La Iglesia
católica, el Estado y los conflictos sociales en el siglo XX (I)
Julián Casanova
A comienzos del siglo XX, la Iglesia
católica no contemplaba en el horizonte graves alteraciones en su privilegiada
posición. Pese a las desamortizaciones y las revoluciones liberales del siglo
XIX, el estado confesional había permanecido intacto. La Restauración de la
monarquía borbónica, a partir de 1875, le abrió nuevos caminos de poder social
e influencia y la aristocracia terrateniente y las buenas familias de la
burguesía dieron nuevos impulsos al renacimiento católico con numerosas
donaciones de edificios y rentas a las congregaciones religiosas.
Caricatura sobre el papel de la
Iglesia en el carlismo. Revista La Flaca de 1869.
La Iglesia católica era para el Papa
y sus obispos la única fuente de verdad absoluta. El catolicismo se veía a si
mismo como la religión histórica de los españoles. Depositaria de las mejores
virtudes, sociedad perfecta, en estrecho matrimonio con el Estado, la Iglesia
estaba segura. O al menos eso se pensaba. Porque, en pleno siglo XX, España era
el ejemplo por excelencia de una sociedad con una “única religión dominante y
coherente”, una religión dirigida y seguida por gente, obispos, religiosos y
católicos de a pie, que consideraban que la preservación total del orden social
era irrenunciable, unidos como iban el orden y la religión en la historia de
España.
Frente a ese constante poder y
presencia de la Iglesia, había emergido, no obstante, una contradicción de
crítica, hostilidad y oposición. El anticlericalismo, presente ya en el siglo
XIX, con intelectuales liberales y la “izquierda burguesa” dispuestos a reducir
el poder del clero en el Estado y en la sociedad, entró en el siglo XX en una
nueva fase más radical, a la que se sumaron los militantes obreros. Y emergió
de este modo, empezando por Barcelona y siguiendo por otras ciudades españolas,
una red de ateneos, periódicos, escuelas laicas y diferentes manifestaciones de
una cultura popular, básicamente antioligárquica y anticlerical, en el que el
republicanismo y el obrerismo organizado –anarquista o socialista- se daban la
mano. El objetivo, según Joan Connelly Ullman, ya no era solamente controlar o
reducir la influencia clerical, sin también “eliminar a la Iglesia como poder
público, como rama de gobierno, e incluso como fuerza sociocultural en la
sociedad”.[i]
La Iglesia resistió con fuerza esos
vientos impetuosos de modernización y de secularización. Y levantó un sólido
dique frente a los individuos que disentían con sus opiniones y estilo de vida
de ese orden que ella bendecía y amparaba. Así se forjó la historia de un
resentimiento constante entre clericalismo y anticlericalismo, orden y cambio,
reacción y revolución que, agudizado en los años de la Segunda República
(1931-1936), acabó en 1939, tras una guerra civil, con el triunfo violento y
duradero del primero.
Vientos de cambio
La población española, que era de
18.6 millones de habitantes a comienzos de siglo, llegaba a casi los 24
millones en 1930, gracias sobre todo a un acentuado descenso de la mortalidad.
Mientras que hasta 1914 esa presión demográfica provocó una alta emigración
ultramarina, a partir de la Primera Guerra Mundial fueron las ciudades
españolas las que recogieron los movimientos migratorios. Muchas ciudades
doblaron su población entre 1900 y 1930. Barcelona y Madrid, que superaban el
medio millón de habitantes en 1900, alcanzaron el millón tres décadas después.
Bilbao pasó de 83.306 a 161.987. Zaragoza, de 100.000 a 174.000. No era gran
cosa, comparado con los 2.7 millones que tenía París en 1900 o con la cantidad
de ciudades europeas, desde Birmingham a Moscú, pasando por Berlín o Milán, que
en 1930 superaban la población de Madrid o Barcelona. Pero el panorama
demográfico estaba cambiando notablemente.
La irrupción de la industria y el
incremento de población transformaron el paisaje agreste, de ciudad medieval,
que mantenían todavía muchas ciudades a finales del siglo XIX. Los
desequilibrios de ese crecimiento se vieron reflejados en la división social
del espacio urbano. Las zonas de los ensanches concentraron a esa burguesía
media y de negocios, de comerciantes, industriales y profesionales acomodados.
En los barrios periféricos, alrededor de las fábricas, se apiñaban
desordenadamente las poblaciones obreras, a la vez que era en esos mismos
barrios y en los viejos centros inadaptados y descuidados donde florecían la
insalubridad y las epidemias. Porque al calor de esa expansión urbana crecieron
también la especulación y los rápidos negocios constructores, que no entendían
de justicia social o de intereses compartidos. La ciudad moderna combinaba, por
lo tanto, nuevos equipamientos con viviendas sin ventilación en las que se
hacinaban las clases populares; ricos y nuevos ricos que disponían de agua
corriente, con mendigos, marginados y miserables que vivían de la beneficencia
y buscaban la sopa de mediodía en los conventos y cuarteles.
Existen numerosos testimonios de la
baja calidad de las viviendas en la cuenca minera asturiana, algo en lo que
coincidían los médicos, los informantes del Instituto de Reformas Sociales y
los dirigentes obreros. En barracas vivían también en las cuencas mineras
de Vizcaya y los barrios obreros de Bilbao y de las restantes ciudades
industriales carecían de los servicios básicos de agua, alcantarillado y
pavimentación. La duración de la jornada laboral, de 12 a 13 horas, fue
reglamentada en la minería por primera vez en 1916. Y hasta 1919 no se
consiguió en España la protección de normas legales sobre el descanso semanal y
el establecimiento de la jornada de ocho horas. Las quejas no sólo se referían
a las viviendas y a las condiciones de trabajo. Faltaba todo: carreteras,
electricidad, una mínima cobertura asistencial para enfermedades o accidentes
y, sobre todo, escuelas, muchas escuelas.
Para la Iglesia y la mayoría de los
católicos españoles, toda esa denominada “cuestión social” era a comienzos del
siglo XX un asunto secundario. Entre ellos dominaban todavía las concepciones
tradicionales y la mentalidad benéfico-caritativa propia del Antiguo Régimen.
De ahí que la recepción de la Rerum Novarum en España fuera
débil y tardía. Y de ahí que a principios del siglo XX todavía dominaran
círculos católicos de obreros por encima de otros tipos de asociaciones como
las cooperativas, las sociedades de socorros mutuos, las cajas de crédito rural
y, sobre todo, los sindicatos.
La intransigencia gubernamental y
patronal ni siquiera permitía en aquella España monárquica movimientos
reivindicativos reformistas, empeñados los sucesivos gobiernos en avanzar por
el camino del enfrentamiento en vez de por el de la legislación social. La
obsesión por el orden público, viciado y militarizado, se tragó cualquier
atisbo de intervencionismo estatal en las cuestiones sociales. Y eso que los
conflictos en el campo andaluz, las huelgas en Barcelona, los motines en muchas
ciudades españolas y la creación de organizaciones socialistas y anarquistas
recordaban que la “cuestión social” existía, que las relaciones entre burgueses
y proletarios, terratenientes y jornaleros, autoridades y oprimidos, provocaban
tensiones. No siempre eran de guerra a muerte, pero cada vez resultaba más difícil
que ese poder de la Restauración saliera indemne ante los avances obreros y de
las clases populares.
Las autoridades, los medios
políticos más conservadores y la Iglesia confiaban en “el buen pueblo español,
escasamente contaminado por las propuestas socialistas”.[ii] En un Estado
confesional, donde la Iglesia y el poder político estaban tan estrechamente
unidos, no había por qué temer la apostasía de las masas. Y se pensó así
mientras La Iglesia mantuvo el monopolio de la educación, mientras las iniciativas
benéficas recibían el apoyo moral y financiero de las buenas gentes de la
sociedad, mientras los católicos, en suma, tuvieron una presencia notable en
los primeros esbozos de proyectos sociales.
Pero la industrialización, el
crecimiento urbano y la agudización de los conflictos de clase cambiaron
sustancialmente las cosas. Como observaron algunos comentaristas católicos
preocupados por las consecuencias de esos cambios, los pobres urbanos
desconfiaban profundamente del catolicismo, siempre al lado de los ricos y los
propietarios, y la Iglesia era considerada como un enemigo de clase.
En vísperas de la República, si
hacemos caso a esas fuentes, los proletarios urbanos de Madrid, Barcelona,
Valencia, Sevilla, o de las cuencas mineras de Asturias y Vizcaya, rara vez
entraban en una iglesia e ignoraban las doctrinas y los ritos católicos. Muchos
curas de las comarcas latifundistas andaluzas y extremeñas llamaban a menudo la
atención sobre la hostilidad creciente que hacia ellos y la Iglesia
mostraban muchos jornaleros “contaminados” por la propaganda socialista y
anarquista. Desde el punto de vista de la práctica religiosa y del papel de la
religión en la vida cotidiana, había una gran diferencia entre esas zonas
“descatolizadas” o no conquistadas por la Iglesia y el mundo rural del norte.
En Castilla la Vieja, Aragón y en las provincias vascas ir a la iglesia formaba
parte de la rutina semanal y suponía un quehacer diario para muchas mujeres.
Casi todo el mundo tenía en esas regiones algún pariente religioso, de allí
procedían la mayor parte de los curas, frailes y monjas que había en España y a
los barrios acomodados de esas zonas iban a parar casi todos los recursos.
Mientras que en la diócesis de Álava, por ejemplo, en el País Vasco, había por
esos años más de dos mil sacerdotes para atender a la población, en la de
Sevilla, muchísimo mayor, no llegaban a setecientos.
El abismo entre esos dos mundos
culturales antagónicos, de católicos practicantes y de anticlericales
convencidos, se ensanchó con la proclamación de la Segunda República y cogió en
medio a un amplio número de españoles que se habían mostrado hasta entonces
indiferentes ante esa batalla. Todas las señales de alarma se dispararon. Lluís
Carreras y Antonio Vilaplana, dos sacerdotes colaboradores del cardenal de
Tarragona Francesc Vidal i Barraquer, lo veían muy claro en el informe que el 1
de noviembre de 1931 enviaban a la Secretaría de Estado del Vaticano: bajo la
“grandeza aparente” de la Iglesia durante la monarquía, “España se empobrecía
religiosamente”, con las elites ilustradas y la multitud alejadas de la
religión, necesitada la nación de una “restauración social cristiana”.[iii]
En enero de 1932, tras ser aprobado
el artículo 26 de la Constitución republicana que obligaba al Gobierno a suprimir
la financiación estatal de los salarios del clero, el cardenal Eustaquio
Ilundain daba instrucciones a los párrocos de su diócesis de Sevilla sobre la
mejor forma de conseguir dinero para el mantenimiento del clero. Deberían poner
en marcha “comités de seglares” formados por varones adultos y católicos
practicantes con poder e influencia moral en las comunidades locales. Una buena
parte de los sacerdotes informaron que en sus parroquias no había personas que
cumplieran esos requisitos, o porque no eran católicas practicantes o porque a
los actos religiosos sólo asistían mujeres. Donde pudieron formarse esos
comités, ya puede imaginarse quiénes los constituían: terratenientes,
industriales y miembros de las clases medias profesionales como abogados, médicos
y notarios.[iv]
Tres años después, en 1935, el
jesuita Francisco Peiró, párroco de San Ramón en el barrio madrileño de
Vallecas, pintaba en 1935 un panorama desolador extraído de un examen minucioso
de una parroquia que contaba con 80.000 feligreses, una cifra nada
despreciable: sólo un 7 por 100 iba a misa los domingos; uno de cada cuatro ni
siquiera había sido bautizado; y únicamente uno de cada diez recibía los
sacramentos al morir. A conclusiones similares llegaban otros informes
elaborados por curas de la ría del Nervión, en los núcleos industriales de
Cataluña y en numerosos pueblos de Andalucía. El canónigo Maximiliano Arboleya,
célebre por su análisis del fracaso social de la Iglesia en La
apostasía de las masas, sentenció, tras el anticlericalismo
desplegado en Asturias en los sucesos revolucionarios de octubre de 1934: “el
odio feroz a la Iglesia es muy superior al que inspira el capitalismo”.
Había en esa batalla cuestiones
mucho más importantes que la legislación republicana situaría en primer plano,
pero no deberían despreciarse todos esos asuntos aparentemente menores si se
quiere profundizar en las violentas reacciones clericales y anticlericales que
se manifestaron en los dos bandos durante la guerra civil. Con la llegada de la
República salió también a la luz una enconada lucha, de fuerte carga emocional,
por los símbolos religiosos. La Marcha Real, que durante la Monarquía se
escuchaba siempre en la misa en el momento de la consagración, pasó a
considerarse una de las señas de identidad de la reacción, una provocación,
igual que las procesiones. La retirada de los crucifijos en las escuelas
provocó lloros en muchos pueblos del norte de España. Otros protestaron por la
supresión de las procesiones. Así de estrecha era la identificación entre el
orden y la religión, la Monarquía y la política autoritaria de derechas.
No es que España hubiera dejado de
ser católica. Es que había una España muy católica, otra no tanto y otra muy
anticatólica
Se echó la culpa a la República de
perseguir obsesivamente a la Iglesia y a los católicos cuando, en realidad, el
conflicto era de largo alcance y hundía sus raíces en las décadas anteriores.
No es que España hubiera dejado de ser católica. Es que había una España muy
católica, otra no tanto y otra muy anticatólica. Había más catolicismo en el
norte que en el sur, en los propietarios que en los desposeídos, en las mujeres
que en los hombres. La mayoría de los católicos eran antisocialistas y gente de
orden. A la izquierda, republicana u obrera, se la asociaba con el
anticlericalismo. Nada tiene de extraño que la proclamación de la República
trajera días de fiesta para unos y de luto para otros.
Tras la luna de miel con el dictador
Primo de Rivera (1923-1930), la Iglesia vivió la llegada de la República, el 14
de abril de 1931, como una auténtica desgracia. De golpe la Iglesia perdió al
rey, su fiel protector, y tuvo que afrontar una oleada de anticlericalismo en
el parlamento y en la calle. “Hemos ya entrado en el vórtice de la tormenta”,
le decía Isidro Gomá, entonces obispo de Tarazona, al cardenal de Tarragona
Francesc Vidal i Barraquer en una carta fechada al día siguiente de proclamarse
la República, cuando a nadie le había dado todavía tiempo a “torcer
bruscamente” el sentido religioso de la historia de España.
(Seguirán dos entregas más dedicadas
a la República y el franquismo)
[i] Joan Connelly Ullman, “The Warp and Woof of Parliamentary Politics in
Spain, 1808-1939: Anticlericalismo versus ‘Neo-Catholicism’”, European
Studies Review, vol. 13, 2(1983), p. 155
[ii] Feliciano Montero, El
primer catolicismo social y la “Rerum Novarum” en España, 1889-1902, CSIC,
Madrid, 1983, p. 401, quien traza un buen balance del “retraso” y “desfase” del
catolicismo social español en relación con el europeo en aquellos años.
[iii] Citado por Hilari Raguer, “La
cuestión religiosa”, en Santos Juliá, ed., “Politica en la Segunda
República”, Ayer, 20 (1995), p. 232.
[iv] Frances Lannon, Privilegio,
persecución y profecía. La Iglesia Católica en España 1875-1975, Alianza
Editorial, Madrid, 1987, p. 31 y p. 33 para lo que sigue.
[v] Arxiu Vidal i Barraquer.
Esglesia i Estat durant la Segona República Espanyola 1931-1936,
Publicacions de l’Abadia de Montserrat, Barcelona, 1971, p. 19.
La Iglesia y la
República: “Que Dios guarde la casa ” (II de III)
Julián Casanova
La “ilusión de masas” y esperanzas
que acompañaron a la proclamación de la República en los grandes centros
urbanos no se repitió en todos los lugares. Juan Crespo, entonces estudiante en
un colegio religioso de Salamanca, le recordaba a Ronald Fraser que ese día el
director del colegio les echó un sermón sobre la tragedia que se avecinaba:
“Criticó la ingratitud de los españoles para con el rey, alabó el servicio que
la monarquía había prestado al país, recordó el ejemplo de los Reyes Católicos,
que habían unido a la nación. Al final casi lloraba, y nosotros también…”.[vi]
Con luto, rezos y pesimismo
reaccionaron, efectivamente, la mayoría de católicos, clérigos y obispos ante
esa República celebrada por el “pueblo” en las calles. Y era lógico que así lo
hicieran. Como lógico era también que no se lanzaran a un enfrentamiento
directo desde el primer instante. Entre otras cosas porque ya el 24 de abril el
nuncio Federico Tedeschini recomendaba por escrito a los obispos españoles, de
parte del Secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Pacelli,
futuro Pío XII, “que respeten los poderes constituidos y obedezcan a ellos para
el mantenimiento del orden y para el bien común”.[vii]
El Vaticano era, por supuesto, mucho
más prudente y diplomático que la jerarquía eclesiástica y los católicos
españoles. “Soy absolutamente pesimista” le decía Isidro Gomá en ese escrito ya
citado que le envió a Vidal i Barraquer al día siguiente de proclamarse la
República: “No me cabe en la cabeza la monstruosidad cometida. No creo haya
ejemplo en la historia, con ser tan copiosa en ejemplos. Que Dios guarde la
casa, y paz sobre Israel”.
La “monstruosidad cometida” era sencillamente
que el triunfo arrollador de las candidaturas republicanas en las grandes
ciudades en unas elecciones municipales habían revelado que el rey, tal y como
él mismo declaró en su célebre proclama “Al País”, no tenía ya “el amor” de su
pueblo. Mientras que lo de guardar la casa, el orden, la propiedad, se
convirtió en una auténtica obsesión para los católicos. Su principal órgano de
expresión, El Debate, pedía el mismo 12 de abril el voto para
quienes respetasen “las grandes instituciones sobre las que descansa la
sociedad presente: Iglesia, familia, propiedad”. Y el 17 de abril, el cardenal
Pedro Segura, entonces arzobispo de Toledo, recomendaba a los “Hermanos en el
Episcopado”, en una circular “confidencial y reservada”, esperar y “orar mucho”:
“En las desgracias de familia se estrechan más los lazos que unen a los
Hermanos, y esto creo que nos debe acontecer ahora a nosotros”.
Pese a la recomendación, no espero
mucho, sin embargo, el entonces cabeza de la Iglesia española, cargo al que
había accedido en 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera, a los 47 años.
Integrista y enemigo acérrimo del republicanismo, publicó el 1 de mayo una
pastoral en la que hacía un caluroso elogio del destronado Alfonso XIII,
“quien, a lo largo de su reinado, supo conservar la antigua tradición de fe y
piedad de sus mayores”.
A partir de esa inoportuna salida de
tono, pues no era eso lo que le habían aconsejado desde la Secretaría de Estado
del Vaticano, el cardenal Segura mantuvo un forcejeo con las autoridades republicanas
que acabó en conflicto abierto, con su expulsión de España y, meses después,
presionado por la Vaticano, con su renuncia a la sede primada de Toledo.[viii]
Pero al margen del rocambolesco
“affaire” Segura, fue la repentina explosión de ira anticlerical del 11 de mayo
de 1931 la que marcó la actitud de muchos católicos. No tanto por la magnitud
de los acontecimientos, muy localizados y en los que participó poca gente, como
por la forma en que fueron recordados después, durante la República, la guerra
civil y por los vencedores en la guerra.
El domingo 10 de mayo, un grupo de
jóvenes derechistas, reunidos en un piso de la calle Alcalá de Madrid para
inaugurar el Círculo Monárquico Independiente, colocaron en la ventana un
gramófono con la Marcha Real, justo en el momento en que muchos madrileños
regresaban desde el parque del Retiro. Algunos de los que la oyeron,
enfurecidos, se dirigieron a la sede del periódico monárquico ABC ,
a cuyo propietario, Juan Ignacio Luca de Tena, le atribuían la responsabilidad
de la provocación, y al ministerio de Gobernación. Dos personas resultaron
muertas como consecuencia de los enfrentamientos con la Guardia Civil. Al día
siguiente, las protestas derivaron en el incendio de iglesias, colegios
religiosos y conventos, sin que Maura lograra la autorización de sus compañeros
de gabinete para usar la fuerza contra los incendiarios. La agitación se
extendió el 12 a otras localidades del Levante y sobre todo a Málaga, donde
ardió también el palacio episcopal. Según los telegramas que los gobernadores
civiles enviaron al ministro de Gobernación, frailes y monjas, atemorizados,
abandonaron sus conventos en algunas localidades de las provincias de Teruel,
Valencia y Logroño. Cuando el 15 todo acabó, un centenar de edificios habían
sido afectados por la quema.[ix]
Sorprende, por supuesto, la acción
desproporcionada que supone quemar edificios religiosos como reacción a un
incidente, aparentemente insignificante, con unos jóvenes monárquicos. No era
la primera vez en la historia de España ni sería la última que el fuego
destructor y purificador se utilizaba contra los símbolos religiosos y las
cosas sagradas. Pero la quema de conventos apenas se repitió durante la
República, salvo en las jornadas revolucionarias de octubre de 1934 en
Asturias, y el precedente más cercano, la llamada Semana Trágica de julio de
1909 en Barcelona, había ocurrido bajo la Monarquía y tuvo un alcance muchísimo
mayor que los incencios de mayo de 1931.
En Barcelona, escenario en aquel
verano de 1909 de una poderosa huelga general frente al embarque de reservistas
hacia Marruecos, varias decenas de iglesias, conventos, escuelas y residencias
religiosas fueron pasto de las llamas. Además, se profanaron tumbas, aunque se
evitó causar víctimas entre el clero. Pero por mucho que se recuerden los
conventos ardiendo y a las clases populares en las barricadas, nada fue
comparable a la crueldad de la represión. Hubo alrededor de 2000 detenidos, de
los cuales 600 serían condenados, 59 a cadena perpetua y 17 a muerte, aunque
sólo se ejecutó a 5. El primero que cayó fusilado, Jose Miquel Baró, era el
único que tenía algo que ver con la dirección de la insurrección popular. El
último en morir ante el piquete de ejecución fue Fracisco Ferrer y Guardia, el
13 de octubre, exdirector de la Escuela Moderna, condenado como “autor y jefe
de la rebelión” por un tribunal militar carente de las mínimas garantías
legales. El fusilamiento de Ferrer, que tuvo una considerable repercusión
internacional, fue una revancha en toda regla, que castigaba a un teórico
revolucionario que había desafiado el control eclesiástico de la enseñanza y no
tanto a un dirigente de la revuelta popular, que nunca lo había sido.
En mayo de 1931 no hubo insurrección
popular y fueron grupos minoritarios, republicanos izquierdistas de tendencias
anarquizantes, aunque ni siquiera eso está claro, quienes prendieron la mecha.
El significado principal de esos acontecimientos es que se produjeron al mes
escaso de inaugurarse la República y que en la memoria colectiva impuesta por
los vencedores de la guerra civil quedaron definitivamente conectados con la
tremenda violencia anticlerical desatada en el verano de 1936, una especie de
ensayo general de la catástrofe que se avecinaba. Compárese, por ejemplo, el
contenido de la nota de protesta que el prudente cardenal Vidal i Barraquer le
envió por escrito el 17 de mayo al presidente del Gobierno provisional de la
República, Niceto Alcalá Zamora, con lo que un sacerdote, Alejandro Martínez,
le contó a Ronald Fraser para su historia oral de la guerra civil varias
décadas después. Según Vidal i Barraquer, “hechos de esta índole (…) disminuyen
la confianza que a un numeroso sector de católicos había inspirado la actuación
discreta del Gobierno en muchas de sus primeras disposiciones”. A juicio
posterior de ese sacerdote, la República firmó su sentencia de muerte aquella
primavera de 1931: “Fue a partir de aquel día cuando comprendí que nada se
conseguiría por medios legales, que para salvarnos tendríamos que sublevarnos
antes o después”.[x]
Almanaque de la revista satírica valenciana La Traca
en la etapa republicana.
Hoy sabemos perfectamente que no
todo fue tan caótico y que tuvieron que pasar muchas cosas antes de que un
fallido golpe de Estado en julio de 1936 provocara una guerra civil. Lo primero
que pasó, para la historia que aquí interesa, fue que, además de “orar mucho”,
un grupo de católicos encabezados por Ángel Herrera, director del influyente
diario El Debate, fundaron a finales de abril de 1931 una
asociación llamada Acción Nacional que tendría como objetivo,
según podía leerse en el primer capítulo de su reglamento, “la propaganda y
actuación política bajo el lema de Religión, Familia, Orden, Trabajo y
Propiedad”. Bendecida desde el principio por el Vaticano, por el nuncio
Tedeschini y por una gran parte del episcopado, le ganó pronto la partida al
catolicismo republicano de Alcalá Zamora y de Maura, al mismo tiempo que
marginaba a la causa carlista, que no contaba todavía por entonces con el
patrocinio oficial de la Iglesia católica.
Los resultados en las elecciones
para las Cortes constituyentes de junio de 1931 fueron malos, desorientada y en
fase de reorganización como estaba todavía esa derecha católica: de los 478
miembros de la Cámara, apenas una cincuentena parecían dispuestos a defender
los intereses de la Iglesia. Por eso las cláusulas más anticlericales del
proyecto de Constitución pudieron ser aprobadas por una amplia mayoría. En
conjunto, los artículos 3, 43, 48 y el famoso 26 declaraban la no confesionalidad
del Estado, eliminaban la financiación estatal del clero, introducían el
matrimonio civil y el divorcio, disolvían a los Jesuitas y, lo más doloroso
para la Iglesia, prohibían el ejercicio de la enseñanza a las órdenes
religiosas. El artículo 26 fue aprobado el 13 de octubre; la Constitución el 9
de diciembre. Atrás quedaban alborotos, peleas, insultos y algunas perlas
cultivadas tanto de los integristas como de la izquierda más incendiaria y
anticlerical.
Si todas esas medidas se cumplían,
la posición privilegiada de la Iglesia iba a tambalearse. Cuestiones simbólicas
al margen, las bases de la cultura nacional católica estaban en peligro. Así lo
percibieron muchos católicos, desde los más notables a las mujeres, que
ya en el fragor del debate del artículo 26 habían comenzado a enviar telegramas
desde todos los puntos de España al “Sr. Ministro de Gobernación” rogándole
“defienda Congreso asunto religioso”.[xi]
Ante tanto peligro y amenaza, el
catolicismo político irrumpió como un vendaval en el escenario republicano.
Como ha señalado Santos Juliá, los fundadores de la República, con Manuel Azaña
a la cabeza, nunca lo contemplaron en su justa medida, lo despreciaron como una
reacción de esa Iglesia que olía a rancio, a Monarquía destronada, como fuerza marginal
que nada podía hacer frente a ese régimen sostenido por el pueblo. Ocurrió, sin
embargo, lo contrario: en dos años el catolicismo arraigó como un movimiento
político de masas capaz de convertirse en árbitro del futuro de la República.
Primero, a través de elecciones libres; después, con la fuerza de las
armas.[xii]
Parte del mérito de esa conversión
del catolicismo en un movimiento político de masas, creado a comienzos de 1933
con el nombre de CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), hay que
atribuírselo a José María Gil Robles, un joven y poco conocido hasta entonces
abogado salmantino, hijo de carlistas y protegido de Ángel Herrera. Su
estrategia consistía en alzar la “bandera que una a los católicos y atraiga a
una gran masa de indiferentes”, movilizarlos y unirlos políticamente. Eso
significaba implicar a la jerarquía eclesiástica para organizar en un partido a
toda la masa católica, llevar diputados al parlamento, exigir la revisión de
los artículos de la Constitución perjudiciales a los intereses de la Iglesia.
El cumplimiento del artículo 26 de
la Constitución exigía declarar propiedad del Estado los bienes eclesiásticos y
prohibir a las órdenes religiosas participar en actividades industriales y
mercantiles y en la enseñanza. Todo eso se plasmó en la Ley de Confesiones y
Congregaciones Religiosas que provocó en la jerarquía eclesiástica una
auténtica conmoción.
Los obispos, dirigidos ya desde
abril de 1933 por el integrista Isidro Gomá, reaccionaron con una “Declaración
del Episcopado” en la que sentían “el duro ultraje a los derechos divinos de la
Iglesia”, reafirmaban el derecho superior e inalienable de la Iglesia a crear y
dirigir centros de enseñanza, a la vez que rechazaban “las escuelas acatólicas,
neutras o mixtas”. El 3 de junio, al día siguiente de que la Ley fuera
sancionada por Alcalá Zamora, presidente de la República, el Vaticano daba a
conocer una carta encíclica de Pío XI, Dilectissima nobis, dedicada
exclusivamente a esa Ley que atentaba “contra los derechos imprescriptibles de
la Iglesia”. La prensa católica se sumó a los ataques. Enrique Herrera Oria,
hermano de Ángel Herrera y dirigente de la Federación de Amigos de la
Enseñanza, calificó el escenario creado por la Ley de “guerra civil de la
cultura”. Los carlistas y los católicos más integristas. llamaron a la
rebeldía.[xiii]
El intento de revolución de octubre
de 1934 en Asturias, dirigido por socialistas, añadió violencia a todo ese
conflicto. 34 sacerdotes, seminaristas y hermanos de la Escuelas Cristianas de
Turón fueron asesinados, pasando de la persecución legislativa del primer
bienio a la destrucción física de los representantes eclesiásticos, algo que no
había sucedido en la historia de España desde las matanzas de 1834-35 en Madrid
y Barcelona. En Asturias volvió a aparecer además el fuego purificador: 58
iglesias, el palacio episcopal, el Seminario con su espléndida biblioteca, y la
Cámara Santa de la Catedral fueron quemados o dinamitados.
La represión llevada a cabo por el
ejército y la guardia civil fue durísima, de escarmiento ejemplar, y miles de
militantes socialistas y anarcosindicalistas llenaron las cárceles de toda
España. Pero la Iglesia y la prensa católica se dedicaron a recordar las
atrocidades sufridas por sus mártires, apelando al castigo y a la represión
como únicos remedios contra la revolución. Esa ceguera de la Iglesia en el
terreno social es lo que lamentaba el canónigo Maximiliano Arboleya, buen
conocedor del mundo obrero asturiano, en una carta que le enviaba a su amigo
zaragozano Severino Aznar tras la tormenta de “odio y dinamita”: “Nadie,
absolutamente nadie, se para a preguntar si este atroz movimiento criminal
revolucionario de cerca de 50.000 hombres no tiene más explicación que la
consabida malsana propaganda socialista; nadie piensa en que también puede
haber tremendas responsabilidades por parte nuestra”.[xiv]
Excepto en los medios rurales del
Norte de España, ese catolicismo social que abanderaban gentes como Maximiliano
Arboleya o Severino Aznar había abierto muy pocos surcos. Para los mineros y
pobladores de los suburbios industriales de las grandes ciudades, la Iglesia
católica aparecía identificada con el capitalismo “opresor” y los sindicatos
católicos tenían como única finalidad la defensa de la Iglesia y del
capitalismo: “Guste o no”, reflexionaba Arboleya, eso es lo que pensaban “casi
todos nuestros trabajadores”.
Cambiar esa imagen, atraer a todos
esos hijos díscolos al redil de la Iglesia era una labor “ardua, costosa, de
grandes dificultades, de larga duración, acaso de dolorosas rectificaciones”.
Algo que parecía ya inalcanzable, imposible, cuando empezó 1936, cuando los
resultados electorales fueron desfavorables para la CEDA y daban al traste con
cualquier lejana esperanza. Las posiciones catastrofistas ganaron a los pocos
Arboleyas que habitaban la geografía española, a los católicos vascos como
Manuel Irujo o José Antonio Aguirre y a los sectores renovadores de ese
catolicismo catalán que encabezaba el cardenal Vidal i Barraquer. El triunfo de
la coalición del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 significó,
en efecto, la tumba del “accidentalismo”, de las posiciones posibilistas, en el
catolicismo.
La confrontación entre la Iglesia y
la República, entre el clericalismo y el anticlericalismo, dividió a la
sociedad española de los años treinta tanto como la reforma agraria o el más
importante de los conflictos sociales. Establecida oficialmente como Iglesia
del Estado, la institución eclesiástica había hecho durante la Restauración y
la dictadura de Primo de Rivera un generoso uso de sus monopolio de la
enseñanza, de su control sobre la vida de los ciudadanos, a los que predicaba
unas doctrinas históricamente conectadas con la cultura más conservadora:
obediencia a la autoridad, redención a través del sufrimiento y confianza en la
recompensa en el cielo.
Con la proclamación de la República,
la Iglesia perdió, o sintió que perdía, una buena parte de su posición
tradicional. El privilegio dejaba paso a lo que la jerarquía eclesiástica y
muchos católicos consideraban una persecución abierta. De nuevo, las
dificultades de la Iglesia española para arraigar entre los trabajadores
urbanos y el proletariado rural. Se hizo todavía más patente el “fracaso” de la
Iglesia y de sus “ministros” para comprender los problemas sociales,
preocupados sólo por el “reino de lo sacro” y la defensa de la fe. Eso es lo
que un régimen reformista y de libertades como el republicano sacó a la luz,
además de la persecución legislativa, el anticlericalismo popular y la
violencia esporádica. La Iglesia se resistió a perder todo eso, que era un poco
morir, y se preparó para el combate contra esa multitud de españoles a los que
consideraba sus enemigos, que la consideraban a ella de verdad su enemiga. Y el
catolicismo, acostumbrado a ser la religión del statu quo,
pasó a la ofensiva, se convirtió, en expresión de Bruce Lincoln, en “una
religión de la contrarrevolución.[xv]
Cuando un importante sector del
ejército tomó sus armas contra la República en julio de 1936, la mayoría del
clero y de los católicos se apresuraron a apoyarlo, a darle su bendición como
defensores de la civilización cristiana frente al comunismo y el ateismo.
(Seguirá un tercer capítulo dedicado
al franquismo)
[vi] Ronald Fraser, Recuérdalo
tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española,Crítica,
Barcelona, 1979, Tomo I, p. 40.
[vii] Arxiu Vidal i
Barraquer, p. 24.
[viii] Frances Lannon, Privilegio,
persecución y profecía, p. 214.
[ix] Los incendios de iglesias y
conventos y diversos incidentes reflejados en esos telegramas, en la Serie A de
Gobernación, Legajo 16, del Archivo Histórico Nacional, Madrid.
[x] La carta del cardenal a Alcalá
Zamora en Arxiu Vidal i Barraquer, pp. 41-42. La memoria posterior
de esa quema de conventos en Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo
a otros,tomo II, pp. 322-327.
[xi] Serie A de Gobernación, legajo
6.
[xii] Santos Juliá, Manuel
Azaña, una biografía política. Del Ateneo al Palacio Nacional, Alianza
Editorial, Madrid, 1990, pp. 242-243.
[xiii] Martin Blinkhorn, Carlismo
y contrarrevolución en España, 1931-1939, Crítica, Barcelona, 1979, p. 154.
[xiv] Citado en Domingo Benavides,
“Maximiliano Arboleya y su interpretación de la revolución de octubre”, en
Gabriel Jackson y otros, Octubre 1934. Cincuenta años para la
reflexión, Siglo XXI, Madrid, 1985, p. 262.
[xv] Bruce Lincoln, “Revolutionary Exhumations in Spain, July 1936”, Comparative
Studies in Society and History, vol. 27, 2 (1985), pp. 241-260.
La Iglesia en la guerra: Cruzada y violencia anticlerical (III
de III)
Julián Casanova
La sublevación no se hizo en nombre de la religión. Los militares que la
concibieron y la llevaron a cabo estaban más preocupados por otras cosas, por
salvar el orden, la Patria, decían ellos, por arrojar a los infiernos al
liberalismo, al republicanismo y a las ideologías socialistas y revolucionarias
que servían de norte y guía a amplios sectores de trabajadores urbanos y
rurales. Pero la Iglesia y la mayoría de los católicos pusieron desde el
principio todos sus medios, que no eran pocos, al servicio de esa causa. Ni los
militares tuvieron que pedir a la Iglesia su adhesión, que la ofreció gustosa,
ni la Iglesia tuvo que dejar pasar el tiempo para decidirse. Unos porque
querían el orden y otros porque decían defender la fe, todos se dieron cuenta
de los beneficios de la entrada de lo sagrado en escena.
Con la República establecida en España, con su proyecto reformista puesto
en marcha, con el grado de movilización social, cultural y político que había
alcanzado la sociedad española, lo de julio de 1936 no podía ser una
“militarada” o un pronunciamiento clásico. La solución autoritaria requería
masas. Y nadie mejor que la Iglesia y ese movimiento católico que apadrinaba,
para proporcionarlas, para “unificar”, a todas esas diferentes fuerzas. El
catolicismo era el punto de unión ideal para aglutinarlas y favoreció el
proceso de convergencia de todos esos grupos e intereses reaccionarios.
Proporcionó toda una liturgia de reclutamiento, especialmente en la Vieja
Castilla, Navarra y Álava, una liturgia barroca político-religiosa llena de
gestos, creencias y fervor.
El éxito de esa movilización religiosa, de esa liturgia que creaba
adhesiones de las masas en las diócesis de la España “liberada”, animó a los
militares a adornar sus discursos con referencias a Dios y a la religión,
ausentes en las proclamas del golpe militar y en las declaraciones de los días
posteriores. Les convenció de lo importante que era la vinculación emocional,
además de destruir y aniquilar al enemigo, en un momento en el que sabían lo
que no querían pero todavía carecían de un proyecto político claro. La unión
entre la “Religión y el Patriotismo”, las “virtudes de la Raza”, reforzaba la
unidad nacional y daba legitimidad al exterminio que habían emprendido en aquel
verano de 1936.
La unión entre la espada y la cruz, la religión y el “movimiento
cívico-militar” es un tema recurrente en todas las instrucciones, circulares,
cartas y exhortaciones pastorales que los obispos difundieron durante agosto de
1936. Antes de acabar ese mes, tres obispos ya habían aplicado explícitamente
la categoría de “cruzada religiosa” a la guerra. Lo hizo Marcelino Olaechea,
obispo de Pamplona, el 23 de agosto. Lo repitió tres días mas tarde Rigoberto
Domenech, arzobispo de Zaragoza. Y lo dejó para la posteridad de forma tajante
Tomás Muniz Pablos, arzobispo de Santiago, el 31 de agosto: la guerra
“levantada” contra los enemigos de España es “patriótica sí, muy patriótica,
pero fundamentalmente una Cruzada religiosa, del mismo tipo que las Cruzadas de
la Edad Media, pues ahora como entonces se lucha por la fe de Cristo y por la
libertad de los pueblos. ¡Dios lo quiere! ¡Santiago y cierra España!”[xvi]
El 1 de octubre de 1936 el general Francisco Franco fue nombrado en
Salamanca máxima autoridad militar y política de la zona rebelde, en una
ceremonia en la que Miguel Cabanellas, en presencia de diplomáticos de Italia,
Alemania y Portugal, le entregó el poder en nombre de la Junta de Defensa que
presidía desde el 24 de julio y que fue disuelta ese día. Franco adoptó el
título de “Caudillo”, que le conectaba con los guerreros medievales. A partir
de ese momento, Franco fue tratado por la jerarquía de la Iglesia católica como
un santo, el salvador de España y de la cristiandad. El cardenal Gomá le envió
un telegrama de felicitación por su elección de “Jefe de Gobierno del Estado
Español” y Franco le contestó que, al asumir esa Jefatura “con todas sus
responsabilidades, no podía recibir mejor auxilio que la bendición de Vuestra
Eminencia”.[xvii]
Varias decenas de miles de personas fueron asesinadas en la retaguardia de
la zona franquista durante la guerra. La mayoría del clero, con los obispos a
la cabeza, no sólo silenció esa ola de terror, sino que la aprobó e incuso
colaboró en la represión. Era la justicia de Dios, implacable y necesaria, que
derramaba abundantemente la sangre de los “sin Dios” para lograr la
supervivencia de la Iglesia, de la institución representante de Dios en la
tierra, el mantenimiento del orden tradicional y la “unidad de la Patria”.
Los obispos y la mayor parte del clero fueron cómplices de ese terror
militar y fascista, que no necesitaba en la mayoría de las ocasiones de
procedimientos ni garantías previas. Lo silenciaban, lo aprobaban y lo
aplaudían públicamente. Capellanes de las cárceles y del ejército; religiosos y
curas rurales. Estaban tan entusiasmados con el resurgimiento religioso de
España que no oían los gritos de las torturas, los disparos al alba, los
gemidos de las viudas. Los curas delataban a los rojos, les negaban
certificados de buena conducta para que los militares los castigaran.
En la zona donde la sublevación fracasó, la explosión revolucionaria fue
acompañada desde el principio de una violencia anticlerical sin precedentes en
la historia de España. El clero y las cosas sagradas constituyeron el
primer objetivo de las iras populares, de quienes participaron en la derrota de
los sublevados y de quienes protagonizaron la “limpieza” emprendida en el
verano de 1936. No hubo que esperar órdenes de nadie para lanzarse a la acción.
Algunos carmelitas fueron asesinados ya el 20 de julio en Barcelona en el mismo
instante en que el regimiento de Caballería sublevado, que se había encerrado
en su convento, era derrotado. Cerca de allí, en Igualada, el primer acto
violento que se produjo fue la quema del convento de los frailes capuchinos.
Las mismas escenas se sucedieron en muchos pueblos y ciudades de España,
incluso en aquellos lugares donde la represión contra los “elementos de orden”
adquirió mayor intensidad en la segunda quincena de agosto y primeros días de
septiembre. En Murcia, que no se destacó por la arremetida violenta contra el
clero, la mayoría de los conventos fueron asaltados en esos doce días finales
de julio. Y el noventa por ciento del millar de eclesiásticos asesinados en
Madrid cayeron en los dos primeros meses, bastante antes de las “sacas” masivas
de noviembre.
El castigo fue de dimensiones ingentes, devastador, en aquellas comarcas
donde la derrota del golpe militar abrió un proceso revolucionario súbito y
destructor. No hay que dar muchas vueltas para hacer balance: más de 6.800
eclesiásticos, del clero secular y regular, fueron asesinados; una buena parte
de las iglesias, ermitas, santuarios fueron incendiados o sufrieron saqueos y
profanaciones, con sus objetos de arte y culto destruidos total o parcialmente.
Tampoco se libraron de la acción anticlerical los cementerios y lugares de enterramiento,
donde abundaron la profanación de tumbas de sacerdotes y la exhumación de
restos óseos de frailes y monjas.
Lo que hicieron los revolucionarios y sus dirigentes con el clero en el
verano de 1936 era, y de eso no había duda, lo que muchos decían que iban a
hacer desde comienzos de siglo, cuando intelectuales de izquierda, políticos
entonces radicales como Alejandro Lerroux y militantes obreros situaron a la
Iglesia y a sus representantes como máximos enemigos de la libertad, del pueblo
y del progreso, un honor que en la retórica revolucionaria obrera estaba
reservado hasta ese momento al capital y al Estado. Todos prometieron que la
revolución traería consigo, entre otras muchas cosas, “la tea purificadora”
para los edificios religiosos y los “parásitos” de sotana. Y cuando llegó de
verdad la hora, lo pusieron en práctica.
El conflicto de largo alcance entre la Iglesia y los proyectos
secularizadores lo resolvieron las armas a partir de una sublevación militar
que dividió a España en dos bandos, identificados, para la historia que aquí
interesa, por la defensa de la Iglesia y de la religión católica o por la
hostilidad hacia ellas. Tres cosas sustanciales cambiaron de repente con esa
sustitución de los medios políticos por los procedimientos armados, las tres a
la vez, sin que pueda decirse que una provocara a la otra. La primera es que la
Iglesia se sintió salvada con la sublevación y por eso ofreció sus manos y su
bendición a los golpistas desde el primer disparo. La segunda, que la violencia
anticlerical, de unas dimensiones sin precedentes ni parangón histórico en los
países del entorno, endureció las posiciones de la jerarquía de la Iglesia y de
los católicos., reafirmó su ardor guerrero y patriótico y bloqueó cualquier
posibilidad de piedad o perdón. Por último, esa necesidad de “recatolizar” por
las armas mostró el fracaso histórico de la Iglesia para atraerse a amplias
capas de pobres rurales y urbanos, que la identificaron con el sistema
imperante de relaciones de clase y de propiedad.
Toda esa violencia anticlerical no representaba tanto un ataque a la
religión como a una específica institución religiosa, la Iglesia católica,
estrechamente ligada según se suponía a los ricos y poderosos. Y no es que la
mayoría de esos miles de eclesiásticos asesinados, curas y frailes, fueran
ricos, que no lo eran y no era eso lo que importaba Pero predicaban la pobreza
y ambicionaban la riqueza. Hablaban del cielo y en la práctica sólo se
preocupaban por los valores mundanos. Eran una plaga, decía la prensa republicana
y obrera, la desgracia nacional que impedía al pueblo avanzar. Una crítica
cargada de simbolismos, ingredientes culturales y reproches éticos. Sin ellos,
resulta muy difícil explicar el trasfondo de aquella matanza.
La religión católica y el anticlericalismo se sumaron con ardor a la
batalla que sobre temas fundamentales relacionados con la organización de la
sociedad y del Estado se estaba librando en territorio español. La religión fue
desde el principio muy útil porque, como dice Bruce Lincoln, “demostró ser el
único elemento que generaba de manera sistemática una corriente de simpatía
internacional en favor de la causa nacionalista del general Franco”. El
anticlericalismo violento que estalló con la sublevación militar no aportó, sin
embargo, beneficio alguno a la causa republicana. El incendio público de
imaginería y culto religioso, la utilización de iglesias como establos y
almacenes, la fundición de campanas pera munición, la supresión de actos
religiosos, la exhumación de frailes y monjas, y el asesinato del clero regular
y secular fueron narrados y difundidos, en España y más allá de los Pirineos y
de los mares, con todo lujo de detalles, ilustrados a menudo con fotografías
macabras y espeluznantes, constituyendo el símbolo por excelencia del
“terror rojo”.
La guerra civil adquirió así una dimensión religiosa que condenó al
anticlericalismo a pasar a la historia como una ideología y práctica negativas
y no como un importante fenómeno de la historia cultural, con su visión
particular de la verdad, de la sociedad y de la libertad humanas. Todos los
partidarios de la República derrotada se vieron obligados a ponerse a la
defensiva en el tema religioso, aunque sabían lo importante que había sido la
batalla por la enseñanza, por la creación de una burocracia laica y por someter
a las órdenes religiosas a la legislación de asociaciones civiles. Todo se lo
engulló el saldo mortal que el anticlericalismo había dejado, los 6.832
clérigos asesinados. De modo que, desde la guerra, aclara el mismo Lincoln,
“incluso los historiadores liberales más favorables a la República se han visto
forzados a reconocer la existencia de tales acontecimientos y a describirlos
como un lamentable exceso perpetrado por fanáticos incontrolados en medio de la
tensión de la crisis”.[xviii]
El anticlericalismo sirvió también para que los vencedores ajustaran
cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas los efectos
devastadores de la matanza del clero y de la destrucción de lo sagrado. Después
de la guerra, las iglesias y la geografía española se llenaron de memoria
de los vencedores, de placas conmemorativas de los “caídos por Dios y la
Patria”, mientras se pasaba un tupido velo por la “limpieza” que en nombre de
Dios habían emprendido y seguían llevando a cabo gentes piadosas y de bien. La
conmoción dejada por el anticlericalismo tapó el exterminio religioso y sentó
la idea falsa de que la Iglesia sólo apoyó a los militares rebeldes cuando se
vio acosada por esa violencia persecutoria.
Los estragos ocasionados por la persecución anticerical, la constatación
de los sacrilegios y asesinatos del clero cometidos por los “rojos”,
multiplicaron el impacto emocional que causaba el recuerdo constante de los
mártires asesinados. El ritual y la mitología montados en torno a esos mártires
le dio a la Iglesia todavía más poder y presencia entre quienes iban a ser los
vencedores de la guerra, anuló cualquier atisbo de sensibilidad hacia los
vencidos y atizó las pasiones vengativas del clero, que no cesaron durante
largos años.
Resulta imposible, por lo tanto, pasar por alto la dimensión religiosa de
la guerra civil española, una guerra “santa y justa” por un lado, y de arrebato
airado contra el clero por otro, que ha dejado importantes huellas en los
recuerdos y memorias de los españoles.
La Iglesia de Franco.
Franco comulgando
La contribución de la Iglesia católica al mantenimiento de la dictadura de
Franco durante tantos años fue inmensa. No se conoce otro régimen autoritario,
fascista o no, en el siglo XX, y los ha habido de diferentes colores e
intensidad, en el que la Iglesia asumiera una responsabilidad política y
policial tan diáfana en el control social de los ciudadanos. Ni la Iglesia
protestante en la Alemania nazi, ni la católica en la Italia fascista. Y en
Finlandia y en Grecia, tras las guerras civiles, la Iglesia luterana y ortodoxa
sellaron pactos de amistad con esa derecha vencedora que defendía el
patriotismo, los valores morales tradicionales y la autoridad patriarcal en la
familia. En ninguno de esos dos casos, no obstante, llamaron a la venganza y al
derramamiento de sangre con la fuerza y el tesón que lo hizo la Iglesia
católica en España. Es verdad que ninguna otra Iglesia había sido perseguida
con tanta crueldad y violencia como la española. Pero, pasada ya la guerra, el
recuerdo de tantos mártires fortaleció el rencor en vez del perdón y animó a
los clérigos a la acción vengativa.
Tres ideas básicas resumen la relación entre la Iglesia y la dictadura en
esos primeros años decisivos de la paz de Franco. La primera, que la Iglesia
católica se implicó y tomó parte hasta mancharse en el sistema “legal” de
represión organizado por la dictadura de Franco tras la guerra civil. La
segunda, que la Iglesia católica sancionó y glorificó esa violencia no sólo
porque la sangre de sus miles de mártires clamara venganza, sino, también y
sobre todo, porque esa salida autoritaria echaba atrás de un plumazo el
importante terreno ganado por el laicismo antes del golpe militar de julio de
1936 y le daba la hegemonía y el monopolio más grande que hubiera soñado. La
tercera, que la simbiosis entre Religión, Patria y Caudillo fue decisiva para
la supervivencia y mantenimiento de la dictadura tras la derrota de las
potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial.
Pero la jerarquía eclesiástica, el catolicismo y el clero no permanecieron
inmunes a esos cambios socioeconómicos que desde comienzos de los años sesenta
desafiaron el aparato político de la dictadura franquista. El catolicismo tuvo
que adaptarse a esa evolución con una serie de transformaciones internas y
externas que han sido analizadas por varios autores. En opinión de José
Casanova, la “aguda secularización de la sociedad española que acompañó a los
rápidos procesos de industrialización y urbanización fue vista con alarma al principio
por la jerarquía de la Iglesia. Lentamente, sin embargo, los sectores más
concienciados del catolicismo español empezaron a hablar de España no como una
nación inherentemente católica que tenía que ser reconquistada, sino más bien
como un país de misión.
La fe católica no podía ser forzada desde arriba; tenía que ser adaptada
voluntariamente a través de un proceso de conversión individual”.[xix]
Esa secularización coincidió en el tiempo con tendencias generales de
cambio que llegaban desde el Concilio Vaticano II. La opinión y práctica
católicas comenzó a ser más plural, con sacerdotes jóvenes que abandonaban la
ideología tradicional, trabajadores de la JOC (Juventud Obrera Católica) y de
la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) que militaban en contra del
franquismo, y sectores cristianos que elucubraban con los marxistas sobre la
futura sociedad que seguiría al derrumbe del capitalismo.
Curas y católicos que hablaban de democracia y socialismo y criticaban a
la dictadura y a sus manifestaciones más represivas. Todo eso era nuevo en
España, muy nuevo, y parece lógico que provocara una reacción en amplios
sectores franquistas, acostumbrados a una Iglesia servil y entusiasta con la
dictadura. Un documento confidencial de la Dirección General de Seguridad,
fechado en 1966, ya advertía que de los tres pilares de la dictadura, “el
Catolicismo, el Ejército y la Falange”, únicamente el segundo aparecía “firme,
unido como realidad y esperanza de continuidad”, mientras que el catolicismo mostraba
signos de división en torno a tres problemas: “el clero separatista; la lucha
interna entre sacerdotes conservadores y sacerdotes avanzados; y la actitud de
cierta parte del clero frente a las altas jerarquías eclesiásticas”.
Carrero Blanco llamó a esa disidencia de una parte de la Iglesia católica
“la traición de los clérigos”, porque el manto protector que la dictadura había
dado a la Iglesia no se merecía eso. Y para demostrar los servicios prestados,
“aunque sólo sea en el orden material”, prueba de cómo Franco “quiso servir a
Dios sirviendo a su Iglesia”, Carrero daba cifras: “desde 1939, el Estado ha
gastado unos 300.000 millones de pesetas en construcción de templos,
seminarios, centros de caridad y enseñanza, sostenimiento del culto”.
Algo se movió en la Iglesia católica española en la última década de la
dictadura, después de que murieran la mayoría de los obispos que habían
bendecido la Cruzada y se habían sumado con fervor y entusiasmo a la
construcción del Nuevo Estado que emergió sobre las cenizas de la Segunda
República. Enrique Pla y Deniel, por ejemplo, el principal artífice, junto con
Gomá, de esa Iglesia de Franco, murió en 1968, a punto de cumplir los 92 años.
Pero resulta muy exagerado concluir que la mayoría del clero, y de la Conferencia
Episcopal, creada en 1966, abandonaron en esos últimos años el franquismo y
abrazaron la causa democrática. Estaban Enrique Vicente y Tarancón, Narcís
Jubany y Antonio Añoveros, en Madrid-Alcalá, Barcelona y Bilbao, a quienes la
dirección general de Seguridad calificaba en diciembre de 1971 de “jerarquías
desafectas”, pero también pesaban, y mucho, en esa Iglesia obispos como José
Guerra Campos y Pedro Cantero Cuadrado.
José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia en 1975, que había
dirigido los ejercicios espirituales a Franco y a su esposa en 1949 y 1953,
resumió en la homilía del funeral celebrado por Franco en su sede episcopal,
las tres principales virtudes del Caudillo al que tanto admiraba: “ser hombre
de fe; entregado a obras de caridad, a favor de todos, pues a todos amaba;
hombre de humildad”.[xx] No eran pocos los obispos que suscribirían por esas
fechas esa definición de Franco.
Por eso sería más correcto decir, como matizaba hace ya un tiempo Frances
Lannon, que la Iglesia española había descubierto que sus intereses “podían
estar mejor protegidos bajo un régimen pluralista que mediante una dictadura”
que manifestaba ya importantes síntomas de crisis. Esa es la idea también que
ha transmitido recientemente William J. Callahan: se trataba de reformar lo
necesario pero preservando al mismo tiempo “todo aquello que pudieran salvar de
la privilegiada relación que la Iglesia mantenía con el régimen”.[xxi]
Cuando murió el “invicto Caudillo”, el 20 de noviembre de 1975, la Iglesia
católica española ya no era el bloque monolítico que había apoyado la Cruzada y
la venganza sangrienta de la posguerra. Pero el legado que le quedaba de esa
época dorada de privilegios era, no obstante, impresionante en la educación, en
los aparatos de propaganda y en los medios de comunicación. Lo que hizo la
Iglesia en los últimos años del franquismo fue prepararse para la reforma
política y la transición a la democracia que se avecinaba. Antes de morir
Franco, la jerarquía eclesiástica había elaborado, según Callahan, “una
estrategia basada en el fin de la confesionalidad oficial, la protección de las
finanzas de la Iglesia y de sus derechos en materia de educación y el
reconocimiento de la influencia de la Iglesia en las cuestiones de orden
moral”.
Naturalmente, la Iglesia cambió mucho si se compara con el otro pilar
básico de la dictadura, el ejército, que se identificó con Franco y con el
régimen sin fisuras y lo sostuvo hasta el final. Pero en la larga perspectiva
de los cuarenta años del régimen dictatorial, la Iglesia hizo mucho más por
legitimarlo, afianzarlo, protegerlo y silenciar sus numerosas víctimas y
atropellos de los derechos humanos que por combatirlo. Proporcionó a Franco la
máscara de la religión como refugio de su tiranía y crueldad. Sin esa máscara y
sin el culto que la Iglesia forjó en torno a él como caudillo, santo y supremo
benefactor, Franco hubiera tenido muchas más dificultades en mantener su
omnímodo poder.
Conclusión
Como hemos visto, a comienzos del siglo XX, España representaba el ejemplo
por excelencia de una sociedad con “una religión única, dominante y coherente”,
una religión dirigida y seguida por gente, obispos, órdenes religiosas y clero
secular, que consideraba que la preservación absoluta del orden social
era irrenunciable, dada la estrecha relación entre orden y religión en la
historia de España. Por eso resistieron los vientos de la modernización y la
secularización de forma tan enérgica. Y levantaron un sólido dique frente a los
individuos que disentían con sus opiniones y estilo de vida de ese orden que
ellos bendecían y amparaban. Así se forjó la historia de un resentimiento
constante entre clericalismo y anticlericalismo, orden y cambio, reacción y
revolución que, agudizado en los años republicanos, acabó en 1939, tras una sangrienta
batalla con el triunfo violento y duradero de las fuerzas de la reacción.
Aunque la historiografía española de finales de la dictadura de Franco y
de comienzos de la transición a la democracia no concedió a este tema la
importancia que merecía, las nuevas investigaciones aparecidas en las
últimas dos décadas han incorporado el anticlericalismo y la violencia política
a la historia social y cultural del siglo XX español.
Además, la reflexión historiográfica ha ido acompañada recientemente de
una ácida discusión política. La sombra de la persecución religiosa dura hasta
la actualidad y se ha manifestado claramente en la discusión de la Ley de
Memoria Histórica, aprobada por el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero en
2007, en el culto a los “mártires de la fe” y en las ceremonias de
beatificación. Ninguna investigación rigurosa y seria ha tratado de ocultar esa
violencia anticlerical o de evitar su análisis e interpretación. La jerarquía
de la Iglesia católica, sin embargo, nunca condenó la sublevación militar que
la desató ni necesita pedir perdón por bendecir y apoyar la violencia
franquista durante la guerra y la larga dictadura que siguió. Son los ecos del
pasado, de un conflicto que ha sobrevivido en las memorias de la guerra civil y
de la dictadura.
[xvi] Alfonso Álvarez Bolado, Para
ganar la guerra, para ganar la paz. Iglesia y guerra civil: 1936-1939, Universidad Pontificia de
Comillas, Madrid, 1995, pp. 55-56.
[xvii] “Informe del Cardenal Gomá a Secretaría de Estado. Tercer informe
general sobre la situación de España con motivo del movimiento cívico-militar
de julio de 1936” (24 de octubre de 1936), en Archivo
Gomá. Documentos de la Guerra Civil. 1: Julio-diciembre de 1936, edición de José Andrés Gallego
y Antón M. Pazos, CSIC, Madrid, 2001, pp. 245-252.
[xviii] Bruce Lincoln,
“Revolutionary Exhumatios in Spain, July 1936”, pp. 241-260.
[xix] José Casanova, “Modernización y democratización: reflexiones sobre
la transición española a la democracia”, en Teresa Carnero, ed., Modernización, desarrollo político
y cambio social, Alianza
Editorial, Madrid, 1992, pp. 235-276.
[xx] Fragmentos de la homilía del arzobispo de Valencia y de otros obispos
españoles, reproducidos por Manuel Garrido Bonaño, Francisco Franco. Cristiano ejemplar, Fundación Nacional Francisco Franco,
Madrid, 1995.
[xxi] Frances Lannon, Privilege, Persecution, and
Prophecy: The Catholic Church in Spain 1875-1975, Clarendon Press, Oxford,
1987; William J. Callahan, The
Catholic Church in Spain, 1875-1998, The
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Trabajos citados
Trabajos citados
Álvarez Bolado, Alfonso, Para
ganar la guerra, para ganar la paz. Iglesia y guerra civil: 1936-1939, Universidad Pontificia de
Comillas, Madrid, 1995
Archivo Gomá. Documentos
de la Guerra Civil. 1: Julio-Diciembre de 1936, edited by José Andrés
Gallego & Antonio M. Pazos, CSIC, Madrid, 2001
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Benavides, Domingo, ‘Maximiliano Arboleya y su interpretación de la
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