El poeta, muerto en el exilio hace 75 años, residió aquí más de 30 años, amó a Guiomar y escribió algunos de sus mejores versos
Cuando se cumplen 75 años de la muerte en el exilio de Antonio Machado, Madrid, la ciudad donde el poeta sevillano viviera su adolescencia, su juventud e intensos periodos de su madurez, conserva la estela de su presencia en algunos hitos que evocan su memoria. Uno de ellos es el busto que le dedicara la Biblioteca Nacional, copia de una obra del escultor Pablo Serrano, que cabe contemplar hoy sobre una peana en el jardín del suntuoso edificio del paseo de Recoletos. Otro hito importante es el de la estación de metro que lleva su nombre en la línea 7, que conecta Pitis con San Fernando de Henares. Hoy mismo, medio centenar de poetas asentados en Madrid, desde Rafael Soler, Alberto Infante a Pablo Méndez, preparan un homenaje magno para el 22 de febrero, con arranque en Segovia, mientras en numerosos centros culturales, desde el Ateneo hasta la Unesco, se han programado recitales poéticos y conferencias para evocar su memoria.
Antonio Machado Ruiz había nacido en el palacio de las Dueñas de Sevilla en 1875, hijo de Ana Ruiz y de Antonio Machado Álvarez, librepensador, estudioso del folclore andaluz y amigo de los intelectuales Francisco Giner de los Ríos y del regeneracionista aragonés Joaquín Costa. En Sevilla, en un ambiente familiar de ideas progresistas, Antonio vivió una infancia feliz hasta el 8 de septiembre de1883, fecha del traslado a Madrid con su familia —cinco hermanos, tres chicos y dos chicas— paras instalarse en un piso de la calle de Claudio Coello, 16. El traslado acaecía después de que destinaran a su abuelo Antonio a una cátedra de Medicina de la Universidad Central de San Bernardo. Uno de sus primeros recuerdos de su adolescencia madrileña fue la asistencia del futuro poeta, junto a su padre, a un mitin pronunciado en el Retiro por Pablo Iglesias. “Parece que es verdad lo que ese hombre dice”, escribiría Machado años después en La Vanguardia. Y añadía: “La voz de Pablo Iglesias tenía para mí la voz inconfundible —e indefinible— de la verdad humana”.Ya de mozo, también en Madrid, surgió en el futuro poeta una afección por el teatro.
El joven dramaturgo, que colaboró en la hechura de algunas piezas teatrales junto con su hermano mayor y poeta, Manuel, fue alumno con él del Instituto San Isidro. Este histórico centro escolar madrileño, ya entonces tricentenario, conserva un bellísimo claustro barroco que aún cabe visitar en la calle de Toledo esquina a la de los Estudios y que Antonio Machado tantas veces recorriera. En él se hermanaría más allá del tiempo y del espacio con poetas y dramaturgos del Siglo de Oro como Lope de Vega, Francisco de Quevedo y Pedro Calderón de la Barca, que también cursaron enseñanzas en el viejo caserón que albergara el Colegio Imperial.
En la estela de Rubén Darío
El bachillerato del imberbe Antonio Machado, que proseguiría en el madrileño Instituto Cardenal Cisneros, en la calle de los Reyes, se vio interrumpido por la muerte de su padre, en 1893 y, tres años después, por la de su abuelo médico y catedrático tocayo suyo. Además de aquellos hechos, le alejó de los estudios un temprano viaje a París en 1899, junto a su hermano Manuel, si bien aquel periplo le permitiría conocer allí a Oscar Wilde, más adelante al poeta modernista nicaragüense, luego afincado en Madrid Rubén Darío, de gran influencia poética sobre su propia obra, y al escritor naturalista vasco Pío Baroja, en cuya casa madrileña de la calle de Ruiz de Alarcón, Machado, a su regreso a Madrid, le visitaría en ocasiones. No lejos de allí, en un palacete de la calle de Alfonso XII esquina a la de Juan de Mena, habitaría Rubén Darío durante alguna de sus largas estancias madrileñas como diplomático. Darío también residiría en la calle de Serrano, 23.
En el arranque del siglo XX, el cambio de domicilio de las familias de la clase media era extremadamente frecuente en Madrid. Así, los Machado y su numerosa prole —como han escrito los literatos José Montero Alonso y su hijo José Montero Padilla— vivieron en un plazo de dos décadas en numerosos domicilios distintos: entre otros, en las calles de Churruca, Fuencarral, Santa Engracia, Alcalá, 110 —número que ha desaparecido de la calle, que pasa del 108 al 114— y la inicial de Claudio Coello en el número 16, muy cerca del portal 25; precisamente en este edificio residieran tres décadas antes que los Machado Gustavo Adolfo Bécquer y, también, Emilia Pardo Bazán, así como en la aún conocida como calle Ancha de San Bernardo, donde se encontraba la Universidad Central en la que cursaría y culminaría la carrera de Filosofía.
Amistad con Lorca y Baroja, cartas con Unamuno
Otro de los domicilios madrileños de Machado estaría en el arranque de la calle de General Arrando, en el número 4, donde figura una placa en su memoria; esta vía fue llamada tras la Guerra Civil y hasta la Transición, del General Goded, golpista alzado y se encuentra muy cerca de la plaza de Chamberí y no lejos de la calle de General Martínez Campos, donde tuvo su sede, hoy sustituida por un moderno edificio, la Institución Libre de Enseñanza. En dependencias de la Institución Antonio completaría sus estudios. De aquella época data su amistad con intelectuales como Federico García Lorca y la intensa correspondencia que mantuvo con Miguel de Unamuno.
Tras conocer en Soria a la jovencísima quinceañera Leonor Izquierdo y casarse con ella cuando él contaba 34 años, residen durante su luna de miel en la casa de Ana Ruiz, madre de Machado, en la Corredera Baja de San Pablo, 20. Previamente, el poeta frecuentaría numerosas tertulias de cafés como el llamado Fornos, en la calle de los Peligros, donde se hiciera famoso el perro Paco —que asistía a corridas de toros y a obras teatrales—. De igual modo, frecuentaba el café de Las Salesas, donde sería retratado por el renombrado fotógrafo Alfonso; también asistía o impartía conferencias en el Ateneo de la calle del Prado, que a la sazón bullía culturalmente entre una intensa e incesante actividad intelectual y política.
Moncloa, un jardín para soñar
Sin embargo, el paraje con el que más se identificaría el poeta de cuantos en Madrid frecuentara fue el formado en torno a los jardines del palacio de La Moncloa, una antigua posesión del marqués del Carpio que databa del siglo XVII, enclavada sobre uno de los paisajes más amenos de cuantos la ciudad y sus alrededores poseen. Su enclave parece casar con el refinadísimo gusto del marqués, uno de los principales coleccionistas de arte de todos los tiempos. ¿Por qué Machado se identificó tanto con los jardines del palacio? Primero, porque entonces, 1932, eran jardines de aristócratas abiertos al público por las autoridades republicanas a los que la gente comenzaba a tener acceso. Y segundo, porque fue allí donde vivió las horas más intensas de su amorío con Pilar de Valderrama, la musa que bajo el nombre deGuiomar despejaría algunas de sus tribulaciones tras la muerte de la jovencísima Leonor Izquierdo Cuevas en Soria donde, como profesor de Francés, Machado había sido destinado.Fuentes, fuentecillas, pérgolas y vergeles de los jardines madrileños de La Moncloa dieron color y vida a aquel amor arrebatado hacia Guiomar, al que accedía Antonio desde otro de sus domicilios, en la avenida de la Reina Victoria, en Cuatro Caminos, donde tomaba un tranvía que hasta allí le llevaba.
Tras un destino en Baeza (Jaén) y otro muy fructífero en Segovia, que duraría 13 años, Antonio regresa a Madrid y en 1932 gana la cátedra de Francés en el Instituto Calderón de la Barca, entonces en el paseo de Areneros, hoy Alberto Aguilera, y en el Instituto Cervantes, con distintas secciones. En este instituto madrileño, donde Machado dio Francés, impartiría clases de Filosofía María Zambrano y de Dibujo, Daniel Vázquez Díaz.
Tertulias y cafés
Por las tertulias madrileñas, por los salones literarios y por los teatros y cines, estrechamente comprometido con la causa republicana, más si cabe cuando declinaba la posibilidad de victoria durante la guerra civil, desplegaría Antonio Machado su genio poético, bañado por la hermosura andaluza primero, herido luego por la sobria belleza castellana y por un amor siempre añorado, dolencias éstas que combatió con un verbo primero pinturero y modernista, al cabo íntimo y, a la postre, signado por el compromiso con la dolorida realidad social de la España de entonces.
Pese a haberse atrevido, como el enciclopedista Jean Jacques Rousseau, a “ser tildado de malo por haber osado creer que el ser humano es naturalmente bueno”, la saña ideológica del franquismo se cebaría con él: tras la Guerra Civil, Antonio Machado Ruiz, quizás el más alto poeta español contemporáneo, sería en 1939 expulsado post mortem de su cátedra madrileña. No sería rehabilitado en ella hasta 1981, ya en democracia.
Hoy, su cuerpo reposa exiliado en el cementerio de la localidad fronteriza francesa de Colliure, pero su nombre y su poesía —“honda palpitación del espíritu” la definió el antólogo José Montero— resuena en los frontis y los patios de escuelas madrileñas, donde su verbo sustantivo, bañado por la luz de los cielos altos de Castilla late aún en los corazones adolescentes.
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