Secuelas vigentes del franquismo. Símbolos de exaltación de la represión (1). El medallón de Franco en la Plaza de Salamanca: ética y estética. Por Ángel Iglesias Ovejero
En estos días se está ventilando la aplicación de una decisión tomada por el ayuntamiento de Salamanca hace poco (01/12/2016), que remonta a una demanda interpuesta a finales de 2014 por Izquierda Unida y no ha dejado indiferentes a algunos profesores, la prensa y la opinión pública. Se trata de la retirada del medallón de Franco a instancias de los grupos políticos del PSOE, Ciudadanos y Ganemos, con la abstención del PP, en espera de la aprobación unánime de la Comisión Territorial de Patrimonio. Esta última posición (que echa el freno con la idea de que los “bienes de interés cultural” son intocables) ya era sintomática de que queda mucho camino por andar para el cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica (2007), que preconiza la retirada de símbolos franquistas. Ahora resulta que todo depende del dictamen que haya dado un experto en historia del arte (Antonio Casaseca), en cuyas manos dicha Comisión ha puesto el informe sobre la decisión a tomar: retirada o mantenimiento del pegote añadido en 1937 (que Santiago López atribuye a Damián Villar y Josefina Cuesta a Miguel Huerta). Cabe preguntarse si este respeto con el presunto “interés cultural” de una efigie de Franco no es simplemente un eco del proceso de legitimación y santificación del “Movimiento” efectuado un año antes en Salamanca, donde las autoridades eclesiásticas lo habían calificado de “Cruzada”. No es difícil de imaginar la emoción que, entre familiares de víctima del franquismo y demócratas en general, suscita la posibilidad de que este “blasón” (verdadero baldón) siga luciendo a la gloria del máximo responsable de los crímenes contra la humanidad, imprescriptibles, de los que es referente epónimo (“crímenes franquistas”).
Se puede tener una idea concreta de esta reacción por las cartas testimoniales que, a través de la Asociación de Salamanca por la Memoria y la Justicia (ASMJ), deben de haber llegado a La Crónica de Salamanca, que ha publicado algunas. Nosotros mismos enviamos una de esas cartas, que salió a luz el pasado día 16, en la que se ponía de relieve la permanente “exhibición de impunidad” que tal pegote supone. En ella expresábamos el sentimiento de indignación y vergüenza ajena que produce en los hijos, nietos y sobrinos de una familia de Robleda en la que, sin contar afectados de otros tipos de represalias, fallecieron ocho personas (cuatro por sacas y detenciones sangrientas y cuatro por enfermedad y desamparo derivados de aquellas muertes) entre 1936 y 1939. No es la primera vez que escribíamos cartas en apoyo de decisiones municipales análogas a esta del ayuntamiento de Salamanca. En marzo de 2016, firmamos, con Luis Castro, un escrito para solicitar la retirada de una medalla de oro concedida a Franco por el ayuntamiento de Ciudad Rodrigo en 1954, argumentando con el recuerdo de las víctimas habidas en el ámbito comarcal, cuyo número de afectados se ha incrementado en el cómputo, pues a consecuencia de la represión fallecieron 284 personas, entre las 971 que resultaron afectadas por 1.117 actuaciones represivas en 67 localidades (totales provisionales; ver croniquilla del 31 de diciembre pasado). Y ahora concluíamos: “De todo esto, como de todos los estragos de la guerra y la represión, es responsable en primer lugar el general Franco, que, desde que se autoproclamó Jefe del Estado en octubre de 1936 hasta que murió en 1975 firmó numerosas condenas a muerte”.
Es de temer que estos lamentos y razonamientos no sirvan para nada, porque las triquiñuelas legalistas dan para mucho, cuando las autoridades competentes de Castilla y León, de Salamanca y (salvo alguna honrosa excepción) de los ayuntamientos, que hasta ahora no han hecho gran cosa por el reconocimiento de las víctimas franquistas en la Capital y su provincia, parecen arrastrar un soterrado deseo de ensalzar a los responsables de la represión, cosa nunca vista en otros países democráticos en el pasado sometidos a regímenes fascistas, como recuerda la profesora Josefina Cuesta (La Crónica de Salamanca, 13/01/2017). En efecto, ¿se imaginan monumentos, estatuas y medallones a Hitler en Alemania, a Mussolini en Italia o a Pétain en Francia, así como a su más eficaces “colaboradores”? Sin duda la democracia de España es diferente, pues tolera estos disparatados anacronismos, a no ser que se deba admitir que, en esta monarquía, instalada sin consulta previa al Pueblo y sin partidos monárquicos confesos, dichas autoridades obran así porque a día de hoy se siguen sintiendo beneficiarias de las actuaciones o decisiones dimanantes de la Dictadura. Y en consecuencia, si no llegan a mostrase explícitamente agradecidas al franquismo, tampoco lo condenan de hecho. De ser esto así, quizá no valga la pena tratar de ablandar y convencer, con llamadas emotivas, aquienes no se muestran muy sensibles con respecto a la Memoria y a la Justicia, porque es muy probable que tampoco sientan aquella “hambre y sed de justicia” que en el Evangelio se califica de “obra de misericordia” (“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”, Mt. V: 6) ¿Para qué insistir por ahí? Ya, más o menos, decía un refrán medieval que no se puede hacer beber a un burro que no tiene sed.
Ahora bien, lo que piden los defensores (y no “agitadores”) de la memoria histórica no es (o no solo) una compasión tardía para las víctimas (nunca reconocidas en tiempo oportuno, ya muertas), sino el cumplimiento de la Ley, retirando un símbolo manifiesto de exaltación franquista, sin que sirva de excusa su presunto valor estético. Hace un mes Santiago López, profesor de la universidad de Salamanca y excelente conocedor del terror de estado franquista en la ciudad y la provincia, planteaba el dilema entre la estética y la ética, aplicado al caso del medallón dedicado al “Caudillo de España” desde 1937 (La Gaceta de Salamanca, 20/12/2016). Con un esfuerzo encomiable, trataba de argumentar que la ética es parte del sentido presumible en una obra de arte. Se puede discutir que la moralidad sea un criterio de valoración estética, pues “la belleza interior”, las buenas intenciones y sentimientos no garantizan productos artísticos reconocidos siempre como tales. Para este reconocimiento no existen criterios plenamente objetivos y universales, como tampoco para la creación de obras de arte existen leyes ni recetas mecánicamente aplicables. En este sentido se dice que “sobre gustos no hay nada escrito”, y por ello todo el mundo puede opinar, aunque a la hora de la verdad se imponga el argumento de autoridad, en cierto modo inherente a quienes se ejercitan en la semiótica, la crítica y la docencia, que pesa lo suyo hasta crear un consenso más o menos establecido en la recepción.
Las leyes, en cambio, se establecen antes de su aplicación y no necesitan ser estéticas, sino justas. Y, en consecuencia, la obligatoriedad de su cumplimiento no es tributaria, en este caso concreto, de una previa diferencia entre dos categorías de símbolos de exaltación franquista, unos “ilegales (sin más)” y otros “ilegales (pero estéticos)”. De ese modo se pervierte la ley (como era moneda corriente en la aplicación de la jurisdicción militar durante la represión de antaño), tal manera que a la efigie de Franco (delictiva) le alcanza la misma impunidad que al referente histórico, pero esto difícilmente podrá ser admitido desde una perspectiva democrática por mucho tiempo que pase. Como diría un castizo, “lo que faltaba por ver es que, después de haber aguantado a Franco como dictador en vida, ahora hubiera que seguir aguantándolo en efigie por guapo”.
A lo largo de la Historia, el arte ha estado al servicio de la propaganda política y religiosa, que, por añadidura, se ha encargado de cortarle a los adversarios un traje a la medida, mediante cronistas pagados para ello por quienes han ostentado el poder. En ese sentido, Franco tenía excelentes malos ejemplos, sin salir de España, y no se privó de seguirlos, pero ¿qué principios morales, históricos e incluso estéticos existen para exhibir una figura como la suya y, sobre todo, para que los españoles de hoy la toleren y sufran? El medallón de Franco, en concreto, para quienes transitan por la Plaza de Mayor de Salamanca es un producto que, en el mejor de los casos, resulta más extraño que estético. Quizá las personas mayores verán la efigie de un señor que aparecía en “las antiguas pesetas” como “Caudillo por la gracia de Dios” (¡!), pero aquí muy mejorada la exigua figura del referente, con el cuello estirado y algo de pelo, con aires de emperador romano. Los entendidos en historia se fijarán en el carácter anacrónico de este personaje, un intruso en la serie de los reyes del siglo XVIII. Pero, a la espera de la valoración efectuada por el profesor Casaseca, en el plano estético todo parece indicar que, si algún valor tiene, éste le viene del espacio que usurpa desde 1937. Y en definitiva, dado que esa figura tuviera esa condición artística o histórica que algunos le atribuyen, lo humana y políticamente correcto es retirar ese medallón y ponerlo en algún museo u otro local adecuado, como el Centro de la Memoria Histórica. Porque, concluíamos en la aludida carta, allí donde está, además de una injuria permanente para las víctimas franquistas y para cualquier demócrata, “más que un adorno es un borrón en el panorama artístico y cultural de Salamanca, adonde acuden numerosos turistas, científicos extranjeros de diversas disciplinas y jóvenes foráneos estudiosos de la lengua española y el arte salmantino”.
Secuelas vigentes del franquismo. Símbolos de exaltación de la represión (2). El arco de triunfo en la Moncloa de Madrid: ¿derribar o cambiar su sentido?Por Ángel Iglesias Ovejero
El mal ejemplo en la aplicación de Ley de Memoria Histórica viene de arriba y, como otras secuelas del franquismo, está enraizado en la Transición, que, a pesar de sus comprobadas deficiencias en materia de democracia, se ha vendido como modélica. En la capital de España existe la mejor ilustración de este mal ejemplo permanente en todo el período considerado democrático. Se trata de un arco que no deja dudas sobre su función de glorificar a Franco y que, dada su ubicación, a la entrada de la carretera de la Coruña (Avenida “Arco de la Victoria”, distrito de Moncloa-Aravaca), forzosamente han tenido y tienen que ver con frecuencia los jefes del Estado, los presidentes del Gobierno, las autoridades municipales de Madrid y los responsables académicos de la Universidad, cuyas sedes oficiales se ubican muy cerca o son de fácil acceso por este lugar: Palacio de la Zarzuela (Monte del Pardo), Palacio de la Moncloa (muy cerca, distrito de Moncloa-Aravaca), Palacio de Comunicaciones, plaza de Cibeles) y Rectorado de la Universidad Complutense (muy cerca, Avenida de Séneca). Quizá alguno de los que han ejercido estos cargos de autoridad haya sido admirador de este símbolo franquista o se haya sentido agradecido al mandamás de antaño. Eso ya es cosa de cada uno; pero, sin riesgo de caer en juicios temerarios, resulta evidente que todas esas autoridades han coincidido en poseer unas excelentes tragaderas y han compartido una complaciente dejadez en espera de que el simbolismo contente a unos y deje de molestar a otros o incluso que, con el paso del tiempo, el monumento se caiga por sí mismo y los indignados ante la manifiesta exaltación de impunidad se cansen de protestar.
Al dar por acabado el conflicto bélico oficialmente (pero manteniendo “el estado de guerra” hasta 1948), Franco hizo lo que han hecho otros triunfadores como él: celebrar la victoria y humillar a sus adversarios. Su labor de propaganda y destrucción de la República se había ejercitado durante la contienda en la retaguardia, haciéndose pasar por un mesías, sobre todo con las ocupaciones (“las tomas” o “liberaciones”) de ciudades (la más sonada fue la “liberación del alcázar de Toledo” el 28 de septiembre de 1936, cuya celebración por los hagiógrafos franquistas tomó los tintes heroicos de la defensa de Tarifa en 1294 por Alonso Pérez de Guzmán “el Bueno”, papel atribuido al coronel Moscardó en las parodias épicas de la “Formación del Espíritu Nacional”). La “liberación” de Madrid, prevista para noviembre de 1936, tuvo que esperar hasta abril de 1939, y para ello fue también necesaria una nueva traición militarista, dirigida por el coronel Segismundo Casado y otros jefes del ejército republicano, enfrentados a Juan Negrín (presidente de la República demonizado por adversarios y revisionistas) y los partidarios de prolongar la resistencia (esperanzados ante la inminencia del enfrentamiento de las democracias occidentales y los padrinos de guerra de Franco, que eran Hitler y Mussolini).
En ese marco de endiosamiento permanente de Franco (celebrado en sellos, monedas, medallas y medallones como el de Salamanca) y de instauración en toda España del Nuevo Estado se construye “el Arco de la Victoria, o del Triunfo”, también designado como “Puerta de la Moncloa”, que, sin otros aditamentos, al menos resultaría menos manifiesta su función de exaltación franquista, y por ello ilegal de acuerdo con la Ley de Memoria Histórica. Aunque los primeros proyectos remontan a 1942, se construyó entre 1950 y 1956, por iniciativa de la Junta Permanente de la Ciudad Universitaria, lo que accesoriamente le confería una coartada intelectual evocada en la leyenda latina de uno de los frontispicios, la cual alude a la Inteligencia como ente promotor (Mens iugiter victura / “´la inteligencia, siempre victoriosa”), también evocada en el personaje alegórico de Minerva (diosa de la sabiduría en la mitología romana) de la cuadriga en la parte superior. Si se vuelve la vista quince años atrás, resulta una evidente y cruel ironía, cuando se piensa en aquellos gritos salvajes y macabros del descerebrado Millán-Astray (“muera la inteligencia”, “viva la muerte”), dirigidos en la universidad de Salamanca contra Unamuno en la fiesta de la Hispanidad(12 de octubre de 1936). Tampoco es muy acertado el recordatorio del “Caudillo” en el otro frontispicio, como restaurador (ab hispanorum duce restaurata / “restaurada por el caudillo de los españoles”) de la Ciudad Universitaria, fundada por Alfonso XIII. El “Caudillo”, con sus tropas africanas e ibéricas, más bien había contribuido a la destrucción y profanación de dicha universidad (aedes studiorum matritensis / “el templo de los estudios matritenses”), en la que se libró una dura y larga batalla conocida con ese nombre (“la batalla de la Ciudad Universitaria”, entre el 17 de noviembre de 1936 y el 28 de marzo de 1939), que también se pretendía conmemorar.
Hace ya más de dos años Enrique Anarte repasaba en El País (11/11/2014) las razones de que dicho monumento de exaltación franquista “siguiera en pie”. El principal motivo era (sigue siendo) que la democracia española se construyó sobre la “desmemoria” y ésta a su vez se justificó con el argumento “guerracivilista”. Se puede añadir que ese espantajo, todavía al cabo de ochenta años, se esgrime para tapar la boca a quien tiene la osadía de referirse a aquellos hechos desde la perspectiva de la represión “nacional” contra los republicanos. Traducido al canto llano, esto significa que la retórica del miedo (el terror de estado en que se fundó la dictadura franquista) sigue estando de actualidad en una parte considerable de la sociedad y sobre todo se han servido de ella los partidos turnantes en el poder desde la Transición, cuyos componentes habían crecido con el franquismo, como denunciaba la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica. Por lo demás, recuerda E. Anarte, en 2014 el monumento, que ni siquiera había sido inaugurado oficialmente hasta entonces y había perdido la posibilidad de presentar exposiciones en su interior, no servía para nada a primera vista. Nadie se encargaba de la gestión del Arco, que sería incumbencia de los componentes del Consorcio Urbanístico de la Ciudad Universitaria (UNED, Universidad Politécnica y Ayuntamiento de Madrid), de modo que se encontraba como hacienda sin dueño, en un estado lamentable (“totalmente abandonado, sus paredes llenas de grafitis y los alrededores llenos de botellón”). Pero esto no le impedía seguir cumpliendo su función inicial de exaltación franquista.
Dos años más tarde la situación material del monumento no había mejorado, según Rodrigo Casteleiro, en otro artículo publicado en el mismo periódico (ElPaís, 03/01/2017), pero ponía de relieve que en el contexto actual se percibe como “el arco de la Discordia”, en referencia irónica y por contraste con el arco de triunfo de París, en el que al parecer se inspira y a la plaza de la Concordia en la misma ciudad. El Arc de Triomphe du Carroussel o de l’Étoile (“estrella”, alusiva a la victoria de Austerlitz en 1805; a sus pies se halla la “tumba del soldado desconocido”) se ubica en la actual plaza de Charles De Gaulle, en el extremo occidental de la avenida de Los Campos Elíseos. Desde allí se divisa la Place de la Concorde, en el otro extremo de dicha Avenida, a más de dos kilómetros de distancia, que antes se había llamado Place de la Révolution (1792, dedicada con anterioridad a Luis XV). Con el cambio de nombre, durante el Directorio (1795), se trató de paliar el recuerdo de las ejecuciones allí efectuadas (entre ellas las del rey Luis XVI en 1793 y de varios revolucionarios más tarde) después de la toma de la Bastilla (14/07/1789). Nada más alejado de la motivación y la finalidad permanente del “Arco de la Victoria, o del Triunfo” en Madrid, que a pesar de los intentos del cambio de nombre por el de “Arco de la Concordia” (2004), así como la propuesta de Izquierda Unida para que se retiraran las inscripciones (2010) y de asociaciones por la memoria histórica para que se reinterpretara el sentido del monumento como homenaje a la defensa de Madrid (entregada, pero no tomada), seguía exhibiendo un franquismo vergonzoso a finales de 2016.
A día de hoy es uno de los casos más llamativos de exhibición de la impunidad otorgada por la justicia española y por numerosos historiadores al principal causante de la guerra y la represión. Por ello se entiende la reacción de indignación de familiares de víctimas y de demócratas en general, hartos ya de tanta espera, sin que esto lleve a todos ellos a exigir la demolición del monumento por atentar “contra la memoria de las víctimas del golpe militar”. Esta fue la reciente petición al Gobierno por parte de Compromís, la coalición política valenciana que mantiene relaciones de afinidad con Podemos, que, dicho sea de paso, ha seguido la senda de otros partidos políticos, haciendo de la memoria histórica una de sus sub-prioridades más notables, a juzgar por la exposición de su programa en las elecciones municipales y autonómicas de la Comunidad de Castilla y León (algunos candidatos en 2015 no tenían ni idea de tal memoria). Pero una cosa es predicar y otra dar trigo. De hecho cabe preguntarse si a estas alturas, tales exigencias iconoclastas, en lugar de favorecer, no estorban en la recuperación del legado republicano. La ruptura con el pasado franquista y los símbolos que lo representaban no se hizo cuando realmente había que hacerla y quienes hoy la piden no vivían o no se atrevieron a exigirla entonces.
En esta tesitura, quizá no sea muy oportuno dar pretextos a quienes no tardarán en ver en esas actitudes cierta analogía con las de aquellos bárbaros que destruyen los vestigios del pasado y las obras del patrimonio artístico (algunos se preguntan cómo se define ese “patrimonio” con respecto al franquismo) por estimarlas incompatibles con su ideología o convicciones religiosas, aunque, bien mirado, este comportamiento tampoco resulta sorprendente por parte de quienes, para empezar, no respetan la vida. Los medios de comunicación a menudo ofrecen muestras de estos malos ejemplos. Sin salir de España los hay en el pasado. Ciertamente el reconocimiento de las víctimas y su reparación moral llevan pareja la necesidad de eliminar los símbolos de exaltación de los represores, pero quizá no haga falta empezar por romper o derribar todo para conseguir el compromiso de que dejen de serlo, respetando incluso el valor estético, histórico o material que puedan tener. Basta quitar lo que estorba y añadir lo que haga falta para que el simbolismo cobre otro sentido. Esto último resulta prácticamente imposible en aquellos objetos o productos que, por decirlo así, tienen un simbolismo directamente motivado en el referente (estatuas, efigies reales, etc.). La solución está en su retirada, como finalmente se ha decidido hacer con el medallón de Franco en la Plaza de Salamanca. En cambio, “el Arco de la Victoria”, que se alzó con el esfuerzo y el dinero de los españoles (ocho millones de pesetas “de las de entonces”), puede seguir en pie y dejar de ser otra flagrante exhibición de impunidad, como ya se ha apuntado. Lo más urgente es quitar lo que, incluso en latín, resulta ofensivo (inscripciones). Se puede hacer ahora mismo. Después, proponer una dedicatoria que reconozca los méritos del sufrido pueblo de Madrid y habilitar el interior de la construcción como centro de interpretación de la llamada batalla de la Ciudad Universitaria en el marco de la guerra.
Secuelas vigentes del franquismo. Símbolos de exaltación (3). El Valle de los Caídos: ¿puede un templo ser a la vez lugar de reconciliación y de exaltación franquista? Por Ángel Iglesias Ovejero
Incluso los españoles más ignaros o desinteresados por la memoria histórica han visto, aunque solo sea por televisión, “la Cruz del Valle de los Caídos”, una designación que por sí misma tiene connotaciones escatológicas (“el valle de Josafat”), reforzadas por el evocador tremendismo del topónimo alternativo (valle de Cuelgamuros). Los mayores todavía recordarán aquel período de su construcción, entre 1940 y 1959 (los trabajos se dieron por finalizados el 3 de marzo de este año), en que la propaganda del Régimen presentaba la exigua figura del “Caudillo” como el gran promotor de obras públicas (a veces iniciadas en tiempos de la Monarquía o la República) y de monumentos (en los que era el principal referente, emisor y beneficiario). En los años cuarenta el Movimiento reprimía con saña a los derrotados republicanos, pasaba el susto de los maquis sin mayores dificultades y superaba las consecuencias de la condena por la ONU (1946), gracias a la generosa hambruna exigida a los españoles. La España franquista, de rechazo, saldría beneficiada de la guerra fría, consiguiendo un reconocimiento exterior que se iniciaría con el levantamiento de la citada condena (1947) y se concluiría con los pactos de Madrid (1953) para que los Estados Unidos instalaran cuatro bases militares. Frente al comunismo, Franco sería un aliado fiel y barato. El mismo año se firmó el concordato con la Santa Sede. La Dictadura había creído oportuno dar señales de ablandarse, con la aprobación en 1947 de la “Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado” (era la 5ª de las leyes fundamentales del “Nuevo Estado” desde 1938 y su principal beneficiario, además de Franco, sería Juan Carlos, designado como sucesor por “el Jefe de Estado vitalicio”) y dando por terminado el “estado de guerra” declarado doce años antes (1948).
El objetivo primordial de todas estas maniobras seguía siendo el asentamiento durable del estado franquista en España, para lo cual, de cara al interior sobre todo, fueron de gran utilidad los alardes arquitectónicos y escultóricos, además de otros símbolos distribuidos por toda la geografía del país generosamente, aunque la economía nacional no estaba para satisfacer manías de grandeza. Sin duda la construcción más significativa y costosa fue la llamada oficialmente “Basílica Menor de Santa Cruz del Valle de los Caídos”, resonante título concedido en 1960 por el papa Juan XXIII, que había visitado el lugar en 1959. De este modo la Iglesia, ya en vísperas del Concilio Vaticano II (1962-1965), confirmaba su política de apoyo a los beneficiarios de “la Cruzada”, una oportuna y provechosa investidura que la jerarquía eclesiástica española había otorgado a la sublevación de 1936.Para la financiación de las obras se había pensado en los fondos sobrantes de la “suscripción nacional” de guerra (en teoría donativos voluntarios, de hecho con frecuencia extorsiones, sanciones e incautaciones impuestas “por responsabilidad civil” a los republicanos), pero con los casi 235 millones y medio de pesetas apenas habría para empezar. Por ello se echó mano de otros expedientes, como sorteos extraordinarios de la “Lotería Nacional” a partir de 1957 y donativos particulares. Con todo, cuesta trabajo admitir que los casi mil ciento sesenta millones de pesetas a que, según el arquitecto Diego Méndez, ascendía el coste en 1961, se saldaran “sin que se invirtiera dinero del erario público”. Por lo demás, tampoco parecían de urgente necesidad estos trabajos faraónicos en la España esquilmada y hambrienta de la posguerra.
Lo que no deja lugar a dudas es que desde sus inicios hasta ahora, a pesar de los desperfectos materiales, “el Valle de los Caídos” cumple la función de exaltación franquista, sin que sea óbice la Ley de Memoria Histórica (2007), no solo debido a la crónica desgana de los gobiernos democráticos, sino a la compleja aplicación que el artículo 16 de dicha ley contempla: “1. El Valle de los Caídos se regirá estrictamente por las normas aplicables con carácter general a los lugares de culto y a los cementerios. 2. En ningún lugar del recinto podrán llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas, o del franquismo” (BOE, nº 310, 17/12/2007).
Así pues, esta ley implícitamente considera “el Valle de los Caídos” como un “lugar de culto” y un “cementerio”, aunque estas funciones no son lo más visible de una construcción que desde los años cincuenta del siglo pasado constituye una referencia inevitable en el paisaje de quienes habitan o transitan por los aledaños de Guadarrama. La cruz, que, a escasa distancia del Escorial (cuyo Monasterio de San Lorenzo sin duda “el Caudillo” pretendía emular), se yergue en un canchal del valle de Cuelgamuros, impresiona de lejos por su altura y de cerca por el carácter abrupto del peñasco y la grandiosidad de la entrada en la basílica, combinada con la gigantesca profusión escultórica. En el interior, a pesar de las atrevidas soluciones arquitectónicas y la exuberancia iconográfica en algunas partes de la iglesia, lo más llamativo son las tumbas de José Antonio Primo de Rivera y de Francisco Franco Bahamonde, cuya “presencia” allí resulta injustificable, por mucho que se haya empeñado en justificarla o en ignorarla la hagiografía franquista, sin duda promovida en primer lugar por los monjes benedictinos encargados de la custodia (desde el primer abad, Fray Justo Pérez de Urbel, hasta el actual, Santiago Cantera, revisionista).
Los despojos de estos personajes, que no habían sido muy amigos en vida, reposan juntos. En 1959, entre los primeros restos mortales se acogieron los de Primo de Rivera, que habían sido trasladados de Alicante (en cuya cárcel fue fusilado el 20 de noviembre de 1936) a El Escorial en 1939, antes de ser depositados al pie del altar mayor de la citada Basílica. El 23 de noviembre de 1975 se colocó del otro lado del mismo altar el cadáver del general Franco. La identidad de estos personajes no ofrece dudas (a no ser que se dé crédito a alguna leyenda urbana, según la cual en la tumba de Franco reposaría un sosia), así como la de otras figuras afines (los generales Dámaso Berenguer y José Sanjurjo). No es el caso de todas las otras 33.847 personas cuyos despojos fueron llevados al panteón entre 1958 y 1983, sin distinción entre víctimas “nacionales” o “republicanas”, con la venia de sus familiares o sin ella, y colocados en las ocho cavidades previstas dentro de sus cajas de madera, bajo la supervisión de los monjes. Hasta mediados de 2016, según la documentación de Patrimonio Nacional (Ministerio de la Presidencia), se habían identificado 21.423 cadáveres, del resto solo se conocía el lugar de procedencia. Y por ello el Valle de los Caídos ha sido (y es) también un lugar de desmemoria.
En la versión histórica oficial que ahora se ofrece del monumento se insiste en el sentido de la “reconciliación”, pero habría que dejar bien claro que esto es una reinterpretación condicionada por el contexto de la inauguración y la evocada titulación de la basílica por el papa Juan XXIII, en cuyo breve, aun siendo un discurso pro domo sua, se atenuaba el contenido triunfalista de la motivación inicial. Es entonces cuando en el conjunto monumental, llevado a cabo por los arquitectos Pedro Muguruza y Diego Méndez a partir de la iniciativa del “Caudillo” (decretos de 1939 y 1940), se reinventa la función de tres elementos básicos, una cruz, un templo y un panteón, en los que se armonizaban las aspiraciones de pacificación, religiosidad y concordia, donde tuvieran cabida “todos los caídos”. En esta línea, el monasterio adjunto debía fomentar la espiritualidad, los estudios sociales (“la doctrina social de la Iglesia”) y la cultura, dando realce a una obra que, en definitiva, debía ser una joya del “patrimonio nacional”. Haciendo abstracción de la ilegitimidad del Régimen vigente y de la violencia en que se había fundado, esta versión puede sonar bien, pero el contraste con la cruda realidad de la historia del monumento descubría la magnitud de la operación de propaganda con la que, veinte años después, se remataba la esperpéntica calificación de la guerra como “Cruzada”, antes aludida.
El “signo de pacificación”, atribuido a la cruz, casaba mal con la represión, practicada durante su erección, contra los vencidos de la antigua zona republicana en el vigente estado de guerra de los años cuarenta, mediante la manipulación prolongada de la jurisdicción militar (operación que ha merecido la calificación de “justicia al revés”), tan alejada de la presunta aspiración de concordia y justicia. A consecuencia de los consejos de guerra muchos de aquéllos fueron condenados a muerte y ejecutados, otros muchos más fueron encerrados en cárceles inmundas, sometidos a humillaciones y malos tratos. Un porcentaje indeterminado de los trabajadores que participaron en la construcción de la basílica eran de estos presos republicanos. Después de haberse exagerado su número, hoy se tiende a minimizar (20.000 presos, 3.000 o menos de 250), con una veintena de fallecidos por accidente o a consecuencia de silicosis (no enterrados allí), aunque todo estos cómputos son provisionales. Estaban allí voluntarios, porque, según la literatura de la Abadía, en el Valle de los Caídos “vivían mejor”, a pesar de los riesgos de muerte y enfermedad, lo que da una idea de las condiciones de vida en las prisiones. Se habían acogido al régimen de “redención de penas” por el trabajo, cuya motivación estaba lejos de obedecer a una generosa proposición altruista, sino más bien a un cómodo recurso para evitar la saturación de presos en las cárceles y un alivio para la quebrantada economía franquista, en aras de la cual se llegó a sacrificar el servicio militar obligatorio a cambio del trabajo en las minas (decreto-ley 22/1963, art. 1; pero consta que esta alternativa ya se ofrecía en los años cuarenta).
En la misma versión oficial se reitera que en el complejo monumental se preveía un “panteón para todos los caídos” y no un “mausoleo” personal. Sin embargo, está claro que en el texto fundacional firmado por Franco en el primer aniversario de “la victoria”, esa hospitalidad con los muertos no era tan ecuménica, aparte de que entonces no se conocería la ingente cantidad de víctimas en el frente y la retaguardia (sin contar los ejecutados por sentencias de muerte en los consejos de guerra, en plena actividad por entonces, cuyos despojos no tendrían opción de ser alojados en aquella cripta, en principio destinada a quienes habían fallecido durante el conflicto bélico). Los cadáveres de republicanos no estaban previstos en aquel panteón, sino que más bien, al terminarse la construcción y ya en una perspectiva algo menos maniquea, sirvieron de relleno en los columbarios dispuestos para los muertos “nacionales”, que son los que se designan con el término “caídos” en la escritura fascista y a los que se refería expresamente el escrito de 1940. Pero incluso al filo de 1960, los retos de víctimas de la represión franquista, cuando su ejecución había sido extrajudicial, con frecuencia yacían en fosas clandestinas y oficialmente ignoradas hasta hoy, así que difícilmente podrían haber sido “todos” recuperados entonces (e incluso ahora sería tarea imposible, pues el Gobierno actual, como es sabido, se desentiende por completo de exhumaciones de aquellos cadáveres).
En lo tocante al mausoleo personal, cabe la posibilidad de que el complejo de la Basílica no fuera concebido como “tumba monumental” por y para Franco, ni éste dejó escrita disposición alguna en ese sentido. Sin embargo, parece mentira que un hombre tan previsor (que en 1969 se ufanaba de tener “todo atado y bien atado”) no hubiera manifestado su voluntad sobre el lugar de su tumba, al decir de su familia. Quizá el personaje pensaría no morirse nunca o, más bien, consideraría una obviedad que su destino postrero estaba en el lugar preferente de aquel panteón, rodeado de cadáveres de amigos y enemigos. Así lo entenderían los epígonos franquistas, cuando a su muerte el gobierno presidido por Arias Navarro decidió darle allí sepultura. Su sucesor en la jefatura del Estado, Juan Carlos I, en una de sus primeras decisiones como rey, refrendó la decisión (22/11/1975), firmando la petición al abad del monasterio para depositar los restos mortales del general “en el Sepulcro destinado al efecto, sito en el Presbiterio entre el Altar Mayor y el Coro de la Basílica”.
Con este añadido macabro resulta más difícil de asumir “el Valle de los Caídos” como parte del “Patrimonio Nacional”, que algunos estarían dispuestos a tirar por la borda debido al híbrido soporte propagandístico que arrastra en el estado actual. Sin llegar a tal extremo, parece indispensable quitar los impedimentos y ofrecer una explicación sobre el conjunto de las víctimas de la guerra civil y la represión para que el monumento cumpla el objetivo de “reconciliación”. Porque, si dada la motivación inicial, el contexto en que fue erigido y las actividades allí previsibles, ya el monumento resulta más que sospechoso de seguir constituyendo per se un acto político de exaltación de la guerra civil y el franquismo, es evidente que en dichas tumbas, por el lugar que ocupan, casi se tributa culto a dos responsables de la guerra civil y sus estragos. Es un escándalo que esto suceda precisamente en un templo católico. Por consiguiente, en modo alguno puede servir de excusa para que no se aplique allí la Ley de Memoria Histórica, como tampoco puede ser razón suficiente para negar la necesaria exposición de motivos, “por tratarse de un templo y no de un museo”, porque en España las catedrales y las iglesias monumentales se visitan (mediante pago) como museos, incluida la “Basílica de Santa Cruz del Valle de los Caídos”.
En el ámbito mirobrigense existen todavía bastantes “cruces de los caídos”, aunque menos monumentales, igualmente contrarias a la Ley de Memoria Histórica, como se tendrá ocasión de explicar.
Secuelas vigentes del franquismo. Actitudes contrarias a la aplicación de la Ley de Memoria Histórica: la dejadez gubernamental (1). Por Ángel Iglesias Ovejero
En la presentación de esta serie de secuelas vigentes del franquismo (16/12/16) señalábamos la negación de la memoria histórica como la constante más visible de ellas durante toda la democracia española. Hubo un largo período en que las actitudes revisionistas y negacionistas parecían aletargadas, mecidas por las políticas del olvido (1978-1981) y la suspensión de la memoria hasta los años noventa, en términos de F. Espinosa (2006), pero se despertaron con el resurgir del recuerdo republicano en los albores del siglo XXI (“la generación de los nietos”) y se han manifestado con virulencia al fin de la segunda legislatura de J. L. Rodríguez Zapatero (2011). Paradójicamente, esto sucedió después de la publicación de la Ley de Memoria Histórica (2007), aunque ésta se quedaba lejos de satisfacer todas las esperanzas y exigencias democráticas, dado que con ella no se ponía fin a la impunidad de que se han beneficiado los responsables y agentes de los crímenes franquistas desde la Guerra Civil hasta el fin de la Dictadura.
La posición de los revisionistas históricos, que no se nombran por no darles una inmerecida publicidad, esencialmente consiste en plantear como novedosas unas explicaciones tendenciosas que, en definitiva, se basan en la versión de la guerra civil, con sus antecedentes y consecuentes, ofrecida por los historiadores clásicos franquistas (J. Arrarás, R. de la Cierva). Empiezan por deslegitimar la República desde antes de su nacimiento, para así justificar toda la oposición violenta contra ella y sus reformas, la sublevación militar y la guerra civil e incluso la represión de la Dictadura. Por consiguiente, no hacen más que tratar de consolidar como verdad inmutable la versión histórica de la guerra y la represión favorable a Franco y el franquismo, y prefieren olvidar lo demás, “como si solo la Izquierda tuviera memoria”, sugiere el mismo F. Espinosa (2014). Parecen movidos por un odio visceral a la República y a los republicanos, con el desprecio añadido de la clase obrera urbana y los trabajadores del campo, considerados como “masa” ignorante por los represores de antaño (Preston 2011). Con este trasfondo revisionista se llega al colmo de la banalización del general Franco en el Diccionario biográfico español de la Real Academia de la Historia (2009-2013), donde el encargado de su ficha (Luis Suárez) no se daba por enterado de que el personaje había sido un “dictador” (“montó un régimen autoritario pero no totalitario”).
En general, el revisionismo histórico ha sido practicado y aprovechado con una intencionalidad política. Por supuesto, España está lejos de ser una excepción. El gobierno actual se sirve de él y probablemente lo fomenta. Así no tiene que combatir a cara descubierta la Ley de Memoria Histórica, le basta con descalificarla indirectamente e ignorarla, con el Presidente en plan de Don Tancredo, por usar una metáfora taurina acorde con el “carnaval del toro”, de actualidad estos días en Ciudad Rodrigo. Es una imperturbabilidad de la que solo se mueve para suspender por completo las subvenciones necesarias para la aplicación de dicha Ley. En sustancia esto es lo que recordaba hace unos días el Partido Socialista en una proposición no de ley en el Congreso, que por mera casualidad coincidió con nuestro artículo (09/02/2017) sobre la necesaria adecuación del Valle de los Caídos a los tiempos democráticos. Globalmente insinuaba una solución parecida, en ningún caso original, pues el planteamiento remonta al Informe de la Comisión de Expertos en 2011. Según ésta, los restos de Franco deberían ser trasladados al lugar que designe su familia biológica oa otro lugar adecuado y habría que reubicar los de J. A. Primo de Rivera en el recinto. Con estas premisas se conseguiría la “resignificación” del monumento, convertido en lugar de memoria de “todos” los fallecidos a causa de la guerra civil y la represión de la Dictadura.
La proposición socialista, de un modo más explícito, insistía en esto mismo, para que dicho complejo monumental deje de ser lo que es: “un lugar de memoria franquista y nacional-católico para convertirlo en un espacio para la cultura de la reconciliación, de la memoria colectiva democrática y de dignificación de las víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura” (El País, 09/02/2017). Esto, como todo el contenido de la propuesta, se argumentaba con un principio básico: “el olvido no es una opción para una democracia”. Se les podría responder a los diputados de este grupo que, como se insinuó más arriba, “el olvido” remonta a la Transición y los gobiernos socialistas de F. González tuvieron cuatro legislaturas para subsanarlo, cosa que no hicieron. Pero, al fin, el argumento no por ello deja de tener peso, y más valdría tarde que nunca, en el supuesto de que fuera seguido de efecto, porque no parece que haya mucho margen para la ilusión, habida cuenta de que Mariano Rajoy, ya con anterioridad (18/01/2017) y en respuesta a una pregunta de Compromís, había contestado que el Valle de los Caídos no es un monumento franquista y que el Gobierno ya había cumplido el mandato legal de su competencia. O sea, más o menos, nada importante, porque entre esas obligaciones de competencia gubernamental está la concesión de fondos más arriba apuntada, que también reclamaban los socialistas, así como otras medidas necesarias: apoyo institucional, legal y financiero a los familiares y asociaciones de víctimas, creación de una oficina de ayuda a la víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura, retirada de símbolos franquistas, localización y exhumación de fosas, con identificación de cadáveres, para lo cual sería útil prever un banco de ADN.
Mucho de esto queda por hacer en toda España y, por supuesto, en Ciudad Rodrigo y su entorno. Pero, en fin, parece que, en espera de aplicaciones concretas, algo se mueve en la opinión y las autoridades competentes no podrán seguir ignorándola siempre. El 25 de enero la alcaldesa de Madrid estudiaba la posibilidad de cambiar el nombre del “Arco de Triunfo” por el de “Arco de la Memoria”, que si va acompañado del necesario complemento pedagógico (como también recordábamos en el artículo del día 31/01/17), sería una solución aceptable. Aquel mismo día 25 de enero, también se consiguió que, por fin, el ayuntamiento de Salamanca accediera a la retirada del “medallón de Franco” en la Plaza de Salamanca. Si se llevan a cabo, estos cambios harán más llevadera la cortina de humo que, hasta ahora, ha vendido la Junta de Castilla y León (ver próxima entrega, 23/02/17) y los rechazos pueblerinos comprobados en el entorno de Ciudad Rodrigo (ver más adelante).
http://salamancartvaldia.es/not/141799/actitudes-contrarias-aplicacion-ley-memoria-historica-cortina-2/
Actitudes contrarias a la aplicación de la Ley de Memoria Histórica: la cortina de humo de la Junta (2)
La Junta de Castilla y León ha debido de considerar necesario algún remedio para tapar las vergüenzas
Como se indicó la semana pasada (16/02/2017), el Gobierno español, anclado en el pacto de la Transición que asignaba a los gobernantes la política del olvido y la versión franquista de la historia como algo inmutable a cambio del poder que ostentaban u ostentarían, manifiesta una clara dejadez en la aplicación de la Ley de Memoria Histórica (2007). En último término, cuando en el Congreso arrecian las peticiones de grupos de la oposición, el Presidente ofrece como argumento supremo de su inmovilismo que no hay “recursos” (público.es, 14/02/2016), pero la actitud negativa se comprueba ampliamente con anterioridad. Según el informe de Pablo de Greiff, relator especial de la ONU para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no reincidencia de violaciones de los derechos humanos, hasta 2014 las medidas del Gobierno español frente a tales delitos en el período de la Guerra Civil y la Dictadura franquista brillaban principalmente por su ausencia:
“No se estableció nunca una política de Estado en materia de verdad, no existe información oficial. El modelo vigente de privatización de las exhumaciones, que delega esa responsabilidad a las víctimas y asociaciones, alimenta la indiferencia de las instituciones oficiales”.
Más claro, el agua. Con este modelo de política de la memoria a nivel del Estado, no es de extrañar lo que sucede en la Comunidad de Castilla y León, donde gobierna el mismo partido político que en el Gobierno estatal desde hace tiempo. Es sin duda una de las comunidades autónomas donde claramente se percibe “la indiferencia de las instituciones oficiales” y donde las autoridades concernidas, a nivel regional, provincial y local, “delegan sus responsabilidades a las víctimas y las asociaciones”, que, sin recursos, aportan su esfuerzo personal y asumen gastos, sin alcanzar a paliar las deficiencias en la aplicación de dicha Ley que el Informe de la ONU señalaba en general: remoción de símbolos, Valle de los Caídos, educación deficiente, falta de formación de policías, militares y jueces, falta de información, acceso restringido a la documentación, exhumaciones privatizadas, obstáculo de la ley de amnistía, víctimas peor consideradas que las del terrorismo. Por supuesto, este estado de cosas no quedaba muy vistoso en ninguna parte, tanto que, al ser publicado, fue calificado de “bochornoso espectáculo”. Por ello, la Junta de Castilla y León ha debido de considerar necesario algún remedio para tapar las vergüenzas, aunque se quede en mera cortina de humo que, por añadidura, constituya una falta de respeto al trabajo de las Asociaciones.
A falta de alguna milagrosa revelación venidera, esta es la impresión que ha dejado la actuación de una Subcomisión, formada por miembros de los grupos políticos de las Cortes y el secretario de la Presidencia. Según explicaron estaba encargada de reunirse con representantes de Asociaciones de cada una de las provincias castellano-leonesas para conocer las actividades que se estaban desarrollando, las dificultades halladas y las aspiraciones futuras, con el fin de poder apoyarlas (cosa hasta ahora nunca vista, al menos en Salamanca). Los representantes de las asociaciones salmantinas (Asociación de Salamanca por la Memoria y la Justicia, Farinatos por la Memoria y Federación de Foros, Memorial de La Orbada y socios de la Asociación de Documentación y Estudio de El Rebollar) fueron convocados para el día 15 de noviembre de 2016 en la sala de Comisiones de la Junta, en Valladolid. Algunos socios no eran muy partidarios de asistir, escarmentados por una convocatoria análoga en 2004 por parte del portavoz de la Junta y de la que, al cabo de doce años, nunca más se ha vuelto a tener noticias (cf. Informe-resumen de Luis Castro). Pero al fin prevaleció el criterio de asistir, aunque solamente fuera para señalar que, antes de elaborar medidas específicas comunitarias, se podía empezar por aplicar la Ley de Memoria Histórica y subsanar las carencias señaladas en el Informe de la ONU (2014), más palpables en esta Comunidad que en otras si cabe, como son:
-la identificación y exhumación de fosas con medios adecuados (LMH: art. 11, 12, 13 y 14), cuyo presupuesto “desde 2011 ha sido anulado” por el Gobierno (Informe ONU, 2014)
-retirada de topónimos franquistas a las entradas y salidas de localidades o en la red viaria (Dirección General de Carreteras), de nombres de represores en el callejero de ciudades y pueblos, de símbolos franquistas en espacios públicos: cruces de los caídos, yugos y flechas en las casas, etc. (LMH: art. 15), también evocada en el mencionado Informe y que, contrariamente a las declaraciones del Gobierno, siguen existiendo en esta Comunidad (y en otras).
En segundo lugar, se insistía en la necesidad de fijar lugares de memoria en la provincia (y en nuestro caso en los municipios de Ciudad Rodrigo y su entorno):
-placas conmemorativas de las personas asesinadas, en los cementerios donde estén enterradas
-inventario y señalización de fosas allí donde no haya habido exhumación (los dueños deben darse por enterados y colaborar: Carvajales, Valdespino, Valle del Lagar, etc.)
-inventario y señalización de ejecuciones extrajudiciales en lugares públicos (ej. Fuenteguinaldo, Plaza de Salamanca).
En tercer lugar, se solicitaba ayuda para la información, documentación y estudio de la memoria en la Provincia:
-facilitar (en vez de obstaculizar) el acceso a los centros de la memoria (LMH: art. 22. disposición adicional 1ª), los archivos provinciales y municipales, los registros civiles y de los juzgados, etc. Porque el trámite de la autorización del Ministerio de Justicia (LMH: art. 22. disposición adicional 8ª) se convierte en una rémora, debido a la actitud recalcitrante de algunos empleados, de manera que ahora hay más opacidad que antes. El incumplimiento de esta norma se recoge igualmente en el Informe de la ONU (2014)
-estimular los estudios sobre la memoria histórica y, concretamente, sobre la represión (franquista) en los territorios donde no se haya hecho (LMH: art.1, art. 22. disposición adicional 7ª)
-ayudar a la publicación y divulgación de los estudios que se hagan o se hayan hecho sobre dicho tema (ejemplo: La represión franquista en el sudoeste de Salamanca -1936-1948-, recién publicado y ya agotado).
Y en cuarto lugar, se pedía apoyo a la Junta para que la memoria de la República, la Guerra Civil y la Dictadura se trasmitiera a la docencia, para lo cual es necesario:
-acordar a la historia reciente y a la memoria histórica el espacio adecuado en la enseñanza secundaria
-desarrollar en los territorios de la actual Comunidad de Castilla y León el tema de la guerra civil y la represión de acuerdo con su contexto, sin que la explicación se limite a la evocación de algunos hechos bélicos y de figuras simbólicas.
Esto mismo no tendría posibilidad de llevarse a cabo si los docentes no están sensibilizados y formados sobre estos temas, de igual modo que el cumplimento de la Ley resulta inviable, según dicho Informe, si los miembros de la Policía, la Guardia Civil o las Fuerzas Armadas y sobre todo los Jueces (totalmente inhibidos en Ciudad Rodrigo) no reciben una formación específica sobre el respeto de los derechos humanos, gravemente violados durante el período de la Guerra y la Dictadura.
Y para terminar, con el debido respeto, se advertía a la Subcomisión de que se esperaba que este prometido apoyo a la memoria histórica en la Comunidad no se quedara en agua de borrajas o fuera una cortina de humo, para seguir como hasta ahora, o peor con el paso del tiempo, debido al fallecimiento de los testigos directos e incluso de sus hijos. Una situación que ya es calamitosa en la provincia de Salamanca (y en otras) desde que en 2011 la Administración suprimió las subvenciones para aplicación de LMH: sin exhumaciones, ni placas, ni ayuda alguna (sí con obstáculos) para la recuperación de la memoria histórica. Y para colmo, las actividades asociativas no tienen reconocimiento alguno por parte de las autoridades autonómicas y locales (salvo raras excepciones, como Ciudad Rodrigo y Robleda, por estos pagos).
Pues bien, desde aquella convocatoria de noviembre (2016) hasta ahora, la citada Subcomisión no ha dado señal alguna de vida, ni consta que asociaciones de otras provincias hayan sido convocadas. De modo que es una prueba suplementaria de la dejadez en la aplicación de la LMH que, a imitación del Gobierno del Estado, practican las instituciones de la Comunidad de Castilla y León. No es, por desgracia, una actitud exclusiva de esta Comunidad, pero existe un marcado contraste con sus vecinas del norte, donde residen numerosos emigrados castellano-leoneses, muchos de ellos descendientes de republicanos perseguidos. Y en esos territorios de acogida que son el País Vasco, Navarra y Cataluña la falta de reconocimiento de la memoria republicana se percibe como un síntoma de “nacionalismo españolista o castellanista”, bastante fácil de vender, por el tufillo franquista que tal actitud lleva consigo.
Quizá las autoridades comunitarias y sobre todo las del Estado deberían preguntarse hasta dónde su calculada negligencia en la aplicación de la LMH influye en el desapego que en aquellos territorios se percibe en las elecciones con respecto a los partidos políticos que han gobernado el país durante cuarenta años.
Secuelas vigentes del franquismo. Actitudes contrarias a la aplicación de la LMH (3): los tópicos más extendidos y el silencio más estridente de la “historia nacional”. Por Ángel Iglesias Ovejero
Desde que nos ocupamos del deber de memoria republicana, sobre todo de un año para acá (ver día 20/01/2017), venimos repitiendo que la oposición a su recuperación remite siempre a un franquismo recalcitrante apenas soterrado, que se viste con el ropaje de un generoso olvido sobre un pasado no lejano todavía y le sale muy barato a quienes lo promueven, porque no regalan nada de lo suyo. Mirada de cerca, esta propuesta de amnesia colectiva de cara al futuro, que tiene un arraigado antecedente en la política del silencio oficial sobre las responsabilidades de la Guerra Civil y la Represión, fomentado en los años posteriores a la Transición, solo atañe a “la memoria republicana” y nunca a “la memoria nacional-católica” (Espinosa 2015). Esta última se construyó como historia oficial sobre la base propagandística del Régimen franquista hasta el fin de la Dictadura, según la cual, no solo se santificaron los presuntos valores “nacionales”, sino que se demonizó la República (haciéndola responsable de la guerra civil) e incluso se culpabilizó a las víctimas de la represión, como en parte sucede todavía. Es este pertinaz nacional-catolicismo lo que, tras el “pacto de silencio” o “pacto del olvido” durante la Transición, trataron de regenerar J. M. Aznar y sus gobiernos, según J. Aranzadi (2005: 5). Entonces los derechistas renunciaron al “mito de la reconciliación” y esto provocó una reacción en favor de la memoria republicana, tanto en los estudios históricos como en los familiares de víctimas de la represión franquista, que hasta cierto punto se reflejó en la LMH (2007) durante el gobierno de J. L. Rodríguez Zapatero.
El nacional-catolicismo, a vista de pájaro, parece una extraña amalgama que, para empezar, se basaba en el antagonismo de las “dos Españas”, según el debate surgido a finales del siglo XIX sobre la esencia de España entre los intelectuales del regeneracionismo (se le ha encontrado un antecedente icónico en el “Duelo a garrotazos” de Goya, como alusión a las luchas fratricidas de liberales y absolutistas), entre la última guerra carlista (1876) y la pérdida de la colonias (1898). Fue un período en que aparecieron los nacionalismos periféricos en los territorios del carlismo. El debate después se prolongó entre los autores de las generaciones literarias de 1898 y l914. Con el método expeditivo que lo caracterizaba, Franco consiguió la unión de elementos tan heterogéneos como podían ser el ideario de los carlistas (tradicionalismo, absolutismo, catolicismo reaccionario, foralismo) y de los fascistas (totalitarismo unitario, ultra-catolicismo, corporativismo), para derrocar la República. Logrado el triunfo bélico, la versión nacional-católica de la guerra civil se ofrecía como una lucha entre una España “verdadera” (castiza y conservadora), integrada por monárquicos carlistas y alfonsinos, ultracatólicos, militares africanistas y falangistas; y una “Anti-España” (internacionalista y revolucionaria), integrada por republicanos y obreristas, comunistas, anarquistas, judíos, masones y ateos. Esta última había ido derrotada en “la Cruzada”. En la primera se encarnaban todas las esencias patrias, que tenían su modelo en “la España imperial”. Pero la esencia de lo español (estoicismo, valentía, ingenio) daba incluso para soportar la hambruna de la obligada autarquía y abrirse una vía económica entre el comunismo y el liberalismo, atraerse el turismo gracias precisamente a su singularidad (“España es diferente”, “como en España no hay nada”). Con este andamiaje la Dictadura aguantó casi hasta los cuarenta años, a base de silenciar lo que el Régimen llevaba dentro: falta de libertad, de democracia, de solidaridad, y con sostén de la represión, las ejecuciones, los exilios, la emigración.
Hecha abstracción de los “valores” de estas singulares señas de identidad, el proceso de manipulación (de apropiación y de exclusión) de la historia española por el “nacional-catolicismo” no difiere de las “historias nacionales” de otros países, en las cuales se advierte siempre un contenido ideológico, según J. Aranzadi (2005: 3): “La Historia es siempre ideología, y lo es especialmente cuando se disfraza de ciencia y relato ´objetivo´ del pasado”. Porque los nacionalismos políticos, sean grandes o pequeños, más allá de las posibles leyes por las que se rigen, se nutren de la adhesión emocional de los individuos a una serie de valores culturales (nacionalismo cultural). El sentimiento de pertenencia a una comunidad incluye signos de diferenciación frente a otros nacionalismos, con los que no se excluye la solidaridad, pero el contraste también puede generar relaciones conflictivas. De hecho, en la raíz de los nacionalismos, más allá de los valores “positivos” programados (P. Ibarra 2005), frente a los individuos y colectivos “no nacionales” (otros nacionalismos o minorías étnicas) se perciben comportamientos racistas, xenófobos, integristas, clasistas, que son ingredientes más o menos presentes en las historias oficiales de los respectivos países, que los grupos dominantes imponen y en los estados modernos se transmiten en la enseñanza, para lo cual previamente se somete la visión del pasado a un proceso de modelización. Sin ir más lejos, en Francia, que para bien o para mal aparece como una referencia en España, se levantó un gran revuelo a mediados del pasado mes de febrero (2016), porque en el período preelectoral de las elecciones presidenciales uno de los candidatos se atrevió a decir que la colonización de Argelia (1830-1962) había sido “un crimen de guerra”. Todos los otros candidatos se le echaron encima, porque, con independencia de la propiedad o impropiedad de tal calificación en este caso, son partidarios (sobre todo en período electoral) de que en la “Histoire de France” que se enseñe a los escolares solo se cuenten los hechos de tal manera que se pongan de relieve las grandezas de Francia, desde el tiempo de los Galos hasta De Gaulle por lo menos, quedándose con “lo positivo” y dejando de lado “lo negativo”.
En el mejor de los casos, esta manera de contar el pasado más parece poética lección, análoga a una leyenda dorada o heroica, que un reflejo creíble de los sucesos buenos o malos, reconocibles como tales por sus causas y efectos, lo cual sería de esperar de una “historia verdadera”. Lógicamente, los contenidos de las “historias nacionales” chocan con los de otras naciones. Por lo visto, en Europa nadie quiere cargar con el mochuelo de las responsabilidades que “la civilización occidental” ha causado en otras civilizaciones (invasiones, exterminios, genocidios, enfermedades mortíferas, comercio de esclavos, expolios económicos y culturales, etc.) o los estragos causados en otros países del mosaico europeo. Es de suponer que serán los agredidos y perjudicados o sus herederos quienes restituyan el complemento de información que falta en aquellos relatos históricos edulcorados para que se parezcan a la verdad, sin que alcance a desmentirlo la asignación de lo negativo a una presunta “leyenda negra”, como se hace en España, porque esto ya no es de recibo (“la leyenda negra no existe”). Y lo mismo sucede con la versión nacional-católica de los hechos acaecidos en España de 1936 a 1975 (e incluso algo después), que se repite como verdad inmutable: la “Historia Nacional”, convertida en dogma. Falta el complemento republicano que la Memoria Histórica tiene el deber de aportar, recordando que la invención franquista consistió en violentar y pervertir los valores generalmente admitidos, el respeto a la vida, la libertad, la democracia, la justicia, la cohesión social.
Hoy día, para combatir la recuperación de la memoria republicana, el argumento más socorrido del dogmatismo histórico nacional-católico es el paso del tiempo, en el que se funda la terapéutica del olvido (“el tiempo todo lo cura”) y la banalidad de las responsabilidades criminales, borradas con el tiempo (“aquello ya pasó hace tiempo”). La distancia temporal favorece las mitificaciones y mixtificaciones que llevan a la aceptación ciega de la explicación de la guerra, presentada por los historiadores francófilos de hace más de medio siglo como consecuencia fatal de una situación convulsa (“la guerra era inevitable”), una medida preventiva para evitar males mayores (“fue un mal necesario”) e incluso misteriosamente prevista en los designios de la Providencia (“Dios lo quiere” fue el grito de guerra, como en las Cruzadas), cuyo resultado sería un premio para unos o un castigo para otros. Cualquier intento de modificación de la simplificación tendenciosa será recibido como algo anacrónico y de sospechosas intenciones (“¿Qué queremos eso ahora?”), con lo cual se entra en un círculo vicioso en el que el olvido de ahora se justifica por el olvido anterior (“no hay que revolver la mierda que ya estaba asentada”).
Estos contenidos tópicos, que, siendo sofismas, se repiten como axiomas, se han revitalizado con el revisionismo histórico y político, auspiciado en la época de Aznar (supra), también se deben a una forma de credulidad, propia de gente semiculta (como sucede en los fenómenos de lengua), que confunde los relatos o las vagas referencias a los hechos con la realidad misma de éstos. Sus transmisores han sido, de grado o por fuerza, los destinatarios de aquel lavado de cerebro que la propaganda nacional-católica denominaba “formación del espíritu nacional” o bien personas educadas en la amnesia del pasado con el argumento del miedo “guerracivilista”, ya evocado (01/02/2017). De modo que consideran que lo que no está referido en los libros académicos (franquistas) no ha existido, como si la ignorancia fuera patrimonio exclusivo de los analfabetos y no también, descontada la mala fe, de los historiadores que no han querido o sabido encontrar los horrores de la guerra y la represión en la retaguardia franquista o en la posguerra. Y al contrario, las invenciones que se cuentan en la escritura oficial, a fuerza de repetirse, se toman por realidades en la opinión colectiva, debido a la falta de elementos de contraste.Como si la repetición de mentiras, errores e invenciones convirtiera éstos en verdades, aciertos y realidades concretas; o si los comportamientos delictivos no hubieran existido o dejado de serlo por tener un largo recorrido y amplio calado en la sociedad (el machismo tradicional en España, la misoginia, la incivilidad, la corrupción política, el fraude fiscal, etc.). Así que, sin más explicación, habría que tolerar y dar por buenas las exaltaciones de la guerra y las exhibiciones de impunidad en monumentos y símbolos, a pesar de que las leyes las prohíban, porque, según esas opiniones, el triunfo bélico las justifica (“para eso ganamos la guerra, o perdisteis la guerra”) y forman parte de la historia (“son historia”, “no borrar la historia”) y, por añadidura, se apuntalan con la coartada cultural (“el patrimonio nacional”).
Una coartada análoga es la del humanitarismo ecuménico, que se combina con el miedo a ese pasado mal conocido, que en gran medida se ha ocultado y cuyo olvido se fomenta oficialmente. No se puede hablar de las víctimas de la represión franquista, todavía desconocidas muchas y sin reconocimiento en su mayoría (a no ser que se le dé ese significado al Valle de los Caídos, donde sus cadáveres sirven más de trofeo que de otra cosa), sin que salga alguien a recordar que también hubo víctimas de la represión republicana, siendo así que la historia nacional-católica lo lleva pregonando desde 1936 (“los mártires de la Cruzada” y “los caídos por Dios y por España”). Siempre hay algún familiar biológico o ideológico que, cuando se escribe de republicanos asesinados o se les rinde homenaje, reclama que se haga con “todos”, aludiendo a los de su “bando” (“los de Paracuellos” o donde sea), pero no porque en general estén dispuestos a compadecerse de los sufrimientos de los otros, sino de ellos mismos sobre todo, aunque no puede excluirse que en algún caso sea un sentimiento sincero. En este caso merece un respeto, pero a veces este comportamiento revela un componente de hipocresía redomada, dado que, además de pretender estorbar el reconocimiento y reparación de las víctimas del “otro bando”, aprovechan para recordar que sus familiares eran buenas personas (creyentes, religiosos, etc.), dando a entender implícitamente que los republicanos no lo eran. Y hablan sin saber o simulan ignorar que muchos presos de Salamanca y Ciudad Rodrigo, como prueban las cartas desde la cárcel y los testimonios, eran creyentes vilmente asesinados, pero ni la Iglesia ni nadie los ha calificado de “mártires” o pedido su canonización.
Más extendida si cabe es la opinión que acepta la dejadez gubernamental y de las autoridades democráticas con respecto a LMH (ver día 16/02/2017), también motivada con análogos e hipócritas reclamos humanitarios (“no abrir heridas”), llamadas a la paz social (“no agitar viejos rencores”) e incluso el piadoso recuerdo de los muertos (“dejar en paz a los muertos”). De un modo apenas velado consideran “agitadores” a los miembros y simpatizantes de las asociaciones de la memoria republicana, porque atribuyen al “odio” la indignación que sienten y denuncian los demócratas ante la impunidad de los crímenes franquistas. Ninguno de esos presuntos “agitadores”, que moralmente resultan condenados, echa de menos la guerra, pero el reclamo de la paz está muy desarrollado entre quienes se beneficiaron de aquélla, empezando por los mismos franquistas. Quizá los lectores mayores recuerden la campaña de M. Fraga con motivo de “los 25 años de paz” en 1964 (que los antifranquistas llamaban “de tranquilidad”, por su equívoca relación con la tranca), poniendo la tardía y limitada prosperidad económica en el haber de Franco, cuya efigie aparecía en una serie de monedas. Es posible que en el franquismo social todavía se cultive la complaciente nostalgia de aquel orden represivo (“con Franco no pasaban estas cosas”, a veces en son de amenaza: “si Franco levantara la cabeza”) y de aquel bienestar (“con Franco vivíamos mejor”) que hacía abstracción de la penosa emigración masiva en los años sesenta. Lo que no ofrece dudas es que todavía se consideran adecuadas al caso aquellas frases consensuales (“lo que hace falta es que no vuelva a pasar, o que no veamos aquello otra vez”), como si el remedio estuviera en el buen deseo, pero olvidando que la mejor manera de que “vuelva a suceder aquello” es no tratar de los motivos y las responsabilidades en aquellos graves sucesos, así como la indiferencia en el reconocimiento de las víctimas.
Precisamente esta ceguera retrospectiva se relaciona con otro contenido tópico que, una vez más, parece una propuesta altruista, pero encierra una profunda injusticia. Se trata de la teoría del reparto de responsabilidades en la guerra (“todos fueron culpables”) y de sus efectos (“todos perdimos la guerra”), conocida como equidistancia y equiparación, e irónicamente “equiviolencia” (Robledo). Esto supone hacer abstracción de las causas reales de la guerra a consecuencia de una sublevación militar, la represión y la violencia como principal soporte de la Dictadura, así como, por supuesto, dar por hecho que los herederos de los verdugos y de las víctimas sufrieron por igual. Concretamente, esto se comprueba a nivel local, donde las autoridades municipales sucumben a esta singular manera de ver el lejano conflicto y la represión, cuando se niegan a asistir a los homenajes a republicanos asesinados por milicianos fascistas o ejecutados por sentencia de consejos de guerra, porque prefieren permanecer “neutrales” (nótese el implícito posicionamiento pacifista en un imaginario conflicto bélico), equiparando en el recuerdo a las víctimas y a los victimarios. No lo haría mejor Pilatos cuando dejó castigar al Justo, lavándose las manos (“soy inocente de la sangre de este justo”, Mt. 27: 24). Son actitudes inhibitorias y timoratas que alientan los desplantes de resabiados franquistas que llegan a amenazar impunemente con romper las placas recordatorias o las lápidas nominales de víctimas, si las autoridades retiran los símbolos de exaltación bélica y los nombres de represores en el callejero.
También un amplio sector de la opinión pública comparte la señalada excusa del actual Gobierno para no aplicar LMH: la falta de “recursos”. Es un tema en que, por haberse tratado (23/02/2017), no se insiste aquí. Se relaciona con las reiteradas carencias democráticas y de justicia, que nunca han sido asunto de urgente solución en la España monárquica. Y a este propósito, quizá no esté demás recordar que, por principio, el sistema monárquico hereditario es el menos democrático, aun en el supuesto de que sea constitucional, una característica que no se dio de inicio en el caso de la restauración de los Borbones, pues Juan Carlos I fue nombrado sucesor por Franco, aunque en modo alguno se pueda poner en duda el proceso de su legitimación. Recordarlo no es una injuria y, por otro lado, es indudable que, a largo plazo, la Monarquía fue beneficiaria colateral de la destrucción de la República. Por ello se entiende que los Reyes (el que está en funciones y el jubilado) no hayan dado señales de ser fervientes defensores de la memoria republicana (“no hay que pedir peras al olmo”). Con guardar un discreto silencio y olvido (solo alterado con alguna inoportuna insinuación) les ha bastado para seguir donde están. Pero no hay que olvidar que la monarquía hereditaria, aparte de la persona que asume la jefatura del Estado, incluye al colectivo de la familia real, cuyo mantenimiento requiere también “recursos”. Se cifran en varios millones de euros, que, comparados con los presupuestos generales, no abultan mucho, pero los encuentran excesivos quienes no perciben más que una función decorativa por parte de esa familia e incluso llegan a considerarlos escandalosos cuando se fijan en la conducta poco o nada ejemplar de algunos de sus miembros, sin que les alcance el rasero de la justicia que, en principio, debería ser igual para todos los españoles.
En suma, los tópicos contrarios a la aplicación de la LMH son emanaciones de la “Historia Nacional-Católica”, que, sin el necesario complemento de la tradición republicana, se queda en una mitificación ideológica: una historia falaz y no veraz. Y sobre este falso cimiento no se puede edificar un proyecto sólido de “reconciliación”, que no atañe a los agentes y pacientes del pasado (es imposible reconciliar a los muertos que no lo hicieron en vida), sino a la sociedad española actual, a la que se supone sensible a los valores de la libertad, la democracia y los derechos humanos.
Secuelas vigentes del franquismo. Actitudes contrarias a la aplicación de la Ley de Memoria Histórica (4): la falta de contenidos de la recuperación de la memoria en la enseñanza secundari. Por Ángel Iglesias Ovejero
A juzgar por la experiencia adquirida en lo que va de siglo, tanto en la recogida de testimonios orales, como por las reacciones que ha provocado nuestra descripción de la represión franquista (2016), los efectos de “la política del olvido” han sido catastróficos en el sudoeste de la provincia de Salamanca. Fuera del estricto ámbito familiar, al cabo de 25 años de Democracia, los mismos hijos de víctimas, se mostraban reacios a librar secretos en el contexto local, por el miedo acumulado y confuso a “los que mandan” y a la reacción de sus convecinos, motivos que no afectan a los informantes emigrados a Comunidades del norte (País Vasco, Navarra, Cataluña) o países extranjeros (Francia, Suiza, Alemania). Abstracción hecha del ambiente familiar, la generación de los nietos de los represaliados no conocían (no conocen) casi nada de lo que sucedió antes, durante y después de la Guerra hasta el fin de la Dictadura, al margen de algunos avatares del mismo conflicto bélico (y, obviamente, los ecos de la cantinela del “milagro económico español”, atribuido a Franco en la historia oficial del Régimen). Así tuvimos ocasión de comprobarlo en algunos encuentros con estudiantes de secundaria en Ciudad Rodrigo y de una treintena de universitarios que asistieron a las Jornadas de El Rebollar (2007), algunos de los cuales acogieron con emoción el descubrimiento de la represión sangrienta por los testimonios directos. El desconocimiento de la memoria en este caso se debía a la falta de información adecuada en la enseñanza secundaria presumiblemente a nivel estatal y, en este caso concreto, en Castilla y León, una comunidad autónoma que, según estos y otros indicios, sigue apegada a la política del olvido más que ninguna otra.
Después de la Ley de Memoria Histórica (LMH, 2007), era de esperar que en los libros de texto de Historia de España para la enseñanza secundaria se reflejaran de un modo adecuado los contenidos correspondientes al período de la posguerra civil y la dictadura franquista, incluidas la represión y la oposición a la Dictadura. Era el objetivo fijado para una investigación, financiada por el Ministerio de la Presidencia, llevada a cabo en 2013 por un equipo de la Universidad de León y dirigida por el profesor Enrique Javier Díez Gutiérrez. La muestra incluía el análisis de 21 libros de texto más utilizados en las Comunidades Autónomas (10 editoriales), 12 correspondientes al 2º curso de Bachillerato, donde más se desarrolla el período en cuestión, y 9 al 4º curso de Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO), en que también se trata del mismo, así como algunos libros representativos de la enseñanza primaria. También se efectuaron 610 entrevistas, sobre la adecuación del contenido, a profesores de diversos Institutos de Secundaria, públicos o privados-concertados, en zonas rurales o urbanas, grandes o pequeños. Los departamentos de Historia encuestados representaban el 10% de la población objeto de estudio en toda la geografía estatal, aunque fueron más solicitados los de la Comunidad de Castilla y León, por pertenecer a ella la mayoría del equipo investigador. Los resultados se publicaron en 2014 (Revista Complutense de Educación, vol. 25, nº 2), en cuya presentación se adelantaba que dichos contenidos se habían empezado a introducir, “aunque no con la suficiente profundidad”. Habida cuenta de la exposición detallada, queda claro que se trataba de una lítote.
El primer resultado significativo es que los manuales escolares se refieren a la represión de la Dictadura y la lucha antifranquista, pero de un modo superficial y en fecha tardía. Solamente en las ediciones recientes se alude a esta resistencia, pero casi solo a la más moderada y política de los años 60, sin apenas referencias a la lucha armada del maquis en los años cuarenta. Se olvida o se minimiza la represión franquista sistemática y legalmente manipulada de aquella década. Y existe una serie de temas tabúes, intocables: la caución de la Iglesia a todo el proceso represivo, los mecanismos de la legislación franquista para la incautación de bienes de familias republicanas y sus consecuencias (penurias de las víctimas, enriquecimiento y nuevas fortunas oligárquicas entre los afines al Régimen), la implicación de la población civil (los que se sintieron ganadores de la guerra) en la represión, la intimidación y la exclusión social promovida por la Dictadura contra los desafectos, el necesario reconocimiento de las víctimas del franquismo y de los que lucharon por el mantenimiento del orden republicano.
La investigación revela que la proporción de espacio que, con respecto a otros temas, en los manuales de 2º de Bachillerato se dedica al estudio de la República, la Guerra Civil y la Dictadura parece adecuado (cerca del 40%). Pero de hecho la mayor parte se dedica a la descripción de la Guerra Civil (pormenores y batallas), en menor medida a la época de la República y en proporción mucho menor a la represión de la Dictadura y la lucha antifranquista. Apenas se alude a las sacas; se pasan por alto los enterramientos clandestinos en fosas y la represión sistemática contra los sospechosos y sus familias. Y los movimientos de recuperación de la memoria histórica no figuran en los contenidos de los libros de texto.
La oposición bélica se describe de un modo simplista, con tendencia a legitimar el Nuevo Régimen con el triunfo militar. Bajo una aparente exposición objetiva (“neutral y aséptica”) se oculta una parte importante de los hechos, de modo que se confirma la llamada teoría de la equidistancia o equiparación, en la que se reparte la culpabilidad por igual (“los desmanes de ambos bandos”, “todos fuimos culpables”, “el Terror Rojo y el Terror Blanco”). Solo en los libros más recientes se matiza un poco esta versión (“el conflicto no era inevitable”, la inexistencia de “revolución comunista” con la que se ha justificado el Alzamiento, la explicación del conflicto a consecuencia de la oposición entre los grupos dominantes de la Restauración y los grupos emergentes de obreros y burgueses). Esta teoría de la equidistancia tiene sus antecedentes en el último franquismo, se mantiene en la Transición y subyace en la misma LMH (2007).
Las entrevistas de los profesores pusieron de relieve la dificultad para tratar este tema en los libros escolares de Historia, a consecuencia del rechazo de la Memoria. Quizá la motivación esté en un prejuicio académico, que condiciona al mismo profesorado, al considerar que la Historia ofrece una garantía de veracidad, frente a la presunta subjetividad de la Memoria, como si una y otra fueran incompatibles. La Transición se construyó sobre un pacto, para que los franquistas cedieran el poder a cambio de una amnesia colectiva, practicada por los gobiernos siguientes, a pesar de la implícita impunidad de los crímenes que ello suponía. En esta tesitura, la tardía recuperación de los recuerdos testimoniales del pasado reciente apenas tiene calado en los libros de Historia.
Cabría la posibilidad de que los contenidos de la memoria histórica hubieran calado en la enseñanza en los dos o tres últimos años. Pero los datos que recordaba Patricia Rafael en setiembre de 2016 (VICE News) no parece que dejen margen excesivo para el optimismo. El mismo E. J. Díez, coautor con Javier Rodríguez de las unidades didácticas de La Recuperación de la Memoria Histórica, considera que la enseñanza en las escuelas del significado de la República, las causas de la Guerra y lo sucedido durante la Dictadura sigue siendo una asignatura pendiente. Lo mismo señala Fernando Hernández, profesor de Didáctica de Ciencias Sociales en la Universidad Autónoma de Madrid, quien definía su experiencia como alumno y docente en la Enseñanza Secundaria y la Universidad con esta lapidaria descripción: “(…) nuestra Historia Contemporánea es un gran agujero negro”. Era una constatación que ilustraba con el nivel de conocimientos (o sea de ignorancia) sobre el período de la Dictadura, que revelaba una encuesta entre un centenar de alumnos universitarios a mitad de la carrera de Magisterio.
En espera de que haya alguna ley educativa que mejore el estado de cosas, la inclusión de la memoria histórica en los cursos escolares depende del talante de los profesores de la asignatura de Historia. Ahora bien, según la encuesta del citado E. J. Díez, solo un número reducido de docentes estaba comprometido con hablar del período en cuestión, una minoría se oponía y la mayoría “pasaba de puntillas por lo que pudiera pasar”. Es de suponer que estas actitudes se reflejan en los trabajos de acompañamiento, que en otras partes, como el País Vasco, se comprueban e incluso dan ocasión a los nietos de represaliados en Castilla y León para transmitir la tradición familiar, cosa que quizá no podrían hacer en su comunidad de origen, donde no se tiene constancia de que tales deberes se fomenten. Las Asociaciones que trabajan en la recuperación de la memoria no siempre son bien recibidas en los institutos. En Ciudad Rodrigo, la visita de hace unos diez años no se ha vuelto a repetir. Y en general, Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, se lamenta de que las puertas se cierran con amables (y vergonzosas) excusas, lo que le llevaba a esta amarga formulación sobre la deficitaria cultura democrática: “En este país ha habido una especie de fábrica de ignorancia que produce una incultura absoluta de los derechos humanos”.
Más o menos, los citados profesores coinciden en señalar que la mejora de esta lamentable situación requiere “una voluntad política y una visión compartida de los valores democráticos” (F. Hernández), tomando ejemplo de lo que se ha hecho en Francia o Alemania, donde las instancias competentes han fomentado y aplicado medidas educativas adecuadas con respecto al conocimiento de los grandes sucesos del siglo XX, sus causas y efectos. Pero mucho tendrán que cambiar las actitudes de las autoridades competentes a nivel estatal, comunitario, provincial y local para que en este rincón mirobrigense desaparezca esa lacra de la incultura democrática y la insensibilidad ante la impunidad histórica del franquismo que, en cierto modo, es comparable con el analfabetismo crónico de hace un siglo.
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