dimarts, 31 de març del 2015

La dignidad de los cinco de San Lorenzo


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Por Francisco González Tejera
A las tres y media de la tarde todo parecía definitivo, la esperanza de cualquier indulto de última hora no llegaría, la puerta se abrió, hombres armados esperaban en formación, una especie de ritual siniestro, un pasillo por donde tuvieron que pasar con las manos atadas a la espalda…
Documental "La memoria interior"
Por Francisco González Tejera
Eran ya las dos de la tarde cuando se abrió bruscamente la puerta de la celda, donde cuatro de los cinco de San Lorenzo esperaban la hora del fusilamiento, dos soldados y un cura aparecieron en el umbral, afuera en aquel cuartel de La Isleta el siroco no dejaba ver el cielo de aquel lunes 29 de marzo de 1.937, solo polvo y un viento que estremecía el alma. Los cuatro hombres estaban sentado cada uno en una esquina de aquel reducido espacio, una litera con dos colchones viejos, un banco de madera hecho a mano muy pequeño, un bidón de agua casi vacío, al fondo varias banderas del regimiento abandonadas, rotas, comidas por las abundantes ratas.
Juan Santana Vega, alcalde comunista del municipio de San Lorenzo, Manuel Hernández Toledo, inspector jefe de la policía municipal, Antonio Ramírez Graña, secretario municipal, Francisco González Santana, dirigente sindical de la Federación Obrera, todos del Frente Popular, miembros destacados de la lucha obrera de aquella zona de la isla de Gran Canaria.
Los soldados en silencio depositaron las bandejas con un rancho de garbanzos y pequeños trozos de carne en la mesa de madera, el cura observaba todo, llevaba una pistola al cinto y en la sotana cocida una insignia de Falange con el yugo y las flechas. Miraba sorprendido como ninguno quiso comer, los ojos del miedo a una muerte inminente navegaban por sus miradas, algunos lloraban, otros golpeaban sus puños contra las sucias paredes de aquel minúsculo pabellón militar.
Horas antes los hombres se habían negado a confesarse ante el cura párroco del Carmen, que se acercó desde el cercano barrio para oficiar dicho sacramento, el capellán militar y falangista pensaba que iban a morir en pecado, que el demonio se los llevaría nada más recibir el tiro de gracia.
Ninguno probó bocado, solo miraron la comida como quien mira algo inexistente, ilusorio. La puerta se cerró y afuera se escuchaba un bullicio de hombres formados, arengas militares, una energía que podía cortar el escaso aire fresco que entraba en el recinto, el último espacio de vida a menos de una hora del fusilamiento, unos instantes terribles de recuerdos, cada uno con un terremoto de pensamientos en sus cabezas, imágenes que llegaban y se iban a una velocidad incalculable, una especie de maratón de sensaciones, de sentimientos vitales en aquellas jóvenes vidas que se acercaban al final.
Pancho, no dejaba de pensar en su chiquillos, en su amada mujer, en Dolores, los amados hijos Lorenzo, Paco, Diego, ya se había enterado meses antes del asesinato de más pequeño, del bebé Braulio, que fue golpeado violentamente de cabeza contra la pared por un falangista de Tamaraceite. No había palabras para definir tanto dolor, la inmensa tristeza de no ver más a su adorada familia, las lágrimas salían solas, no hacía falta pensarlas, era un torrente, como los barrancos isleños cuando había un buen invierno.
Juan, el alcalde, estaba como petrificado, absorto, ni siquiera respondía las escasas palabras de sus camaradas, como Antonio y Manuel no superaba los 25 años, muchachos ilusionados con la democracia, con aquellas elecciones municipales celebradas unos meses antes donde la izquierda había arrasado, imponiéndose a tantos años de abusos de poder y todo tipo de injusticias sociales, obteniendo una mayoría absoluta histórica.
A las tres y media de la tarde todo parecía definitivo, la esperanza de cualquier indulto de última hora no llegaría, la puerta se abrió, hombres armados esperaban en formación, una especie de ritual siniestro, un pasillo por donde tuvieron que pasar con las manos atadas a la espalda directos al campo de tiro.
Uno de los cuatro, el más viejo, pidió dignidad en esos últimos momentos: “No les demos el placer de vernos sufrir, muramos con la cabeza bien alta por la República, por nuestro municipio de San Lorenzo, por la Internacional Comunista”.
Llegaron al paredón y allí estaba Matías López Morales, su camarada condenado a muerte en el mismo consejo de guerra, al que tenían separado por estar cumpliendo el servicio militar. Se miraron a los ojos, el joven intelectual majorero los recibió con una sonrisa, con voces de ánimo en aquellos instantes finales.
Los hicieron caminar hacia la montaña de lava, ninguno quiso taparse la cara mientras el pelotón recibía instrucciones del capitán Bombín, uno de los soldados lloraba, tratando de disimular ante sus mandos. Los colocaron en línea separados apenas medio metro uno del otro, Matías daba vivas a la República, una entereza que asombraba al capellán militar, al resto de aquella banda de asesinos que iban a ejecutar  a unos hombres inocentes, acusados paradójicamente de “rebelión militar”, por quienes habían provocado un sangriento golpe de estado contra la legalidad democrática.
Los cinco miraron a los ojos del pelotón, aquel islote se llenó de dignidad cuando a las cuatro de la tarde se escucho la orden de fuego, un sonido atronador, olor a pólvora, todos cayeron fulminados al suelo en un inmenso charco de sangre, Matías seguía vivo, respiraba y el tiro de gracia le entró por un ojo ante Carmen, su madrastra, que presenció inmóvil el fusilamiento vestida de negro.
El viento movía los cabellos ensangrentados de cada uno de los asesinados, se hizo un silencio en medio de aquel antiguo volcán, una energía solo comparada a la del sometimiento del antiguo pueblo indígena por los invasores castellanos, Carmen colocó un pañuelo rojo en la cara de Matías, fue una de sus últimas voluntades, una flor en el pecho de cada paisano.
Aquel lunes se hizo noche antes de tiempo, la Semana Santa comenzaba en pocas horas, los hombres inertes simbolizaban una ofrenda de luz y libertad, un nuevo amanecer en los ojos brillantes, un último suspiro heroico, oxigeno de paz y justicia, esperanza de quienes se fueron mirando al sol que salía, combatiendo entre la violencia del polvo del desierto.