dissabte, 9 d’abril del 2016

Flores para una tumba prestada


http://www.diariodevalladolid.es/noticias/valladolid/flores-tumba-prestada_49033.html


ROSTROS DE LA MEMORIA HISTÓRICA


‘Traigo flores aquí porque no he tenido ningún sitio donde hacerlo’. Julita visita una sepultura ‘sin dueño’ del Carmen que se convierte en otra cuneta sin nombre de la Memoria Histórica y mañana se exhumará. A su padre lo mataron los falangistas. ‘Es muy triste no tener dónde llorar a tus muertos’

ALICIA CALVO / MIGUEL ÁNGEL VERGAZ
07/04/2016
  • Las dos amigas, Julita y Goya, ante la tumba sin lápida de El Carmen, que representa la de muchos represaliados que no han sido encontrados. - MIGUEL ÁNGEL SANTOS
    Las dos amigas, Julita y Goya, ante la tumba sin lápida de El Carmen, que representa la de muchos represaliados que no han sido encontrados. - MIGUEL ÁNGEL SANTOS
1
2
5
 
Llegan al cuadro 58 repleto de panteones y se detienen ante un trozo de tierra desnuda, pero limpia, denominada burocráticamente como unidad 1.040. Es una tumba sin mármol, sin lápidas, hasta es posible que sin cuerpos en su interior. Sólo unas cadenas para acotarla. Pero, ante ella, las octogenarias Goya y Julita vuelven a tener cinco y tres años y ambas han decidido que allí –o a unos pasos– están sus padres desaparecidos en la Guerra Civil.
De camino al cementerio, las dos amigas hablan de achaques, aunque lo cierto es que poseen una vitalidad envidiable. Goya Bravo nació en 1931 y su amiga Julia Merino, en el 33. El intenso frío de esta tarde de marzo, como el de tantas otras, no les frena. Nunca han tenido ningún lugar propio donde poner los claveles rojos. Julia los agarra mientras recorre los atajos. Son muchos años yendo a llorar a una tumba que no es la suya, tomándola prestada, y ella conoce al dedillo cada recoveco del trayecto hacia el último vestigio de una fosa común en el Cementerio del Carmen, que se convierte en otra cuneta sin nombre de la Memoria Histórica.
En la unidad 1.040 sólo hay tierra y flores. Es un jardín donde a los niños les suceden cosas horribles y les suceden para siempre. Lo que asusta a Julita es que su padre, Modesto, ha pedido asearse antes de que le suban al camión de los falangistas. Le dan un culatazo como respuesta. Agarrados a las faldas de su madre, lo presencian ella y su hermano Benigno, que contaba 6 años, tres más que ella. Hoy todavía revive la pregunta de entonces: «Por qué pegan a papá si es el hombre más bueno del mundo».
Sucedió en una calle de Medina de Rioseco, el 19 de julio de 1936, sólo un día después de lo que unos llamaron alzamiento y otros sublevación.
Siete días más tarde, en el barrio vallisoletano de los Vadillos, cuatro falangistas en un descapotable se interesaron por Isaías, el progenitor de Goya. La madre, embarazada de seis meses, rompió «a llorar». Al girar la calle Santa Lucía, desde el coche, él giró la mano diciendo adiós a sus otras dos hijas, que permanecían semiescondidas en el portal de enfrente. Es el último recuerdo que Goya guarda de él.
Ni Modesto Merino ni Isaías Bravo regresaron. Nunca pudieron ser enterrados y Goya y Julita no encontraron la paz. Ni siquiera ahora, cumplidos los 84 y 82 años.
El padre de Julita fue fusilado en los Torozos y ella cree que su cuerpo aún permanece allí. «Mi madre me dijo que si alguna vez lo encontraba, lo enterrara a su lado... Ya ve usted que no soy ninguna jovencita, y no he podido dar con él». Esa cuenta pendiente le queda a Julita con su progenitora, una mujer «acobardada», que enfermó en cuanto mataron a su esposo, que contaba que su marido «había muerto de pulmonía» y que vivió «hasta su último día» con el pesar de que se lo arrebataron.
Ante esa ausencia, un espacio «simbólico» donde acude a rezarle. Un rincón del que hace años escuchó que escondía una fosa común. «Por eso vengo a traer flores aquí, porque no he tenido ningún sitio donde hacerlo. Es mi pequeño homenaje».
En sus palabras hay tristeza, pero no resignación. Más bien, indignación por no haberle podido dar sepultura. «Es terrible no tener dónde llorar a tus muertos. Enterrarlos es un derecho del ser humano, pero a algunos se nos ha negado. No sabemos dónde descansan y nadie hace nada por algo tan grave», comenta enérgica, mostrando ese lado reivindicativo que le ha llevado a recorrer junto a su marido una treintena de pueblos de la provincia para intentar reescribir la historia. «Para que se sepa lo que de verdad pasó».
Goya siente la misma desazón, aunque la incertidumbre le inquieta algo menos. Su abuelo le contó que el cadáver de su padre, «lleno de pecina porque probablemente lo mataran junto al río», lo arrojaron, junto a «otros montones» que hicieron el paseo, a una fosa de ese cementerio vallisoletano, a unos metros de esta diminuta parcela a la que siempre ha mirado con extrañeza, incluso hoy, justo antes de depositar unos claveles. «Me llama la atención que esté siempre tan cuidada, que no tenga cruz ni nada. Nos figuramos que es una fosa común», relata enigmática.
La desinformación se mezcla con su desasosiego. «Tengo un vacío muy grande. Toda la vida veía cómo otras familias tenían su espacio para estar con los que no están, el nombre de su familiar escrito en una lápida, y yo, nada. Es como que siempre me hubiera faltado algo».
La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Valladolid (ARMH), con la que ambas están muy involucradas, consiguió los permisos municipales para realizar una exhumación de este terreno desde mañana hasta el domingo. «Sería maravilloso que alguna familia encontrara al fin a los suyos y recuperara la tranquilidad que otros no tendremos», comentan ambas, que aguardan la cita con expectación, pese a la certeza de que, de hallarse algún resto, ninguno compartiría su ADN.
Es posible que bajo esa tierra desnuda no haya ningún cuerpo e igualmente posible resultaría que exista alguno. Sin embargo, allí reside el recuerdo de un millar de muertos.
La parcela 1.040, en la parte vieja del Carmen, es el último vestigio de las dos grandes fosas comunes abiertas en ese cementerio vallisoletano, en donde se arrojaban los cuerpos de los fusilados durante la Guerra Civil.
Para desvelar qué hay en su interior, la Asociación para la Memoria Histórica abrirá ese trozo de tierra que, según confirmó a este diario la concejala de Medio Ambiente, María Sánchez, es de propiedad municipal.
El arqueólogo y presidente de ARMH, Julio del Olmo, explica que excavar en este lugar emblemático tiene un significado especial. «De alguna manera, habremos acabado, cerraremos el capítulo pendiente de aquellos que fueron enterrados aquí y que figuran como desaparecidos», indica.
Del Olmo incide en lo representativo de la ocasión, porque se trata de un rincón «de referencia» para muchos que tienen a sus seres queridos en las cunetas. «Varios familiares de desaparecidos, aunque sepan que no están allí sus allegados, lo consideran como lo que queda de lo que les pasó», explica.
En las indagaciones exhaustivas que preceden a una exhumación, la intriga rodeaba a la unidad 1040 por desconocer quiénes eran sus propietarios y quiénes la cuidaban.
La Asociación de la Memoria llegó hasta ella por motivos obvios. Se sabía que «por allí» estuvieron ubicadas dos grandes fosas de represaliados que, en los años 50 y 60, fueron removidas y sus restos enviados al osario.
De hecho, ya en democracia, la UGT se hizo cargo de parte del terrreno que ocuparon esas fosas y, como recuerdo a las víctimas, levantó dos panteones de ladrillo, que ocupan cada uno lo que una decena. Se han convertido en memorial de los desaparecidos, aunque dentro del espacio no se conserve ya ningún cadáver.
Pero, a pocos metros, «en una esquinita, que se cree que nunca se ha tocado» –cuenta Del Olmo–, persistía esa otra tumba de tierra. Y su misterio.
Cada vez que Goya se detiene ante los panteones del sindicato, se le encoge una pizca el corazón, hoy también.
Sin embargo, la sospecha de que ese fue el último destino del cuerpo de su padre no le sirve para finalizar su historia. «No tengo ninguna esperanza. Hemos oído de todo. Desde que se echó cal viva... Nunca le podré decir adiós y la herida siempre estará abierta».
La vida tras de esa muerte alejó cualquier posibilidad de cerrarla. Su madre tuvo que empezar a trabajar. Ella y su hermana a cuidaban al bebé y apenas les daba tiempo a acudir a la escuela. «Me condenaron a una vida de ignorancia, pero no lo suficiente como para no saber que era ignorante».
Interrumpe la conversación por las lágrimas. «Es lo que más me afecta. No lo puedo remediar».
Intentó revertirlo con los años. A los 55 aprobó el graduado escolar y asistió a siete cursos de la Universidad Permanente para adultos Millán Santos. «Lo único que hicimos todas las personas de mi generación que pasamos por esto fue matarnos a trabajar para que nuestros hijos fueran mejores que nosotros».
Aunque Goya no vea un cierre propio, Julita cuenta que sí podría recuperar algo de sosiego si se reconocieran a todos los represaliados y tuviera un lugar en el que visitar a su padre. «Sería feliz si algún Gobierno les devolviera la dignidad que les robaron con un parque en los Montes Torozos para todos los fusilados, con una placa con sus nombres, a modo de homenaje, como se ha hecho en otros sitios».
Por mucho que el calendario corra sin que vea cumplido este sueño, persiste. Insiste porque los años arrasan alguno de sus recuerdos, pero acentúan otros. «Me dicen ‘Julita, déjalo’, pero cada día que pasa se me olvida menos».
De un modo extraño, lo mismo le sucedió a su hermano Benigno. Ese niño de seis años que, parapetado tras su madre, presenció cómo vejaban a su padre y, justo después, ya no vio nada más. Ni un abrazo ni un cachete ni una palabra, ni buena ni mala. Nada.
En los últimos años, la demencia de Benigno arrasó con todo lo que él había sido. Bueno, con casi todo.
Al fin y al cabo, en la Memoria Histórica, al margen de polémicas, la palabra clave es ‘memoria’.
En su lecho de muerte, Julita le preguntó «¿cómo murió mamá?» y relata que él «no se acordaba». Repitió lo mismo con la abuela y con el abuelo. «Era por hablar de algo, pero no me decía nada y, mucho menos, con sentido», apunta.
Entonces, le formuló otra pregunta, sin más: «¿Cómo murió papá?». Ahí no hubo silencio, su respuesta fue clara y concisa. «Lo fusilaron», pronunció muy despacio en un instante de pasmosa lucidez. Julita, sin comprender la justificación médica, tiene una explicación sencilla: «Ve, tenemos un rinconcito en el cerebro donde se nos queda para siempre. Nos arrancaron una parte de nosotros. Eso es para toda la vida».
«NOS LA JUGAMOS. PUEDE QUE NO HAYA NADIE, PUEDE QUE MUCHOS»
«Vamos a confirmar si este lugar de referencia es lo que se ha creído o no. Nos la jugamos. Puede que no haya nadie, puede que muchos», explica Julio del Olmo, presidente de la ARMH. Si los resultados de la exhumación son positivos, supondrían «los únicos» restos de represaliados conservados en El Carmen. Del Olmo señala que enterradores y familiares contaron que fue una fosa común y que, «por espacio, podría haber 8 o 10 personas, no 50». Como no han recibido peticiones de familiares, de hallar restos en el estudio antropológico forense existen dos opciones que dependen de lo que encuentren: que se realicen análisis en el laboratorio y los vuelvan a enterrar o dejarlos allí. La asociación sostiene que en El Carmen, de 1936 a 1939, se produjeron «896 enterramientos de víctimas de la represión de los militares sublevados» y sólo 632 identificadas. «Este reguero de muertos continuó, unos abatidos por los fusilamientos tras juicios sumarios hasta 1942, y otros muertos en las cárceles hasta finales de los 40. En total, cerca de 1000 personas fueron arrojadas en fosas comunes».
EL FUNDIDOR QUE DEFENDIÓ LOS DERECHOS LABORALES
Modesto tenía 29 años cuando lo sacaron de casa para ir a declarar al cuartelillo. Este fundidor y moldeador en la fábrica Urbón de Medina de Rioseco estaba afiliado al sindicato UGT y se manifestó con otros obreros de la zona en la Revolución de 1934 por los derechos laborales. Su familia cuenta cómo entonces lo apuntaron en la lista negra. El 19 de julio del 36 fueron a por él. El 25 de noviembre, a los cuatro meses de estar preso en las Cocheras de Valladolid, donde su mujer acudía a visitarlo, a ella le espetaron con sorna: «Su marido ya no necesita comida. Le hemos dado la libertad». Nunca volvieron a verlo. Dejó dos hijos: Julia y Benigno. Se escucha que lo arrojaron a alguna fosa común de los Torozos.
EL ALBAÑIL QUE SE HIZO POLICÍA CON GARCÍA QUINTANA
Su mujer, Teresa, estaba embarazada de seis meses cuando lo vio partir y pronto dio a luz a Angelita, que no conoció a su padre. Con 33 años, Isaías, desde lejos, asomado en el coche de quienes lo acababan de detener, se despidió de sus hijas Adelina y Goya, de ocho y cinco años. Isaías fue primero albañil, pero más tarde decidió formarse como policía municipal. Ejerció de agente con Antonio García Quintana de alcalde de Valladolid. Militante socialista y sindicalista de UGT, el 26 de julio de 1936 se puso la americana y acompañó a los falangistas para no volver. El padre preguntó por donde pudo hasta que le contaron que su cadáver fue tirado a una de las fosas comunes del Carmen.