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Refugiados de distintos lugares relatan sus historias conectados por los mismos hilos: desilusión, desarraigo y xenofobia.
MADRID
Huir de casa
Atada a un árbol, a sus apenas diez años, Margarita Zornoza no hace más que planear su venganza: "Monique, en cuanto nos suelten, te juro que les arranco la cabeza", dice, mientras recibe, una tras otra, las pedradas que le lanza un grupo de chicas que ríe y grita: "¡Hablad en francés!". Pero Monique, una polaca recién llegada a París huyendo, igual que Zornoza, del hambre, del frío, de la guerra y del fascismo de su Polonia natal, ni siquiera puede entender lo que le dice su compañera de tronco. Corren los años 40 en Francia, y hace tiempo que Ramón Serrano Súñer, cuñado del dictador Francisco Franco, ha dado unas consignas claras: "No hay más españoles que los que se quedan en España". Como consecuencia, en el pasaporte de Zornoza pone como nacionalidad: "Apátrida".
"Nos recibieron terriblemente. A mí me llamaban sucia extranjera"
"Nos recibieron terriblemente. A mí me llamaban sucia extranjera", cuenta por teléfono Zornoza, quien todavía recuerda cómo su vecina, al escucharla hablar en un idioma que no era el francés, le llamaba "andouille", que el diccionario traduce como bobo, tonto o tarado. Aquellos insultos duraron poco: "Una de las cosas que conservo con más cariño de aquellos años es una cartilla verde que dice que a los seis meses de llegar ya era la que mejor leía de toda mi clase". Apasionada de las novelas de Edgar Allan Poe y Agatha Christie, que en París solo podía leer en francés, su dominio del idioma le abrió puertas que cambiarían su vida para siempre.
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No puede reprimir la risa. A pesar de que lleva casi dos meses de huelga de hambre, Ali Lmrabet, postrado sobre una cama del hospital Avicena, en Rabat, un lugar que sirve de espacio de reclusión para los presos de la cárcel de la ciudad marroquí de Salé, extrañamente aún conserva algo de sentido de la ironía en unos días en que sus propios miembros son incapaces de sostenerlo ya en pie. Se ríe, por ejemplo, cuando lee la prensa diaria —una de las pocas actividades que su cuerpo y sus captores le permiten— y ve al ministro de Información marroquí, el excomunista Nabil Benabdallah, decir a las agencias de prensa internacional que ese periodista por el que le consultan, ese tal Lmrabet, no es en realidad periodista, sino un charlatán que todavía tiene que responder ante graves acusaciones. Con dificultad, Lmrabet extrae de su cartera su carnet de periodista. Abajo, certificando que todos los datos y los títulos que refiere la persona que allí aparece son correctos, la firma del mismísimo Benabdallah. Lo que son las cosas.
Corren los primeros años de la década de los 2000. Para entonces, Lmrabet se ha convertido ya en un comunicador de cierta notoriedad en su Marruecos natal. Lo es sobre todo gracias a Demain Magazine y Doumane, dos publicaciones dirigidas por él en las que ha dado voz a los que habitualmente no la tienen en su país, ha denunciado la manera en que países como Estados Unidos, Francia y España se alían con una monarquía autoritaria mientras dan lecciones de democracia, y, sobre todo, ha tocado los tres temas sagrados: las tropelías de los monarcas absolutistas y corruptos, el conflicto en el Sáhara Occidental y la religión. También dio espacio al humor gráfico y a artículos satíricos que criticaban lo que Lmrabet juzgaba que eran "las costumbres hipócritas y oportunistas del viejo régimen".
De todo, curiosamente lo que más molestó al régimen marroquí, sin duda, fue esto último. La monarquía teme más que a nada el poder emancipador de la risa, la capacidad que tienen la sátira y la ironía de señalar las contradicciones de la realidad que quería vender: un Marruecos tradicional y moderno a la vez, emancipado pero dependiente de sus aliados, democrático pero bajo una monarquía. Lmrabet está a punto de pagar con su vida el decir una obviedad: que todo a la vez no podía ser.
El resultado fue que ninguna de las publicaciones dirigidas por Lmrabet necesitó nunca publicidad, pues se vendían tanto entre unos lectores anhelantes de publicaciones alejadas del discurso oficial que, sin saberlo, entre todos las sostenían. Pero él mismo acabó en la cárcel, acusado, entre otras muchas cosas, de delitos como ultraje al rey, atentados contra la integridad territorial del reino o atentados contra el régimen monárquico, entre otros muchos. "Son delitos tan gordos que ningún juez te puede absolver porque, si lo hace, entonces le acusan a él de cometerlos. Es de locos", explica por teléfono el periodista más de 20 años después. Aquello era solo el principio de un viaje que acabaría con él fuera del país.
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En el puerto de Veracruz, México, Pedro Andrés Ródenas es recibido con los brazos abiertos por el Gobierno del entonces presidente Lázaro Cárdenas, que entendía que aquellos españoles podían ayudar a hacer crecer un país próspero y con recursos, pero necesitado de la pujanza de brazos jóvenes y del ingenio de mentes claras. Su apuesta salió bien. Llegados a miles en barcos como el Sinaia, el Ipanema o el Mexique, fueron muchos los apellidos españoles que levantaron librerías, fundaron editoriales e impartieron clases en algunas de las universidades más prestigiosas del país. Eso, por no hablar, por ejemplo, de los ingenieros que contribuyeron a reforzar el tendido eléctrico mexicano, entre otras muchas infraestructuras. Ródenas consiguió un trabajo como relojero a los pocos días de llegar. Para ello, tuvo que atravesar antes un infierno.
Una de las primeras paradas de los exiliados españoles tras 15 días de infernal travesía por la frontera hispanofrancesa eran los campos de concentración ubicados en las playas de la costa francesa. En la del pueblo de Agde, convertido hoy en un bonito enclave turístico de la Francia occitana, había una inmensa alambrada metálica que obligaba a los sedientos y hambrientos recién llegados a permanecer confinados en la arena. Allí tan solo crecían unas extrañas plantas con inmensas hojas verdes que daban un fruto con espinas. Muchos años después, ya en México, un día, súbitamente, a Ródenas le invadiría una violenta sensación de rabia e impotencia al toparse con una fruta particular. "Así que esto se llama higo chumbo. Esto era lo que crecía en la playa de Francia. Joder, si hubiéramos sabido que se podía comer, no hubiésemos pasado tanta puta hambre". En vez de eso, durante meses se alimentaron de las cáscaras de naranjas que, entre risas, les lanzaban los soldados franceses que defendían la alambrada, y de algo de carne de mono.
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El 9 de junio de 2009 fueron encontrados los cadáveres de Tania y Katerina, dos mujeres transgénero, en El Salvador. La mañana siguiente, en una zanja llena de lodo, el de Catalina, otra mujer transexual que fue golpeada y estrangulada. Antes de acabar el mes sería hallado también por las autoridades el cuerpo de un hombre gay de veinticinco años de edad en una bolsa de plástico: sus manos habían sido desmembradas y su cuerpo, mutilado, mostraba otras señales de tortura. El 30 de junio murió asesinado a balazos otro hombre gay de dieciocho años tras haber sido secuestrado y torturado. A principios de julio, Betzayda, otra mujer transgénero, fue encontrada sin vida en el fondo de un barranco.
Aquellos acontecimientos, que con los años recibirían por parte de la comunidad LGTB de El Salvador el nombre de Junio Sangriento, pillaron a Luis Fernando siendo apenas un adolescente que se esforzaba por creer a pies juntillas lo que le decían en el colegio, en misa y, sobre todo, en casa: una familia solo puede ser el resultado del amor entre un hombre y una mujer, una unión que ha de ser siempre bendecida por Dios en santo matrimonio. Pero aquello a Luis Fernando no le termina de encajar. Mientras sus compañeros de clase hablan de chicas, salen con ellas, empiezan relaciones, las terminan y las vuelven a retomar, él no encuentra interesante a ninguna. Al menos, no así. Lleno de dudas, a los 19 años toma una decisión. En contra de la opinión de parte de su familia, decide irse a vivir a San Salvador, la capital del país, para compaginar sus estudios con trabajos a tiempo parcial con los que poder costearse la carrera y la vida allí. Una idea le obsesiona: quiere descubrir quién es, vivir su propia vida. Todavía no lo sabe, pero acaba de emprender un viaje sin retorno.
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Olga Rodríguez siempre fue una chica con carácter. Es hija de un preso político retenido en el penal de Burgos y de una madre que desde bien joven le explicó quién era Francisco Franco y quién era su padre, un defensor de la cultura, la libertad, la igualdad y la República legítima. El resultado de aquellas charlas fue que con apenas 14 años Rodríguez se animó a participar en 1960 en una silenciosa marcha que pretendía denunciar precisamente eso: la censura que impedía hablar en España. Fue detenida y llevada a la Dirección General de Seguridad, situada entonces en la Real Casa de Correos, en la Puerta del Sol, sede hoy del Gobierno regional y edificio donde ni una sola placa recuerda las torturas y los asesinatos que allí se cometieron en nombre de la dictadura.
—¿Tú qué hacías en esa manifestación?
—Yo no formaba parte de la manifestación, solo estaba paseando.
—Sí, ya. Bueno, qué se puede esperar de la hija de unos comunistas...
Bien adiestrada por su madre, durante las horas que duró aquel interrogatorio Rodríguez nunca reconoció pertenecer a movimiento político alguno. Dio igual. Tras graduarse del Bachillerato elemental en 1961, ningún centro de estudios la admitió en Madrid. Fue entonces cuando sus padres tomaron una decisión que marcaría su vida para siempre: debía salir a estudiar a Francia.
Durante un par de años, Rodríguez vivió con una familia amiga de sus padres, también destacados miembros del partido comunista. Con ellos aprendió a hablar francés, fue al al liceo y tuvo por primera vez cama propia. También siguió participando en política. Una vez acostumbrada a sus rutinas parisinas, su madre fue nombrada secretaria de Mujeres Demócratas, asociación con sede en el lado oriental del muro de Berlín. Con su padre ya fuera de la cárcel, Rodríguez estaba a punto de dar otro cambio radical a su vida y entrar en contacto con un país que aplicaba muchas de las ideas que llevaba defendiendo desde niña: la RDA.
Lejos de casa
"Para nosotros, volver era el paraíso, era nuestra única razón de ser"
En la mente de los exiliados y sus familias, la experiencia de abandonar el país supone siempre al principio un breve paréntesis, unos pocos años de interrupción. En el caso de los republicanos españoles, muchos creyeron que este acabaría en cuanto Hitler y Mussolini fueran derrotados y las potencias occidentales centraran su atención en Franco. Pero el dictador se mantuvo. Y a aquel breve paréntesis se le sumó primero un año, después otro, y después otro más. Pasarían más de 35 hasta que el dictador murió plácidamente en su cama.
"Para nosotros, volver era el paraíso, era nuestra única razón de ser", cuenta Zornoza, quien recuerda además con claridad el momento en que empezó a darse cuenta de que su situación era irreversible.
—Papá, ¿cuándo volveremos a España?
—Cuando lo ordene el ministro de la Marina suizo.
Y con esa idea se quedó, hasta que cayó en algo.
—Papá, Suiza no tiene mar.
—Ni España tiene ley como para que nosotros podamos volver.
Paradójicamente, la asunción de que aquella situación era ya inamovible empezó a abrir otras posibilidades. Hablante de español y francés, Zornoza aprovechó el aluvión de empresas francesas deseosas de hacer negocios en Venezuela para trasladarse a Caracas y trabajar como secretaria bilingüe. Lo hizo con notorio éxito entre los 60 y los 80, en mitad de la explosión económica de un país que era considerado entonces casi un apéndice de EEUU. Fueron años dulces en los que pudo dar a sus hijos una educación que sus padres ni siquiera pudieron soñar para ella.
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Contra todo pronóstico, la huelga de hambre de Lmrabet y la presión internacional surten efecto y en enero de 2004 el periodista sale de la cárcel indultado por un monarca que creyó que aquel gesto magnánimo serviría para que dejara de agitar las aguas. No tuvo en cuenta que Lmrabet es un hombre de principios sólidos: "El trabajo de un periodista es igual en todas partes. Te llega una información, compruebas si es verdad, y, si lo es, lo publicas". Dicho así, parece fácil.
No lo fue ni mucho menos. En 2005, el Gobierno condenó a Lmrabet a diez años sin poder ejercer el periodismo por manifestarse en prensa en contra de la propaganda sostenida por el régimen acerca del Frente Polisario. Esto no le dejó más alternativa que el exilio: "Me quitaron mi sustento y el de mi familia. Cuando eso pasa, es como si te cortan la cabeza. No queda más remedio que irse", explica. A partir de entonces, él y su familia se trasladan por épocas a Barcelona, desde donde sigue haciendo periodismo, es decir, sigue contando lo que ve: "Sé que aquí no gusto mucho ni a PP ni a PSOE. Y eso que no me he metido mucho en la política española, sino que me he limitado a señalar ciertas contradicciones que vive un país que luego da lecciones de democracia", relata. En el fondo, late el orgullo de un profesional: "He ido a muchos juicios y me han condenado por muchas cosas. Pero hay una cosa por la que nunca jamás han podido condenarme: por mentir".
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Ródenas agradeció el amparo de Lázaro Cárdenas ejerciendo de maestro joyero en la ciudad de Guadalajara, en el estado de Jalisco. Aquello no impedía, sin embargo, que en las recurrentes reuniones de españoles exiliados que se celebraron durante décadas por todo México le invadiera una profunda sensación de nostalgia. A él, y a todos los que acudían a aquellos encuentros.
"Todos los 14 de abril se juntaban. Por lo que sé, sobre todo lo que hacían era quedarse en silencio, acompañarse. Si se quedaban solos en pequeños grupos, hablaban un poco de la guerra. Decían que la guerra les había pegado muy duro", relata Pedro Andrés Gutiérrez, un nieto de Ródenas que lo ha investigado todo sobre su abuelo y que aún conserva los documentos que este tenía cuando salió de España. "Los párrocos españoles en México decían que los republicanos en la Guerra Civil comían curas y monjas. No fueron muchos, pero qué triste que la discriminación que mi abuelo sufrió en México viniera solo de sus propios compatriotas", recuerda también por teléfono Gonzalo Andrés, uno de los seis hijos de Ródenas.
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Cumplidos los 22 años, tras tres en la universidad, Luis Fernando asume algo que en el fondo ha sabido siempre: es homosexual. El salvadoreño decide entonces vivir con arreglo a lo que siente. Empieza a dejarse ver en la calle paseando con hombres, a mantener relaciones con ellos y, sobre todo, poco a poco va perdiendo el miedo y la vergüenza mientras combate internamente la idea, asimilada desde la más tierna infancia, de que aquello está mal, de que no es natural y de que no es más que una viciosa perversión. Al mismo tiempo, con el respaldo de la Iglesia, el Gobierno trata de aprobar cuestiones tan urgentes para el país como considerar que el matrimonio solo puede ser fruto de la unión entre "un hombre y una mujer así nacidos". Con ello, buscan cerrar las puertas del sacramento a todo atisbo de diversidad.
"Son situaciones que te llevan al límite y en las que no encuentras respaldo en nada"
En este clima, Luis Fernando empieza a tener serios problemas para vivir. Cuanta más pública y notoria es su orientación sexual, peor es su situación. Empieza a recibir mensajes amenazantes en el teléfono, llenan su coche de heces de perro, se lo rayan y, finalmente, le rajan las ruedas frecuentemente, lo que se tradujo en la explosión de una yanta mientras conducía que pudo traer graves consecuencias. Finalmente, el vaso lo colma un allanamiento de morada que la Policía decide no investigar bajo el argumento de que no le habían robado nada: quien entró dejo su mensaje solo con el mero hecho de entrar. Distanciado de parte de su familia y amenazado por quienes no toleran su manera de vivir, toma la decisión de abandonar el país en junio de 2019 y pide refugio político en España: "Son situaciones que te llevan al límite y en las que no encuentras respaldo en nada. Una sociedad ignorante en diversidad, con tanto peso de la Iglesia... Sufrí persecución solo por mi orientación sexual", explica el hoy portavoz de la asociación Kifkif, que da apoyo a refugiados LGTB.
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Si algo encontró Rodríguez en la extinta RDA, por el contrario, fue comprensión. "Nos recibieron de maravilla. Entendían que éramos algo así como sus invitados", recuerda la médica. En el Berlín socialista halló una vida y, sobre todo, un sistema que hoy sigue defendiendo como deseable para cualquier lugar. "Cuando cuento esto en España, la gente no me cree. En la RDA se vivía sin lujos, pero muy bien".
A los 18 años, cuenta, los estudiantes universitarios recibían un piso y 400 marcos mensuales por el mero hecho de serlo, lo que facilitaba que a esa edad la mayoría de los jóvenes pudiera independizarse. Esto, subraya Rodríguez, les permitía iniciar su proyecto de vida a una edad en que hoy en España, por ejemplo, resulta prohibitivo. Como resultado, la mayoría de las facultades contaban con guarderías en la que muchos estudiantes, aún veinteañeros, llevaban a sus hijos. "Todos teníamos derecho a un trabajo, una casa y un coche. Sí, había que esperar para que te lo dieran, pero esperábamos, porque no era una sociedad de consumo. Era otra cosa". Rodríguez empieza a ganarse la vida como ginecóloga en un país en el que, por ejemplo, abortar era legal. Los años reafirmaron a la familia en sus convicciones. No imaginaba que, mientras tanto, tres décadas de dictadura habían acabado casi por completo la España que recordaba.
El país que nunca será
Tanto anheló Zornoza la muerte del dictador que en 1975 tuvo que ir a comprobar con sus propios ojos que Franco había muerto. En mitad del Valle de los Caídos, en su retorno a la España de su infancia, la idílica, aquella en la que su padre decía que para que dos hombres respetaran un acuerdo bastaba con que se hubiesen dado la mano, aquel país le pareció, más que nunca, producto de su fantasía.
"Me encontré una España llena de odio y de chismes aquí y allá"
"Todo aquello era una estafa. Me encontré una España llena de odio y de chismes aquí y allá. La España que estaba naciendo con la República hubiese podido ser algo importante, pero no la dejaron. Esa se murió en el Atlántico", explica Zornoza, que no volvió definitivamente hasta bien entrados los años 80, después de atravesar una odisea para demostrar que ella, con su acento sudamericano, apátrida durante muchos años, con un hermano medio francés, un hijo viviendo en Venezuela —"si la cosa allí estuviera mejor, me volvía y estaba con él", dice con nostalgia— y un marido cubano, había nacido en la Plaza de la Lealtad, cerca del parque del Retiro donde paseaba de niña casi cada tarde.
Hoy, una de las cosas que más le preocupan es el ascenso de la extrema derecha a través de Vox: "Me aterra ese señor, Abascal. No sabe nada de Historia. España, en general, no quiere saber nada de Historia. Y así justo empezó todo la otra vez". Con el recuerdo del miedo y el frío que sintió en sus primeros meses en Paris, le duelen especialmente ciertas ideas racistas que parecen calar cada vez más entre la gente: "¿De verdad alguien es capaz de ver a otra persona ahogarse y no rescatarle? Quienes vienen dejan atrás su vida. No podemos hacer otra cosa más que acogerlos".
Tiene la misma opinión Lrmrabet, que recuerda que existe todo un Marruecos exiliado en países como España, Francia y Canadá que quiere un país distinto, con un pueblo que pueda por fin participar de la vida política del país y que crea en el progreso y las libertades. El Marruecos exiliado, explica, se resiste a permanecer callado.
Pero la xenofobia va calando en la sociedad. Instalado en España junto a su familia, matriculó a sus hijos en un liceo francés y contrató un seguro privado para no gastar recursos de la sanidad pública. El motivo es el racismo. Cuando habla de ello, Lmrabet pierde por teléfono el tono reposado con el que es capaz de explicar hasta los episodios más injustos de su vida. Pero esto es algo que le supera: "En todos los países hay racismo. En España también. Lo que más me molesta es el discurso de la paguita que defienden los ignorantes. Siempre que he trabajado en España, he pagado aquí mis impuestos, y soy hijo de un combatiente en la Guerra Civil, así que tengo más derecho que algunos a los recursos públicos. Pero no he querido coger absolutamente nada para que ningún burro me venga a hablar de paguitas. Tengo un sentimiento de dignidad más fuerte que eso".
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"Si algo aprendimos toda la familia es la importancia que tiene acoger bien al migrante"
Ródenas, a quien la Guerra Civil pilló en la veintena, murió en los años 80 después de haber regresado a España apenas un par de veces o tres, siempre teniendo que pedir asilo político, como si no se tratara de la tierra que le vio nacer. Falleció, dicen sus familiares, convencido de que había tenido que abandonar su país por defender una causa justa. Hoy, su nieto, Pedro Andrés Gutiérrez, ha recorrido el camino inverso al abuelo. Nacido en México, vive instalado en España, desde donde trata de reconstruir cada uno de los pasos que dio Ródenas en su vida. "Si algo aprendimos toda la familia es la importancia que tiene acoger bien al migrante. Es indispensable tratar a todos como ciudadanos, vengan desde donde vengan", explican.
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A sus escasos 29 años, más o menos a la misma edad en que Ródenas asumió que México sería su hogar para siempre, Luis Fernando va haciéndose a la idea de que pasarán muchos años antes de que pueda instalarse en su país natal. Puede, incluso, que no pueda volver nunca o, en el mejor de los casos, que apenas pueda hacerlo durante periodos de tiempo no muy largos. Hace apenas unas semanas, relata, un par de chicos jóvenes fueron expulsados de una conocida cadena de restaurantes en El Salvador acusados por el resto de comensales de haber mantenido una conducta poco decorosa. Su delito fue darse un par de besos cogidos de las manos: "Estoy convencido de que, de haber sido un chico y una chica, no hubiese pasado absolutamente nada", analiza Luis Fernando.
Desde hace un tiempo se dedica a ayudar a las personas refugiadas LGTB que, huyendo de la homofobia, se encuentran de bruces con la xenofobia en España. Luis Fernando ha vivido episodios de todo tipo, desde la persona que, sin conocerle de nada, le acusó de ser otro inmigrante que no aporta nada a la sociedad, pasando por los amigos y conocidos que le han borrado de sus redes sociales molestos con su activismo y llegando a las personas que en las aplicaciones para ligar rechazan conocerle en el momento en el que se enteran de que no es español. "Da mucha rabia escuchar discursos racistas que se pueden desmontar en cinco minutos con un par de datos. Es muy duro verte obligado a salir de tu país y llegar a otro del que sientes que tampoco formas parte. Yo pediría a los racistas que dejen de mentir. Y a los españoles, que se pongan en nuestra piel, que recuerden que hace no mucho este fue un país de emigrantes".
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Si alguien trabaja hoy para que esto no es olvide es Olga Rodríguez. Su padre murió en 1989, coincidiendo con la caída del Muro de Berlín, el fin de la utopía en la RDA. Con el capitalismo campando al fin libre y a sus anchas en el país que la acogió como a una camarada más, Rodríguez sintió que no le quedaba nada por hacer en aquel aquella nueva y unificada Alemania.
"La España de los años 90 me rompió el corazón. Percibí una libertad muy superficial, y me dio mucha pena comprobar que esto no había cambiado tanto. Pasé un tiempo muy mal porque la Alemania que yo conocía tampoco existía ya. Volví a tener 10 años, volví a tener miedo a decir lo que de verdad pensaba sobre las cosas", recuerda Rodríguez.
También anidó en ella el desarraigo, la nostalgia del país que no fue: "España podía haber sido distinta y nos la robaron. Seguimos siendo un país de vencedores y vencidos, y a los vencidos se nos humilla. Se han negado tantas cosas... Cada vez que oigo aquello de que no se reabran heridas, se me revuelven las tripas. El Gobierno español todavía no nos ha pedido perdón por considerarnos personas non gratas durante tantos años".
Colaboradora precisamente en el Museo de la Batalla del Jarama, que hoy busca nueva sede debido al alto precio de los alquileres. Ella, al igual que el resto de exiliados, con los años ha terminado aspirando a una sola cosa: que no se olvide su historia. Ni la suya, ni la de ninguno de los que se han visto forzados a abandonar su hogar culpables de haber cometido el grave delito de intentar vivir conforme a sus ideas.
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