Su nombre era María Teresa Álvarez Herreros de Tejada, había nacido en Toledo, en 1915, y al acabar la Guerra Civil estaba en Madrid, vivía en el número cuatro de la Plaza de la Independencia, frente a la Puerta de Alcalá. O eso decía. A María Teresa no le costó hacer confundir la realidad con la mentira. Hoy en ese portal hay un restaurante de moda con nombre de faraón. Acababa de cumplir 25 años cuando a finales de marzo de 1939 el ejército de Francisco Franco entró en Madrid y puso fin a la Guerra Civil que había provocado. A los pocos meses se acercó a una imprenta y encargó unas tarjetas de visita y dio una curiosa orden: en la pequeña cartulina blanca de presentación no podía aparecer su nombre, ni su dirección ni su teléfono, como quien desea que nadie sepa cómo encontrarla. Sólo tres palabras impresas: “Marquesa de Arnuossa”. ¿A qué le podía temer una noble durante el franquismo?
Entre las actas del expediente dedicado a “la marquesa”, que conserva el Instituto del Patrimonio Cultural de España (IPCE), aparecen un par de estas tarjetas. En una de ellas María Teresa escribió: “Autorizo a mi doncella Modesta Rodríguez Guzmán para pagar y firmar el acta del depósito del Museo del Prado”. Y firma: “La marquesa de Arnuossa”, el 18 de agosto de 1941. Tenía una letra clara, vertical, educada, muy fina, una caligrafía de aristócrata. Una letra inalcanzable para Modesta, que firmó varias actas de entrega de bienes y obras de arte de las que se apropió María Teresa. Entre noviembre de 1939 y febrero de 1947, la marquesa saqueó casi 400 enseres. A diferencia de Luis Ortiz, el director del Instituto Ramiro de Maeztu que cargaba camionetas para decorar su colegio, ella acudía sin permisos de la cúpula del franquismo a los depósitos donde se exponían los bienes “huérfanos” de las víctimas del franquismo.
Robar fuera de control
Su afición a quedarse los bienes de las víctimas del franquismo arranca el 14 de octubre de 1939. Ese día se acercó al Palacio de Hielo, en la calle del Duque de Medinaceli –que terminaría convirtiéndose en la sede del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), cerrado desde 2007–. Allí, en la planta baja se exponían los bienes de los dueños desaparecidos. Y reconoció cuatro abanicos y un reloj como suyos. Los objetos provenían de la dirección Agustín Durán, 22 y de alguna manera que desconocemos logró convencer al funcionario del Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional (SDPAN) de su propiedad, que apuntó esta incoherencia antes de entregárselos a la joven.
Lo más sorprendente de este caso de expolio durante el franquismo es que María Teresa no figura en los libros de incautaciones de la Junta del Tesoro Artístico republicana. Y nunca portó documento que demostrara que fuera dueña de todo lo que se llevó. Sí juraba “por Dios” y por “su honor” que las piezas eran suyas. Es más, en numerosos casos, el origen de la incautación dejaba claro que no eran suyos. María Teresa Álvarez Herreros de Tejada tenía una especial capacidad para imaginar y persuadir.
Es la respuesta que encontramos en las escasas declaraciones, documentos y testimonios que hemos hallado en los últimos meses de investigación en el Archivo General de la Administración, el Archivo General del Ministerio del Interior, el Archivo Judicial Territorial de la Comunidad de Madrid, el Archivo de la Corona de Aragón, el Archivo de Instituciones Penitenciarias, el Archivo del Ministerio de Cultura, la Biblioteca Nacional de España y el citado IPCE. La marquesa de Arnuossa protagonizó la vida, aventuras y desventuras de una novela picaresca y se convirtió en la Lazarilla de Tormes de la posguerra.
Una España sin honor
El relato del falso sentido del honor y de la hipocresía empezó a escribirse de su puño y letra cuando el nueve de noviembre de 1939 se acercó al desaparecido Frontón Jai Alai, ubicado en la calle de Alfonso XII, y señaló una mesa “Boulle” como suya. Debió de convencer al funcionario del SDPAN con una declaración jurada, que se conserva: “Como justificante de la mesa llamada ”Boulle“ conocida siempre por Luis XV, cuya propiedad llegó a mis manos como otros varios enseres y objetos por herencia de mi abuelo materno don Feliciano Herreros de Tejada, Presidente del Consejo de Estado y embajador extraordinario en México cuando el fusilamiento del emperador Maximiliano. Compró esa mesa y demás muebles, objetos etc al poco tiempo de ocurrir este hecho, correspondiendo a mi difunta madre y por lo tanto a mí”. Usaba a su ilustre abuelo para convencer al personal encargado de la custodia de las exposiciones.
Feliciano Herreros de Tejada (1829-1897), abuelo de María Teresa, fue un periodista de La Iberia, dirigido por Práxedes Mateo Sagasta, que saltó a la política y formó parte de las Cortes Constituyentes de 1869. El presidente Juan Prim y Prats lo nombró subsecretario de presidencia del Consejo de Ministros. Gran valedor de Amadeo de Saboya para el trono español, Feliciano aparece entre los personajes retratados por el pintor Antonio Gisbert, en el lienzo del Museo de Historia de Madrid, Amadeo de Saboya ante el cadáver de Prim. Gracias a su fidelidad al liberalismo durante la Restauración fue recompensado como senador por las provincias de Granada, Puerto Rico y Badajoz.
Es cierto que Amadeo de Saboya lo envió a México, pero no como embajador, tal y como declaró María Teresa, sino para negociar con el gobierno de Benito Juárez el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países. Y aunque fue miembro del Consejo de Estado nunca figuró como presidente, ni recibió ningún título nobiliario por sus labores. María Teresa reconstruía su pasado con cada visita a alguno de los depósitos repartidos por la ciudad.
Poca nobleza
Los padres de María Teresa tampoco tuvieron título nobiliario. Antonio Álvarez fue ingeniero en el Cuerpo de Caminos, Canales y Puertos, y María Herreros de Tejada se dedicó a su familia y acompañó a su marido allá donde fue. Antonio tomó posesión como ingeniero público, en Toledo, en 1900, y pasó por Ávila y la División del Tajo, por la división de carreteras pirenaicas, por Marruecos (donde se encarga de las obras del puerto de Larache), amplió y urbanizó el malecón del puerto de Almería y proyectó la línea ferroviaria entre Soria y Castejón.
Además se dedicó a traducir del italiano manuales de ingeniería, como el Manual de saneamiento de poblaciones, de Donato Spataro. De María Herreros de Tejada apenas sabemos que era hermana de la condesa consorte de Bulnes (Gertrudis Herreros de Tejada, casada con el IV Conde de Bulnes, José Muñoz de Vargas, senador por Sevilla), que fue la presidenta del Ropero de Santa Victoria de Larache y que la reina Victoria le recibió en 1914.
Una historia de película
Tampoco conocemos las circunstancias en las que fallecieron sus padres, pero sí hemos descubierto que María Teresa vivía de la pensión que cobraba por la muerte de su padre. Su historia forma parte del gran saqueo que sucedió durante el franquismo. Si bien pudo vivir durante varios años de sus robos, su final no es de cuento. Hace tres años descubrimos a María Teresa Álvarez Herreros de Tejada gracias al investigador Arturo Colorado, que habló públicamente de ella por primera vez en unas conferencias sobre el expolio franquista celebradas en el Museo del Prado, en 2019. Y cuando publicó Arte, botín de guerra. Expolio y diáspora en la posguerra franquista (Cátedra, 2021) la destacó en las entrevistas como “el caso más enrevesado y sorprendente” de los años del atropello.
En su investigación resumió el listado de las obras que se llevó y halló en la Diputación Permanente y Consejo de la Grandeza de España que entre los casi 3.000 títulos registrados no existía el marquesado de Arnuossa. Su investigación se quedó ahí, en los inventarios del expediente de esta acaparadora profesional y sigue preguntándose cómo es posible que sacara tanto provecho sin ayuda de los responsables del SPDAN. Era la punta del iceberg. Pero, ¿quién era, en realidad, María Teresa y por qué dejó de robar de repente en el verano de 1941?
Amante de la pintura ajena
Tenemos que detenernos antes en diciembre de 1939. Una fecha clave en la vida de la falsa marquesa, porque descubre el Museo de Arte Moderno (desaparecido en 1971, situado en el Paseo de Recoletos, 20). Inmediatamente se convierte en uno de sus depósitos favoritos, porque allí encuentra, incluso, menos resistencias a sus reclamaciones. Se lleva candelabros de porcelana, una pala para pasteles, seis cucharas con corona de marfil firmadas con una “T”, un estuche con doce platos de porcelana decorados con chinos, una lechera, un azucarero, otro estuche con seis copas para licor, un reloj de bronce con cuatro columnas, varios platos de porcelana de Talavera, trece cuchillos y siete cucharas grandes, todas cinceladas y con las iniciales “Y. H.”... La mayoría de estos bienes proceden de la calle Juan Bravo, 28. El funcionario del SDPAN se lo entrega todo.
Deja pasar las fiestas de Navidad y regresa el 3 de enero de 1940 a por un ajedrez de marfil calado con estuche, que sirve para tablero, con los cuadros blancos de nácar. Esta vez firma como “Marquesa de Arnota”. Regresa un día después a por más. El 17 de enero se acerca al Palacio de Hielo y se lleva otra remesa. Esta vez el funcionario no lo deja pasar y apunta que las procedencias de estos bienes son de las calles Agustín Durán 22; de Génova, 29 y 3; y de Abascal, 18 y 4.
Y un hecho decisivo: en la lista del pillaje aparece el primer cuadro (sólo las medidas, nada de atribuciones ni tema). Desde ese momento se centra en los cuadros, aunque no termine de olvidar el resto de objetos. Deja pasar febrero y marzo y retorna su actividad en abril al Museo de Arte Moderno. Sale del depósito con el retrato de un caballero y otro de un apóstol, ambos atribuidos a El Greco y procedentes de Ginebra, de la evacuación del tesoro artístico.
También se lleva un Entierro de la sardina y La sagrada familia, santa Isabel y san Joaquín que pertenecen a los bienes de la calle Moreto, 1. Es decir, forman parte de la veintena de cuadros robados a la familia Sicardo Carderera, que ahora trata de recuperar su descendiente Carlos Colón Sicardo.
Por Dios y por su honor
En mayo vuelve a por más y pasa el verano más activo de todos: cuadros, espejos, mesas talladas con guirnaldas y flores... y un piano de cola “marca Erard” con aplicaciones de bronce, que está marcado con una corona y las iniciales “M.D”. Acaba de desvalijar el lugar y escribe que “jura por Dios y promete por su honor que los cuadros que figuran en el acta 1506 del Museo de Arte Moderno” son de su propiedad. La marquesa no pone freno a su insaciable apetito por el pillaje, ¿qué hacía con tantos bienes robados? ¿Dónde los guardaba?
Después de un año de latrocinio sin remedio, la marquesa estaba fuera de control. A finales de 1940 empezó a levantar sospechas y la Comisaría General avisó al Juzgado Especial de tenencia ilícita de objetos artísticos sobre la incesante actividad de María Teresa. Cambia la dirección, ya no es ni la plaza de la Independencia, ni la calle de la independencia. Ahora dice que vive en la Calle Mayor, 77. Entonces llegó el verano de 1941, y la marquesa imaginaria cometió el mayor error de su vida: se atrevió a robar en el Museo del Prado. En julio logró salir con ocho cuadros, pero uno de ellos tiene propietaria, la viuda de Muns. Y la denuncia. Dos años de litigio bastaron para que reconociera su despiste: “No es de mi propiedad como por equivocación había supuesto”, escribe Álvarez Herreros de Tejada para renunciar a la pintura.
El error fatal
Así llegamos al 10 de julio de 1941. Ese día se cruzó en su camino un valioso tríptico de Bernard van Orley (1488-1541), una Sagrada familia en la tabla central, con san Jerónimo penitente y santa Cecilia en las laterales. Pero en el Museo del Prado los controles eran más estrictos y no logró llevarse la preciada pieza que fue evacuada a Ginebra junto con el resto del tesoro artístico español. En el inventario de aquel viaje figuraba como propiedad del escritor, masón y diplomático republicano Ricardo Baeza. El antiguo embajador de la República en Chile (1931-1935), que presidió el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, fue señalado por el franquismo como enemigo político. Vivió en el exilio hasta 1952.
María Teresa no se dio por vencida y urdió un plan que no había usado hasta ese momento: convenció a Federico Ferrándiz, un pintor de 71 años, para que fuera al museo y asegurara al Jefe del Depósito del Prado que ese cuadro lo había visto colgado en su casa. Obedeció pero simplemente declaró que le enviaba la señora marquesa. Así se recoge en el archivo de la Comisaría General del SDPAN al que hemos tenido acceso.
Este oficio le mandó al Secretario General del SDPAN, Mariano Sáez, que una semana después responde al responsable del Prado: “Por ahora, lo que le dice Ferrándiz es que conoce a esa señora, pero nada más”. Le reclamó una declaración jurada del anciano pintor en la que se comprometiera. Ferrándiz vuelve al Prado una semana más tarde y jura por Dios y por su honor que el tríptico reclamado lo reconoce como de la propiedad de María Teresa, de 26 años. Ese cuadro jamás estuvo en la casa de la marquesa de mentira. Pero con la declaración jurada, Sáez da luz verde y María Teresa manda a Modesta a recoger la joya flamenca. La “doncella” entrega una de las tarjetas de visita en la que la falsa dueña también jura por escrito por Dios y por su honor que el cuadro es de su “absoluta propiedad”.
Y desde ese día, 13 de agosto de 1941, la Marquesa de Arnuossa, desaparece. Ya no está en los inventarios del arte robado por el franquismo a las víctimas republicanas. ¿Qué ocurrió en esa última visita al Prado para que renunciara a su voraz apetito? ¿Por qué dejó de robar si lo había hecho con total impunidad todo ese tiempo?
Había demasiadas preguntas sin resolver que ocultaban la figura de esta mujer hasta que encontramos un breve en un BOE de 1949, en el que se citaba a María Teresa Álvarez Herreros de Tejada, de 34 años, con domicilio en Alcalá de Henares, procesada por el delito de estafa, a comparecer ante la Justicia “para ingresar en prisión”. Las preguntas quedarían contestadas.
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