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Público · Organizado por Miguel Usabiaga
- Arroa Behea. Gipuzkoa.
EL DESTACAMENTO PENAL GUIPUZCOANO DE ARROA ALBERGÓ A UN CENTENAR DE PRESOS REPUBLICANOS EN 1943. EL EX REO MARCELO USABIAGA NARRA POR VEZ PRIMERA SUS VIVENCIAS EN EL EDIFICIO DEL DESCONOCIDO DESTACAMENTO PENAL QUE AÚN PERMANECE EN PIE EN ZESTOA Y DEL QUE ÉL HUYÓ.
POR AITOR AZURKI
«Ésta es la casa, sí; ésta es. Todo cerrado, ¿no ves? Aquí había cien presos. La cocina era ésta, en la planta baja». El ex combatiente comunista Marcelo Usabiaga Jaúregui (Ordizia, 1916) no puede cesar de explicar lo que vivió en el destacamento penal de Arroa. Emocionado, a sus 98 años casi salta del coche nada más aproximarnos al viejo edificio de dos plantas sito en la carretera general que enlaza Donostia con Bilbao en Arroa Bekoa, término municipal de Zestoa.
No en vano, se sabía que existían; pero no en Gipuzkoa: la sociedad ha ignorado por completo la existencia en la década de 1940 de al menos media docena de destacamentos penales en el territorio. Usabiaga, ex preso en dicho destacamento, tras décadas de ostracismo social, muestra por vez primera el edificio donde se hallaban encarcelados aproximadamente 110 presos republicanos. Eran los esclavos de Franco, mano de obra barata para construir, en este caso, un tendido aéreo eléctrico entre la fábrica de cemento ubicada a centenares de metros y la cantera, sita a pocos kilómetros de la factoría.
«Yo la oficina la tenía en aquel balcón de la primera planta. Y al lado vivía el encargado de obras, su mujer e hijo», relata el viejo ex recluso mientras avanza por el irregular pavimento. «Nadie recuerda que aquí hubo cien presos. Esto, que parece una arquitectura incluso amable…», añade su hijo Miguel, que lo acompaña. «¡Mira, aún se ve el interior de los dormitorios! Aquí estaban los presos, donde dormían en literas de metal, de tres catres cada una», señala nuestro protagonista mirando desde una ventana rota de la planta baja. El interior se halla sucio y desvencijado; con varias baldas comidas por el tiempo.
«Tenemos que hacer las fotos antes de que la tiren, porque esta casa no tiene mucho futuro…», comenta Miguel. Por lo que, seguidamente, procedemos a tomar las imágenes en el mismo lugar que las hicieron hace décadas. Después, seguimos escudriñando en sus recuerdos: ¿Los comedores dónde estaban? «¡Aquí, en la carretera! ¿Dónde íbamos a desayunar y cenar? Pues en una explanada que había. Ten en cuenta que eran cien trabajadores. ¿Dónde los metes si no? Entre cinco o seis hacían la comida», contesta.
DESCONOCIMIENTO DE LOS VECINOS
Mientras conversamos, vemos que dos personas nos observan; y Marcelo no lo duda. Con su andar casi centenario pero digno, de luchador incansable, trepa por unas escaleras y se aproxima a ellos: «Disculpen las molestias; yo estuve aquí preso…», comienza la conversación con las dos personas que son, concretamente, vecinos de la casa contigua. Fe Alcántara, extremeña de 82 años, y su hijo Miguel García, de 52 años. Pese a que su marido y padre había trabajado en la fábrica en los años cincuenta y sesenta, ella apenas si había oído hablar del destacamento penal: «Algo dijeron de que había mucha gente…». A él, en cambio, ni le suena: «No lo sabía…».
«Yo vine en agosto de 1943 –con una pena de treinta años- solo del penal de San Miguel de los Reyes, recomendado por un amigo ingeniero de mis padres que trabajaba en la compañía de obras ABC, dueña de la fábrica; pero había ya presos aquí de antes. Y al día siguiente el jefe del destacamento formó a los cien en la puerta de la iglesia. Nos metieron dentro y yo, como novato, me puse el primero. Cuando terminó la misa, el cura cogió un crucifijo para que lo besáramos, y yo me di la vuelta y me salí, ¡porque no tenía por qué besarlo! ¡Y los cien tras de mí! ¡Se armó un follón!», recuerda entre risas Usabiaga. «¿El cura se llamaba Ramón?», le interroga el vecino. «Creo que sí. ¡Él fue el único de aquí que me dio dinero! ¡Era muy buena persona!». Los vecinos asienten.
Gracias a su formación de profesor mercantil e influencias del ingeniero amigo, Usabiaga fue rápidamente asignado como oficinista para organizar la intendencia del destacamento, por lo que tenía plena libertad de movimiento en kilómetros a la redonda. Preguntado por qué ha sentido al ver de nuevo el edificio, Usabiaga responde que «me he emocionado. Pensar que he pasado un año de mi vida aquí, ¡y cómo!».
De todos modos, asevera que no puede hablar de «mal trato, porque la sensación del que está trabajando en el destacamento es de libertad, en comparación, claro, con una prisión. ¡No tiene ni color! ¡En la cárcel no sabes qué hacer! ¡Todo el día arriba y abajo andando!».
Asimismo, las visitas eran mucho más permisivas en los destacamentos, ya que un familiar podía verles trabajar e incluso comer con ellos. «En prisión, en cambio, una vez a la semana, una visita de únicamente un cuarto de hora a un metro y medio con red metálica y con un hombre en medio para escuchar lo que dices. ¡Todos a voz en grito!», señala.
TRES COMIDAS, CUATRO RECUENTOS
Gracias a que Marcelo Usabiaga era el encargado de la intendencia, se puede conocer con exactitud cómo vivían los reclusos en Arroa. «Calculaba las comidas para más o menos 1.300 ó 1.400 calorías cada una, que no es gran cosa. Tres comidas al día: garbanzos, lentejas… Lo clásico». Eso sí, como cobraban dos reales de la prisión y la fábrica también les aportaba algo en metálico, los hombres disponían de dinero para comprar algún que otro producto de primera necesidad. En palabras del historiador Jesús Gutiérrez, «eran presos penados a los que les pagaban algo simbólico y la comida, lógicamente. El régimen le llamaba redención de penas por el trabajo según su legalidad, y se les descontaba de la pena aplicada».
Toda la ropa se la proporcionaba el régimen franquista. «En bicicleta hacía viajes a la farmacia de Zumaia a por medicamentos para los presos», recuerda. Días monótonos donde apenas disponían de tiempo libre, pues no tenían días de fiesta. «Media hora de descanso después de comer y al trabajo otra vez», apunta. En cuanto a la media de edad, el viejo luchador indica que «los presos éramos de 25 a 35 años. El recuento se realizaba a las ocho de la mañana, a las dos y a las ocho de la tarde y a las diez de la noche diariamente».
Pero no todo era tranquila monotonía en el día a día. Pese a no hallarse entre rejas, la presión de los años trabajando forzadamente y la privación de libertad infligían grandes daños físicos y psicológicos en muchos de ellos. «Pasamos ratos muy malos. Yo en la oficina recibía las libertades en carta que llegaban para los presos, y una de ellas, por ejemplo, fue la de un gallego, Pepe Vilella. Subí a la cantera para darle la carta en mano: ‘¡Oye Pepe, ha llegado tu libertad!’. Le felicité, le di la mano y me marché, pero a los cinco minutos, antes de salir en un camión que bajaba a la oficina, me dicen: ‘¿Sabes lo que ha pasado? ¡El gallego se acaba de tirar desde arriba y se ha matado!’». Un nombre, el de Pepe Vilella, devorado por la historia y publicado por vez primera tras décadas de olvido.
Duros momentos los que padecían en Arroa. Marcelo Usabiaga, por su instinto de supervivencia de reo, rápidamente se unió a los suyos; de hecho, entre el centenar de presos traídos de todo el Estado español, existía un grupo de unos diez comunistas. «Todos los domingos por la mañana nos reuníamos aquí arriba, al lado de la vieja estación de Arroa, y nos enteramos de que la mitad del cemento iba a regiones devastadas de España, pero la otra mitad iba a Burdeos, a los nazis. Las democracias luchando contra los alemanes, ¡¿y nosotros llevándoles cemento?! ¡Ni hablar!», apunta vehementemente.
La producción de dicha fábrica, además, no era precisamente ínfima, ya que contaba con «quince camiones noche y día trayendo piedra». Fue entonces cuando comenzó a haber averías y sabotajes en la factoría. «Implicamos a un montón de gente. Se paró el molino de piedra, se fundieron motores, se quemaban cables… desde navidades hasta septiembre de 1944. Entonces, un ingeniero riojano me dijo: ‘Marcelo, ten cuidado, que he oído tu apellido en boca del director’».
UNA FÁCIL EVASIÓN
Viendo el peligro que se cernía sobre su cabeza, en la siguiente reunión clandestina el joven oficinista les planteó una única solución a sus compañeros: la huída. «Me fugué en septiembre de 1944 con otros cuatro a Francia. Andando por el monte a Zumaia; de ahí directos en tren a Irun y pasamos al monte San Marcial. Luego al Bidasoa. Estuvimos al quite de los carabineros que controlaban la frontera y cuando les dimos la espalda por la noche, bajamos al río y cruzamos a Biriatu con el agua hasta la rodilla», rememora conmovido el veterano antifascista.
«A raíz de la fuga, a los pocos meses el destacamento se desmanteló», explica. El vecino García lo corrobora: «Mi madre vino a vivir aquí en los años cincuenta y no conoció nada de eso. ¡Nada!».
«Años después hubo en esta casa un economato y viviendas para los trabajadores de la fábrica. Más tarde se abandonó por completo», recuerda el vecino al tiempo que explica que la factoría se mantuvo durante muchos años más y que incluso se construyeron viviendas para los trabajadores.
De todos modos, los tiempos han cambiado mucho y actualmente la segunda planta del edificio se encuentra habitada por jóvenes del movimiento okupa que, probablemente, no habrán imaginado jamás que décadas atrás entre dichas paredes malvivieron decenas de reos republicanos obligados a trabajos forzados.
PRESOS DE FRANCO EN GIPUZKOA
Precisamente por su condición de destacamentos penales y no de cárcel, estos primeros resultan hoy día totalmente desconocidos para la sociedad guipuzcoana; una asignatura pendiente dentro de la memoria histórica. No en vano, fueron al menos media docena los destacamentos penales que existieron en Gipuzkoa: Zumaia, Donostia, Eibar, Irun… Todos olvidados a día de hoy.
El miembro de Intxorta 196 Kultur Elkartea Juan Ramón Garai añade otro más: «En las faldas del Aizkorri también hubo uno, en el entorno de Segura; y no ha salido nunca publicado en ningún lado». Pero, ¿por qué tanto olvido histórico? «Es algo que ha quedado esquinado, porque prácticamente testimonios directos ya no quedan; y los archivos tampoco dicen mucho sobre ello», indica el historiador eibarrés Jesús Gutiérrez. Parece como si dicho asunto hubiera quedado en un limbo de la memoria, sin tocar; «como que el no fusilamiento supone que no hay más posibilidades de castigo, pero en medio había muchas fórmulas de represión», añade.
De hecho, las formas de opresión eran muy variadas, pues existían distintas categorías tales como batallones disciplinarios, batallones de trabajadores y destacamentos penales con diferentes libertades vigiladas que se establecían en distintos lugares para la reconstrucción de ciudades, industrias e infraestructuras.
«En el caso de reconstrucción de ciudades, hay un destacamento que se organiza en el barrio de Azitain en Eibar, y se dedica fundamentalmente a la reconstrucción del centro del pueblo. Muchos de los presos son, además de esa zona, y de Castilla-León, sobre todo comunistas y socialistas. Al principio no se mezclaban en absoluto con los civiles», explica Gutiérrez. En ese sentido, el ex reo comunista afincado en Eibar Ignacio Gaspar Álvarez, ya fallecido, declaró a este periodista que «tuvimos que traer a Eibar para mandar a San Sebastián un cable eléctrico construido por los republicanos, porque en Ermua no había estación. Y ahí estaba yo, víctima de todos los falangistas que iban a trabajar a la fábrica Orbea: ‘¡Rojo!’, ‘¡Separatista!’, amenazándome».
Con los años, cuando la dictadura les concedió la libertad, muchos de aquellos prisioneros se quedaron en dichas localidades, «por no volver a sus pueblos se quedaron en Eibar. Lo mismo sucedió en Irun», subraya el historiador. Y lo mismo le ocurrió también al miliciano anarquista bilbaíno Félix Padín, que finalmente se quedó a vivir en Miranda de Ebro, donde varias veces había pasado por el famoso campo de concentración de dicha localidad.
El cenetista padeció también calamitosos años como preso: «Con el Batallón Disciplinario de Trabajadores Nº 38 nos llevaron a Bidangoz, en Navarra. De ahí a Gipuzkoa: Jaizkibel, Lezo, Errenteria, Zarautz, Pasajes, Oiartzun… En Gaintxurizketa arreglamos una fortificación en el monte… ¡Pensábamos que nos iban a tener toda la vida igual!». Unos batallones de trabajadores y destacamentos penales que fueron desapareciendo progresivamente en Gipuzkoa a lo largo de los años cuarenta, sobre todo en la medida en que las obras de la Dirección General de Regiones Devastadas se fueron ejecutando.
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