Inmaculada de la Fuente
Tengo la enorme satisfacción de presentar esta reedición de Mujeres de la posguerra en Sílex y con una nueva cubierta. Un libro inspirado inicialmente en Carmen Laforet que se fue llenando de otras escritoras, las de los años cincuenta, que había hecho de Nada su icono y que en cierto modo siguieron los pasos de Laforet. Me refiero a la gran Carmen Martín Gaite, la Gaite, a Ana María Matute, y a Josefina Aldecoa. Un libro en el que hice sitio también a las representantes de las mujeres del 27 en el exilio y a las que las españolas consideraban sus maestras. Sin ellas, Carmen Laforet, Gaite y Aldecoa no hubieran sido quienes fueron.
Nada inspiró este libro porque su atmósfera refleja la oscuridad de la posguerra, su paisaje moral y material. En 1939, en el año uno de la Victoria no quedaba Nada. Nada había en las despensas. Nada en el horizonte. La Victoria y la Nada eran lo mismo porque el país había quedado devastado y los discursos oficiales chocaban con el luto y el silencio. Carmen Laforet, al escribir Nada, su primera novela, no pretendió caricaturizar a su familia de la calle Aribau de Barcelona, su familia paterna. Retrató a una familia de clase media venida a menos a la que la guerra primero y la escasez de la posguerra después estaban destruyendo; una familia española más, reflejo de una sociedad desgarrada, una sociedad en descomposición que solo iba a salir a flote cuando sus habitantes superaran el miedo y el dolor.
Este libro, Mujeres de la posguerra, puede leerse de dos modos. Uno es seguir, capítulo a capítulo, la vida y la obra de las mujeres en las que me detengo. Incluso saltarse algún capítulo y elegir la biografía de la que nos interese. Veremos así que muchas de ellas vivieron la posguerra con los mismos condicionamientos que sufrían otras españolas, pero sin creérselo, como Matute y Gaite; viviendo a su aire como Laforet. Habían conocido a otros modelos de mujer en su juventud. Laforet a su profesora Consuelo Burell, educada en la Institución Libre de Enseñanza e hija de Julio Burell, el ministro de Instrucción Público que en 1910 eliminó toda traba legal para que las mujeres accedieran a la Universidad y a los estudios superiores. Martín Gaite estaba a punto de trasladarse a Madrid para estudiar en el Instituto-Escuela (inspirado en la Institución Libre de Enseñanza), cuando estalló la Guerra Civil, lo que frustró su traslado a Madrid. Pero sus modelos eran otros. Habían leído a Celia, la heroína (o antiheroína) de Elena Fortún, y habían conocido en sus primeros años la atmósfera de la Segunda República. Ana María Matute por su parte, hija de la burguesía catalana, nunca se había creído las mentiras de los mayores y tampoco asumió la épica de la guerra ni sus tramposas razones. La posguerra fue otra gran mentira para ella: el mundo no era ese paraíso que le habían contado de niña y tampoco lo era ese hogar de la propaganda franquista que invitaba a la mujer a procrear para reponer a la población que había perecido en la guerra.
Ellas tenían otras inquietudes. Eran chicas raras, como las protagonistas de sus novelas: como Andrea, como Natalia, Tali, como Matia, como Gabriela, como Irene Gal, las protagonistas de Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite, Matute, Josefina Aldecoa y Dolores Medio respectivamente. Querían escribir y conocían a los escritores del exilio. Pronto supieron de Rosa Chacel, de María Teresa León, de María Zambrano, de Mercé Rodoreda… Ellas, las exiliadas, leyeron en cuanto pudieron Nada y valoraron su nueva forma de narrar. Aquella joven ganadora del primer premio Nadal había cambiado el paradigma narrativo en España, mientras ellas, lejos, trataban de proseguir su obra intercalándola con trabajos alimenticios. Estaban conectadas, primero sin saberlo, y luego buscándose (Laforet conoció a Zambrano y León en Roma), escribiéndose y admirándose (Rodoreda y Chacel), aunque la autora de Memorias de Leticia Valle, que inició una esperanzadora correspondencia con Ana María Moix, no le gustara tanto la prosa de Matute.
El lector de Mujeres de la posguerra conocerá las vidas de Chacel y de Zambrano y cómo apostaron alto por sí mismas y por su libertad. Ellas y sus amigas Maruja Mallo y Concha Méndez no pedían libertad en su juventud, se la tomaban. Eran transgresoras e intelectuales y pensaban que nada las detendría a finales de los años veinte y comienzos de los años treinta. ¿Cómo iban a pensar que un golpe militar iba a desmigar España y con ella sus altos sueños de transformación del país? La poeta Concha Méndez contó cómo de niña, al preguntar una visita de sus padres a sus hermanos qué iban a ser de mayor, ella contestó que capitán de barco y la visita contestó que las niñas no eran nada. Ella fue lo que quiso, pero décadas después, en los cuarenta y cincuenta, a otras niñas les volverían a decir que no serían nada. Otra vez.
El lector conocerá el valor y la capacidad de transformación de María Teresa León, esa niña hija de militar de alta graduación pero también sobrina de María Goyri la primera mujer que fue a la Universidad que se sabía entero el Romancero cuando conoció a Alberti. Y conocerá también cómo esa extraña mujer que fue Mercè Rodoreda se construyó como escritora en su exilio europeo anteponiendo su faceta literaria y su amor a Armand Obiols a cualquier otro sentimiento o consideración. Mujeres fuertes, seguras, en los antípodas de la mujer de la posguerra española, reposo del guerrero.
Las exiliadas fueron volviendo a España, la primera Maruja Mallo, aunque comprobó que sus amigos seguían fuera o estaban muertos. Algunas volvieron a ser referentes culturales, como Zambrano. Otras perdieron en el exilio parte de su carrera o malograron su trayectoria. Aquella reina de Madrid y de París que fue Maruja Mallo, miembro de la Cofradía de la Perdiz creada por García Lorca y compañera de inquietudes de Federico y Dalí e incluso del bruto de Buñuel, no pudo prolongar a su vuelta el alto nivel alcanzado en su juventud.
María Teresa León no volvió a Madrid a lomos de un caballo blanco y cantando victoria, sino con la memoria perdida. Pero nos dejó su gran legado, Memoria de la melancolía. Y Chacel, una de las más grandes inteligencias del siglo XX español, tan moderna y avanzada en su juventud, tan seguidora de las grandes corrientes literarias, desde Joyces al nouveau roman francés, se enquistó en los meandros del exilio y aunque fue reconocida, la brecha entre la joven que fue y la sociedad que encontró fue abismal.
Pero Mujeres de la posguerra puede leerse de otro modo. A través de las novelas y memorias de estas mujeres podernos ver entre líneas la historia de nuestras madres y abuelas, nuestra historia. Y ver cómo Tali en Entre visillos no sabe cómo decir a su padre que quiere estudiar Ciencias siendo ella una chica, porque las pocas chicas que hacían bachillerato estudiaban Letras, lo que le obligaría además a marchar a Madrid y dejar Salamanca. ¡Qué gran problema! Y podemos ver a través de Usos de la postguerraespañola, también de Martín Gaite, cómo el franquismo eligió la legalidad más añeja en cuestión de costumbres e impuso una nueva mujer que era la negación de la que ya existía en España y en Europa antes de la Guerra Civil. Y cómo a partir de los sesenta, estas mujeres espabilaron y a pesar del franquismo, se fueron pareciendo más a las europeas y de algún modo, a las pioneras de la etapa republicana.
Por último, podemos ver también ciertas semejanzas entre la falta de perspectivas de la posguerra y nuestros días de crisis económica. No es lo mismo, porque la situación política es radicalmente distinta, pero a la hora de enfrentarse a las dificultades económicas las mujeres de la posguerra fueron expertas en salir adelante con lo puesto. Y a pesar de su eterna minoría de edad legal dejaron atrás el adoctrinamiento de la Sección Femenina y se adaptaron a los nuevos cambios que traían sus hijos, el cine, y el turismo. Lejos de amilanarse, se comieron el mundo tras haber pasado tanta hambre y consumirse por tanto dolor.
Categorías:Libros
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