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Fernando Olmeda, autor del libro "El Valle de los Caídos, una memoria de España", explica en este artículo el procedimiento de traslado de restos al monumento, incluidos miles de republicanos como los hermanos Lapeña, cuyos cuerpos serán exhumados el próximo lunes por orden judicial.
El Valle de los Caídos fue concebido por los militares que ganaron la guerra civil como un lugar para el culto a la muerte, y entre las obligaciones encomendadas a los monjes benedictinos que se instalaron en la abadía también estaban las exigidas por el monumento dedicado a los mártires del bando vencedor. Y una de esas tareas fue la custodia de un número indeterminado de restos de españoles fallecidos veinte años antes.
Desde marzo de 1959 -días antes de la inauguración-, los monjes empiezan a recibir en la explanada caravanas de camiones y coches fúnebres procedentes de todo el país. Después rezar un responso por los fallecidos, escriben sus nombres y sus datos conocidos en el libro de registro, donde se les adjudica un número de orden, y entregan la caja de restos (individual o colectiva) al personal encargado de darles sepultura en los columbarios preparados en cuatro galerías situadas en las dos capillas laterales. Así, los restos de muchos fallecidos serán inhumados por tercera vez desde 1936: la primera, nada más morir, la segunda, al finalizar la guerra, y la tercera, en Cuelgamuros.
Las entradas están minuciosamente reflejadas en le libro de registro, aunque hay pocas anotaciones que indiquen si los restos son de militares, civiles o de qué bando proceden. La primera lleva fecha de 17 de marzo de 1959 y corresponde a José Hernández Molina, procedente del cementerio de la Almudena -como los restos de otras sesenta y nueve personas, solo quince de ellas identificadas-. Se le asigna el número 2 de orden, debido al orden de prelación establecido a partir del "número uno virtual", José Antonio Primo de Rivera, que será sepultado doce días después. Como suelen enterrarse varios cuerpos en el mismo columbario, los números de orden y de columbario dejarán de coincidir pronto.
La primera gran avalancha de huesos se produce el 23 de marzo. Entran ciento trece cajas con restos de 407 personas, procedentes de Navarra, Vitoria, Palencia Alicante y Ávila, entre otras provincias. Una de esas cajas, procedente del pueblo abulense de Aldeaseca encierra una de las claves que explica la naturaleza de este gigantesco baile de difuntos destinado a satisfacer los deseos del Caudillo. En esa caja están los restos de varios hombres y una mujer de Pajares de Adaja, asesinados por falangistas al poco de estallar la sublevación. Con los números de orden 359 a 364 quedan inscritos en el Valle cinco “desconocidos” y una “señora desconocida”, cuyos restos son depositados en el columbario 198, en el piso primero de la cripta derecha de la capilla del Sepulcro. Sus familias no tuvieron conocimiento oficial del traslado y desde hace años luchan para sacarlos de Cuelgamuros.
La actividad es febril en los días previos a la inauguración. Cuesta imaginar el ritmo de entrada de cajas, registro de nombres e inhumación de cientos de restos durante aquellos siete primeros días, plenos de simbolismo cristiano porque además se celebra la Semana Santa. Empleados de Patrimonio depositan las cajas en sus ubicaciones definitivas. Se establece el criterio de comenzar la inhumación de restos por las capillas del fondo, las más próximas al altar. Según van llenándose los columbarios, se avanza hacia el exterior. Solo el 24 de marzo son registrados e inhumados 2.619 cuerpos, la mayoría procedentes de Castellón. El 25, más de 500 cuerpos, cuyas procedencias muestran la positiva respuesta de los ayuntamientos. Incluso desde provincias lejanas como Pontevedra llegan restos. El registro e inhumación de 800 cuerpos ocupa buena parte del día 26, Jueves Santo. Monjes y empleados logran un momento de respiro el Viernes Santo, día en que sólo son registrados 49. Pero el Sábado Santo se ven completamente desbordados, porque llegan los restos de 3.300 personas.
En aquellos días, llegan los restos de 137 personas de filiación desconocida, entre ellos un grupo procedente de varios municipios navarros: 27 de Milagro, 22 de Murillo, 28 de Cadreita, 5 de Ayegui, 5 de Aberín y 10 de Arandogiyen. Quedan depositados en los columbarios 287 a 295. Sin embargo, en una fecha sin determinar, esos restos serán exhumados y regresarán a Navarra. Esta salida de restos tuvo un carácter extraordinario. Tan extraordinario, que no hay ninguna otra reseña similar en los libros de registro. El 29 de marzo, Domingo de Resurrección, apenas llegan al centenar. En Cuelgamuros están demasiado ocupados con el gran acontecimiento que va a tener lugar al día siguiente. El traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera. El 31 de marzo, víspera de la inauguración, se contabiliza la entrada de 533 cuerpos, la práctica totalidad procedente de Teruel y sin identificar.
El monumento se inaugura oficialmente el 1 de abril de 1959. El espíritu de la Cruzada queda así petrificado en la roca de la montaña, que se configura como expresión de la ideología del régimen, porque en él están representados sus tres pilares: la base ideológica, representada por la tumba de José Antonio; el poder militar, que en un futuro representará la tumba de Franco, y la Iglesia, que acoge a ambos bajo su 'manto protector'. El día 7 de abril se reanuda la llegada de restos, procedentes de Alhama, Almuñécar y otros pueblos de Granada, y al día siguiente se registra la entrada de casi 1.000 cuerpos procedentes de Zaragoza. La falta de liquidez y la gran cantidad de peticiones, que se transforman en un enorme galimatías burocrático, ralentizan su tramitación, y quizá por eso no hay prácticamente registros de entrada de cuerpos hasta septiembre. Se demuestra así el imponente esfuerzo que había realizado el régimen por dotar de “contenido material” el monumento antes y después del aniversario del final de la guerra.
El régimen no mostró voluntad alguna de incentivar los traslados de restos de republicanos identificados, ni durante la movilización general de 1958-1959 ni después de la inauguración del monumento. Una cosa fueron sus manifestaciones públicas, y otra bien distinta la ejecución del procedimiento de identificación, recogida y traslado. Las buenas palabras no se correspondieron con una tramitación administrativa sometida a numerosas variables, de cuyo análisis se concluye que los vencidos no tuvieron cabida en la necrópolis subterránea en las mismas condiciones que los vencedores, es decir, con su filiación completa, la unidad a la que pertenecía en caso de ser militar, la causa de su muerte y el lugar de enterramiento. Ningún soldado leal a la República fue enterrado con honor en el Valle de los Caídos. No se ofició un solo funeral en memoria de los asesinados en zona rebelde. Solo sirvieron como apunte estadístico. Como “desconocidos”. Como españoles sin nombre.
En la expresión burocrática del procedimiento de traslado no hubo voluntad expresa de dispensarles el mismo trato que a los caídos del bando vencedor. Se usa el lenguaje administrativo habitual en la práctica totalidad de documentos oficiales, es decir, con los encabezamientos “Caídos por Dios y por España”, “Mártires de la Cruzada” y similares. En algún caso se lleva al extremo, como ocurre en el Ayuntamiento madrileño de Valdemaqueda (Madrid), cuya lista viene encabezada por la frase “Relación de camaradas pertenecientes al Ejército nacional caídos por Dios y por la Patria, en los combates habidos en este sector…” No se introducen términos globalizadores o referencias que den a entender que la operación está destinada a los muertos de ambos bandos.
El olvido hacia los vencidos es indiscutible. Al final de la guerra, la violencia institucionalizada y el miedo habían impedido a las familias localizar sus restos para enterrarlos dignamente. El Valle no era símbolo de reconciliación, porque representaba la división entre españoles, sino el lugar destinado para honrar la memoria de los orgullosos vencedores frente al sufrimiento interminable de los vencidos, por mucho que el franquismo tratase de arreglarlo a base de retórica. Resulta grotesco pensar que los perdedores estarían encantados de ver a sus fallecidos enterrados a pocos metros de su enemigo más odiado.
Las autoridades locales informan sobre los muertos del municipio y entregan sus cuerpos según les conviene. Respecto a los republicanos seguirán un comportamiento no acordado pero coincidente. Lógicamente, no es lo mismo informar sobre soldados caídos en el frente de combate -y enterrados en fosas situadas en antiguas trincheras o junto a hospitales de campaña- que sobre la represión ejercida contra alcaldes y corporaciones republicanas, líderes sindicales y obreros o militantes y simpatizantes de partidos de izquierda. Por eso, como veremos a continuación, hay tantos republicanos aún enterrados en fosas comunes.
En términos generales, importa tanto la 'cantidad' de los restos humanos a depositar en la cripta como su 'calidad'. Cuando el criterio es cualitativo, se exhibe en la documentación el carácter heroico de los vecinos 'caídos por Dios y por España' y se omite cualquier referencia a fosas o enterramientos de republicanos. La orden del Ministerio de Gobernación incluye términos tan ambiguos que no se dan por enterados, y eluden incluir en las relaciones a las víctimas del terror ejercido en territorio sublevado. Y la clave de ese silencio está en la literalidad de esa orden, que interesa "…una relación comprensiva de los enterramientos colectivos que existieren en ese término municipal, de caídos en los frentes de batalla o sacrificados por la Patria". La ambigüedad de la construcción sintáctica invita a pensar que no se trata de una enumeración de tres supuestos, sino que la expresión “caídos en los frentes de batalla o sacrificados por la Patria” es una aclaración que precisa el tipo de enterramientos colectivos que interesa reseñar. Esta hipótesis concuerda a la perfección con el lenguaje oficial, que sólo habla de “héroes” y “mártires”.
Los alcaldes silencian los nombres y apellidos de los republicanos asesinados en el pueblo y conocidos por todos. No hay que olvidar que ni siquiera se les considera legalmente fallecidos, sino simplemente desaparecidos, puesto que con ellos no se había seguido el trámite legal de inscribirlo en el Registro Civil tras su defunción. El plan de exhumaciones incluye la posibilidad de levantar enterramientos clandestinos de paseados de cuya existencia jamás se dio la más mínima pista a los familiares. En la mayor parte de los casos no se hará. Por eso aún quedan decenas de miles de republicanos en las cunetas.
Pero habrá excepciones, porque también era importante el criterio cuantitativo en esta gigantesca operación destinada a satisfacer el ego del Caudillo. Muchos alcaldes echan mano de los enemigos asesinados con el fin de demostrar eficacia ante el Gobernador civil y, de paso, sacar del término municipal vestigios de la guerra y de la represión fascista. Si hay traslados, serán siempre como desconocidos, y sin conocimiento ni consentimiento de las familias, como en el caso de Pajares de Adaja.
¿Por qué se afirma que hay 'miles' de republicanos enterrados? Hay republicanos porque, como ocurre con miles de combatientes del bando franquista, fueron sacados de grandes fosas colectivas para engordar la estadística. El objetivo de reunir restos en un número equiparable a la grandiosidad del mausoleo obligó a dejar a un lado cualquier prejuicio, y se procedió a exhumaciones masivas en lugares que fueron en su día frente de combate (como en el frente del Ebro), que ahorraban cualquier labor de identificación y, sobre todo, la preceptiva autorización. El desprecio es sistemático, y no merecen más consideración que la de útiles anotaciones contables.
Considerando segura la existencia de restos de republicanos en el Valle, cuestión diferente es el número exacto o aproximado. La realidad es que es imposible contabilizarlos porque hay miles de personas que figuran como “desconocidos”.
A 31 de diciembre de 1959, 11.329 cuerpos ya reposan en 2.334 columbarios. En ese primer aluvión de cuerpos estaban los de los hermanos Manuel y Antonio Lapeña, cuya recuperación viene reclamando su familia desde hace años. A pesar de la insistente negativa del abad benedictino, un juez de El Escorial les dio la razón y el lunes 23 de abril comenzarán las tareas de exhumación.
Hasta 1983, serán trasladados más de 33.840 cuerpos. Una cantidad indeterminada de ellos, republicanos sin nombre.
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