dimecres, 6 de setembre del 2017

Llanto por la Huerta de San Vicente


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Mariluz Escribano muestra una de las fotos que le hicieron en la Huerta con solo cuatro años.
Mariluz Escribano muestra una de las fotos que le hicieron en la Huerta con solo cuatro años. / JORGE PASTOR

«Normalmente dormía en el dormitorio contiguo al de Federico. Su habitación era un lugar sagrado; allí no entraba nadie» Mariluz Escribano, que vivió parte su niñez en la casa de Federico, pide compromiso para frenar su deterioro

Jorge Pastor
JORGE PASTORGranada
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Tito y Sultán, los perros de Mariluz, parecían inquietos aquella mañana de verano. Iban, venían, saltaban, correteaban... un nerviosismo infundido, quizá, por la presencia del hombre extraño. Mariluz aguardaba al periodista tendida en la butaca del salón de su domicilio. Allí, en lo alto de Granada, donde no hay ruido. Los recuerdos de la escritora Mariluz Escribano, nacida el año anterior al asesinato de Federico, son los recuerdos de una infancia en la Huerta de San Vicente. A la sombra de los cipreses que plantó el propio García Lorca, al frescor de los maizales, los trigales, las acequias, los aires de Sierra Nevada. Sí, aquella Huerta de San Vicente, «la más hermosa de todas las que había por allí». Y esta Huerta de San Vicente, amenazada por el tiempo y la desidia. La del piano cimbreado. La de la solería rajada. La de los quicios de puertas y ventanas despegadas de los maderos. La que es un frigorífico en invierno y un horno en verano.
«Fui a la Huerta de San Vicente por primera vez con cuatro años, en 1939, y pasaba allí varios días aprovechando la Semana Santa, la Navidad o que los jueves era fiesta escolar», rememora Mariluz Escribano, que normalmente dormía en el dormitorio contiguo al de Federico. «Porque la habitación de Federico era un lugar sagrado; allí no entraba nadie». «Enfrente -relata Escribano- había un cuarto cerrado bajo candado donde se guardaban documentos, textos y dibujos de García Lorca, material de enorme valor que fue robado en alguna ocasión por las escuadras negras».
La familia de Mariluz Escribano Pueo estaba estrechamente ligada a la de Federico García Lorca. Su padre, Agustín, fue fusilado el 11 de septiembre de 1936, cuando ella tenía nueve meses, semanas después de que ajusticiaran a Federico. «Había un vínculo muy fuerte; mi madre participaba en las tertulias que se formaban todas las tardes en la Huerta de San Vicente y entabló una estrecha amistad con el matrimonio que formaban Carmen García, la prima de Federico, y Vicente López, que estuvieron al cargo de la finca a partir de 1936, cuando los García Lorca se fueron a América», explica Escribano. «La Huerta nunca estuvo abandonada como erróneamente se dice por ahí; estaba cuidada al máximo, llena de floreros con rosas y flores de pato que creaban un ambiente lorquiano que no se podía borrar», comenta Mariluz, catedrática ya jubilada de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Granada, Medalla de Oro al Mérito de Granada y una de las poetisas más relevantes del siglo XX en España.

Malas noticias

Escribano asegura que las últimas informaciones aparecidas en prensa sobre el mal estado de la Huerta de San Vicente no le extrañan. Hace un par de años estuvo una mañana entera sentada frente a ella. Oliendo, mirando, soñando. Y le sorprendió que, pese al sol radiante, todo estuviera cerrado. «Ni siquiera estaba abierto ese balconcillo del que hablaba Federico desde el que veía trabajar a los segadores». «Lo único que se puede esperar es que todo lo que haya dentro se deteriore», lamenta.
Bajo su punto de vista, la Huerta de San Vicente debería fijarse en el ejemplo de la casa natal de Fuente Vaqueros y en la labor desarrollada por Juan de Loxa. «Aquí lo que ha habido es un problema de gestión; todos lo han hecho fatal», asegura. Y considera que más allá de las inversiones siempre anunciadas y nunca ejecutadas, la solución a la Huerta de San Vicente pasa por el sentido común. «Por preocuparse por ella, por abrir las ventanas para que se ventile y se corten las humedades. ¿O es que las sillas y el piano se han roto porque les pegan patadas?», se pregunta. «No, se han roto por el descuido», se responde.
La Huerta de San Vicente, que estos meses ha salido en los papeles por los cinco desmayos sufridos por turistas debido a las sofocantes temperaturas que se han registrado en el interior -más de treinta grados y menos del treinta por ciento de humedad-, nunca fue antaño un sitio especialmente caluroso. Más bien todo lo contrario. «Teníamos que salir con la chaquetilla puesta», dice Mariluz Escribano. «La Huerta no necesita aire acondicionado, sino airearla, poner mucho esmero en la conservación de los elementos que hay en su interior y recuperar su sabor tradicional». «Si todo se va dejando, se pudren los objetos», resume.
Y es que ha pasado mucho tiempo, demasiado, desde que se hizo la última reforma a fondo de la Huerta de San Vicente. Fue a mediados de los ochenta, cuando el inmueble pasó a ser propiedad del Ayuntamiento de Granada -aunque su uso actual, como casa museo, no comenzó hasta 1995-.
Según cuenta Mariluz Escribano, la intervención estuvo dirigida por Enrique Lanz, y más allá de acabar con goteras y demás desperfectos, se atendió a detalles como el encargo de una solería idéntica a la original, que se ha conservado hasta nuestros días con los mismos dibujos y los mismos colores para que todo quedara igual.
Ahora, desde su vivienda en lo alto de Granada, Escribano sigue soñando con la Huerta de San Vicente. Con aquellas tardes en que sacaban las hamacas al jardín. Con las gentes variopintas, como la 'tía Isabel', enlutada de arriba a abajo, que acudían a las tertulias. Con esas conversaciones que «siempre giraban en torno a la desgracia de Federico, en torno a la desgracia de mi padre -dice Mariluz-, en torno a la desgracia de tantos otros que habían sido fusilados». «Porque los niños parecía que estábamos jugando, pero teníamos el oído muy fino y nos enterábamos perfectamente de todo».