DOMINGOS
CON HISTORIA
EN
BUSCA DE UNA IDEA DE ESPAÑA
LA GRAN ESPERANZA DEL 14 DE ABRIL DE
1931
FERNANDO
GARCÍA DE CORTÁZAR
Incluso
quienes se movilizaron de inmediato contra el régimen republicano, hubieron de
señalar más tarde el contraste entre las grandes esperanzas del instante de su
proclamación y las ilusiones perdidas en el momento del desengaño. En mayo de
1935, José Antonio Primo de Rivera pronunció ante sus seguidores unas palabras
que permiten comprender, en boca de un decidido adversario de la República, el
reconocimiento del horizonte emocional de aquella jornada: “El pueblo español
necesita su revolución y creyó que la había conseguido el 14 de abril de 1931;
creyó que la había conseguido porque le pareció que esa fecha le prometía dos
grandes cosas, largamente anheladas: primero, la devolución de un espíritu nacional
colectivo; después, la implantación de una base material, humana, de
convivencia entre los españoles.” En el discurso falangista, el elogio a las
expectativas provocadas era proporcional al reproche por la frustración que los
distintos gobiernos del nuevo régimen habían ido propiciando.
Pero, más allá de una retórica
interesada, lo que importa es esa afirmación de demanda de dignidad española,
de soberanía nacional, de conciencia popular y de voluntad de convivencia que
se elevaba en uno de los hombres que simboliza la lucha contra el sistema
implantado. Lo que no podía negarse, lo que no debía negarse, era una gran
esperanza. Lo que podía condenarse, lo que debía condenarse, era la dejación de
responsabilidades, el abandono de un liderazgo moral que canalizara aquel
estado de ánimo para convertirlo en un gran proyecto de regeneración. Porque,
sin subestimar lo que pudiera significar en la lógica política del falangismo,
el 14 de abril convocaba a la recuperación de un espíritu nacional y a la
instauración de una convivencia basada en la justicia.
En días como los que vivimos, resulta difícil no asombrarnos ante un pueblo que
afirmaba precisamente su voluntad de ser nación, su deseo de constituirse en
comunidad política organizada en libertad. Resulta difícil que no nos conmueva
aquella conciencia de una España en marcha con que se desbordaban las calles de
gente entusiasmada, de toda condición social y de tan diversa posición
ideológica. En la actitud de una digna lealtad a sus principios, ABC proclamaba
aún la consustancialidad entre la nación y la institución monárquica. Y, si
algo faltó en aquel periodo, alimentando las raíces de la tragedia de 1936, fue
la existencia de un espacio de fidelidad a la monarquía liberal en el que se
alzara la legítima y leal oposición al republicanismo. Esa responsabilidad
habría de compartirse por quienes señalaron la consustancialidad entre España y
la República, enviando al ostracismo no solo a los monárquicos confesos, sino
incluso a quienes no se declaraban republicanos por principio. Mientras se
acogía a ese grupo de toscos arrepentidos encabezados por Alcalá Zamora, se
rechazaba la oferta de colaboración que se hizo pública inmediatamente en las
páginas de El Debate, lo que nada bueno anunciaba para la libertad de
acción y la respetabilidad del catolicismo en la etapa que se abría bajo el
cielo protector de una radiante mañana de abril.
Se lamentaban los monárquicos alfonsinos, pero se alegraban los seguidores de
Don Jaime y los diversos grupos escindidos del carlismo oficial. La República
era, para ellos, la demostración de la imposible convivencia entre la monarquía
y el liberalismo, y una gozosa reivindicación histórica de los vencidos en las
guerras civiles del siglo anterior. El pretendiente carlista llegó a escribir,
el 23 de abril, un manifiesto en el que llamaba a todos los monárquicos a
unirse en torno al proyecto tradicionalista. En los aspectos ideológicos, más
que en los intereses meramente dinásticos, no andaba muy errado Don Jaime al señalar
esa dramática desmoralización del liberalismo monárquico español, plagado de
deserciones que desembocaban en el republicanismo más oportunista o en el
integrismo menos sensato.
Una desmoralización que, en aquel día de júbilo de 1931, antes de que la
violencia de mayo alumbrara inquietudes premonitorias, contrastaba con el
espectáculo de un pueblo que creía estar abriéndose camino en la espesa trama
de la historia. Sin que existiera la unanimidad que los hechos pronto
desmentirían, el mito de la República había logrado despertar del letargo
cívico a los españoles, como no había conseguido hacerlo ninguna de las
propuestas de regeneración nacional que venimos examinando a lo largo de
esta serie. Si tras aquel mito no estaban todos los españoles, si ni siquiera
se encontraba la inmensa mayoría que pudo imaginarse en aquellas jornadas, se
hallaban en esa creencia los más decididos, los más visibles, los más activos
y, sobre todo, los más esperanzados.
Víctor
Hugo dijo que ninguna fuerza puede oponerse a una idea a la que le ha llegado
su momento. El 14 de abril, sin duda alguna, esa idea era la República. Porque
fue capaz de reunir a dirigentes de diversa orientación, a masas de heterogénea
composición ideológica, a ciudadanos que pronto mostrarían sus radicales
diferencias, en torno a una gran ilusión. Un perspicaz observador, Josep Pla,
supo dar forma verbal a aquella emoción, describiendo el Madrid que llegaba al
día siguiente “con los pulmones rotos y la garganta ronca.” Bajo la consigna común
republicana, aquellos españoles movilizados en busca de su destino creían
hallar un amplio espacio de fraternidad y una inmediata satisfacción de sus
anhelos. Esa es la condición generosa de los mitos políticos. Esa es la ingenua
textura de las jornadas excepcionales. Esa es la materia de la que estuvieron
hechos los sueños de una nación.
Fernando García de Cortázar
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