secuestrada para el mismo fin.
El tiempo, que todo lo alcanza, también pasó por la dictadura franquista y por sus monumentos a los caídos. Y aquellas cruces de piedra empezaron a ser olvidadas. Seguían allí, como testigos de un tiempo que fue, el de la «Cruzada». Desde las sombras, presenciaban las transformaciones de ciudades y pueblos intensamente urbanizados, donde la sociedad comenzaba a hablar un lenguaje distinto al de la dictadura y a tener aspiraciones opuestas a las imposiciones ideológicas y sociales de ese régimen. La memoria social respecto a la guerra cambiaba. Incluso desde sectores hasta entonces afines al régimen se empezó a cuestionar el mito y sus ritos. Otros lo hicieron de manera más radical: mientras la vida del dictador caminaba hacia su final, oleadas de atentados con explosivos o pintura golpearon los monumentos. Las autoridades franquistas convocaban como reacción actos de desagravio, tratando de adaptar el mito de los caídos a los tiempos y de presentar la violenta dictadura como garante de la «paz». La piedra de los monumentos, como la de la memoria de la «Cruzada», se deshacía poco a poco.
La difícil llegada de la democracia anunció el declive definitivo de los monumentos. Las fisuras en la piedra se convertían en grietas cada vez mayores. Si bien desde el poder central no se planteó oficialmente la elaboración de una memoria plural y democrática sobre la guerra civil española, en la esfera municipal, sin embargo, se desarrollaron decisiones novedosas en torno a los monumentos a los caídos. Así, con la elección en 1979 de los primeros ayuntamientos democráticos, los gobernados por partidos de izquierdas captaron la demanda social de gran parte de la población y decidieron recolocar o renombrar aquellas cruces. Pese a la dificultad del momento, hay que valorar algunas de las reformas o acciones tomadas entonces, en un intento de construir una memoria más neutral y plural que abriese cierto espacio para recordar a las víctimas del franquismo.
España, como la Comala del escritor Juan Rulfo, estaba llena de ecos. Desde aproximadamente el año 2000, comenzaron a oírse cada vez más y con mayor claridad. Arrancaron el movimiento por la recuperación de la memoria histórica y las «batallas por la memoria» de la guerra civil y el franquismo. Las cruces de los caídos no escaparon a ellas. Con la ley de la memoria histórica de 2007, el gobierno ofrecía por fin un marco legislativo al que atenerse, a pesar de llegar tarde y de las evidentes limitaciones de la norma. Sobre todo en los pueblos, comenzaron las luchas entre diversas fuerzas políticas y sectores sociales por definir el destino de los monumentos, reflejando la defensa de su propia memoria de la guerra civil: unos querían hacerlos permanecer y otros desaparecer. Por su parte, desde Cataluña y el País Vasco la destrucción y el desmantelamiento de los monumentos se justificó en una falseada memoria simplificadora de la guerra que construía relatos nacionales alternativos, persiguiendo evidentes fines políticos. Los viejos símbolos cincelados por el franquismo, con la contestación y en un nuevo contexto, cobraban significados completamente distintos. Hoy, cuando el destino de las cruces es incierto, han sido transformadas o han desaparecido, estos conflictos demuestran que la memoria nos dice poco del pasado y mucho del presente.
Los historiadores sabemos que no existen verdades históricas establecidas. Toda historia está sometida a revisión, a debate, a constante análisis, estudio y rescritura. Pero esto importa poco cuando hablamos de memorias. Porque no existe, es difícil que pueda existir una memoria colectiva monolítica que aglutine los recuerdos, el sentir y la interpretación del pasado traumático de toda la sociedad. Tampoco es necesario que así sea, pues la democracia es lo opuesto a la dictadura franquista y no debe albergar el deseo de imponer una memoria única, oficial y ortodoxa. En toda sociedad coexisten memorias parciales, contradictorias e incluso antagónicas, siempre en liza por ser hegemónicas. Este libro relata la historia de una memoria de la guerra que se hizo hegemónica, la del franquismo, y que cuando este llegaba a su final comenzó a ser cuestionada e incluso confrontada. Las «batallas por la memoria» analizadas desglosan esos conflictos, pero también la voluntad de determinados grupos sociales o políticos por interpretar el pasado conforme a un futuro que anhelan.
El caso hispano analizado en este libro no es, desde luego, una excepción. A lo largo de la historia, las sociedades han derribado, contestado o negociado las estatuas y monumentos que el poder construyó. De hecho, la redacción de este libro coincidió en gran parte con una oleada mundial de ataques y retiradas de estatuas que glorificaban a ciertos personajes.
En el sur de Estados Unidos contra los líderes del ejército confederado en la guerra civil americana (1861-1865); en América Latina y en América del Norte, las estatuas de Colón y otros conquistadores y evangelizadores hispanos fueron pintadas o vandalizadas; en Inglaterra sucedió lo propio con esclavistas célebres como Edward Colston: en Bristol su estatua fue lanzada al río; en París, la estatua del ministro Colbert fue regada con pintura roja por ser promotor del «Código Negro» (Code Noir), que regulaba la esclavitud en el siglo XVII. Pero no nos confundamos: lo sucedido no es una condena de la memoria (damnatio memoriae) de estos personajes, ni un borrado de la historia, ni siquiera su rescritura. Las estatuas no son la Historia sino que son memoria: fueron erigidas por el poder para conformar una memoria del pasado. No relatan la historia con sus complejidades, sino que celebran el pasado y a sus actores, algo que legitima su retirada en un mundo donde la democracia y la igualdad debe imperar a todos los niveles. Esta lucha por los símbolos de la memoria pública no se explica por el interés de quienes los cuestionan por la historia, sino por problemas del presente. Asumámoslo: las estatuas no tienen que ver con la Historia sino más bien con cómo nos vemos reflejados en ella. Y en un mundo cada vez más globalizado y multicultural, nuestros monumentos ya no reflejan quienes somos.
Lo mismo sucede con las cruces a los caídos, a pesar de todas las modificaciones que se hayan podido introducir desde su construcción. Retirarlas tampoco amenaza la historia, sino que acaba con una visión del pasado. Los gobiernos democráticos no pueden permanecer impasibles ante la presencia de unos símbolos que, como hemos demostrado, están cargados de significado franquista. Sin embargo, no bastará sólo con retirar los monumentos: hacerlo generará un vacío en la memoria pública, un silencio sobre un tema demasiado importante que debemos afrontar. La historia seguirá ahí y, de alguna forma, presente en nuestra sociedad. No es posible escapar a la historia de una guerra civil y de una dictadura como la franquista. Hay que completar estas iniciativas con una memoria plural, que con la historia como buena consejera ayude a reconocer el doloroso pasado.
Conviene reiterarlo: los Estados democráticos no deben imponer una memoria social uniforme, iría contra la propia naturaleza de un sistema democrático. De imposiciones de memorias pétreas al servicio de un fin político único (y nada democrático) ya tuvimos casi cuarenta años de franquismo para aprender. No obstante, la organización democrática de las memorias de pasados tan dolorosos tiene que ir más allá de asegurar los derechos constitucionales que garanticen la existencia o pervivencia de memorias diversas y heterogéneas. Tras un siglo XX preñado de violencias y sufrimientos, las sociedades tienen que mirar cara a cara al pasado. Y para ello es esencial que las democracias no se inhiban y propugnen una memoria plural sobre el pasado traumático que a todos nos hiere: es el modo de dignificar la memoria de las víctimas e integrar y asumir el dolor que duerme en él. Los historiadores, por nuestra parte, debemos poner la historia crítica al servicio de la consecución de unas memorias más inclusivas y complejas, alejadas por fin de construcciones nacionales y enmarcadas en los problemas y retos de nuestro siglo XXI. También debemos señalar y denunciar las manipulaciones que desde el poder se hace de la Historia, pues esta es un elemento poderoso para construir memoria con unos fines determinados. Este libro, en lo que respecta a la memoria de la guerra civil y los monumentos del franquismo que la conmemoraron, ha querido contribuir modestamente a alcanzar una más sólida convivencia democrática.
Cuando encaramos la última página de este libro se van apagando las vidas de los últimos hombres y mujeres que conocieron directamente la guerra civil y sus trágicos efectos. Es el ocaso de su memoria, pero no de la memoria de la guerra o el franquismo, que seguirá proyectándose en el presente. Garanticemos que en ella haya lugar para todos, siempre en el marco de una sociedad democrática y crecientemente más justa. En esa tarea, para superar el pasado y la memoria que encarnaban las cruces de los caídos, es bueno contar con una historia compleja y crítica como compañera de viaje.
Índice
Introducción
Primera parte. La «Cruzada» y los monumentos a los caídos por Dios y por España
- La hora definitiva: la guerra civil y el nacimiento del mito de los caídos
1. La guerra civil: movilización política y lucha de significados – 2. El nacimiento del mito de los «caídos por Dios y por España» –3. El mito de los caídos en movimiento: participación popular y utilidad política
- Piedra sobre piedra: la construcción de los monumentos a los caídos
1. El proceso: de las primeras construcciones de monumentos a la normativización – 2. Participación popular y monumentos a los caídos: levantando cruces, construyendo memoria, forjando España
Segunda parte. Significados y estética de las cruces de los caídos
- Monumentos a la verdadera España: significados y estilo
1. Significados y construcción de la comunidad nacional – 2. La cruz de Dios y de España – 3. Cruces y «comunidad de la victoria» – 4. Arquitectos «por Dios y por España» – 5. Un estilo oficial impuesto desde Madrid: el clasicismo imperial
- El perfil de la nación española: tipología de los monumentos
1. La cruz, símbolo de la «Cruzada» y de la «verdadera España» –2. Escudos nacionales y emblemas – 3. Leyendas, lápidas y nombres de los caídos – 4. Altares, esculturas, naturaleza e iluminación
- Piedra y omnipresencia: materiales y espacios
1. Materiales para siempre – 2. Renacionalizar el espacio público
- El monumento a los caídos por España: el valle de los caídos
1. Origen del monumento: Franco, patrono y fundador – 2. Objetivo: perpetuar la memoria de los caídos por Dios y por España – 3. La construcción: entre un coste excepcional y el trabajo forzado –4. Colosalismo pétreo: estilo, tipología y materiales – 5. El espacio: historia, patria y naturaleza – 6. La simbología: memoria de la «Cruzada» – 7. Lugar de enterramiento: exclusión y uso político
Tercera parte. Historia de los monumentos a los caídos entre el franquismo y hoy (1939-2021)
- Caídos y monumentos en el franquismo (1939-1975)
1. 1939, año de la Victoria… y año de los caídos – 2. Celebraciones patrióticas, inauguraciones de monumentos y calendario
- Las primeras grietas: decadencia y conflictos por los monumentos entre el franquismo y la democracia (1960-2000)
1. Decadencia y conflicto en torno a los caídos a finales del franquismo (1960-1975) – 2. Democracia: conflictos en busca de una memoria democrática
- Los monumentos a los caídos y las «batallas por la memoria» (2000-2021)
1. Monumentos y guerra de memorias – 2. Conflictos por la memoria de los caídos y la guerra civil española – 3. Conflictos por la memoria nacional: el caso de los nacionalismos periféricos
Epílogo. Cruces y ecos de memoria y olvido
Introducción, epílogo e índice del libro de Miguel Ángel del Arco Blanco, Cruces de memoria y olvido. Los monumentos a los caídos de la guerra civil española (1936-1921), Barcelona, Crítica, 2022.
Portada: jura de bandera de los alféreces provisionales de la Axademia de Granada en Cáceres, 16 de octubre de 1938 (foto: blog de Esteban Trujillo)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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