Para el tema que nos ocupa, muchos autores que han escrito después de 2002 ignoran, pasan por alto o desprecian los diarios del conde de Jordana publicados en aquel año. Señaló que en los primeros días de abril de 1938 tanto los franceses como un sector de los republicanos abogaban por el traspaso de poderes en el seno del Gobierno de Barcelona. Se quedó corto. En el momento mismo de la constitución del segundo gobierno Blum en París, en el MAE ya se sabía que los ministros radicales franceses creían firmemente en la victoria de Franco. Para aclararse, Jordana cursó órdenes inmediatas para que se sondeara a la primera espada de Francia, el mariscal Philippe Pétain, vicepresidente de la CPDN. Se esperaba que, dado su elevado patriotismo y profundo sentido político, pudiera ejercer su influencia.
Al día siguiente de la reunión de la CPDN, Jordana supo que su petición había sido atendida y que en modo alguno habría intervención francesa. Se lo comunicó al duque de Alba en Londres. ¿Es verosímil que no dijera nada al portentoso Generalísimo? Sobre todo cuando Pétain se lo explicó detenidamente en París al agente de Franco, quien el 18 de marzo se lo confirmó aún más rotundamente a Jordana. El cual, obvio es decirlo, lo explicó en una de las reuniones del Consejo de Ministros (se conserva el texto de muchas de sus exposiciones).
Naturalmente, el escamón Franco pudo no creérselo. Pero en los días siguientes se acumularon indicios en el mismo sentido y, para colmo, a finales de marzo, el marqués de Magaz, embajador en Berlín, se enteró por el teniente coronel Antonio Barroso, mano derecha de Franco como jefe de la Sección de Operaciones del Cuartel General, que ya tenían noticias que descartaban la presunta intervención francesa. Es decir, fue después de estas y otras comunicaciones cuando Franco decidió parar la acometida de Yagüe en Lleida. ¿Por qué?
Por los documentos alemanes sabemos que, a la par, el 30 de marzo, Berlín había ordenado al jefe de la Legión Cóndor que transmitiera el deseo nazi de que continuasen las operaciones militares hasta la completa conquista de Cataluña y que no se detuviera para realizar operaciones en otros frentes (doc. de la Wilhelmstrasse nº 554). Es decir, lo contrario exactamente de lo que propagó el profesor Payne y luego escabulló. A mayor abundamiento, el 4 de abril Canaris se entrevistó con Franco. ¿Quién ha demostrado documentalmente que el jefe del espionaje militar nazi le dijera lo contrario de las instrucciones que es difícil que Hitler cambiara en pocos días? Nadie. ¿Podría haber ocurrido que Franco se irritara por recibir el consejo opuesto? También esto habría que demostrarlo. Nadie lo ha hecho.
Pero es que, además, Franco siguió meditando cual esfinge prehistórica, expuesto a opiniones contradictorias. La cuestión, pues, es la siguiente: si Yagüe, Solchaga, Vigón, Jordana, Kindelán y los alemanes opinaban en el mismo sentido, ¿quiénes le apoyaron en su decisión, aparte de unos historiadores militares y no militares “pelotas” que escribieron después de los acontecimientos?
Como nadie ha respondido, documentos en la mano, a tal preguntita, hay que especular un pelín, pero sin contravenir el análisis de toda la documentación disponible (que hoy es algo más amplia, aunque va en el mismo sentido que la que servidor utilizó hace ya muchos años).
Es preciso partir del supuesto de que Franco sabía lo que más le convenía. No tanto a sus grandes designios estratégicos sino, más pragmáticamente, a su posición en 1938.
En cuanto a los primeros, conocía, pertinentemente, que la guerra la tenía ganada (en realidad desde mucho antes si no se modificaban las coordenadas internas y externas). Era solo cuestión de tiempo.
Cuando, en septiembre de 1938, las condiciones externas amenazaron con modificarse en sentido opuesto a sus intereses primarios en paralelo a la evolución que llevó a la crisis de Munich, Franco se apresuró a dar muestras de pragmatismo. Si estallaba una guerra en Europa, “su” España se declararía neutral. Todo antes que verse arrastrado a una dinámica que no podía modificar porque la conducirían gobiernos extranjeros en busca de su propia seguridad. El pequeño berrinche de Hitler desapareció tras su triunfo en Munich. Por el contrario, Negrín estaba en la postura opuesta: lo que interesaba a la República es que en un conflicto europeo que englobase, por lo menos, a la Alemania nazi, la España antifascista continuase en la lucha. Ya se lo había anunciado el socialista francés Vincent Auriol.
La decisión del 16 de abril de 1938 de tornarse contra la feraz huerta valenciana, según reafirmó Franco veinte años más tarde, le permitió, sin embargo, cumplir su objetivo estratégico primario de alargar la guerra en lo posible, seguro como estaba de su victoria. ¿Para qué y por qué?
Aquí, como los papeles de Franco (no los que están en la FNFF) todavía no se conocen y quien esto escribe no sabe si algún día llegarán a hacerse públicos (en el supuesto de que no hayan sido destruidos), el historiador más pegado a los documentos tiene que establecer hipótesis.
Sería muy de agradecer que, aprovechando esta nueva etapa de gobierno, los archivos todavía cerrados de la guerra civil y, sobre todo, los del franquismo se abrieran de par en par sin restricción alguna. ¿Quién tiene miedo a la historia?
La primera es que, al sobreponerse a sus generales, Franco reafirmó su preeminencia con respecto a ellos. Si dictaba una orden que se oponía al más elemental sentido de la estrategia militar y le obedecían como perritos falderos, podría parecerle obvio que tampoco se opondrían a sus apetencias más íntimas, que todavía no se habían revelado, “mientras duraba la guerra”.
En este sentido, la primera hipótesis en la que hay que pensar es que Franco contaba con la aquiesciencia de todos ellos. A decir verdad, el ejército que forjaba no era una reedición del de la Monarquía sino el de Franco. En guerra abierta nadie se atrevería a cuestionar su posición. Había comenzado el 1º de octubre de 1936 con una acción pirata que colmó con éxito en la Jefatura del Estado y continuó al autoascenderse a jefe del Movimiento de denominación kilométrica al año siguiente con la “Unificación”.
La segunda hipótesis es muchísimo más dura y, en los tiempos que corren de revisión pro-franquista de las páginas más oscuras de la historia contemporánea española, quizá convenga resaltarla: alargar la guerra le daba la oportunidad de seguir machacando y triturando al Ejército Popular de la República. Una victoria rápida habría dejado menos castigado al adversario, que no podría exterminar tanto si, como cabía esperar, continuaban los combates. Y, para colmo, le permitiría seguir limpiando a la par los territorios conquistados. Es decir, borrar en ambos casos del mapa a luchadores aguerridos y altamente motivados.
En este sentido, gracias a un libro reciente de Carlos Píriz, En zona roja, sabemos que el espionaje franquista, la quinta columna y la acción desmoralizadora y subversiva que propiciaba, funcionaban a pleno rendimiento en la primavera de 1938.
¿Por qué apresurarse, pues? De lo que se trataba no era tanto de vencer al “comunismo” (tapadera que siguen esgrimiendo movimientos tan comprometidos como Vox y algunos sectores de las derechas españolas, siempre en alerta, en paralelo de la autopropaganda trumpiana) sino de quebrar a la variopinta izquierda española. Había cometido, a los ojos de Franco y los conspiradores monárquicos de la primera de 1936, un pecado esencial, imperdonable: el no haber rendido armas y sí haberse opuesto a la sublevación.
El asesinato de Calvo Sotelo (el mayor desfavor que las izquierdas hicieron a la República) y la muerte en accidente del teniente general Sanjurjo habían despejado el camino de Franco hacia la gloria. ¿Cómo no proseguir en el camino que la Providencia le había puesto por delante?
No todos los años se ofrecía la posibilidad de eliminar el mayor número posible de activistas de la heterogénea, y tan escindida, izquierda española. El asesino patológico que había sido, a las órdenes de Queipo de Llano, el posterior teniente coronel Manuel Díaz Criado casi acertó: en los treinta años siguientes en España las izquierdas no se moverían (para poner en peligro agudo, añadiré, a los “bienpensantes” como él mismo).
Naturalmente, soy el primero en señalar que no todo el pasado es desentrañable en base a los documentos disponibles y que han llegado hasta nosotros después de superar mil azares. Pero, tras acumular masas y masas de evidencias, en algún momento hay que extraer conclusiones. Puede, naturalmente, haber otras. Pero, ¿en qué documentación se basarán y en qué contextos?
Hablamos de un régimen que instauró el terror con falsos pretextos (en particular la inminencia de un golpe de Estado comunista) justificativos de la “salvación” de la Patria y que se reflejaron en miles y miles de consejos de guerra espurios.
Sería muy de agradecer que, aprovechando esta nueva etapa de gobierno, los archivos todavía cerrados de la guerra civil y, sobre todo, los del franquismo se abrieran de par en par sin restricción alguna. ¿Quién tiene miedo a la historia? El pasado es inamovible. No mata. Quienes matan son los seres humanos. Lo vemos hoy en Ucrania o en Israel. Por no hablar de otros lugares, como Sudán, con un negro porvenir.
(Aquí y aquí puedes leer los anteriores artículos de esta serie).
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Ángel Viñas es economista e historiador especializado en la Guerra Civil y el franquismo. Su última obra publicada es 'Oro, guerra, diplomacia. La República española en los tiempos de Stalin', Crítica, Barcelona, 2023. Su próximo libro aparecerá el 6 de marzo: 'La forja de un historiador', en la misma editorial.
Anterior serie del mismo autor en infoLibre: 'El vector fascista en la conspiración contra la república'.
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