El 1 de abril de 1939 se consumó la victoria de Francisco Franco. La paz, sin embargo, nunca llegaría. 80 años después ningún responsable de la dictadura ha tenido que responder ante la justicia por sus crímenes.
31 MARZO, 2019
1 de abril de 1939. La radio anuncia que «cautivo y desarmado el Ejército rojo» las «tropas nacionales» han alcanzado sus «últimos objetivos militares». «La guerra ha terminado», decía la voz de Fernando Fernández de Córdova que resonaba en las ondas . Terminaban las batallas, sí, pero no llegaba la paz. El Ejército franquista había alcanzado sus objetivos militares, pero su plan no había concluido. España iniciaba un largo secuestro de manos de unos militares y falangistas que, apoyados por la Iglesia católica, quisieron imponer por la fuerza, el exterminio y el miedo una única manera de entender España: la suya.
El final de la Guerra Civil española no supuso el final de la represión. Fue, más bien, un nuevo inicio. El general Franco ya había dejado claro que el objetivo de la sublevación no solo era la conquista del poder. «En una guerra civil, es preferible una ocupación sistemática de territorio, acompañada por una limpieza necesaria, a un rápida derrota de los ejércitos enemigos que deje al país infectado de adversarios«. No es casualidad, por tanto, que entre el 1 de abril de 1939 y 1942 se produjeran la mitad de las ejecuciones del franquismo.
El concepto era limpiar. Limpiar España de marxistas. De rojos. De nacionalistas. De anarquistas. De sindicalistas. De feministas. De maestros y maestras comprometidos. De intelectuales. Limpiar España de todos los que no compartían o fueran reticentes a la idea de la España imperial, católica, apostólica, jerárquica y tradicional. Y no faltaron muertes ni asesinatos. «La matanza se extendió también a quienes habían podido recibir la influencias de sus ideas: los miembros de un sindicato, los que no iban a misa, los sospechosos de votar al Frente Popular, las mujeres que habían obtenido el sufragio y el derecho al divorcio…», detalla el historiador Paul Preston en su obra El Holocausto español. Si los golpistas encarnaban los valores y principios de la España eterna, los defensores de la República se convirtieron en la Anti-España y tenían que ser erradicados.
A día de hoy todavía es imposible conocer con exactitud la cifra exacta de asesinados y asesinadas por los franquistas. Paul Preston asegura que la cifra «más fidedigna» de muertes a manos de militares rebeldes lejos del campo de batalla asciende a 130.199 aunque afirma que lo más probable es que la cifra real superara los 150.000 muertos. Por su parte, la obra Verdugos impunes (Pasado & Presente) recoge la siguiente aproximación: 160.000 víctimas mortales entre 1936 y 1945; más de 2.000 fosas comunes y por encima de los 100.000 desaparecidos; 600.000 procesados por tribunales militares (sin contar a los ejecutados); alrededor de 20.000 presos políticos allá por 1940; 150.000 exiliados permanentes…
Un reciente informe encargado por el Gobierno de Pedro Sánchez refleja que entre abril de 1939 y enero de 1940 había medio millón de personas en campos de concentración y 90.000 en batallones de trabajadores. La investigación se basó en el trabajo del investigador de la Universidad Pública de Navarra Juan Carlos García-Funes, autor de Espacios de castigo y trabajo forzado del sistema concentracionario franquista.
Además, solo entre 1940 y 1957, el total de jornadas trabajadas por presos en ferrocarriles asciende a 4,7 millones, según los datos que expuso Fernando Mendiola Gonzalo en el capítulo Negocio y resistencia: empresas y cautivos en las infraestructuras ferroviarias bajo el franquismo (1937 – 1957)
El dato que sí se conoce es el número de responsables franquistas que, una vez terminada la dictadura, tuvo que dar explicaciones ante la Justicia por los crímenes anteriormente mencionados. Ninguno. Cero. Nadie. Impunidad absoluta. El Congreso de los Diputados aprobó en 1977 la conocida Ley de Amnistía que, en la práctica, ha funcionado como una ley de punto final. Todos los crímenes quedaban perdonados y las víctimas, condenadas a recordar en silencio. Eran los tiempos de la Transición, en los que el exministro franquista Manuel Fraga, que participó en la represión, fundaba un partido político y, de repente, se convertía en demócrata.
Nadie pudo decir, sin embargo, que el afán asesino de los golpistas del 18 de julio fuera desconocido. Muchos de ellos no lo ocultaron. «Es necesario propagar una atmósfera de terror. Tenemos que crear una impresión de dominación… cualquiera que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado», decía el general Mola antes del golpe de Estado. Otro de los cabecillas de la sublevación, el general Yagüe, era igualmente contundente: «Al que resista ya sabéis: a la cárcel o al paredón, lo mismo da. Nosotros nos hemos propuesto redimiros y os redimiremos queráis o no queráis».
No obstante, nadie fue tan claro como Gonzalo de Aguilera, oficial de prensa del general Franco: «Tenemos que matar, matar y matar (…) Las masas no son mejores que los animales y no se puede esperar que nos contagien del virus del bolchevismo. Después de todo, las ratas y los piojos son portadores de la peste. ¿Comprende ahora lo que queremos decir al hablar de regeneración de España? Nuestro programa es terminar con un tercio de la población masculina de España«.
Pero la represión franquista no estaba basada únicamente en el exterminio y asesinato. De hecho, este era solo un elemento más. El historiador y catedrático de instituto Francisco Moreno Gómez califica esta primera etapa represora como «la matanza fundacional» y después desarrolla el concepto de «multirrepresión» para que el lector pueda comprender hasta qué punto se extendió el terror en todo el país. «Esta idea viene a insistir en que el franquismo no trató sólo de destruir físicamente a la anti-España, sino sobre todo se trató de la persecución de la mitad de un país después», explica.
Esta multirrepresión incluye campos de concentración, penales de presos, encarcelamientos masivos, señalamientos públicos, paseos, expolio de bienes, robo de bebés, exilio y hambre, mucha hambre. El objetivo era privar a los republicanos de su dignidad humana y reducirlos a simples guiñapos o despojos. «Hablo a la población reclusa: tenéis que saber que un preso es la diezmillonésima parte de una mierda«, decía el director de la cárcel Modelo de Barcelona a los presos en 1941.
«La multirrepresión comprende la eliminación de los derechos generales, las posibilidades de supervivencia, el derecho a la alimentación, el derecho al trabajo, la libertad, echarlos a las cárceles, privarlos de la patria y echarlos al exilio, eliminar los derechos de los padres sobre los hijos, cercar por todas partes a los vencidos y matarles la esperanza. La limpieza y el exterminio en España fue esto: exclusión, no sólo física, sino de todo orden, de la mitad de la población, por sus ideas políticas y definición social», señala Gómez.
Una vez más, es imposible conocer con precisión los datos exactos de este tipo de represión. Por contra, como antes, sí que es posible conocer el número de responsables que han sido juzgados por ello: ninguno. La obra Los campos de concentración de Franco, publicada recientemente por el investigador y periodista Carlos Hernández, recopila hasta 296 campos de concentración en la España franquista por los que pasaron entre 700.000 y un millón de españoles. El principal objetivo de estos campos de concentración era, además de infundir terror, clasificar a la población.
Los responsables de los campos crearon una suerte de tres categorías: «asesinos y forajidos o enemigos de la patria española», que debían ser fusilados o condenados a largas penas; los «bellacos engañados», que podían ser «reeducados mediante el sometimiento, la humillación, el miedo y los trabajos forzados»; y, por último, los «simples hermanos», considerados ‘afectos’ al Movimiento y que eran liberados o incorporados a las filas del Ejército franquista.
«Los cautivos eran sometidos a un proceso de deshumanización. Despojados de sus pertenencias más personales, la mayor parte de las veces eran rapados al cero e incorporados a una masa impersonal que se movía a toque de corneta y a golpe de porra. Las condiciones infrahumanas en el campo les degradaban psicológicamente desde el primer momento», escribe Carlos Hernández.
Pero el campo de concentración, para muchos de sus presos, era solo una primera estancia. Después vendrían las cárceles, los batallones de trabajadores esclavos, los penales… Penales como el de Bustarviejo, una pequeña localidad del norte de Madrid, o como los otros nueve destacamentos penales que el franquismo instaló en el tramo comprendido entre las localidades madrileñas de Chamartín y Garganta de los Montes para la construcción de una línea ferroviaria entre Madrid y Burgos.
La fundamentación teórica de este sistema de redención de penas por trabajo estaba basado en los conceptos católicos de pecado, expiación de la culpa y perdón, que sustituían los conceptos de delito, pena y amnistía. «A través de la redención el prisionero salía del estatus de rojo antiespañol y se acercaba a la salida del espacio físico de la cárcel recobrando el espíritu nacional perdido», explicó a Público el investigador y arqueólogo Arqueólogo Álvaro Falquina, que señalaba que la propia arquitectura de los espacios penales, como el de Bustarviejo, tenía la función de eliminar la «identidad política republicana» y «crear una nueva conciencia de sujetos validos para el régimen franquista».
El de Bustarviejo fue un penal más en un país repleto. Tampoco se conoce con exactitud el número de penales que hubo por todo el país con presos políticos trabajando en ellos. No todos los presos republicanos fueron enviados a estos lugares. Otros muchos continuaron en prisión muriéndose, literalmente, de hambre y de enfermedades. Como Miguel Hernández. Un hambre y unas condiciones que buscaban deshumanizar a las víctimas. A ellas, y a sus familias, que fuera luchaban por la supervivencia con su nombre incluido en listas negras que les prohibían el trabajo.
Y es que la represión franquista no puede entenderse sin su parte económica. Si los familiares de las víctimas del lado franquista gozaban de puestos reservados en la Administración y diferentes prevendas para adquirir un buen status socioeconómico, las víctimas republicanas veían cómo lo poco que habían conseguido acumular durante años de trabajo desaparecía de un plumazo. Tras la derrota republicana, quedaron anulados nada más y nada menos que 13.251 millones de pesetas de dinero republicano, más otros 10.365 millones en depósitos bancarios.
La pobreza represiva consistía en algo mucho mayor que la eliminación del dinero republicano. Comenzaba con la usurpación total de bienes, bien a través del expolio directo, de expedientes de incautación de bienes o de la Ley de responsabilidades políticas, y continuaba con la exclusión laboral absoluta, que expulsaba a los vencidos del trabajo público, de las oposiciones o de cualquier tipo de concesión. Asimismo, continuaron vigentes durante años una especie de listas negras por las que se negaba el trabajo al jornalero local que consideraban que no había acatado los principios del nacionalcatolicismo.
La represión de género
La represión franquista y el secuestro de todo un país no puede entenderse sin la represión que ejerció contra las mujeres. Muchas fueron rapadas al cero para censurar su ‘libertinaje’ y purgadas con aceite de ricino para depurar su “alma tóxica”, otras miles de mujeres fueron exhibidas por las calles y plazas del país durante los años de guerra civil y posguerra. Nadie ha tenido que declarar por ello ante la Justicia.
El castigo del franquismo sobre las mujeres fue doble. Por “rojas” y por “liberadas”. La dictadura exigió a las mujeres un exceso de virtud que encarnara un modelo de decencia y castidad que limpiara la degradación moral republicana. Sobre ellas recayó la responsabilidad de “regenerar la patria”. Catalogadas como individuas de dudosa moral, su acceso a la ciudadanía fue castigado ejemplarmente durante la dictadura a través de cárcel, violencia, exilio, silencio o uniformidad.
“La forma de castigar al hombre era el exterminio. Se fusilaba a gran parte de los hombres de una población. Con la mujer se buscaron castigos más ejemplares. En lugar de ir a por todas, se castigaban a unas pocas de manera pública. La exposición pública del rapado o del ricino marcaba a las mujeres por vida. Un método devastador y efectivo”, explicó a Público Raquel Osborne, doctora en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid.
A esta represión se sumó el robo de bebés en las cárceles franquistas desde el inicio de la Guerra Civil, un robo de bebés que se mantuvo como política de Estado hasta finales de la década de los 40. Mujeres que no eran dignas para criar a sus hijos, que eran entregados a familias de bien. El cuerpo y la mente de la mujer se convirtió, de hecho, en una política de Estado. «La mujer debía ser una especie ‘superwoman’ capaz de hacerlo todo: cuidar a los hijos, atender al marido, llevar la casa, ser buena cristiana y conocer la doctrina franquista”, analiza la investigadora María Rosón.
Para crear esta mujer “dócil y casta” al servicio del varón y de la patria, la Sección Femenina de Falange, dirigida por Pilar Primo de Rivera hasta su fin en 1977, recibió el encargo oficial de formar a las mujeres españolas en todos los campos de actuación convirtiéndose en la única organización institucional dedicada a las mujeres durante la dictadura.
A partir de 1948
El estado de guerra continuó vigente hasta 1948. La represión descendió, pero la paz tampoco llegó. El sistema represivo mutó. España se vistió como «democracia orgánica», el capitalismo entró con el Plan de Estabilización y hasta un presidente de Estados Unidos visitó el país. Pero el secuestro continuaba. España no era libre. España era lo que los franquistas querían que fuera. «Hay muchos estudios que analizan la represión de los primeros años de la dictadura. Nosotros lo que hacemos en la obra es realizar un análisis conjunto del franquismo para demostrar que la dictadura desarrolló una violencia organizada y sistemática desde el Estado contra la oposición, que debe entenderse como todos aquellos que lucharon por los derechos y libertades frente a la dictadura, que duró todo el tiempo que duró la dictadura», explica a Público José Babiano, coautor de la obra Verdugos impunes.
Así, los historiadores José Babiano, Gutmaro Gómez, Antonio Míguez y Javier Tébar muestran en Verdugos impunes cómo la dictadura mutó sus métodos represivos, pero no dejó de perseguir al opositor y violar los derechos humanos de la población. Por ejemplo, entre 1940 y 1963 funcionó el Tribunal especial contra la masonería y el comunismo y a partir de ese año, 1963, estuvo operativo el Tribunal de Orden Público, que juzgó a más de 50.000 personas, de las que un 70% eran trabajadores.
Además, desde 1948 hasta 1975 las autoridades franquistas declararon hasta en 11 ocasiones el estado de excepción para hacer frente a las movilizaciones obreras y estudiantiles. Algunos de los datos son escalofriantes. Solamente en 1974, un año antes de la muerte del dictador, 25.000 trabajadores habían sido suspendidos de empleo y sueldo por sus ideas políticas, mientras que un número aún desconocido había sido despedido.
Pero hay más. Hubo mucho más. Las torturas y malos tratos en comisarías contra estudiantes y activistas detenidos eran sistemáticas. Los luchadores por la democracia recibían el mismo trato en las comisarías de Sevilla, Barcelona o Madrid. No eran policías aislados que torturaban, era un sistema torturador dentro de un régimen dictatorial que también hizo uso de la pena de muerte hasta en los últimos meses de vida del dictador. También hubo muertos de esas que calificaron como ‘accidentales’. Las fuerzas del Orden Público mataron a huelguistas y manifestantes en, por ejemplo, Erandio en 1969, Granada en 1970, Madrid en 1971, en Ferrol y Barcelona en 1972.
Las víctimas de estas torturas policiales han acudido en los últimos años a los juzgados buscando justicia. Han acudido incluso a Argentina. Han señalado con nombre y apellidos a sus represores. Han detallado el trato que recibieron. Algunos de los acusados, como el expolicía de la Brigada Político y Social franquista Antonio González Pacheco y el guardia Civil Jesús Muñecas fueron incluso imputados en Argentina. Pero la Justicia española lo negó todo. Negó extraditar y negó juzgar. Los represores son libres y muchos de ellos cuentan con bonus en sus pensiones por los servicios prestados.
El olvido como colofón
El colofón a todo ese sistema represivo se instaló a partir de la década de los 60 cuando muchos cargos franquistas entendieron que el futuro no toleraría los crímenes del pasado. Muchos archivos locales de Falange, de ayuntamientos y diputaciones fueron desapareciendo. Otros, permanecen cerrados. La Transición apuntaló el silencio, que no olvido, de una etapa que nadie quería recuperar.
Así se llega a este aniversario. 80 años del final de la Guerra Civil, 80 años del inicio del secuestro a un país. 80 años y nunca, jamás, un responsable de la dictadura franquista ha tenido que responder de sus crímenes ante un tribunal. En la actualidad, la Justicia de Argentina mantiene abierta la única causa penal que investiga la dictadura franquista en todo el mundo. Sin embargo, la causa avanza poco. La propia jueza María Servini ha denunciado «los palos en las ruedas» que le ponen desde España.
Mientras tanto, víctimas y ayuntamientos del cambio han acudido en los últimos años a la Justicia para interponer querellas por los crímenes de la dictadura. La respuesta de los tribunales ha sido la misma: los delitos están prescritos, no pueden ser considerados crímenes de lesa humanidad y, en cualquier caso, estarían amnistiados por la mencionada Ley de Amnistía de 1977. Así fue en todos los casos menos en alguna excepción.
En las últimas semanas, varios juzgados han admitido a trámite la querella del Ayuntamiento de Rivas Vaciamadrid por crímenes del franquismo contra vecinos de la localidad; otra querella contra el torturador Antonio González Pacheco; y, otra más, contra varios policías de la Brigada Político y Social en València. Esta estrategia de interponer querellas ante los juzgados españoles fue iniciada años atrás por el abogado Carlos Slepoy, que también consiguió justicia para las víctimas de las dictaduras argentina y chilena. Slepoy falleció en 2017, pero queda para el recuerdo una de sus frases de optimismo: «No os preocupéis. Las batallas por los derechos humanos siempre se ganan».
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada