divendres, 5 de juny del 2015

Los tres de la Salgada.


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Iban ya de retirada cuando vieron tres siluetas a lo lejos. La furgoneta de la que los tres hombres se acababan de bajar apenas era una mancha entre el polvo y los rayos del sol ya atemperados de ese atardecer de primeros de septiembre. 

Ese verano del 36 estaba resultando de lo más criminal. Criminal por el intenso calor que hacía el trabajo más penoso si cabe, criminal por el hambre, que acuciaba sin tregua, pero criminal, sobre todo, por la guerra, que se había llevado detenidos, primero a Benavente, luego a Astorga y a León, a un tercio de los obreros. Un día más habían trabajado de lo lindo, arrancando con movimientos rítmicos y certeros de hoz los últimos tallos de la cebada mientras el sudor corría pegajoso por sus frentes. Apenas habían parado para comer un cacho de pan con un trozo de tocino de hebra, y en ese tránsito, entre trago de agua y frugal alimento, habían bromeado con ‘Gelito’, un chaval de quince años y mirada azul y confiada, al que querían ennoviar con una muchacha con la que un día le vieron conversando en la puerta del baile.  “Esa es buena pa ti, con unos meneos que la des te la llevas al huerto”,  y el chaval, esquivo, les decía que le dejarán en paz, que el novias no quería, que se las echaran ellos. “Como me la voy a echar yo, si estoy casao y recasao”, había dicho Dionisio entre risas. “Pues Julián, que se la eche Julián”. 

Lo cierto es que ‘Gelito’ mientras avanza con sus dos compañeros por el camino de polvo piensa en la chica de las trenzas a la que el sábado por la noche, ya aseado y curiosín, verá de nuevo en la puerta del baile, donde se juntan los chavales y chavalas que pese a llevar media vida trabajando, no han alcanzado aún la edad de entrar. Dionisio, por su parte, se concentra en el cigarro de liar,  es el mejor momento del día, que fumará tras la cena, mirando a su mujer, más taciturna y más mayor y como con más pena, repasando la ropa mientras los niños duermen. Julián lo hace pensando que dentro de unas horas podrá resarcirse de la dura jornada con la perra de vino que se pedirá en la taberna acompañada, si se tercia, de una cola de escabeche, y unos cánticos, antes  espontáneos, alegres, hoy apenas audibles.

     
 No se dan cuenta de los tres hombres hasta que casi los tienen delante. Van armados, con pistola al cinto y tienen la mirada altiva, tan frecuente en esos días, de los vencedores. Los tres son del pueblo.
–Vosotros, no deis ni un paso atrás.

Dionisio, tal vez por su condición de padre de familia, dice en voz baja, prediciendo el peligro:
–No os encaréis, vienen bravos.

Los hombres se les acercan. El más joven rodea a Julián.
–¿Tú no eras de los que ibas a la Casa del Pueblo a cantar y bailar y te ufanabas diciendo que la tierra era para el que la trabajaba? -habla con desprecio y un brillo criminal en la mirada-.
–Yo no me meto con nadie, no he hecho otra cosa que trabajar, ahora volvíamos…
–Calla, perro –saca la pistola y con ella le acaricia la sien –todavía te recuerdo el uno de mayo con la mano alzada, pero ya no lo harás más.
Suena un disparo, Julián cae al suelo fulminado. 

–¿Que habéis hecho? –Dionisio va a agacharse, pero otro de los hombres, también joven, le sujeta por la espalda impidiéndoselo. El que ha disparado contra Julián descarga ahora en la cara y el estómago de Dionisio varios tiros seguidos. 

El chico de mirada azul contempla la escena con horror, los ojos inundados de agua.
–Y este chico tan joven –habla un hombre mayor y menudo, que hasta ahora no se ha pronunciado –. ¿Cómo te llamas?
–Angel, señor.
–¿Le conocéis?
–Me suena que un tal Ángel llevó tejas a la Casa del Pueblo.
–Mi padre no fue, señor, él no hizo nada de eso.
–Calla, joder, ¿quién te ha preguntado? –uno de los jóvenes le asesta un golpe seco con el dorso de la mano en el rostro.
–¿Qué hacemos?
El hombre menudo asiente con la cabeza.
–No, por favor, yo no he hecho nada.
–A ti por mirar.
Un nuevo disparó detona el aire atormentado mientras la bola de fuego se oculta en el horizonte de ese cuatro de septiembre de 1936.  


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El hombre menudo que da las órdenes decide que los expongan en la plaza para escarnio público y así lo hacen ante las miradas de la gente que no da crédito al horror, como si el pequeño mundo en el que están inmersos se hubiera imantado de una extraña locura. Las voces se corren, unos avisan a otros, “es fulanito, hay que decírselo a la esposa, a la hermana, a la madre, como es posible, Jesús, María y José”, y la madre se acerca, puede ver los ojos limpios pero sin brillo de su hijo, ellos apagaron el brillo, aunque no se atreve a agacharse y cerrarlos, y se va y vuelve y vuelve a irse, “que te han hecho Angelito, que te han hecho”, hasta que amparados por la llegada de la noche, uno detrás de otro, los tres cadáveres desaparecen para ser velados en silencio y dolor contenido y miedo, esa cosa oscura que se ha instalado de forma inexorable en el interior de las casas, en las cocinas, en los jergones de paja, en los ladridos de los perros que rasgan el silencio al amanecer.

Habían demostrado que tenían vara alta para matar y lo seguirían demostrando cuantas veces hiciera falta, y había algunas vidas, como la de los dos conejos y un gazapo que habían cazado, eso dijeron vanagloriándose, que no valían nada.

Esos hombres que durante setenta y nueve años se conocieron en Valderas como los “los tres de la Salgada”, también como “los dos conejos y un gazapo” hoy tienen  nombre y apellidos. 

Son:
Julián Rodríguez Sastre, 28 años de edad, jornalero, soltero.
Dionisio García Ugidos, 27 años, apodado “paramés”, jornalero, casado, con tres hijos.
Ángel Castaño Vega, 15 años, soltero, jornalero.

En su memoria.