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Escrito por Juan Miguel León Moriche
Manuela Cabrera Rodríguez falleció el pasado 24 de abril en San Fernando, ciudad en la que vivía desde hace años con su hija y sus nietos. Manuela era una víctima del franquismo. Su madre fue asesinada en el cortijo del Marrufo cuando ella tenía poco más de tres años. El Foro por la Memoria del Campo de Gibraltar le ha dado el pésame a su hija Jacinta y demás familiares, a los que también les hemos vuelto a dar las gracias por hacer posible en su día que Manuela colaborara con nosotros en la investigación sobre lo ocurrido en el valle de La Sauceda durante los primeros meses de la guerra. Su testimonio fue muy importante para nosotros y por ello incluimos parte de él en el documental La Sauceda, de la utopía al horror. Sentimos profundamente la muerte de Manuela, que nos deja a todos un poco más huérfanos y que hace más dolorosa la herida abierta que siguen teniendo en este país miles de víctimas del franquismo.
Manuela se ha muerto y nadie le ha pedido perdón. No se lo pidieron los que mataron a su madre y a centenares de personas en el Marrufo. No se lo pidió José Robles Alés, teniente de la Guardia Civil que cada día elaboraba allí la lista de personas que iban a ser fusiladas a la mañana siguiente. No se lo ha pedido la Guardia Civil, institución que estaba al mando del cortijo cuando las fuerzas franquistas lo convirtieron en campo de concentración y exterminio de los supervivientes del bombardeo e invasión de La Sauceda. No se lo ha pedido el Ministerio del Defensa ni el de Interior, ni ningún otro organismo del Estado español, que aún conserva en sus aparatos muchos defensores y apologetas del franquismo y sus crímenes. No se lo ha pedido ningún Gobierno, ningún Parlamento y ningún Ayuntamiento. Manuela ha muerto y la ignominia sobre las víctimas del franquismo se hace más grande.
Ni el Foro por la Memoria del Campo de Gibraltar ni otras asociaciones similares en España tienen el apoyo mediático y político que tienen, por ejemplo, las asociaciones de víctimas del terrorismo de ETA. Pero la falta de altavoces e influencias no resta justicia y razón a nuestras reivindicaciones. Y desde la firmeza de nuestras convicciones decimos que estamos hartos de ese mal trato que nos suelen prestar los grandes medios de comunicación. Como estamos hartos de que cada vez que un periodista entrevista a una persona con un familiar asesinado o encarcelado por el franquismo le pregunte si les mueve el revanchismo. Esa pregunta está fuera de lugar y revela que quien la hace, en el mejor de los casos, ha interiorizado o asimilado, sin saberlo, la posición que ha permitido la impunidad de los asesinos y los verdugos. Está hecha como para dejar claro que no queremos molestar, que no queremos abrir viejas heridas, cuando las heridas no se pueden abrir porque es que nunca se cerraron. Ese discurso amable de la equidistancia, eso de que en la guerra todos mataron por igual, que es lo que se impuso en la transición, es tremendamente injusto además de históricamente falso. ¿Sería correcto preguntarle a la hermana de Miguel Ángel Blanco, o a las hijas de Ernest Lluch si los mueve el revanchismo, o el deseo de venganza cada vez que salen en televisión o en la prensa? ¿Verdad que esa pregunta estaría fuera de lugar? ¿Qué pensaría la gente si los asesinos de Miguel Ángel Blanco o los de Ernest Lluch no solo no hubieran sido identificados, detenidos ni juzgados, sino que encima las autoridades las hubieran amnistiado antes de juzgarlas y a quienes se les ocurriera criticar esa amnistía la autoridad y su coro mediático los acusara de vengativos o guerracivilistas? Pues ésa es la situación de quienes buscan a sus padres o abuelos desaparecidos en la guerra, víctimas del fascismo. El Estado ni ha buscado ni ha encontrado a los cadáveres, no ha esclarecido lo ocurrido ni ha hecho justicia y encima las familias ven que cada dos por tres se pone en duda su derecho a la verdad, la justicia y la reparación. Sobre el desamparo, criminalización de las víctimas. El mundo al revés.
El testimonio que Manuela Cabrera dio para el documental sobre La Sauceda revela la dimensión y la permanencia aún del terror franquista en mucha gente. No sólo exterminaron a toda una generación de españoles sino que a sus familiares directos les metieron el miedo en el cuerpo para siempre. Manuela recordaba que un día lluvioso llegó en brazos de su madre a las puertas del cortijo del Marrufo. Recordaba Manuela que su madre y su padre entraron allí y que ella y sus siete hermanos se quedaron esperando en la puerta. Al rato su padre salió pero su madre no. Ya nunca más la volvió a ver. Durante toda su vida cuando alguien le preguntaba por su madre ella siempre decía, hasta el final de sus días, que no la conoció porque murió en su parto. Por miedo, por terror, para no señalarse como hija de republicanos, porque en su casa, en los años del hambre y la miseria, todo era miedo, tristeza y dolor. "Es que mi padre nunca ha dicho nada y a mi hermana mayor siempre la he conocido llorando, siempre llorando", dice ella en el documental. Manuela Cabrera Rodríguez vivió con miedo desde que tuvo conciencia de sí misma. A ella no se le debió preguntar nunca si quería vengar la muerte de su madre. Es una indecencia más que las víctimas del franquismo siguen sufriendo. Ella y ellas, todas, tienen derecho a saber, a que se juzgue y condene a los culpables del asesinato de sus familiares. Y también a no ser molestadas con preguntas inoportunas, y a sentir rencor y a no perdonar. ¿Quién se atreve a decirle a una víctima de genocidio que no odie a los asesinos de sus padres? Ésa es una cuestión íntima, personal en la que no entramos, y cada uno la vive como quiere.
Manuela era una persona bondadosa y dulce a la que nunca vamos a olvidar. Amable y de buen carácter, se le notaba todo lo que había sufrido en la vida. La primera vez que fue con su hija y su yerno, hace ya muchos años, al cortijo del Marrufo se quedó en el coche, aparcado frente a la verja de entrada. Llevaba un ramo de flores y se lo dio a su hija para que lo tirara por el campo. Le daba miedo bajarse y pisar el suelo donde su madre había sido asesinada y enterrada clandestinamente. Aunque se le dijera que el cortijo tiene 800 hectáreas, podían más el miedo y la posibilidad de pisar sus huesos. Manuela murió sin saber dónde están los restos de su madre, pero en 2012 participó en el funeral laico y el homenaje que les hicimos a las veintiocho personas cuyos restos exhumamos en El Marrufo el verano de aquel año. Y pudo enseñarle a su nieto el nombre de su bisabuela escrito en la fachada del pequeño mausoleo del cementerio rehabilitado de La Sauceda.
Como Manuela entonces, en el ámbito de lo privado, todas las víctimas del franquismo necesitan hoy un enorme abrazo, mucho cariño y que las liberemos del miedo. Y en el de lo público, verdad, justicia y reparación. A Manuela nunca le faltó, desde que la conocimos, nuestro abrazo sincero. Y algunas alegrías pudimos compartir con ella.
Con el recuerdo de los buenos momentos vividos juntos nos quedamos. Y con nuestro compromiso permanente. Por ella y por ellas, vamos a seguir luchando.
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