“Me gustaría encontrarme con alguno de nuestros guardianes y preguntarle: ¿Por qué nos tratabais tan mal? ¿Por qué nos tratabais como si fuésemos animales?”. Ese era siempre el único deseo que salía de la boca de Agustín López Montoro cuando se le preguntaba si guardaba rencor o quería vengarse, de alguna manera, de quienes tanto le hicieron sufrir. Nunca respondió con odio, insultos o anhelos de violencia. Solo quería tener un último cara a cara con aquellos militares que le explotaron, humillaron y torturaron en tres campos de concentración franquistas y en un terrible batallón de trabajos forzados. Solo deseaba poder mirarles a los ojos para intentar averiguar el porqué de tanto ensañamiento y tanta crueldad. A solo un mes de su 104º cumpleaños, Agustín ha muerto sin ver cumplido ese sueño.
Una juventud entre la guerra y los campos de concentración
“Mi padre era republicano y yo, aunque solo tenía 16 años, también lo era. Por eso quisimos defender la República”. Agustín recuerda los momentos de zozobra que se vivieron en su pueblo, Santa Cruz del Retamar (Toledo), tras el golpe de Estado perpetrado en julio de 1936. Militante de UGT y de las Juventudes Socialistas, sus paisanos le llamaban “Remolino”, por el rebelde flequillo que despuntaba en su frente durante la niñez. Su extrema juventud hizo que Agustín no fuera llamado a filas hasta 1938, durante la fase final de la guerra en la que combatió defendiendo la capital del asedio franquista. “Cuando entraron en Madrid las tropas de Franco, yo ya me había vuelto a mi pueblo”, recordaba Agustín.
La debacle republicana precipitada por el golpe de Estado del coronel Casado permitió al futuro dictador ocupar la ciudad sin apenas oposición. La mayoría de los soldados leales al gobierno democrático habían regresado a sus hogares o escapaban hacia Alicante para tratar de abordar algún barco que les sacara de España. “Yo estaba en mi casa, pero enseguida hicieron un llamamiento, a través de la radio y los periódicos, para que quienes habíamos pertenecido en el ejército republicano nos presentáramos en el campo de concentración más cercano”.
Nos echaban agua en un abrevadero para el ganado… Tuvimos suerte porque llovió y bebíamos de los charcos porque el agua estaba más limpia que la del abrevadero
Agustín no se atrevió a desobedecer la orden y se dirigió hasta el campo de concentración que los franquistas habían habilitado en el barrio madrileño de Campamento. “Estábamos allí miles de hombres… muy asustados. El primer día recibimos una lata de sardinas, pero luego nos tuvieron cinco o seis días sin comer. Fue terrible. Luego nos dieron una lata de cocido y un chusco de pan que teníamos que repartirnos entre varios, pero había tanta hambre y tanta desesperación que el que tenía que dividir la ración salió corriendo y se perdió entre la muchedumbre. También teníamos mucha sed. Nos echaban agua en un abrevadero para el ganado… No queríamos beber de ahí. Tuvimos suerte porque llovió y bebíamos de los charcos porque el agua estaba más limpia que la del abrevadero”.
La documentación que se conserva del ejército franquista apunta a que este recinto, ubicado en la actual confluencia de la Avenida de los Poblados con el Paseo de Extremadura, llegó a albergar a más de 5.000 prisioneros.
Aquel abril de 1939 había 16 campos de concentración en el actual territorio de la Comunidad de Madrid en los que se hacinaban decenas de miles de cautivos. Además del hambre y la sed, los prisioneros se enfrentaron a malos tratos, falta de higiene, enfermedades y a la amenaza permanente de ser asesinados. En toda España hubo 303 campos de concentración franquistas que, junto a los llamados Batallones de Trabajadores, conformaron un vasto sistema concentracionario por el que pasó cerca de un millón de prisioneros, en su inmensa mayoría hombres. El primero de estos campos abrió sus puertas en julio de 1936, unas horas después de iniciarse el golpe de Estado, y los dos últimos no fueron clausurados hasta 1947. Agustín tuvo suerte y fue liberado a finales del mes de abril de 1939, con la condición de regresar a su pueblo y presentarse ante las nuevas autoridades municipales.
Segundo cautiverio y trabajos forzados
'Remolino' se sintió afortunado porque en su pueblo ni los falangistas ni la guardia civil tomaron represalias contra él. Pero su felicidad duró poco tiempo. Unos meses después fue llamado a filas por el ejército de la recién inaugurada dictadura. Franco ordenó que aquellos jóvenes que habían servido a la República debían hacer nuevamente el servicio militar. Fue la mal llamada “mili de Franco”.
Aquellos mozos que eran avalados como “afectos al Movimiento” por algún gerifalte de la “Nueva España” cumplían un servicio militar “normal”, en alguna unidad del ejército franquista. Sin embargo, quienes no lograban ese aval y eran considerados “desafectos” eran enviados a campos de concentración para, desde allí, engrosar los llamados Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores: unidades dependientes de la Inspección de Campos de Concentración en las que los prisioneros realizaban trabajos forzados.
“Me enviaron primero al campo de concentración que había en el colegio Miguel de Unamuno de Madrid. Tuve que dormir en la escalera, en el suelo, porque aquello estaba atestado de prisioneros”, relataba Agustín. De allí fue trasladado al campo de concentración de Miranda de Ebro, en la provincia de Burgos, donde pasó el tiempo justo para integrarse en un batallón de trabajos forzados. “Ahí empezó lo peor. Nos mandaron a Sigüenza para trabajar en la vía del ferrocarril. Estábamos llenos de mugre, siempre cubiertos de piojos y de pulgas. Casi no nos daban de comer y, aún así, estábamos todo el día con el pico y la pala…”.
Agustín fue testigo de la muerte de varios compañeros por hambre, enfermedades y malos tratos. “Nos daban una paliza con cualquier excusa. A uno casi lo matan por robar una remolacha porque tenía hambre. Otro castigo muy frecuente era hacerte cargar todo el día con un saco lleno de arena o de piedras… tenías hasta que dormir con él. Nos trataban peor que a los animales”.
Fueron muchos meses de una macabra rutina que comenzaba cantando el Cara al sol y continuaba con horas y horas de durísimo trabajo, sin nada que llevarse a la boca, sin posibilidades de asearse y con los constantes malos tratos a los que les sometían sus guardianes. “Cuando ahora veo en la tele algún reportaje sobre el Holocausto —afirmaba con tristeza Agustín— me pregunto por qué no se habla ni se conoce lo que sufrimos aquí. Porque lo que pasó aquí también fue terrible y yo viví algunas escenas muy parecidas a las que ahora veo en la tele”.
Libertad y Memoria
Tras la pesadilla de Sigüenza, Agustín fue enviado a una unidad militar en el Norte de África donde las condiciones de vida eran mucho mejores: “Allí cambió todo porque me trataban como a un soldado más”. En total pasó tres años fuera de su casa y, cuando por fin le permitieron regresar, la vida siguió sin ser fácil: “No encontraba trabajo porque había sido republicano. Los puestos de trabajo eran para los suyos”.
El tiempo fue pasando y, no sin dificultades, Agustín logró ir construyendo una vida y formar una familia. El pasado, el miedo y el silencio siempre estuvieron ahí, hasta que, muchos, muchos años después, su hijo, José María, le animó a contar públicamente todo lo que había sufrido.
Agustín publicó primero un pequeño libro con sus memorias y, desde 2019, participó en diversos actos y concedió algunas entrevistas para levantar el manto de olvido que, en nuestro país, ha cubierto la represión franquista, en general, y los campos de concentración de Franco, en particular. Con la cabeza lúcida y un estado físico envidiable para sus casi 104 años de edad, Agustín hizo una confesión hace solo un par de meses: “Tengo que ir pensando en marcharme”. Dicho y hecho. El entrañable 'Remolino' se ha marchado rodeado del cariño de toda su familia y con la satisfacción de haber recibido algunos –menos de los debidos, pero más de los que hubiera podido imaginar– merecidos homenajes.
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